Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ALBORES DE LA REPÚBLICA
EN
MÉXICO


CAPITULO X



Anuncio de grandes trastornos. Imparcialidad del autor de esta obra como hombre público. Tentativa de conspiración del padre Arenas. Conducta política del general Mora. Molinos y Tornel, testigos. Prisión de Arenas. Alarma de los patriotas. Los escoceses niegan la conspiración. Los yorkinos la ponderan. Nuevas prisiones. Arresto de los generales Echávarri y Negrete. Injusticia del gobierno. Falsas alarmas de los yorkinos. Los coroneles Andrade, Romero, Facio y Arago, fiscales de los reos. Confesión de éstos de la existencia de la conspiración. Pedraza obra con actividad por descubrir cómplices. Nuevo partido pedracista. Apertura de las sesiones del Congreso general en 1827. Diputados en su mayor parte yorkinos. Elecciones de Toluca y Yucatán. Esfuerzos de los escoceses para anular las primeras. Conversación de don Cayetano Portugal con el autor. Nombramiento de éste para el gobierno del Estado de México. Servicios del autor. Invoca el juicio imparcial de los lectores. Situación del Estado de México hasta 1826. Don Melchor Múzquiz. Su economía y honradez. Liquidación de cuentas en la quiebra de la casa de Herring, Richardson y Compañía, de Londres. Falsas relaciones de Esteva como ministro de Hacienda. Cargos de los editores de El Sol a este ministro. Sus abusos. Intrigas. Patrocinio de los yorkinos. Don Sebastián Camacho en Paris. Compromisos del gabinete de las Tullerías para con el comercio. Mistificación hecha a Camacho en el tratado que firmó. Reflexiones sobre los tratados. Dignidad de las cámaras de México en esta materia. Proyectos de Esteva para dejar el ministerio. Los motivos de esta deserción. Su nombramiento para la comisaría de Veracruz. Don Tomás Salgado. Su carrera y carácter. Es nombrado ministro de Hacienda. Situación en que halló este ramo. Tentativas de los escoceses. Representación sediciosa de la esposa del señor Negrete. Juicio sobre esta exposición. Mutuas recriminaciones entre los partidos. Los españoles, unidos siempre a los escoceses. Imprudencia de éstos en negar la conspiración. Folleto intitulado Los malvados se descubren, etc. Su insolencia y descaro. Errores y faltas de unos y otros. Sus malas consecuencias.




Hemos visto al pueblo mexicano levantarse del estado de nulidad política a que estaba reducido hasta el de formar una nación independiente y colocarse a la par de la República de los Estados Unidos del Norte en el orden social, así como lo está en su posición geográfica.

Hemos comenzado a ver algunos anuncios de las conmociones interiores que amenazan este país, cuya organización interior se creyó establecida sólidamente con la Constitución federal de 1824 y la instalación de las autoridades y corporaciones que prescribe.

Vamos ahora a entrar en un período de trastornos y facciones en que los dos partidos de que he hablado principiaron a disputarse los honores, los empleos y el manejo de los negocios; un período en el que, abandonando los trámites constitucionales, las dos partes beligerantes se lanzaron a la arena para disputarse la presa, no ya por medio de intrigas, de manejos de palacio, de discusiones y debates razonados, sino en el campo de batalla, buscando en las bayonetas el apoyo que no se encontraba en la justicia de la causa.

Los lectores imparciales, tanto extranjeros como nacionales, advertirán que, no obstante de que el autor perteneció a uno de los partidos que despedazaban la nación mexicana, nada ha omitido de cuanto pueda dar a conocer los errores, los extravíos, los atentados y los excesos de los unos y de los otros.

