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¿POR QUÉ EL TRIBUNO DEL PUEBLO?

Cambio de título, como anuncié lo haría en cuanto hubiera alcanzado mi primer propósito, es decir, en seguida que hubiéramos asegurado la conquista del paladín antitiránico, del arma infalible e irresistible de la prensa, con la cual debíamos caminar luego con paso seguro hacia el éxito completo en la recuperación de la libertad y de los derechos del hombre enajenados. Como esta conquista no ofrece ya duda y el arma se encuentra bien segura en mis manos, tengo que enfrentarme a los usurpadores de estos derechos y sus partidarios con una nueva calidad, análoga al vigoroso papel que me siento capaz de sostener en la lucha iniciada. La calidad que yo he escogido puede que excite los clamores de los escrupulosos que todo inquieta. No creo inútil, pues, una justificación de los motivos.

Todo título de periódico debería incluir el nombre sagrado del pueblo, porque todo publicista no debe serlo más que para el pueblo. Confieso que he tropezado con dificultades para encontrar una denominación a la cual se pueda añadir esta palabra. Orador, Defensor del Pueblo, ya están cogidos. Amigo del Pueblo me hubiera convenido perfectamente, este título pertenecía quizá únicamente a Marat; no ha podido ser sostenido por los tres o cuatro temerarios que, después de él osaron apropiárselo; y está aún explotado en estos momentos; ¡pueda aquel que lo ha secuestrado hacerse digno de él! El Tribuno del Pueblo me ha parecido la denominación más equivalente a la de amigo o defensor del pueblo. Ruego que no se busque a este nombre de tribuno ninguna otra acepción que la que yo le doy. Quiero anunciar a través de él, al hombre que ocupa una tribuna, y en verdad una tribuna múltiple, para defender ante y contra todos, los derechos del pueblo. Declaro por adelantado que no quiero y no querré nunca nada más que esta magistratura moral, que renuncio a todas aquellas prácticas que algunos podrían creer que me serán ofrecidas según mi título y la ilusión que pueda inspirar mi teoría. No, no hay ninguna analogía entre mi tribunato y aquél de los Romanos, si bien junto a Mably y los otros publicistas filosóficos, al contrario de tanta gente que condenan lo que conocen mal, yo admiro como la más bella de las instituciones aquella magistratura tribunicia que tantas veces salvó la libertad romana, desde Valerio Publícola hasta Marco Antonio, que supo, contra ella, abusar de esta misma libertad.

Justificaré también mi nombre. He tenido como finalidad moral al tomar por modelo a los hombres más honestos, en mi opinión, de la República romana, aquellos que desearon con más fuerza la felicidad común; he tenido por finalidad -digo- el hacer presente que también yo anhelo esta felicidad con la misma fuerza, si bien por diferentes medios. Me considero dichoso por anticipado si, como ellos, debo morir mártir de mi abnegación. Sabemos que quienes se han presentado en nuestro teatro con los nombres de grandes hombres, no fueron felices: hemos enviado al patíbulo a nuestros Camilos, a nuestros Anaxágoras, a nuestros Anacharsis; pero nada de esto me intimida. Nada de esto me retiene para dar un ejemplo de filosofía republicana que yo creo puede ser útil. Para borrar las huellas del monarquismo y fanatismo, hemos dado nombres republicanos a nuestras comarcas, a nuestras ciudades, a nuestras calles y a todo aquello que lleva la marca de esos tres tipos de tiranía. ¿Por qué entonces, recientemente, la Convención ha querido forzamos por decreto a conservar individualmente nombres fanáticos que el despotismo sacerdotal nos había impuesto sin nuestro consentimiento? ¿Por qué me quieren forzar a conservar para siempre a San José como mi patrón y mi modelo? No quiero las virtudes de aquel buen hombre. El decreto promulgado por la legislatura por el cual era permitido declarar en un registro auténtico que uno no quería llamarse más Roque o Nicomedes, que prefería tomar como patrón, para imitarlo, a Bruto o a Agis; tal decreto era sensato y moral. El que acaba de suprimirle es disparatado y antirrepublicano. Los que lo han elaborado no han podido querer más que empequeñecernos, nivelarnos a su estrecha esfera. ¡Vamos, Senadores, esto no es posible! No se os pide retrogradar la moral y los principios, sino más bien aumentar su auge. Sostengo yo que, cuando junto a la sección del Panteón, vosotros reconocisteis que había llegado el momento de cesar de no reconocer los derechos del hombre, anulasteis vuestro decreto fanático: ya que los derechos del hombre garantizan la libertad de opinión. Y dentro de la libertad de opinión me repugna llevar aún por segundo nombre Toussaint. Y Nicasio, tercero y último bienaventurado que mi querido padrino me dio para imitar, no tiene ningún aire que me plazca, y si un día me cortan la cabeza, no tengo en absoluto la pretensión de pasearme con ella en la mano.

Prefiero morir sencillamente como los Gracos, cuya vida igualmente me place y bajo cuya tutela exclusivamente me sitúo. Paso este acto auténtico, y, heme aquí, creo, en regla. Declaro incluso que abandono por mis nuevos apóstoles, al Camilo del que había hecho mi patrón al comienzo de la revolución; porque, más tarde, mi democratismo se ha depurado, se ha hecho más austero y no me ha complacido el Templo a la Concordia elevado por y para Camilo, que no es más que el monumento que consagra una transacción donde este abogado real y abnegado de la casta senatorial y patricia, y abogado fingido e insidioso de los plebeyos, negoció entre los dos partidos arreglos que, sin él, hubieran podido ser mucho más provechosos para el pueblo.

(El Tribuno del Pueblo, No. 23).

Graco Babeuf

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