Índice de Los anales de TácitoSegunda parte del LIBRO DÉCIMOCUARTOSegunda parte del LIBRO DÉCIMOQUINTOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO DÉCIMOQUINTO

Primera parte



Vologeso, rey de los partos, acomete el reino de Armenia. Cóbrale cauta y valerosamente Corbulón. - Llega Cesonio Peto por general de Armenia, cuya ignorancia y temeridad empeoran el estado de las cosas. - Hace infames conciertos con Vologeso. Socórrele, aunque tarde, Corbulón. - Nácele a Nerón una hija de Popea, y muere luego. - Embajadores de los partos vienen a Roma, sobre la retención de Armenia. - Vuelven mal despachados, ordenándose a Corbulón que renueve la guerra; el cual entra en el reino, donde, medrosos los partos, negocian vistas y tratan de deponer las armas; y depuestas, pone Tiridates la corona real a los pies de la estatua de Nerón, el cual canta públicamente en Nápoles, y vuelto a Roma, ejercita todo género de maldades. - Abrásase la misma Roma, o por caso fortuito, o por maldad del príncipe, el cual quiere cargar esta culpa a los cristianos, y los castiga, inventando contra ellos enormes y bárbaras maneras de muertes.




ESTE LIBRO COMPRENDE LA HISTORIA DE TRES AÑOS

AÑO DE ROMA
AÑO CRISTIANO
CÓNSULES
816
63, D. C.
C. Memmio Régulo
L. Virginio Rufo
817
64, D. C.
C. Lecanio Baso
M. Licinio Craso
818
65, D. C.
P. Silio Nerva
C Julio Ático Vestino

I. Entretanto, Vologeso, rey de los partos, sabidos los progresos de Corbulón y que había puesto en Armenia por rey a Tigranes, hombre extranjero, y echado del reino a su hermano Tiridates, aunque deseaba vengar la afrenta que se había hecho al esplendor de los Arsácidas, considerando por otra parte la grandeza romana, y teniendo respeto a la antigua confederación que había conservado con nosotros, era combatido de varios pensamientos. Hombre de ingenio tardo y que holgaba de dilatar las resoluciones; fuera de que se hallaba ocupado en muchas guerras por causa de habérsele rebelado los hircanos, gente poderosa y fuerte. En esta suspensión de ánimo, el aviso de otra nueva injuria le acabó de encender a la venganza porque, saliendo Tigranes de Armenia, había talado y destruido las tierras de los adiabenos, confinantes suyos, aunque vasallos de Vologeso, en más lugares y más tiempo de lo que se acostumbra en corredurías. Y sufrían esto muy mal los principales de aquella nación, teniendo a particular vituperio el ser tratados así no por el capitán romano, sino por la temeridad de un hombre que había sido dado en rehenes y tenido tantos años entre esclavos. Aumentaba este sentimiento Monobazo, su gobernador, preguntando, de dónde o a quién acudirían por socorro; que ya no había que tratar del reino de Armenia; que todas las tierras circunvecinas iba llevando el enemigo a su devoción; y que advirtiesen los partos, caso que no tomasen resolución de defenderlos, que para con los romanos libraban mucho mejor los rendidos que los conquistados. Pero nadie le era tan molesto como el desposeído Tiridates; el cual, con silencio murmurador, y tal vez dejándose caer las palabras como al descuido, decía: que no se conservan los grandes imperios con flojedad y vileza de ánimo; antes era menester llegar a hacer experiencia de los hombres y de las armas: que en la suma fortuna de los reyes, es tenido por más justo que aquél que se hace conocer por más poderoso; que el conservar uno lo que es suyo es alabanza tan digna de casas particulares, como de reyes el pelear por lo ajeno.

II. Movido de estas cosas, Vologeso junta su consejo, y, hecho sentar a su lado a Tiridates, comenzó así: A éste, engendrado conmigo por un mismo padre, cediéndome él en honra de la edad el imperio de nuestra casa, le di el reino de Armenia, que se tiene por el tercer grado de nuestra potencia; habiendo ya Paroco ocupado antes el señorío de los medos. Parecíame con esto haber acomodado muy bien las cosas de nuestra casa contra los odios antiguos y diferencias que suele haber entre hermanos. Esto impiden los romanos ahora; y la paz, nunca rota por ellos con felicidad, la rompen ahora para su ruina. No niego que he deseado siempre más conservar lo que nos dejaron ganado nuestros mayores, antes con justicia y equidad que con armas y sangre; mas lo que he pecado con la tardanza, yo lo enmendaré con el valor. Vuestra fuerza y vuestra gloria están todavía en pie, aumentadas con la fama de modestia y mansedumbre, calidades tan dignas de ser estimadas por los reyes y príncipes, cuanto es cierto que las estiman los mismos dioses. Dichas estas palabras, ciñe la cabeza de Tiridates con la diadema real, y entrega a Moneses, varón ilustre, las bandas de caballos que, según la costumbre de los partos, suelen acompañar al rey, añadiéndole la gente de socorro de los adiabenos. Encárgale con esto el peso de la guerra, dándole orden de que procure echar a Tigranes de Armenia, mientras él, compuestas las diferencias que tenía con los hircanos, juntaba las fuerzas interiores del reino, y le seguía con ejército capaz de acometer con él las provincias romanas.

III. Avisado de todas estas cosas, Corbulón envía en socorro de Tigranes dos legiones con Verulano Severo y Vecio Volano, ordenándoles secretamente que procediesen en todo antes con maduro consejo que con peligrosa precipitación. Porque él no estaba tan resuelto en hacer la guerra como en sufrirla. Había antes de esto escrito a César, que para sólo atender a la defensa de Armenia era necesario que asistiese un capitán particular; porque Siria era la que corría más peligro si Vologeso se resolvía en acometer por aquella parte. Y entretanto aloja las demás legiones sobre la ribera del Éufrates, y junta diversas tropas de gente levantada tumultuariamente en la provincia, y ocupa con buenos presidios todas las entradas que podía tener el enemigo. Y porque aquella región es falta de agua, mandó fortificar las fuentes con castillos y cubrir algunos arroyos con montes de arena.

IV. Mientras hace Corbulón estas preparaciones en defensa de Siria, Moneses, llevando su gente con gran diligencia por entrar en Armenia antes que la fama de su venida, no halló a Tigranes desaperdbido ni ignorante de ella; antes se había apoderado ya de Tigranocerta, ciudad muy fuerte por el número de defensores y por la grandeza de los muros (1), ayudada de las aguas del río Niceforio (2), de razonable grandeza, que la baña por una parte, y de un buen foso la que no alcanza a asegurar el río. Había soldados dentro y bastante provisión de vituallas. Y saliendo algunos pocos más adelante de lo que conviniera en busca de ellas, fueron acometidos al improviso y rotos por el enemigo, cosa que causó en los ánimos de los otros antes ira que temor. Mas los partos, que no tienen osadía ni práctica para poner de cerca el sitio a una tierra, gastaron mucho tiempo en vano tirando flechas a los que estaban en defensa de las murallas, sin causarles daño ni temor alguno. A los adiabenos, que comenzaban a arrimar escalas y otros ingenios militares, hicieron los de dentro apartar con facilidad, y saliendo fuera con gran ímpetu, degollaron muchos.