El día 19 del mes de enero de 1827, un religioso español del orden de San Diego, llamado Fray Joaquín Arenas, se dirigió al general don Ignacio Mora, comandante militar del Distrito Federal y del Estado de México, a quien después de los primeros salúdos, entrando en materias políticas, dijo: El triste estado en que se halla la religión cristiana en un pueblo fiel y católico, como ha sido el mexicano bajo la dulce dominación española, y la entera ruina que amenaza a la creencia de nuestros padres con las creaciones de estos gobiernos, la libertad de imprenta, la entrada de libros heréticos y el abandono de la autoridad legítima de nuestro soberano el señor don Fernando VII, deben estimular a un militar de honor y antiguo servidor del rey, corno V. S. lo es, a entrar en un plan que se ha formado para restablecer el gobierno español. He venido a ver si podemos contar con V. S., encargado por los individuos que manejan esta grave empresa. El comandante Mora le contestó que un asunto tan grave no podía resolverse en el momento, y, por consiguiente, suplicaba esperase veinticuatro horas para pensarlo. Arenas se retiró, amenazándole con que en el caso de delatarlo sería víctima, pues la conjuración estaba ya formada, y al punto de estallar; quedó en volver al día siguiente. (El general Mora, sin perder tiempo, pasó a comunicar el suceso, con todas sus circunstancias, al presidente don Guadalupe Victoria, y el gobierno resolvió que Mora concurriese a la hora señalada y convenida con el fraile Arenas, y que además se colocasen tres testigos de manera que pudiesen oír sin ser vistos cuanto este eclesiástico pudiese decir, para ser aprehendido in fraganti y poder acreditar su crimen. Uno de los testigos era don José María Tornel, secretario privado del presidente y diputado de la Cámara de representantes por el Estado de Veracruz, y otro don Francisco Molinos del Campo, gobernador del Distrito Federal.

Dispuestas las cosas en la forma dicha, Arenas no faltó a la cita, y entró desde luego con más calor que el día anterior en materia. ¿ Qué tal, mi general -exclamó-, ha pensado usted ya bien lo que debe hacer? Mora le dijo que necesitaba tener conocimiento de la extensión del proyecto, de los que tomaban parte en él, de los caudales y tropas con que se contaba; en fin, le añadió: Explique usted todo cuanto pueda contribuir a ilustrarme, porque ya ve usted que un hombre de mi clase y de mi edad no puede comprometerse sin saber cómo y de qué manera.

Entonces Arenas le expuso largamente que el plan era hecho en Madrid; que el rey Fernando había nombrado un comisionado regio, que se hallaba en territorio mexicano con amplios poderes para obrar; que había muchos generales, canónigos, comerciantes y otros personajes comprometidos y juramentados; y después que usted se ligue por juramento -añadió- conocerá la extensión del proyecto y la seguridad del éxito. Todo esto lo decía con tal aire de confianza, que parecía inverosímil que fuese una invención cuyo desenlace le sería funesto.

No pudo el general Mora sacarle los nombres de ninguno de los cómplices, y él mismo decía ignorar el del comisionado regio, que era un gran personaje que viajaba de incógnito en el país. Mora hizo en estas circunstancias la señal convenida y, apareciendo los testigos, fue aprehendido el padre Arenas, que reprodujo lo mismo que había dicho y amenazó a sus aprehensores con una próxima venganza.

Este hombre era de malas costumbres, y no se concibe cómo pudieran hacer confianza en él personas que, en el caso de tener una vasta conspiración entre manos, debían suponerse muy prudentes y diestras para valerse de hábiles instrumentos y cómplices sagaces. Pero ¿qué podía esperarse de un hombre que a la primera vista se descubría con un jefe a quien debía suponer fiel al gobierno nacional, e incapaz, como lo son todos los generales mexicanos, de hacer traición a la independencia nacional? Esto parecía muy extraño a todos y dió origen a discusiones en los periódicos, discusiones que influyeron quizá más de lo que pensaban los directores de los partidos para encender el fuego de la revolución.

Puesto en prisión el padre Arenas y divulgado el suceso con los comentarios con que siempre se adornan y revisten estos acontecimientos, los mexicanos comenzaron a temer, en efecto, la existencia de una vasta conspiración que amenazase su libertad e independencia.

Las gentes que hacen consistir todo su mérito y capacidad en dar importancia a temores infundados esparcían voces siniestras, fingían haber visto armas ocultas, haber leído papeles significativos, haber presenciado reuniones y asambleas nocturnas.

Todo se atribuía a los españoles, y los del partido yorkino exageraban los progresos de la conspiración para hacer recaer la odiosidad sobre los del partido escocés, a quienes creían o fingían creer cómplices de aquel atentado.

Los escoceses, por su parte, en vez de presentar los hechos como eran en sí, en vez de hablar racionalmente acerca de aquella extravagante tentativa, negaban la existencia del hecho mismo; atribuían el suceso a un artificio de los yorkinos; aparentaban creer que era un drama representado para darse importancia, y llegaron a decir que el ministro de los Estados Unidos Mr. Poinsett había aconsejado al padre Arenas diese aquel paso. ¡Tan ciegos son los partidos en su furor!

