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El escobarismo

(Testimonios de Antonio I. Villarreal)

SEXTO TESTIMONIO


La determinación de las fuerzas de Chihuahua en el sentido de engrosar nuestras filas, vigorizaba notablemente nuestra situación. Sin embargo, la guarnición de Ciudad Juárez desconoció los acuerdos tomados en la junta militar de la capital del Estado y sin pérdida de tiempo había que apoderarse de esa magnífica base de operaciones. Así lo estimó el general Caraveo que dictó las medidas del caso, poniendo a las órdenes del general Miguel Valle los elementos indispensables para someter esa plaza que fue denodadamente atacada y tomada el día 8 de marzo. Las fuerzas gobiernistas, vencidas, buscaron refugio en el puente internacional y, solicitando la intervención del Comandante militar de Fort Bliss, lograron que se pactara un armisticio el cual fue aprovechado por el enemigo para pasarse al lado americano, acatando órdenes expresas de la Secretaría de Guerra y Marina. Entregaron los fugitivos sus armas a los soldados americanos y, alojados en el referido Fuerte Bliss, gozaron de las consideraciones compatibles a la condición en que se habían colocado, quedando poco después en libertad para reincorporarse al Ejército Nacional.

Controlado así, en toda su extensión, el Estado de Chihuahua, quedaba el general Caraveo desembargado de cualquier amenaza y, por lo mismo, expedito para despachar, como lo hizo, refuerzos de importancia hacia el sur con el fin de auxiliar a nuestra amenazada columna, que, con sus reducidos elementos, estaba materialmente incapacitada para resistir el empuje de los enormes efectivos que el gobierno federal reconcentraba para abatirnos.

Habíamos dejado a la columna del general Escobar al sur de Saltillo, en Carneros, dispuesta para combatir a las fuerzas de San Luis Potosí que no llegaron en aquellos días. Entretanto, de Monterrey se desprendieron tres columnas gobiernistas: una con rumbo a Mina a las órdenes del general Benigno Serrato; otra dirigióse a Paredón mandada por el general Eulogio Ortiz y la tercera al sur, hacia Saltillo, integrada por las corporaciones de los coroneles Zenón Avila y Emilio N. Acosta. Sobre esta última cayeron violentamente los regimientos de los generales José San Martín y Carlos Espinosa, aniquilándola y cogiéndole numerosos prisioneros, inclusive el coronel Acosta que fue conducido preso a Torreón y tratado con clemencia, no obstante que había militado en épocas anteriores al servicio de Victoriano Huerta. Además, desenfrenados los odios, bajo el influjo de la sangrienta lucha, no podía ser más grave el peligro de perder la vida que corría el coronel Acosta, hermano del general Miguel M. Acosta que, como General en jefe, nos combatía en Veracruz y acababa de sacrificar al coronel Simón Aguirre, hermano del general Jesús M. Aguirre a quien también cogió prisionero y mandó ejecutar poco después. La represalia es ley de guerra que en todas partes obliga. Sin embargo ni en este caso extremo consentimos en que nuestro movimiento se manchara con actos de crueldad. La Revolución quiso dar un ejemplo de alta generosidad y ni a Emilio Acosta fusiló.

A propósito de lo ocurrido en Veracruz, glosaremos en este lugar, aunque sea brevemente, los acontecimientos más importantes. La rebelión en aquel Estado que estallara prematuramente, ocasionando que por solidaridad la secundaran nuestros elementos en Coahuila y Sonora, estaba destinada a precipitarse de fracaso en fracaso. Escasas fuerzas siguieron al general Jesús M. Aguirre, Jefe de las Operaciones, en su arriesgada empresa. Delatados sus planes, la superioridad tuvo ocasión de restarle elementos y de rodearlo de jefes y corporaciones que no le eran adictos. Apenas se pronuncia y el general José María Dorantes, comandante del séptimo regimiento, manifiesta su lealtad al gobierno y se concentra en Oriental.

Ni en el puerto de Veracruz, donde tenía su cuartel general, logra imponerse el general Aguirre. Lo ataca el coronel José W. Cervantes, al frente del tercer batallón, d6Sarrollándose encarnizada pelea en las calles de la ciudad.