V. Corbulón, aunque se le encaminaban sus empresas con felicidad, juzgando con todo eso por más seguro el moderarse en la buena fortuna, envió a quejarse a Vologeso de que hubiese entrado por fuerza en la provincia, y de que un rey amigo y confederado como él sitiase a las cohortes romanas. Que levantase luego el sitio; donde no, que él también pasaría con su ejército a tierras enemigas. Casperio, centurión, elegido para esta embajada, halló al rey en la villa de Nisibe (3), doce leguas de Tigranocerta, a donde le declaró sus comisiones con gran imperio y valor. Tenía mucho antes hecha resolución Vologeso de excusar cuanto pudiese el tomar las armas contra los romanos; y entonces no corría la fortuna de las cosas en su favor, habiéndole salido vano el sitio de Tigranocerta, y hallándose Tigranes proveído de gente y vituallas, la afrenta del asalto, las dos legiones en socorro de Armenia, y las que habían quedado en defensa de Siria, puestas a punto para entrar con resolución por su reino. Hallábase él, en contrario, con su caballería debilitada por falta de forrajes, habiendo consumido una infinita multitud de langostas que sobrevino, no sólo las yerbas de los campos, pero hasta las hojas de los árboles. Con estas consideraciones, Vologeso, disimulando en su pecho el temor, con capa de desear la quietud, respondió al centurión: Que enviaría sus embajadores al emperador romano sobre pedir el reino de Armenia y confirmar la paz. Manda tras esto a Moneses que levante el sitio de Tigranocerta, y desalojando él también se retira a su reino.

VI. Engrandecían muchos estas cosas como efectos del temor del rey y de las amenazas de Corbulón; otros lo atribuían a que secretamente habían acordado entre sí que se suspendiesen las armas de ambas partes; y retirándose a su casa Vologeso, dejase también Tigranes el reino de Armenia. Porque, ¿a qué efecto -decían- se pudo haber sacado el ejército romano de Tigranocerta, desamparando en la paz lo que había defendido en la guerra? Pues no era ni podía ser por pensar invernar mejor en los desterraderos de Capadocia, debajo de barracas, que en la ciudad, silla de un reino recién ganado, sino con intento de diferir la guerra para que Vologeso la hubiese con otro que con Corbulón, y que Corbulón recusase el poner otra vez al tablero la reputación que había ganado en tantos años. Porque, como dije arriba, había pedido un capitán particular para defender a Armenia, y ya había nuevas de que estaba cerca Cesonio Peto, proveído en aquel cargo; llegado el cual, se dividieron de esta manera las fuerzas orientales. Las legiones cuarta y duodécima con la quinta, que poco antes se había hecho venir de Mesia, y los socorros de Ponto, Galacia y Capadocia obedecieron a Peto. La tercera, sexta y la décima, con los soldados que estaban antes en Siria, quedaron a Corbulón. Las demás cosas quedó acordado que se mancomunasen o dividiesen, según lo necesitaban los negocios. Mas ni Corbulón podía sufrir competidor, ni Peto, dado que pudiera contentarse con ser tenido en segundo lugar, cesaba de menospreciar las acciones de Corbulón, diciendo: que no se habían visto en su tiempo muertes ni presas, y que las expugnaciones de las ciudades no habían sido sino sólo en el nombre; que él quería dar leyes, imponer tributos y, en lugar de aquellos reyes de sombra que tenían entonces, asentar sobre las cervices de los vencidos las leyes romanas.

VII. Por este tiempo, los embajadores, que dije haber ido al príncipe de parte de Vologeso, volvieron sin resolución alguna, y los partos con esto emprendieron al descubierto la guerra. No la rehusó Peto, antes con dos legiones, es a saber, la cuarta, gobernada por Funisulano Vectoniano, y la duodécima, por Calavio Sabino, entró en Armenia con triste agüero; porque al pasar del Éufrates por la puente, el caballo que llevaba las insignias consulares, espantado sin alguna causa aparente, dio vuelta para atrás; la víctima, en los alojamientos de invierno que se iban fortificando, se escapó de en medio del sacrificio, y rompiendo por todos, huyó saltando al foso por encima de la palizada. Y los dardos de los soldados romanos ardieron de suyo, prodigio más notable por causa de pelear los partos enemigos con armas arrojadizas.

VIII. Mas Peto, menospreciando estos agüeros, no acabados aún de fortificar los alojamientos ni hecha provisión bastante de granos, pasa arrebatadamente con su ejército de la otra parte del monte Tauro, para cobrar, como él decía, a Tigranocerta y saquear el país que Corbulón había dejado entero. Y ganados algunos castillos, hubiera adquirido reputación y presa si supiera usar de lo primero con medida y guardar lo segundo con providencia. Porque discurriendo con largo viaje alrededor de tierras que no se podían tomar, consumidas las vituallas ganadas, y acercándose el invierno, retiró el ejército y escribió a César cartas como si ya hubiera acabado la guerra, con palabras tan magníficas cuanto llenas de vanidad.

IX. Corbulón en tanto, aunque había cuidado siempre, como era justo, de la ribera del Éufrates, asentó sobre ella nuevos presidios. Y por que la caballería enemiga, cuyas tropas en gran número se veían discurrir ya por aquellas campañas, no impidiese el echar del puente, juntó cantidad de navíos muy grandes, trabándolos con gruesas vigas unos de otros, y armando sobre ellos algunas torres; desde las cuales, con sus balistas y catapultas (4) ofendían mucho a los bárbaros, alcanzando de más lejos las piedras y lanzas que se arrojaban con los ingenios que lo que ellos podían alcanzar con sus saetas.

Echado el puente, ocuparon las cohortes auxiliarias los collados de la otra parte del río, y, pasando las legiones, plantaron en ellos sus alojamientos, con tanta presteza y demostración de grandes fuerzas, que los partos, dejando las prevenciones que habían hecho para acometer a Siria, volvieron toda su esperanza al reino de Armenia; adonde estaba Peto tan ignorante del peligro que se le aparejaba, que tenía apartada en Ponto la legión quinta, y las otras debilitadas por las muchas licencias que sin consideración ni tiento había dado a la gente de guerra, hasta que tuvo aviso que Vologeso se le venía acercando con grueso y terrible ejército.

X. Con esto hace llamar a la legión duodécima, y donde esperaba ganar fama de haber aumentado su ejército, no hizo otra cosa que mostrar cuán deshechas y flacas estaban las legiones. Sin embargo, hubiera podido conservar con ellas los alojamientos y, alargando la guerra, burlarse de los partos, si supiera tener constancia en sus propios consejos o en los ajenos. Mas cuando los hombres prácticos en la milicia le habían dado advertimientos contra los casos urgentes, aunque mostrase quedar resuelto en ejecutarlos, por que no pareciese que necesitaba de consejo ajeno, mudaba luego de propósito hasta resolverse en lo peor. Siguiendo, pues, este estilo, dejó los alojamientos de invierno, y dando voces que no se le habían entregado a él fosos ni estacadas, sino hombres y armas para pelear con el enemigo, sacó las legiones en campaña como si estuviera para dar la batalla.

Después, habiendo perdido un centurión con algunos soldados que había enviado a reconocer el enemigo, vuelve medroso a los alojamientos; y porque Vologeso no le había seguido con mucha furia, vuelto a sus vanas confianzas pone en el más cercano yugo del monte Tauro tres mil soldados escogidos, con intento de impedir por allí el paso al rey, y en una parte del llano las tropas de caballos panonios, que eran el nervio de su caballería. Retiró a su mujer y a un hijo a un castillo harto fuerte, llamado Arsamosata (5), con presidio de una cohorte: y teniendo divididas de esta manera sus gentes, que juntas hubieran podido defenderse del enemigo vagamundo y que jamás paraba en un lugar, dicen que con gran dificultad se pudo acabar con él que escribiese a Corbulón confesando la necesidad en que se hallaba; y que tampoco Corbulón acudió a socorrerle con la diligencia que podía, porque la alabanza del socorro se acreditase por tanto mayor, cuanto lo hubiese sido el peligro de que le libraba. Con todo eso mandó apercibir para enviar a Peto tres mil infantes, mil de cada legión, ochocientos caballos de confederados, y otro tanto número de las cohortes.