Entre tanto se procedía a nuevas prisiones, y los españoles eran mirados en todas partes como agentes de la supuesta gran conspiración. Un tal don Manuel Segura, otro llamado David, un religioso dominico llamado Martínez y otros españoles fueron arrestados en virtud de interrogatorios que se hicieron.

El día 22 de marzo, el ministro de la Guerra, don Manuel Gómez Pedraza, despachó orden para que fuesen aprehendidos los generales don Pedro Celestino Negrete y don José Echávarri, y fueron conducidos el primero al castillo de Acapulco y el segundo al de Perote, bajo una fuerte escolta. Ya otro general español llamado Arana había sido arrestado anteriormente.

La prisión de estos personajes alarmó extraordinariamente al pueblo, y los papeles públicos, especialmente El Correo de la Federación y algunos sueltos que salían de la sentina yorkina, inflamaban más los ánimos, inventando calumnias y suponiendo crímenes a los generales prisioneros y a otros españoles que, cualesquiera que fuesen sus opiniones, evidentemente no tomaban ya parte en los negocios públicos ni pensaban en tramar conspiraciones.

La determinación tomada con respecto a los generales Negrete y Echávarri era notoriamente injusta y arbitraria, pues si se quería averiguar su complicidad no era seguramente el medio más oportuno el retirarlos a cien leguas del lugar en donde debían estar los testigos, privándolos al mismo tiempo del auxilio de sus familias y de sus medios de defensa. Este acto se creyó exclusivamente obra de don Manuel Gómez Pedraza, que no pertenecía a los yorkinos, pero que deseaba formarse un partido persiguiendo en estos generales, a pretexto de conspiradores, los enemigos del señor Iturbide y lisonjeando las venganzas populares en estos jefes, que no eran amados por la multitud.

Se encargó la formación de las causas a oficiales del ejército; los coroneles Andrade, Romero, Arago, Facio, los tres primeros de las logias yorkinas, el último escocés, eran los fiscales de estos acusados.

Arenas, Martínez y Segura confesaban que había un plan de conspiración, que ellos mismos tenían parte en él, pero que no podían descubrir sus cómplices. El gobierno se agitaba, hacía los mayores esfuerzos por descubrir delincuentes, y Pedraza, alma de todo este movimiento, hacía creer o procuraba persuadir que había encontrado el hilo de Ariadna que debía conducir al descubrimiento de aquella terrible conspiración.

Existían, pues, tres elementos que obraban en sentidos diferentes y que es necesario hacer observar desde ahora. El partido escocés, que he dado ya a conocer; el partido yorkino, de que he hablado con extensión, y el que llamaré de Pedraza, porque separado de las logias escocesas, a que había pertenecido, y convertido repentinamente en perseguidor de sus antiguos compañeros, no por eso se unió a los segundos, que, sin embargo, le parecieron más dóciles instrumentos.

Estos son hechos que presento sin el menor disfraz, porque no siendo mi ánimo inculpar a ninguno, deseo que los lectores juzguen a cada uno por sus acciones, así como yo me sujeto al mismo severo e imparcial tribunal de mis conciudadanos por las mías, como representante también en estas escenas que voy a referir.

El Congreso general había abierto sus sesiones en 19 de enero, con los nuevos diputados venidos de los Estados para formar la segunda legislatura constitucional. Más de la mitad de sus miembros lo eran también de la sociedad de yorkinos y muy pocos solamente de las logias escocesas. Las protestas que se habían hecho acerca de la nulidad supuesta de las elecciones verificadas en Yucatán, Toluca y otros Estados fueron declaradas insubsistentes, y el decreto dado por la legislatura constitucional del último para anular el nombramiento hecho en los individuos que debían sustituirlos fue igualmente declarado nulo e insubsistente por anticonstitucional.

En los Estados se formaban las legislaturas de yorkinos en la mayor parte, y por una desgracia, inevitable cuando gobiernan las facciones, muchos individuos no tenían otro título para ser colocados que el estar filiados en las logias del partido dominante.

Este era un mal grave, al que no contribuí poco, arrastrado por el torrente revolucionario. Don Cayetano Portugal, diputado por Jalisco, eclesiástico digno del aprecio de sus conciudadanos por su honradez e ilustración, me reconvenía amistosamente por haber organizado la canalla. El mal verdadero y efectivo era el no haberla instruido en lugar de haberla organizado.