La intervención de los cónsules extranjeros determina que sean suspendidas las hostilidades y que el general Aguirre salga del puerto con reducido número de soldados. La dispersión tumultuosa constituye el segundo acto de la trágica aventura. No de otra manera ha sido trazada la historia de nuestras reyertas intestinas. Todos quieren engrosar las filas victoriosas, en tanto que al vencido lo desconocen hasta sus protegidos de ayer y lo asedian, lo persiguen y lo entregan sus íntimos compañeros y amigos.

Pronto quedó abandonado y perdido en la intrincada selva veracruzana, el general Aguirre. Le siguen las huellas: cae. Sometido festinadamente a uno de esos consejos de guerra, sumarísimos, en que los severos jueces obedecen la consigna o son a su vez, despachados sumariamente, fue sentenciado a muerte por unanimidad absoluta sin titubeos ni tardanza ... y el asombro se convierte en estupor al considerar que los miembros de ese jurado implacable habían cometido en épocas recientes, exactamente el mismo delito militar por el cual ahora condenaban al general Aguirre.

Al margen de este pasaje de pesadilla y horror no parecerá impropio que recoja una noble acción del general Aguirre. A fines de 1928, cuando nos ocupábamos en reorganizar el Partido Nacional Antirreeleccionista, fui aprendido. Entre otros amigos, el general Juan José Ríos, entonces Jefe de los Establecimientos Fabriles y Militares y en la actualidad Secretario de Gobernación, estuvo a visitarme en la prisión y me refirió que el general Aguirre trabajaba con celo y actividad para salvarme. Por otros conductos supe que el mismo general Aguirre, prominente entonces en los círculos oficiales, protestaba airadamente contra el atentado de que se me hacía objeto. Los generales Aguirre y Ríos no tenían conmigo otra liga que el viejo compañerismo que nos acerca a los precursores de esta enloquecida Revolución que no se asquea de devorar a sus hijos.

El general Aguirre que siempre mostróse dispuesto a cualquier sacrificio en defensa del derecho, no será olvidado por los hombres de bien.

Pasando de la breve consideración que hemos dedicado a los sucesos de Veracruz, volvemos al campo de las operaciones que se desarrollaban al sur de Torreón.

No podíamos explicarnos los motivos que obligaron a moverse con desesperante lentitud a un jefe envejecido en el servicio de las armas tan experto y acometido como el general Francisco Urbalejo, que, según decimos antes, debió haber caído sobre Zacatecas el mismo día que el general Escobar tomó la plaza de Monterrey. Perdió, sin embargo, largos días en desprenderse de la ciudad de Durango para situarse en Cañitas con su columna.

Militaba a sus órdenes el coronel Juan Antonio Domínguez de quien se sabía que no aprobaba la actitud que habíamos asumido, comprometiéndose secretamente del lado del gobierno. Fue advertido el general Urbalejo de la sospechosa actitud de su subordinado a fin de que lo aprehendiera o cuando menos lo relevara del mando del 28 regimiento. Domínguez astutamente procuró atraerse la confianza de su jefe, protestándole fidelidad, y no muy tarde, aprovechando un momento propicio en que Urbalejo descansaba, desprevenido, en su tren, le abrió fuego, al frente de su regimiento, sembrando la confusión y el desorden. Defendióse como pudo Urbalejo y con unos ciento cincuenta hombres de su mil veces fogueado batallón de yaquis pudo abrirse paso en su tren, batiéndose en retirada. El coronel Domínguez con las demás fuerzas, alrededor de mil ochocientos hombres, marchó a incorporarse a Zacatecas.

Como violentamente quedaron interrumpidas las comunicaciones telegráficas entre el cuartel general de Urbalejo y el nuestro en Torreón y sospechando que algo anormal ocurría, salimos con trenes militares para Jimulco a donde horas después, llegaba el general Urbalejo, dándonos cuenta del audaz golpe de mano que sufrió y de las emocionantes escenas que vertiginosamente se desarrollaron. A la vez nos mostraba en su carro, los impactos de las balas enemigas que, increíble parece no lo hayan tocado.

Así nos fue arrebatada la columna destinada a operar sobre Zacatecas y que ahora se revolvía contra nosotros.