XI. Vologeso, aunque supo que Peto le tenía tomados los pasos de una parte con infantería y de la otra con caballería, con todo eso, sin mudar de propósito, con fuerza y con amenazas, hizo retirar los caballos panonios y rompió la infantería de las legiones, sin que hubiese otra resistencia de consideración que la que hizo un centurión llamado Tarquicio Crecente tratando de defender una torre en donde estaba de guardia; el cual, después de haber hecho varias salidas y muerto muchos de aquellos bárbaros que se le acercaban, combatido y rodeado de fuegos arrojadizos, hubo de ceder a su destino. De los infantes, si algunos quedaron sanos, tomaron el camino largo y desierto de los bosques, y los heridos se volvieron a los alojamientos, engrandeciendo el valor del rey, la fiereza y cantidad de la gente, aumentado todo por el miedo y creído con facilidad por los que igualmente temían. Ni el capitán tampoco sabía resistir a aquella adversidad; antes, desamparados ya por él todos los oficios militares, envió a rogar segunda vez a Corbulón que apresurase el venir a defender las banderas y águilas romanas, junto con las reliquias y el nombre sólo de aquel desdichado ejército, mientras él mantenía la fe cuanto le durase la vida.

XII. Corbulón, sin pereza ni temor, dejaba parte de los soldados en Siria con orden de guardar los fuertes que habían fabricado sobre el Éufrates, siguiendo el camino más corto y más acomodado de vituallas, por Comagena (6) y después por Capadocia, entró finalmente en Armenia. Seguía al ejército, demás de los ordinarios impedimentos de la guerra, una cantidad grande de camellos cargados de trigo, para poder ahuyentar a un mismo tiempo al enemigo y la hambre. El primero de los desbaratados que habían huido con quien encontró fue Pactio centurión primipilar, y tras él otros muchos soldados; a los cuales, después de haberles escuchado varias disculpas con que procuraban dar algún color a su huida, les amonesta que vuelvan atrás a sus banderas y que prueben la clemencia de Peto, porque él era implacable con los que no vencían; y junto con esto, visita y exhorta a sus legiones, acordando los hechos pasados y mostrando la nueva ocasión de gloria que se les aparejaba; porque no tenían ahora por premio las villas y ciudades de los armenios, sino los alojamientos romanos, con dos legiones en ellos. Si a cualquier soldado particular -decía él- que salva en la guerra a un ciudadano romano suele darle el general la más noble corona, ¿qué tal será la honra que ganaréis, no siendo menor el número de los que recibirán la vida de vuestras manos que el de vosotros que se la habéis de dar? Confortados y animados todos con éstas o semejantes razones, y muchos movidos también del amor y del peligro en que sabían estar sus hermanos y parientes, marchaban de día y de noche sin hacer alto.

XIII. Y por esta misma causa apretaba tanto más Vologeso a los sitiados, acometiendo unas veces las trincheras con que se cubrían las legiones, y otras el castillo donde estaba retirada la gente inútil; acercándose más de lo que acostumbran los partos, por ver si con aquella temeridad podía inducir al enemigo a dar la batalla. Mas los nuestros, saliendo apenas de las tiendas, no se atrevían a otra cosa que a defender las trincheras: parte por obedecer al capitán, parte por su propia cobardía, como gente que esperaba el socorro de Corbulón, y que estaba consolada, cuando el poder de los enemigos los apretase demasiado, a renovar el ejemplo de las calamidades caudinas y numantinas (7), alegando que ni los samnites, pueblos de Italia, ni los cartagineses (8), émulos del Imperio Romano, eran tan poderosos como los partos; y con todo eso, aquella tan valerosa y alabada antigüedad había sabido mirar por su salud todas las veces que se les mostraba la fortuna contraria. Forzado el capitán de la flaqueza y poco ánimo de su ejército, se resolvió en escribir a Vologeso. Con todo eso, las primeras cartas no fueron humildes, sino como quien formaba quejas de que hubiese movido la guerra por ocasión de Armenia, que siempre había estado debajo de la jurisdicción romana, o con rey elegido por el emperador; que la paz era igualmente provechosa a los unos y a los otros; que no considerase sólo el estado presente, sino que había venido en persona con todas las fuerzas de su reino contra dos legiones, y que los romanos tenían en su favor todo lo restante del mundo para sustentar la guerra.

XIV. No respondió directamente a estas cosas Vologeso, sino que le convenía esperar a sus hermanos Pacoro y Tiridates, siendo aquél el lugar y el tiempo señalado para consultar lo que se había de hacer del reino de Armenia, pues, como era conveniente al honor del linaje Arsácida, había determinado de resolver con ellos lo que había de hacerse de las legiones romanas. Peto después despachó nuevos mensajeros pidiendo vistas al rey, el cual envió en su lugar a Vasaces, general de su caballería. Entonces, Peto le trae a la memoria los Lúculos, los Pompeyos y los demás capitanes que habían conquistado y dado el reino de Armenia; respondiéndole Vasaces que sólo habían tenido los romanos la apariencia de tenerle y darle; mas que de hecho la autoridad y la fuerza de disponer de él había sido siempre de los partos. Y después de largas altercaciones vuelven a juntarse el día siguiente, añadiendo a Monobazo Adiabeno por testigo de las capitulaciones. Concluyóse, finalmente, que levantasen los partos el cerco que tenían puesto a las legiones, y que todos los soldados romanos saliesen de los términos de Armenia, entregando las fortalezas y vituallas a los partos, y que, efectuado esto, se diese lugar a Vologeso para enviar embajadores a Nerón.

XV. Hizo entre tanto Peto un puente sobre el río Arsanias, que corría por delante de los alojamientos romanos, so color de que quería hacer aquel camino; mas lo cierto fue que se lo mandaron hacer los partos en señal de la victoria; porque al fin les sirvió a ellos, tomando los nuestros diferente derrota. Añadió a esto la fama que las legiones habían pasado debajo del yugo, y otras cosas de las que se suelen inventar en las adversidades, a que dieron ocasión los armenios; porque entrados dentro de los alojamientos antes que los romanos se moviesen, en conociendo los esclavos y caballos que los nuestros les habían ganado a buena guerra, se los quitaban, y con ellos los vestidos, dejándolos con solas las armas; de todo lo cual hacían poco caso los rendidos por no dar ocasión de venir a las manos. Vologeso, haciendo amontonar las armas y los cuerpos de los muertos en testimonio de nuestra calamidad, no se curó de ver las legiones fugitivas, deseando ganar fama de moderado después de haber hartado su soberbia. Pasó el río Arsanias sobre un elefante, y sus parientes y privados con él, que procuraban romper con sus caballos la fuerza del agua; porque había pasado voz que el puente estaba fabricado con engaño, y que no era bastante a sostener el peso; aunque los que se arriesgaron a servirse de él le hallaron harto firme y seguro.

XVI. Cierta cosa es que a los sitiados les sobró tanto trigo, que a su partida quemaron los graneros del campo; y en contrario dejó escrito Corbulón (9) que los partos padecían notablemente de vituallas, y que, en habiendo consumido los pastos, hubieran sin duda levantado brevemente el sitio; a más de que no se hallaba él más lejos que tres jornadas. Y añadió más, que Peto había ofrecido con juramento que hizo sobre las banderas, en presencia de los diputados que el rey había enviado por testigos de aquel acto, que ningún romano entraría en Armenia antes que llegasen cartas de Nerón sobre el aprobar la paz. Mas así como estas cosas se inventaron para crecer la infamia, así es cierto que fueron verdaderas todas las demás; es a saber, que Peto caminó en un día trece leguas, dejando por el camino desamparados los heridos, espanto no menos vergonzoso que si en el ardor de la pelea hubieran vuelto las espaldas. Corbulón, que con sus gentes los encontró a la ribera del Éufrates, no hizo ninguna señal con las armas ni con las banderas de darle en rostro, ni afrentarle con la diversidad de sus fortunas; antes mostrándose todas las compañías tristes y llenas de compasión por la infelicidad de sus compañeros, no podían detener las lágrimas, tal, que apenas con el llanto se pudieron saludar unos a otros. Cesaba del todo la competencia del valor y ambición de gloria, afectos de hombres dichosos; teniendo entonces lugar solamente la misericordia, y más entre los menores.