En marzo fuí nombrado gobernador del Estado de México, después de haber sido senador y diputado los años anteriores. Este nombramiento fue consecuencia del triunfo del partido yorkino en las elecciones de Toluca, de que he hablado, y como una recompensa a los servicios que presté como elector y director de dichas elecciones.

Yo había sido electo diputado en Yucatán en 1814 para las Cortes de España, y fuí preso cuando el rey volvió y destruyó las instituciones. En 1820 fuí electo diputado para las mismas Cortes y desempeñé este encargo como se ha visto. En 1822 partí con el mismo encargo al Congreso constituyente mexicano; en el segundo Congreso constituyente desempeñé la misma comisión, y era presidente de aquella asamblea cuando se publicó la Constitución federal. En los dos años siguientes pasé al Senado, y de éste, en 1827, al gobierno del Estado de México.

A otros pertenece juzgar sobre mi carácter y servicios. He referido algunos de mis hechos sencillamente: ahora se me verá en el curso de este nuevo período obrar en una esfera más grande y descubrir mis ideas. Deseo únicamente ser juzgado con la imparcialidad y decencia con que lo hago cuando hablo de mis conciudadanos, y sobre hechos, y no sobre calumnias. ¿Qué cosa más justa puede pedir el que ha tenido la desgracia de hacer papel en las escenas sangrientas que han despedazado su país? Si el espíritu de partido se mezcla en este juicio, merecerá el desprecio de la posteridad.

Durante los tres años en que las autoridades del Estado de México habían gobernado, esto es, desde la creación del sistema federal, concentraron sus miras únicamente a la ciudad de México y no hicieron ninguna mejora en el exterior. Los caminos estaban abandonados, las escuelas recibían pocas mejoras y ningún establecimiento literario se proyectó.

Residiendo los poderes de dicho Estado en la capital, no tuvieron necesidad de hacer ningunos gastos, o al menos fueron muy pocos los desembolsos que exigía el preparar los lugares en que debían ejercer sus funciones. Y como, por otra parte, tuvieron el ingreso de los caudales del Distrito Federal antes de la ley que atribuyó estas rentas a la federación, acumularon una suma de cerca de doscientos mil pesos cuando tuvieron necesidad de abandonar sus funciones.

Don Melchor Múzquiz, gobernador entonces de dicho Estado, hombre económico y honrado, hacía como Federico I, padre del Gran Federico, un mérito muy grande en acumular numerario sin distribuirlo en cosas útiles.

Tal era la situación de las cosas del Estado de México, de que me ocuparé a su tiempo rápidamente. A principio de este año, la casa Barclay, Herring, Richardson y Compañía presentó bajo su firma al señor Camacho las cuentas del préstamo que contrató con el gobierno de México, y confesó deber al expresado gobierno la suma de 446,000 libras esterlinas, equivalente a la cuarta parte del producto del préstamo contratado con la misma casa. En este año económico, el ministro de Hacienda Esteva había presentado en su memoria un ingreso excedente a la salida de más de medio millón de pesos, satisfechas todas las necesidades y obligaciones de la nación. Los editores de El Sol hacían cargos terribles e incontestables a la administración acerca del uso que se hacía de los caudales del préstamo, de los pagos mandados hacer contra leyes expresas; acerca de las letras giradas sobre Londres y sobre Veracruz a premio menor que el corriente, y, últimamente, acerca de las bancarrotas de los prestamistas, que comprometían los fondos de la República y le preparaban su descrédito. Pero Esteva contestaba de una manera evasiva, y atribuía a espíritu de partido lo que en realidad podía tener este principio, lo que se descubría por el modo con que se hacían los cargos, mezclándolos con apóstrofes indecorosos, con diatribas amargas, en vez de limitarse a los hechos y al análisis de las cuestiones financieras.

Los yorkinos creían ver en los ataques dados a Esteva una guerra declarada a ellos mismos, y el astuto ministro procuraba confundir siempre su causa con la del partido que lo sostenía. Después veremos a este mismo jefe de los yorkinos abandonar su partido, buscar y encontrar apoyo en las filas de los escoceses.