Parece que estoy viendo a Urbalejo bajar de su tren para saludarnos. No se borran de mi mente las huellas de sombrío coraje que surcaban el rostro aceitunado de aquel hombre corpulento, grueso y ágil, de ademanes marciales y graves. Constaban en su hoja de servicios, más de cuarenta años de campañas azarosas. Primero, en las filas del antiguo Ejército federal, contra los yaquis; a pesar de que por sus venas corre esa sangre con mezclas criollas; después a las órdenes de Maytorena, Diéguez y Obregón. Nunca me vi más apurado repetía con voz ahogada por el polvo de la refriega. Hasta la mayor parte de sus soldados yaquis, del 35 batallón, que compartían con él vida de vivac (Significa: de campamento), desde hacía largos años, quedaron allá bruscamente separados, cogidos en la celada que no comprendieron.

Adversa suerte nos tenía reservada el Estado de Durango. La pérdida de la columna de Urbalejo, se sumaba a deplorables contingencias. El Gobierno del Estado no gozaba de simpatías entre los campesinos, circunstancia agravada en virtud de que las autoridades militares cometieron la torpeza de incautarse los fondos del Banco Ejidal. Para colmo de desaciertos, fue designado por la legislatura local para el cargo de Gobernador provisional, -porque el propietario salía a campaña-, un individuo generalmente odiado, Salas Barraza, que se ufana de que el acto más meritorio de su vida lo llevó a cabo, cuando, a mansalva y por orden superior asesinó a Francisco Villa.

Todos esos errores y reveses dieron margen a que el movimiento renovador perdiera terreno en Durango.

Al verificarse en el cuartel general de Torreón una nueva reorganización militar con motivo de los últimos acontecimientos y de la incorporación de fuerzas procedentes de Chihuahua, quedé yo nombrado Jefe de la columna; el general Cesáreo Castro, jefe de las caballerías, con el general Raúl Madero en calidad de sub-jefe y el general Urbalejo en mando de las infanterías. Estas designaciones fueron giradas por el general Escobar en su carácter de jefe supremo del movimiento.

La tercera batalla de nuestra región tuvo verificativo el día doce, en La Encantada, cerca de Saltillo, tomando parte en la acción tres regimientos, incompletos, de nuestro lado, contra la columna del general Cedillo. La batalla no fue decisiva, retirándose del campo unos y otros combatientes.

Como el avance del enemigo se llevaba a cabo con efectivos desproporcionadamente superiores a los nuestros, hubo que replegar nuestra caballería e infantería a San Pedro y Torreón.

Fuimos informados por un avión comercial que aprovechamos para localizar al enemigo, de que en Benavides, cerca de San Pedro, acampaban dos regimientos que formaban la vanguardia. Sin pérdida de tiempo fue despachada una columna volante integrada con dos batallones y un regimiento que trabaron combate en aquel lugar el día 16 con resultados indecisos, a pesar de que los dos regimientos que se iban a atacar, habían sido reforzados con dos batallones.

Resumiendo: de los cuatro combates librados en terrenos de Nuevo León y Coahuila, los de Monterrey y Ojo Caliente se resolvieron a favor de las fuerzas renovadoras; los de La Encantada y Benavides quedaron indecisos.

Una noticia dolorosa llegó a nuestros campamentos: el general Irineo Villarreal, que desde hacía nueve meses permanecía retirado del servicio militar, había sido ejecutado el 10 de Marzo en un recodo solitario del camino, cerca de Sabinas Hidalgo, Nuevo León. Le fue aplicada la clásica Ley fuga con clásica ferocidad. Los procedimientos torvos de la estigmatizada Dictadura del general Díaz, reviven con ímpetu cada día más bárbaro, demostrando que no hemos podido impedir el salto atrás.

Irineo me había acompañado algunos días en la gira de propaganda política por varias poblaciones del Estado de Nuevo León. Cuando yo me dirigí a Coahuila, el partió para Parás, su pueblo natal, a visitar al autor de sus días. No podía adivinar los acontecimientos que se venían encima. Aislado en un pequeño rancho de su propiedad, sin comunicación alguna, repentinamente fue rodeado y aprehendido. Su padre mismo, convencido de la inculpabilidad de su hijo, había conducido a los federales hasta el apartado lugar en que Ireneo se dedicaba a faenas de campo, para persuadirlos de que su hijo no abrigaba la menor intención de hacer armas contra el Gobierno. Todo fue en vano. Se imponía el sacrificio de este excelente amigo e integérrimo revolucionario que no supo de claudicaciones ni bajezas.

San Antonio, Texas, Febrero de 1932.
Antonio I. Villarreal.
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