XVII. Pasaron entre sí los capitanes pocas palabras, doliéndose Corbulón de haberse apresurado y tomado tanto trabajo en vano, y más de la ocasión que se había perdido de acabar la guerra con sólo ahuyentar a los partos. Respondióle Peto que las cosas estaban todavía enteras; que volviesen las águilas y acometiesen juntos a Armenia, flaca y sin fuerzas por la partida de Vologeso. Replicó Corbulón que no tenía tal orden del emperador; que había salido de su provincia obligado del peligro de las legiones y que estando en duda de la parte adónde cargaría el enemigo, determinaba volverse a Siria; que aun haciendo aquello, era necesario rogar por favor a la buena fortuna, para que su infantería, cansada de tan largas jornadas, pudiese caminar más que los partos, gente de a caballo y tan suelta, que, ayudada de la comodidad de la campaña, los llevarían de vanguardia siempre. Con esto se fue Peto a invernar a Capadocia. Mas Vologeso envió a decir a Corbulón que desmantelase los fuertes que había hecho de allá del Éufrates, dejando que fuese como antes el río límite de ambos imperios. Respondióle Corbulón que sacase él la gente que tenía de presidio en el reino de Armenia; y viniendo finalmente en esto el rey, hizo también Corbulón desmantelar los fuertes, quedando los armenios en su libertad.

XVIII. Veíanse entre tanto en Roma los trofeos que se habían levantado por la victoria alcanzada de los partos y estaban en pie todavía los arcos en el monte Capitolino; cosas que, aunque las decretó el Senado durante la guerra, no dejaron de permanecer después, más por satisfacer a la hermosura que causaba su vista, que a la verdad de su conciencia. Antes por disimular Nerón el trabajo de las cosas de fuera hizo echar en el Tíber el trigo que se guardaba para la plebe y se comenzaba a gastar de viejo, por mostrar la seguridad con que se estaba de abundancia; y esto sin consentir mudanza en el precio, aunque por causa de una tempestad se anegaron casi doscientas naves dentro del mismo puerto cargadas de trigo, y se quemaron desgraciadamente otras ciento al subir por el Tíber. Nombró después de esto tres hombres consulares, es a saber, Lucio Pisón, Ducenio Gemino y Pompeo Paulino para que asistiesen a las administraciones de los derechos públicos, culpando a los príncipes, sus antecesores, de que con sus grandes gastos habían excedido de las rentas del Imperio; dando él todos los años a la República un millón y quinientos mil ducados (sesenta millones de sestercios).

XIX. Habíase introducido en aquel tiempo una malísima costumbre; y era que, acercándose el tiempo en que se hacían las elecciones para los oficios públicos o se sorteaban los gobiernos de provincias, muchos que no tenían hijos los adoptaban fingidamente, y después de haber obtenido las preturas o provincias como padres, echaban al punto de su familia a los que para sólo defraudar la ley habían prohijado (10). Quejáronse de esto en Senado los que eran verdaderamente padres, con grande afrenta y vituperio de los fingidos, equiparando la obligación natural y el trabajo de criar los hijos, con el engaño, artificio y brevedad de esta adopción, diciendo que era demasiada comodidad para los que no tenían hijos el esperar sin ningún trabajo ni obligación los favores, las honras y todo lo demás que podían desear; convirtiéndoseles a ellos en burla y escarnio las promesas de las leyes, si los que podían ser padres sin cuidado y perder los hijos sin llanto y sin tristeza se igualaban en un punto con los largos deseos de los verdaderos padres. Hízose por esta causa un decreto en el Senado, de modo que la adopción fingida no aprovechase de ninguna manera para obtener cargos públicos, ni aun para heredar en virtud de ella.

XX. Después de esto fue acusado Claudio Timarco, natural de Creta, de aquella suerte de delitos de que lo suelen ser los hombres más poderosos y ricos de las provincias, a quien su sobrada riqueza los induce más fácilmente a la opresión de los menores. Ofendióse gravemente el Senado de ciertas palabras que dijo: que estaba en su mano hacer que se diesen o se dejasen de dar gracias en el Senado por el buen gobierno de los procónsules de Creta.

Y sirviéndose de esta ocasión Peto Trasea para el bien público, después de haber votado que el reo fuese echado de su patria, añadió estas palabras: Probado está ya con larga experiencia, padres conscriptos, que las buenas leyes y los honrados ejemplos nacen entre los buenos de los delitos de otros que no lo son. Así, la libertad de los oradores produjo la ley Cincia; la ambiciosa negociación de los pretendientes, las leyes Julias, y la avaricia de los magistrados, las ordenanzas llamadas Calpurnias (11). Porque la culpa precede a la pena, como el pecado a la corrección. Tomemos, pues, contra la nueva soberbia de los provinciales, un partido digno de la fe y de la constancia romana; con el cual, sin derogar a la protección y defensa de los confederados, se acabe entre nosotros la opinión que se tiene de que la estima y calificación de nuestras personas la pueden hacer otros que nuestros propios ciudadanos.

XXI. Antiguamente, no sólo se enviaba a las provincias pretor o cónsul, pero también gente ordinaria que las visitase y refiriese después en el Senado con particularidad la obediencia y fidelidad de cada uno; temblando las naciones y los pueblos del juicio y relación que hacía de ellos un solo particular.

Mas ahora somos nosotros los que honramos y lisonjeamos a los extranjeros. Y así como a instancias de algunos se dan las gracias en el Senado por el buen gobierno, así también y con mayor prontitud se fraguan las acusaciones. Decrétese que de aquí adelante no puedan por este camino los provinciales hacer ostentación de su poder, y reprímase la falsa y mendigada aprobación, como se reprimen la malicia y la crueldad. Más pecados se hacen mientras procuramos complacencia, que mientras determinadamente nos arrojamos a ofender. Antes por esto suelen ser aborrecidas algunas virtudes, como son una severidad obstinada y un ánimo invencible contra los favores. De aquí viene que los principios de nuestros gobiernos son por la mayor parte mejor que sus fines; en los cuales vamos como pretendientes y opositores, mendigando sufragios y granjeando votos; que si esto se quitase, no hay duda en que se gobernarían las provincias con más equidad y con mayor entereza y constancia. Porque así como con el temor de la ley de residencia se ha refrenado mucho el delito de la avaricia, así, ni más ni menos, se refrenaría el de la ambición si se quitase el uso del dar gracias.

XXII. Fue loado con general aplauso este parecer; mas no se pudo hacer el decreto, oponiéndose los cónsules con decir que no se había hecho proposición sobre aquel punto. Pero no pasó mucho tiempo hasta que por orden del príncipe determinaron que nadie propusiese en los consejos provinciales el dar gracias al Senado por el buen gobierno de los vicepretores o procónsules, y que ninguno se atreviese a venir con semejantes embajadas. En este mismo consulado cayó un rayo en el Gimnasio, que era el lugar donde se hacían los ejercicios de las luchas, y abrasándose todo, se derritió la estatua de bronce de Nerón que estaba en él, hasta quedar en un pedazo de metal sin forma ni figura alguna. En Campania, la famosa ciudad de Pompeya fue en gran parte arruinada de un terremoto. Y habiendo muerto Lelia, virgen vestal, se recibió en su lugar a Camelia, de la familia de los Cosos.