Don Sebastián Camacho, después de haber concluído el tratado con Inglaterra, hizo un viaje a París y emprendió entrar en nombre de la República en tratados con el gabinete de las Tullerías. El ministro francés comenzaba ya en aquella época a comprometerse con la opinión pública acerca del asunto importante del reconocimiento de las nuevas Repúblicas americanas, exigido por las necesidades de su comercio y retardado por las conexiones de familia y las opiniones privadas de la dinastía reinante. Fue necesario buscar algún arbitrio para contentar al comercio, deslumbrar al ministro mexicano y dejar ilesos los principios de la legitimidad. Creyóse poder hacer una especie de tratado de comercio reducido únicamente al simple permiso de la entrada de los buques de la República Mexicana en los puertos de Francia, al nombramiento de cónsules por ambas partes y a exigir por la de aquella república las ventajas de la nación más favorecida.

Semejante convenio sólo tenía por resultado las ventajas de los comerciantes franceses, sin comprometerse en nada las opiniones del gobierno, sin reconocer en los mexicanos la nacionalidad, el derecho de nombrar ministros y agentes diplomáticos ni la legitimidad de sus gobiernos establecidos y de sus instituciones. En este paso manifestó Camacho mucha falta de conocimientos diplomáticos, y lo peor de todo, una debilidad poco conveniente al ministro de una República que, habiendo hecho por sí sola su independencia, no necesita andar mendigando ni tratados ni reconocimientos a medias; pues si se examina profundamente la materia, siendo nulo el comercio activo que hace la nación mexicana, la utilidad de los tratados es para los que por las garantías y ventajas que ofrecen hacen en su territorio un tráfico, benéfico a ambas partes a la verdad, pero más positivamente lucrativo a los extranjeros. Muy justo y conforme al derecho de gentes es el arreglo de estas relaciones y la sanción de estos convenios. Mas ¿cuántos mexicanos disfrutan en las naciones extranjeras de las ventajas recíprocas que en ellos se estipulan? ¿Qué número de buques de aquella República concurren a los puertos de Francia o Inglaterra? Es siempre el contrato del pobre con el rico, del fuerte con el débil. Otros tratados dejó pendientes con los Países Bajos y el Hannover el señor Camacho, y regresó a México a mediados de este año. El tratado con el gabinete francés no tuvo ningún efecto. Las cámaras no lo tomaron en consideración, y el gobierno mexicano manifestó, guardando silencio sobre este tratado, la dignidad y decoro que le correspondían.

El temor de ver sobre sí el resultado de las quiebras hechas por las casas prestamistas de Londres y las terribles responsabilidades que debían seguir a la escasez de fondos para satisfacer las atenciones públicas, después de las pomposas manifestaciones de abundancia, prosperidad y aumento en los ingresos de que había hablado en las tres memorias que había presentado a las cámaras legislativas, obligaron a Esteva a buscar un retiro en que, evitando los primeros choques, pudiese al mismo tiempo disfrutar de una renta vitalicia y de un empleo que fuese para él lo más conveniente. Este era la comisaría del Estado de Veracruz, plaza a que debía ser destinado alguno de los muchos meritorios y honrados servidores de las antiguas intendencias, y que por la ley debía darse a un cesante. Renunció, pues, don Ignacio Esteva el ministerio, y nombrado en su lugar don Tomás Salgado, fue nombrado el primero para la plaza de comisario de que he hablado.

El señor Salgado, antiguo abogado de México, era entonces juez de Hacienda; esto es, uno de los magistrados que debían aplicar las leyes de este ramo en las diferencias que se suscitasen entre los particulares y la tesorería nacional. En su destino, y cuantos tuviesen relación a su profesión de abogado, el señor Salgado era y es muy acreedor a la estimación y aprecio de sus conciudadanos y de cuantos le conocen. Pero en materia de alta administración, en inteligencia de cambios y valores, de relaciones mercantiles, de arreglo de contribuciones, de crédito público, de circulación, él mismo manifestó modestamente al presidente que carecía de las nociones suficientes para desempeñar un destino tan espinoso. Por otra parte, no ignoraba el caos en que Esteva dejaba el ministerio, sin ningún arreglo, sin un sistema de administración, sin orden en los trabajos, sin método en el despacho, abandonándolo todo en manos de don José María Pavón, oficial mayor de la secretaría, que si bien era honrado y laborioso, no podía desenredar el cúmulo de negocios con que el ministro recargaba su despacho ni dar vado a los compromisos en que se había implicado.