XXIII. Siendo cónsules Memmio Régulo y Virginia Rufo, tuvo Nerón una alegría extraordinaria, por causa de una hija que le nació de Popea, a quien llamó Augusta, dando también a su madre el mismo sobrenombre. Fue el parto en la colonia de Ancio, donde él también había nacido. Ya de antes había el Senado encomendado a los dioses la preñez de Popea, y hecho públicos votos, que se cumplieron y multiplicaron con el parto, añadiendo procesiones y rogativas, y por decreto un templo a la Fecundidad, y un torneo a ejemplo de la religión de Atenas (12); que se pusiesen en el trono de Júpiter Capitalino las estatuas de oro de las Fortunas; que así como en Bovile se hacían las fiestas circenses en honra de la familia Julia, así también se celebrasen en Ancio en honor de la Claudia y de la Domicia: que fueron todas cosas de poco dura, muriendo como murió la niña antes de cumplir los cuatro meses. Nacieron otra vez de aquí nuevas adulaciones, decretándole honores divinos, altar, simulacro, templo y sacerdotes. Nerón, así como se mostró extremado en el contento, asimismo lo fue en la muestra de dolor. Notóse que habiendo ido a Ancio todo el Senado a regocijarse con el príncipe por el nacimiento de su hija, sólo se le prohibió a Trasea, y que recibió él aquella afrenta con ánimo entero y sosegado, aunque la conoció bien y la tomó por verdadero anuncio de la muerte que ya se le acercaba; aunque se dijo después que César se había alabado con Séneca de haberse reconciliado con Trasea, y que Séneca le había dado las gracias por ello: tal, que a los hombres ilustres y señalados en la República les venía de una misma causa el peligro y la reputación.

XXIV. Entretanto, al principio de la primavera llegaron a Roma los embajadores de los partos con las comisiones de Vologeso y cartas en la misma sustancia, donde decía: que dejaba ahora el rey de tratar de las cosas dichas y alegadas otras veces sobre la posesión de Armenia¡ pues que los dioses, como soberanos y absolutos jueces de todas las naciones, por poderosas que fuesen, habían puesto en posesión de ella a los partos, no sin ignominia del pueblo romano. Que poco antes habían tenido encerrado a Tigranes, y después pudiendo oprimir a Peto con las legiones, las había dejado ir libres y salvas¡ dando a un mismo tiempo bastantes muestras de su poder y de su blandura y mansedumbre. Que Tiridates no rehusara el venir a tomar la corona a Roma si no le detuviera la religión del sacerdocio que administraba. Mas que con todo eso iría a las insignias y estatuas del príncipe, donde en presencia de las legiones tomaría la investidura y administración del reino.

XXV. Oídas estas cartas de Vologeso, porque Peto había escrito diferentemente, como si las cosas estuvieran en buen estado, se preguntó al centurión que había venido con los embajadores en qué término quedaba lo de Armenia. Respondió que habían salido de ella todos los romanos. Entendido entonces el menosprecio y escarnio con que aquellos bárbaros pedían lo que habían ya usurpado, juntando Nerón a consejo los principales de la ciudad, sobre cuál era mejor, la guerra con peligro o la paz con deshonra, se resolvió la guerra. Y por que no se errase segunda vez por causa de la poca experiencia de otro alguno, arrepentido César de haber enviado a Peto, hizo dueño de todo a Corbulón, como tan ejercitado y práctico en aquella milicia y contra aquellos mismos enemigos. Los embajadores fueron despachados sin resolución, aunque no sin muchos dones, para alimentar las esperanzas de los partos y darles a entender que si Tiridates venía en persona a pedir las mismas cosas, no sería en vano su venida. El gobierno de Siria se dio a Cincio y el cargo de la gente de guerra a Corbulón, añadiéndole la legión quinta de Panonia, gobernada por Mario Celso. Escribióse a los tetrarcas, a los reyes, a los prefectos, procuradores y pretores de las provincias comarcanas que obedeciesen las órdenes de Corbulón, con autoridad casi tan ancha como dio el pueblo romano a Cneo Pompeyo en la guerra que emprendió contra los corsarios. Vuelto Peto a Roma, aunque con temor de más grave castigo, se contentó César con hacer burla de él diciéndole por vía de donaire: que teniéndole por hombre que se espantaba presto, se resolvía en perdonarle de golpe por que el temor no le causase más larga y congojosa enfermedad.

XXVI. Corbulón, enviadas a Siria las legiones cuarta y duodécima, a las cuales, por haber perdido la mejor gente y estar los demás amedrentados, juzgaba por poco aptas para las acciones militares, llevó en su lugar a Armenia a la sexta y a la tercera, llenas de buenos soldados y ejercitadas en continuos y prósperos trabajos; añadía la quinta, que por estar en Ponto no se halló en la rota, y con ella la quincena, que poco antes trujo Mario Celso. Las banderas levantadas en el Ilírico y en Egipto, y todas las alas de caballos, infantería de cohortes confederados y socorros de los reyes, de toda esta gente se hizo la masa en Meliteno (13), por donde se hacía cuenta de pasar el Éufrates. Tomada allí la muestra y purificado el ejército conforme a los ritos de la patria, lo llamó a parlamento; en el cual, habiendo con mucha gravedad (que en aquel hombre militar servía de elocuencia) engrandecido de los principios de su generalato las cosas hechas por él, sin tocar en el mal gobierno de Peto, comenzó a marchar por el mismo camino que antiguamente había llevado Lucio Lúculo, haciendo abrir lo que había vuelto a cerrar el discurso del tiempo.

XXVII. No rehusó entretanto de oír a los embajadores de Tiridates y Vologeso, que habían venido a tratar la paz; y envió con ellos después algunos centuriones con comisiones harto moderadas: que aún no estaban las cosas en tal término que fuese necesario llegar a la última prueba de las armas; que habían tenido los romanos muchos sucesos prósperos, y algunos los partos; documento provechosísimo para no ensoberbecerse: que le convenía por esto a Tiridates recibir el reino antes de verle destruido y arruinado con las guerras; y que Vologeso haría más por la nación de los partos con la amistad romana, que con los daños que forzosamente habría de haber de una parte y otra; que sabía muy bien el mismo Vologeso cuántas y cuáles eran las discordias intestinas que había en su reino, y cuán indómitas y feroces eran las naciones que señoreaba; donde, en contrario, gozaba su emperador de una segura y universal paz, sin tener otra guerra que aquélla. A estos consejos añadió al mismo tiempo el terror de las armas, asaltando a los pueblos armenios llamados megistanos, que fueron los primeros que se nos rebelaron, echándolos de la tierra, derribando sus castillos y amedrentando igualmente los llanos y los montes, a los valerosos y a los viles.

XXVIII. No escuchaban con disgusto aquellos bárbaros el nombre de Corbulón, ni les era odioso como de enemigo; antes tenían a sus consejos por sanos y por fieles. Y así, Vologeso, sin mostrarse obstinado en el punto principal, pide treguas por algunos gobiernos fronterizos, y Tiridates lugar y día señalado para llegar a vistas. Señalóse un tiempo breve; y escogiendo los bárbaros el puesto donde poco antes habían tenido sitiado a Peto con sus legiones, por memoria de su felicidad, no le rehusó Corbulón, por aumentar su gloria con la desigualdad de las fortunas; fuera de que no se le daba mucho por la infamia de Peto, como principalmente se echó de ver, mandando, como mandó, a su hijo el tribuno que llevase los manípulos a hacer enterrar las reliquias de aquella infelice batalla. Al día diputado, Tiberio Alejandro, ilustre caballero romano, dado a Corbulón por ministro y consejero en aquella guerra, y Bibiano Annio, yerno de Corbulón, no aún en edad de poder ser senador y vicelegado de la legión quinta, fueron al campo de Tiridates para hacerle esta honra y asegurarle de todo engaño con tan buenas prendas. Tras esto, cada uno con veinte de a caballo llegaron al lugar de las vistas. En viéndose los dos, fue el rey el primero en saltar del caballo, haciendo luego lo propio Corbulón, y ambos, así a pie como estaban, se dieron y entrelazaron las manos.

XXIX. Tras esto alaba el romano al joven Tiridates el haber dejado los consejos precipitosos, siguiendo los seguros y saludables. El parto, después de haber hablado muy largo de su nobleza, trata de las demás cosas modestamente, diciendo: Que iría a Roma, y llevaría una honra nueva a César; pues lo era ver a uno del linaje Arsácida en su presencia con humildes ruegos, y esto en tiempo que los partos no padecían adversidad. Resolvióse entonces que Tiridates dejase las insignias reales, y que las pusiese a los pies de la estatua de César y no las volviese a tomar sino de mano de Nerón. Con esto se despidieron dándose el beso de paz. De allí a pocos días se juntaron los dos ejércitos con gran pompa y ostentación. Veíase de aquella parte la caballería repartida en tropas, cada una con las insignias de su nación; y de ésta los escuadrones de las legiones romanas con sus águilas resplandecientes, y con las banderas y simulacros de dioses, con que formaban una cierta manera de templo. Estaba en medio del tribunal la silla cural que sustentaba la estatua de Nerón; a la cual, llegándose Tiridates, después de haber sacrificado algunas víctimas, quitándose la corona de la cabeza, la puso a los pies de la imagen con gran conmoción de ánimo de todos los circunstantes, que, acordándose del reciente estrago y peligroso cerco de los ejércitos romanos, veían ahora, trocada la fortuna, hacerse Tiridates espectáculo del mundo, yendo a Roma poco menos que cautivo.

XXX. Añadió a su gloria Corbulón la cortesía con que le recibió y un famoso banquete que le hizo. Y cuando el rey preguntaba a Corbulón la razón por qué se hacían muchas cosas nuevas para él, como el avisar el centurión al general siempre que se mudaban las postas, despedir el banquete con son de trompetas, y el pegar fuego él mismo a la leña que estaba aparejada delante del augural con una hacha encendida, engrandeciéndoselo todo mucho más de lo que era, le aumentaba la admiración de aquellas antiguas costumbres. El día siguiente pidió Tiridates a Corbulón que le diese tiempo bastante para poder ir a visitar a su madre y hermanos. Y concediéndoselo, dejó a una hija suya en rehenes y cartas muy humildes para Nerón.

XXXI. Y partido de allí, halló a Pacoro en Media y a Vologeso en Ecbatana (14), con tanto cuidado de su hermano, que con embajadores expresos había enviado a pedir a Corbulón que no sufriese que Tiridates llevase alguna apariencia de servidumbre; que no le hiciesen dejar las armas cuando entrase a hablar con algún magistrado, ni le vedasen el abrazar a los gobernadores de provincias; que no le difiriesen las audiencias, haciéndole aguardar a sus puertas; y, finalmente, que en Roma se le hiciese tanta honra como a uno de los cónsules. Hizo Vologeso esta diligencia, como persona que acostumbrada a la soberbia extranjera, no estaba informado de nuestro modo de proceder; pues dejando aparte todo aquello que no trae consigo más que vanidad, no hacemos caso ni estimamos otra cosa que la gloria y el derecho del mandar.

XXXII. Este año mismo concedió César a las naciones de los Alpes marítimos, que gozasen de los privilegios y derechos de que gozaban los latinos. Y en el circo mandó poner los lugares y asientos para los caballeros romanos delante del de los plebeyos, porque hasta aquel día habían estado indistintos y confusos, no habiendo la ley Rosia (15), proveído a más que hasta catorce órdenes del teatro. Hiciéronse este año mismo los juegos de gladiatores con la misma grandeza que los pasados; no avergonzándose algunas mujeres ilustres y muchos senadores de comparecer en aquel cercado.

XXXIII. Hechos cónsules Cayo Lecanio y Marco Licinio, no pudiendo Nerón refrenar más el ardentísimo deseo que tenía de hacerse ver en los tablados públicos, habiendo ya cantado en casas, en jardines y en los juegos juveniles, menospreciaba estos lugares como poco frecuentados y estrechos para el concurso que merecía tan excelente voz, y teniendo todavía un no sé qué de empacho de comenzar en Roma, escogió a Nápoles, como a ciudad griega, para que pasando de allí en Acaya, y ganadas las insignes coronas del canto, tenidas antiguamente por sagradas, pudiese después de haber adquirido mayor fama incitar a hacer lo mismo a los ciudadanos de Roma. Y así, habiéndose juntado el pueblo de aquella ciudad y los que de las colonias y municipios vecinos había llamado la fama de tan gran fiesta, junto con los que le seguían, o por honrarle o por otros negocios, y finalmente los manípulos enteros de soldados, hinchen el teatro de Nápoles.

XXXIV. Acaeció allí un caso a juicio de muchos de mal agüero, aunque al de Nerón muy venturoso y sucedido por providencia divina; porque en saliendo el pueblo del teatro, vino al suelo todo aquel edificio sin hacer daño alguno. Por lo cual Nerón, componiendo canciones a este propósito, dio gracias a los dioses, celebrando la buena fortuna de aquel acaecimiento. Y después, encaminándose para pasar el mar Adriático, se entretuvo en Benevento, donde Vatinio celebraba una solemnísima fiesta de gladiatores. Era Vatinio uno de los sucios monstruos de aquella corte; su origen fue ser aprendiz y hechura de un zapatero, su cuerpo torcido y contrahecho, y sus donaires viles y abufonados. Al principio fue recibido en palacio para injuriar y morder a todos con sus gracias maliciosas, y después llegó a poder y valer tanto por el camino de acusar y malsinar a todo hombre de bien, que en privanza con el príncipe, en riquezas y en autoridad para hacer mal se la ganaba aún a los más perversos de aquella escuela.

XXXV. Hallándose, pues, Nerón en las fiestas que le hacía Vatinio, ni aun entre los deleites y pasatiempos cesaba de cometer maldades; que hasta en aquellos mismos días fue constreñido Torcuato Silano a quitarse la vida; porque a más del esplendor de la familia Junia, tuvo al divo Augusto por rebisabuelo. Mandóse a los acusadores que le imputasen que daba y hacía mercedes con prodigalidad, y que fundaba sus esperanzas en novedades; en cuya prueba tenía ya cerca de sí personas nobles con títulos de cancilleres, secretarios, contadores, nombres de designios y pensamientos que aspiran a la suma grandeza. Fueron luego presos y encarcelados también sus libertos más favorecidos. Y viendo ya cercana Torcuato su condenación, se abrió las venas de los brazos, diciendo Nerón después de sabida su muerte, como lo tenía de costumbre: que aunque Torcuato estaba tan culpado, cuanto justamente había desconfiado de sus defensas, lo hubiera vencido todo si aguardara la sentencia del juez.

XXXVI. No mucho después, diferida la ida a Acaya, sin que se supiese la causa de ello, volvió a Roma, teniendo en secreto algún pensamiento de visitar las provincias de Oriente, y en particular Egipto. Y después, habiendo asegurado al pueblo por un edicto que no sería larga su ausencia, y que por su medio gozaría la República de allí adelante de mayor quietud y felicidad, subió al Capitolio, y por la prosperidad de este viaje adoró allí a los dioses. Y como entrase también en el templo de Vesta, sobreviniéndole repentinamente un temblor en todos los miembros, o porque se espantó de aquella deidad, o porque nunca le dejase estar libre de temor la memoria de sus maldades, dejó la empresa comenzada, diciendo muchas veces después que no había cuidado ni deseo que pudiese con él tanto como el amor de la patria; que había visto la tristeza que mostraban en sus rostros los ciudadanos, y oído las secretas quejas de que hubiese de hacer tan largo viaje aquél cuyas cortas ausencias sufrían aún con dificultad, estando, como estaban, acostumbrados a recrearse en sus adversidades fortuitas con sola la vista del príncipe; y que así como en las casas y los linajes particulares se suelen estimar más los parientes más cercanos en sangre, así tenía para con él más fuerza y autoridad el pueblo romano, y se hallaba obligado a obedecerle siempre que gustase de tenerle consigo. Oía el vulgo estas o semejantes cosas de buena gana, como amigo de deleites y pasatiempos, y temiendo (como quiera que éste era su mayor cuidado) alguna gran carestía en los mantenimientos con la ausencia del príncipe. El Senado y los principales de la ciudad no se determinaban en dónde se mostraría más fiero y cruel para con ellos, ausente o presente. Y a la postre, tal es la naturaleza y calidad de los grandes temores, temían a lo que sucedía por lo peor que les podía suceder.

XXXVII. Él, pues, para ganar crédito de que en ninguna parte estaba tan alegre y con tanto gusto como en Roma, hacía banquetes en los lugares públicos, y se servía de toda la ciudad como de su propia casa. Referiré aquí uno de sus más celebrados y espléndidos banquetes que hizo aparejar por Tigelino, lleno de mil viciosas superfluidades y abominables lujurias, el cual nos podrá servir de ejemplo para excusarnos de contar muchas veces semejantes prodigalidades. Hizo, pues, fabricar en el estanque de Agripa una grande y capacísima balsa de vigas, sobre cuya plaza se hiciese el banquete, y ella fuese remolcada por bajeles de remo. Eran estos bajeles barreados de oro y marfil, de encaje, y los remeros mozos deshonestos y lascivos, compuestos y repartidos según su edad y abominables cursos de lujuria. Había hecho traer aves y fieras de diferentes tierras, y peces hasta del mar Océano. A las orillas y puntas del estanque había burdeles llenos de mujeres ilustres, y por otra parte se veían públicas rameras desnudas que hacían gestos y movimientos deshonestos; y llegada la noche, el bosque, las casas y cuanto había alrededor del lago comenzó a resonar y a responder con ecos de infinitas músicas, y voces, resplandeciendo todo con hachas; y al mismo Nerón, discurriendo aquellos días y revolcándose a sus anchuras por todo género de vicio y sensualidad natural y contra natura, no le faltó otra cosa por cometer para calificarse por el más abominable de todos los hombres, que la que hizo pocos días después casándose públicamente en calidad de mujer con uno de aquel nefando rebaño, llamado Pitágoras, y usando de todas las solemnidades y ceremonial que se suelen hacer en los casamientos. En éste se le puso al emperador el velo llamado flameo (16); viéronse los agoreros áuspices, señalóse dote a la novia, aparejóse la cama a los desposados, encendiéronse las hachas con los ritos que se acostumbran en las bodas, y juntamente se vio en él todo aquello que hasta en los casados verdaderamente suele encubrir la noche.

XXXVIII. Siguióse después en la ciudad un estrago, no se sabe hasta ahora si por desgracia o por maldad del príncipe, porque los autores lo cuentan de entrambas maneras (17), el más grave y el más atroz de cuantos han sucedido en Roma por violencia de fuego. Salió de aquella parte del Circo que está pegada a los montes Palatino y Celio, donde comenzó a prender en las tiendas en que se venden aquellas cosas capaces de alimentarle. Hízose con esto tan fuerte y poderoso, que con mayor presteza que el viento que le ayudaba, arrebató todo lo largo del Circo, porque no había allí casas con reparos contra este elemento, ni templos cercados de murallas, ni espacios de cielo abierto que se opusiesen al ímpetu de las llamas; las cuales, discurriendo por varias partes, abrasaron primero las casas puestas en lo llano, y subieron después a los altos, y de nuevo se dejaron caer a lo bajo con tanta furia, que del todo prevenía su velocidad a los remedios que se le aplicaban. Ayudóle al fuego el ser la ciudad en aquel tiempo de calles muy angostas y torcidas a una parte y a otra, todo sin orden ni medida, cual fue el antiguo edificio de la vieja Roma. A más de esto, las voces confusas de las mujeres medrosas, de los viejos y niños, y de los que, temerosos de su peligro o del ajeno, éstos se apresuran para librar del incendio a los débiles y aquéllos se detienen para ser librados, lo impiden y embarazan todo; y muchas veces, volviéndose unos y otros a mirar si los seguía el fuego por las espaldas, eran acometidos de él por los lados o por el frente. Y cuando pensaban ya estar en salvo con retirarse a los barrios vecinos, a los que antes habían juzgado por seguros, los hallaban sujetos al mismo trabajo. Al fin, ignorando igualmente lo que habían de huir y lo que habían de buscar, henchían las calles y se echaban por aquellos campos. Algunos, perdidos todos sus bienes y hasta el triste sustento de cada día, y otros por el dolor que les causaba el no haber podido librar de aquel furor a sus caras prendas, se dejaban alcanzar de las hambrientas llamas voluntariamente. Ninguno se atrevía a remediar el fuego, habiendo por todas partes muchos que, no sólo prohibían con amenazas el apagarle, pero arrojaban públicamente tizones y otras cosas encendidas sobre las casas, diciendo a voces que no hacían aquello sin orden; o que fuese ello así, o que lo hiciesen para poder robar con mayor libertad.

XXXIX. Hallábase Nerón entonces en Ancio, y no volvió a la ciudad hasta que supo que el fuego se acercaba a sus casas por la parte que se juntaban con el palacio y con los huertos de Mecenas (18); y con todo eso no fue posible librar del incendio al mismo palacio, a las casas, y a todo cuanto estaba alrededor. Mas él, para dar algún alivio al pueblo turbado y fugitivo, hizo abrir el campo Marcio, las memorias de Agripa, y sus propios huertos, y fabricar de presto en ellos muchas casas donde se recogiese la pobre muchedumbre. Trajéronse de Ostia y de las tierras cercanas muebles y alhajas de casa, y bajó el precio del trigo hasta tres nummos. Todo lo cual, aunque provechoso y deseado del pueblo, le era con todo eso muy poco acepto, por haberse divulgado por toda la ciudad y corrido voz de que en el mismo tiempo que se estaba abrasando Roma, había subido Nerón en un tablado que tenía en su casa, y cantado en él el incendio y la destrucción de Troya, comparando los males presentes con aquellas antiguas calamidades.

XL. Al cabo de seis días tuvo fin el fuego en la parte más baja del monte Esquilino, habiéndose hecho derribar por largo trecho las casas y otros edificios, para que la violencia de las llamas se parase en aquel espacio de campo vacío y descubierto. No había aún cesado el temor, cuando volvió a encenderse otra vez el fuego, aunque más levemente y en lugares los más desavahados de la ciudad, que fue causa de que pereciese menos gente; pero quien padeció más fueron los templos de los dioses, las galerías, lonjas y soportales fabricados para el recreo y deleite de los ciudadanos. Fue este incendio más infame que el primero, habiendo salido su violencia de las casas y huertos de Tigelino, que estaba en el arrabal Emiliano; creyéndose que Nerón deseaba ganar para sí la honra de edificar otra nueva ciudad, y llamarla de su nombre (19). Dividíase la ciudad de Roma en catorce regiones; de las cuales, solas cuatro quedaron enteras, tres asoladas del todo, y en las otras siete poquísimas casas, y ésas sin techos y medio abrasadas.




Notas

(1) Apiano dice de ellos que tenían 50 codos de altura y que debajo de los mismos había sitio para las caballerizas.

(2) Según d'Anville es el Khabur, y pasa cerca de una ciudad llamada Sered, la cual, según el mismo geógrafo, ocupa acaso el sitio de la antigua TIgranocerta. Conviene tener presente que hay dos Khabur, y que el Niceforio es el del Norte, que nace en el vilayato de Van y desagua en el Tigris por su izquierda. El otro, llamado antiguamente Chaboras, es uno de los afluentes del Éufrates.

(3) Ciudad fuerte de la antigua Migdonia que formaba parte de la Mesopotamia. Quedan escasísimos restos de ella en el pequeño pueblo o aldea de Nesbin.

(4) La balista era una máquina de que se hacia uso en los sitios para disparar piedras de mucho peso. Ni las descripciones que de ellas nos dan los autores antiguos, ni los monumentos del arte bastan a darnos una idea cabal y distinta del modo como estaban construidas. Sábese, sin embargo, que las había de diferentes dímensiones, y se las distinguía en majores y minores. Las había que servían como máquína de campaña y se las colocaba sobre carros tirados por caballos o mulos, de suerte que se las pudiese trasladar con facilidad a cualquíer punto del campo de batalla; dábaseles el nombre de carrobalistae, y de ellas existe una representación en la columna de Marco Aurelio. La catapulta era tambíén un ingenio destinado especialmente a lanzar dardos u otras armas arrojadizas. Dábase también a veces este nombre al dardo disparado por la máquina. Vitruvio lo describe muy detalladamente, y como además de esto se ve representada hasta seis veces en la columna Trajana, conocemos mejor su mecanismo que el de la balista. Lo mismo que ésta, se la colocaba a veces en un carro para llevarla de una parte a otra del combate.

(5) Plaza considerable, cuyo nombre cree encontrar d'Anville en el de Simsai o Shimshat. Se supone fundada por Arsamés, que reinaba en Armenia por los años 245 antes de J. C.

(6) Llamábase así la parte más septentrional de la Siria, al este y al sur de los montes Amán y Tauro y al oeste del Éufrates. Su principal ciudad era Samosata. hoy Semlsat.

(7) Alude a los dos desastres sufridos por los romanos, el uno en Caudium, en 433 de Roma, y el otro cerca de Numancia, en 617. En el primero, las tropas romanas al mando de T. Valerio Calvino y Sp. Póstumo Albino se dejaron encerrar en los desfiladeros de Caudio, al sudeste de Capua, entre Benevento y Calatia, por el general samnita Poncio Herenio, el cual las obligó a pasar por debajo del yugo (horcas caudinas). En el segundo, el cónsul Mancino, al retirarse del sitio de Numancia escarmentado en diferentes encuentros, se vio sorprendido por sus contrarios en unos desfiladeros, no lejos de dicha ciudad, y puesto en tan apurado trance que no le quedó más recurso que firmar con ellos una capitulación, de cuyo cumplimiento se constituyeron en fiadores él y sus oficiales. Llamado a Roma, el Senado, que no tuvo a bien cumplir lo estipulado, lo entregó a los burlados numantinos, quienes más generosos con el infeliz Mancina que sus conciudadanos, le despidieron libre y sin vengar en él la mala fe de la República.

(8) Freinshenio enmienda aut Hispanis, porque aquí alude a la destrucción de Numancia, en que no tuvieron parte los cartagineses; pero si no satisficiese esta corrección, léase: Nec eamdem vim Samnicibus ltalico populo aut Hispanis quam Parthis Romani Imperii oemulis. (Gronovio.) Nuestro autor siguió la versión corriente.

(9) Lipsio cree que Corbulón escribió los comentarios o la historia de estas guerras. Lo cierto es que Plinio le cuenta entre los escritores.

(10) La ley Apia Popea, promulgada en tiempo de Augusto, en el año 762 de Roma, que renovaba y completaba la ley Julia publicada unos 26 años antes, concedía o confirmaba ciertos privilegios a los ciudadanos casados y que tenían hijos. Así, por ejemplo, eran preferidos para la magistraturas y los gobiernos de provincia, y cuando se presentaban varios candidatos debía ser preferido el que era padre de más hijos; podían aspirar a las dignidades antes de tener la edad prescrita por la ley; gozaban plenamente del derecho hereditario; mientras que los casados sin hijos no podían recibir más que la mitad de lo que les dejaba en testamento, y los celibatarios no percibían nada, a menos que no les viniesen los legados de parte de sus más próximos parientes, o que se casasen dentro de los cien días después de la muerte del testador.

(11) La primera ley contra los cohechadores fue promulgada por el tribuno L. Calpurnio Pisón, en el año 605 de Roma; por ella se daba a los habitantes de las provincias el derecho de pedir en Roma la restitución de las sumas arrancadas por cohecho por los magistrados, y se estableció un tribunal permanente (Quaestio perpetua) para entender en esos asuntos.

(12) Léase en vez de Atenas Accio. El autor alude en este pasaje a la ciudad de Nicópolis, edificada por Augusto en memoria de la batalla de Accio, y a los juegos quinquenales instituidos en dicha ciudad en honor de Apolo. La palabra torneo que usa aqui el traductor no es, como comprenderán nuestros lectores, la más propia. A cada cosa su nombre.

(13) Ciudad de Capadocia, hoy Malatié. Meliteno, dice Burnouf, no era a la sazón más que un campamento romano.

(14) Capital de la Media, situada al pie del monte Orontes (Elbend), y al sudoeste del mar Caspio. Según los historiadores griegos, fue fundada por Dejoces en 705, y reedificada o engrandecida por Seleuco, bajo cuyos descendientes, que la despojaron de todas sus riquezas y destruyeron sus principales monumentos, comenzó su decadencia y ruina. Créese que estaba situada en el sitio que ocupa hoy Hamadán, ciudad importante del Irak-Adjemi.

(15) Se trata aquí del circo hasta el tiempo de Augusto. El Senado. los caballeros y la plebe tenían en este espectáculo interpolados los asientos y sin orden. Las leyes Rosia y Julia teatrales sólo habían dado orden en cuanto a la escena, pero no en cuanto a los juegos curules, aunque en éstos se guardó siempre la costumbre antigua acaso por causa de religión, por no enajenar la plebe. Finalmente, Augusto, siendo cónsules Cornelio Cina y Valerio Mesala, a los 763 de la fundación de Roma, mandó que el Senado y los caballeros estuviesen separados; pero sin señalarles lugar determinado, de suerte que ya se ponían en una parte ya en otra; hasta que por evitar la confusión el emperador Claudio asignó al Senado lugar fijo, y Nerón a los caballeros ... Después de haberse hecho esta división era permitido a los senadores concurrir a estos espectáculos, pero con vestido particular.

(16) Velo nupcial que llevaban las mujeres romanas el día de su casamiento. Era de color amarillo oscuro y brillante como la llama, de cuya circunstancia traía su nombre, y de dimensiones bastante grandes para cubrir toda la persona desde la cabeza a los pies. Lucano. II, v. 361.

(17) Tácito refiere con cierta desconfianza la opinión que atribuía al emperador ellncendio de Roma. Suetonio es más explícito, y Dion Casio lo da como cosa cierta. A pesar de todo, sin embargo, el hecho es dudoso.

(18) Estos huertos de Mecenas estaban en el monte Esquilino, donde edificó Nerón una casa por dos veces, que llegaba hasta el principio del monte Esquilino, como dice Suetonio: Domum a Palatio Esquilias usque fecit, etc.

(19) Según Suetonio,la pensaba llamar Nerópoli.

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