Salgado entró en el ministerio en 14 de febrero de 1827, cuando ya no había dinero disponible de los préstamos; cuando llegaban letras protestadas de las casas de Barclay, Herring, Richardson y Compañía de Londres, y de las de Goldsmith, de cantidades recibidas y gastadas en tiempo de Esteva y giradas contra las referidas casas; cuando los ingresos de las aduanas marítimas comenzaban a disminuirse, porque los efectos introducidos en abundancia el año anterior eran más que suficientes para los consumos del país; cuando el crédito se alteraba notablemente en consecuencia de estos sucesos, y más que todo, por el abandono con que, como habían observado los negociadores de los bonos mexicanos, se manejaban los caudales de la nación; por último, Salgado entraba cuando Esteva salía para huir los efectos de la bancarrota que había preparado.

En medio de este caos de administración, el partido escocés se preparaba a conmover la República en sus fundamentos por medio de sacudimientos violentos; los yorkinos la alarmaban con las exageraciones con que pintaban la conspiración de Arenas, y el ministerio Pedraza (que así le llamaremos porque éste lo dirigía todo) aumentaba las alarmas por su parte.

La esposa de don Pedro Celestino Negrete hizo una exposición con motivo de la prisión de este general, que era más bien una provocación a la revolución que un alegato juicioso y racional para reclamar sus derechos ultrajados. Los partidos buscan siempre un pretexto plausible para desahogar su furor y hacer progresar sus ideas. Nada era más justo que el que la señora Olavarrieta de Negrete hiciese valer los fueros de ciudadano mexicano hollados en la persona de su esposo. Muy natural era que hablase con calor al gobierno que había cometido el atentado; que usase de la imprenta y se dirigiese a la nación para demostrar la injusticia de los que así abusaban de la fuerza pública contra la inocencia. Pero prestó su firma a una facción que debilitaba la justicia de su causa por el modo con que se expresaba, y daba pretextos plausibles al partido contrario para publicar que se deseaba la revolución, y ocasión al gobierno vilipendiado para reprimir la audacia con que se le insultaba. No se contenía el partido escocés en sus calumnias contra los yorkinos ni éstos contra los de aquél.

Existía un hecho innegable, un gran crimen, una conspiración descubierta. Habían sido presos varios eclesiásticos y paisanos españoles en Puebla, en Oaxaca y otros puntos, y se habían descubierto pruebas evidentes de complicidad. Ved aquí un pretexto para que los Yorkinos acusasen a todos los españoles y divulgasen que los escoceses trataban de restablecer la monarquía.

Los españoles se unían naturalmente, y como por instinto, a este partido que los sostenía con imprudencia; pues no se limitaba a una defensa racional, sino que, negándolo todo, daban ocasión a creer que tenían interés en ocultar un hecho público y notorio, un hecho en que intervenía como fiscal del principal reo (el padre Arenas) don Antonio Facio.

En marzo de este año salió a luz un folleto titulado Los malvados se descubren cuando menos se imaginan, en el que con indecible impudencia se aseguraba ser tramas de los yorkinos la conspiración descubierta; decían que éstos habían falsificado sellos del rey de España para fingir conspiraciones y atribuirlas a los escoceses, y con la mayor insolencia atacaban al gobierno y provocaban la revolución.

Si el sistema de la calumnia y de intrigas estaba organizado en este partido, en el otro había tal confusión y desorden que no era posible entenderse. Todos querían destinos públicos, todos se creían con derecho a intervenir en la administración, todos se erigían en jueces y censores de las autoridades. Si los escoceses negaban la existencia de la conspiración y la atribuían a manejos de los yorkinos, éstos acusaban a los primeros, sin excepción, de borbonistas, de traidores, de anti-independientes. ¿Quién podía creer de buena fe que los generales Bravo, Barragán y Múzquiz, aunque filiados en las logias escocesas, trabajasen por la monarquía y contra la independencia? Si los escoceses preparaban reacciones para resistir las órdenes del gobierno y organizar un sistema militar, los yorkinos, moviendo las pasiones y excitando el odio y las venganzas populares, socavaban el edificio social, proclamando la expulsión del suelo de la República de pacíficos habitantes, a pretexto de ser españoles, causando -al mismo tiempo que la ruina de innumerables familias mexicanas- una pérdida enorme de capitales y de brazos útiles a la nación. Los escoceses se dirigían a la tiranía militar; los yorkinos, al depotismo de las masas. Veamos ahora cómo se fueron desenvolviendo estos partidos y cómo manifestaron sus tendencias.

Índice de Albores de la República en México de Lorenzo de ZavalaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha