Índice de Los anales de TácitoSegunda parte del LIBRO SEXTOPrimera parte del LIBRO DUODÉCIMOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO UNDÉCIMO



Vitelio. - Tásase el premio a los abogados.- El reino de los partos inquietado con guerras intestinas. - Hácense en Roma los juegos seculares. - Añade Claudio tres letras al alfabeto. - Trátase con esta ocasión del origen de las letras. - Itálico, constituido rey de los queruscos. - Corbulón en la inferior Germania, severo y valeroso capitán. - Alcanza Curcio Rufo los honores triunfales: su calidad y fortuna. - Auméntase el número de los patricios. - Cuéntanse los ciudadanos. - Mesalina, la más deshonesta de las mujeres, se casa públicamente con Cayo Silio. - Sábelo su marido, Claudio, y toma justa venganza de ella y de otros muchos por consejo de sus libertos.



ESTE LIBRO COMPRENDE LA HISTORIA DE CASI DOS AÑOS

AÑO DE ROMA
AÑO CRISTIANO
CÓNSULES
800
47, D. C.
L. Vitelio III
T. Claudio César IV
801
48, D. C.
Aulo Vitelio
L. Vipsanio

I. Porque (1) tuvo opinión que Valerio Asiático, honrado de dos consulados, había en otro tiempo sido su adúltero (2), y juntamente desalentada por los huertos que Asiático había comprado de Lúculo, a quien adornaba con señalada grandeza, echó de manga a Suilio para que acusase a entrambos. Añadido Sosibio, ayo de Británico, para que con capa de celo y amor advirtiese a Claudio de que la fuerza del oro y las riquezas en los particulares eran capitales enemigas del príncipe; que habiendo sido Asiático el principal autor de la muerte de Cayo César, no había dudado de aprobarlo en el parlamento al pueblo romano, ni de pedir descubiertamente la honra de tan gran maldad; que habiendo adquirido por esto un gran renombre en la ciudad, la fama se extendía por las provincias, y él se aparejaba para ir a los ejércitos de Germania, como hombre que habiendo nacido en Viena, apoyado de muchas y poderosas alianzas y parentelas, podía fácilmente levantar los pueblos de su nación. Con esto Claudio, sin otras averiguaciones, despachó a Crispino, prefecto del pretorio, con una banda de soldados sueltos y diligentes, como si le enviara a reprimir los principios de una guerra; el cual, hallándolo en Baya, le prendió y trajo bien atado a Roma, donde, sin darle lugar de presentarse ante el Senado, fue oído en el retrete del emperador en presencia de Mesalina.

II. Acusábale Suilio de haber conmovido los ánimos de la gente de guerra, ganándolos con dineros y deshonestidades, en orden a ejecutar con ellos cualquier maldad. Acumulábale también el adulterio con Popea, y finalmente que había hecho con su cuerpo oficio de mujer. A esto, rompiendo el silencio el reo, pregúntalo -dijo- a tus hijos, oh Suilio, que no me podrán negar que soy varón. Y entrando después de esto en sus defensas, movió grandemente a Claudio e hizo también llorar a Mesalina; la cual, saliendo de la cámara como para enjugarse las lágrimas, advirtió de paso a Vitelio que no dejase escapar aquel criminal. Y solicitando la ruina de Popea, envió quien con falsos asombros de una larga prisión la incitase a quitarse voluntariamente la vida; tan sin sabiduría de César, que pocos días después preguntó a su marido Escipión, que comía con él, la causa por que no había traído consigo a su mujer, y él respondió que porque era muerta.

III. Claudio, pues, tomaba acuerdo sobre la absolución de Asiático. Vitelio, con lágrimas en los ojos, hecha conmemoración de la amistad vieja, y de cómo, juntos los dos, habían servido a Antonia, madre del príncipe, no olvidando los servicios que Asiático había hecho a la República, y nuevamente en el viaje de Inglaterra, con todo lo demás que podía decir para mover a compasión, propuso que le fuese permitido escogerse la muerte, y Claudio con la misma clemencia lo concedió. Después de esto, aconsejado Asiático por algunos que escogiese una muerte blanda, cual lo era el privarse de la comida, respondió que renunciaba a tal beneficio; y habiendo usado de sus acostumbrados ejercicios, lavado su cuerpo y cenado alegremente, diciendo que le hubiera sido más honroso morir a manos de las astucias de Tiberio o por el ímpetu de Cayo César, que no por engaños de una mujer y por sentencia salida de la deshonesta boca de Vitelio, se hizo cortar las venas; habiendo querido antes ver el rimero de leña en que había de ser quemado su cuerpo, y hécholo mudar a otra parte para que el calor del fuego no marchitase la sombra de los árboles: con tanta seguridad y franqueza de ánimo caminó aquel último paso de la vida.

IV. Después de esto, vueltos a juntar los senadores, prosiguió Suilio en acusar a dos ilustres caballeros romanos, ambos del sobrenombre de Petra. Fue la causa de su muerte el haber prestado su casa para las vistas y encuentros de Mnester con Popea; si bien al uno de ellos se añadió el haber visto en sueños a Claudio con una corona de espigas de trigo, vueltas las aristas hacia atrás, y dicho que significaba hambre. Otros escriben que lo que vio no fue sino una guirnalda de pámpanos con las hojas marchitas y amarillas; atribuyéndole el intérprete a que moriría el príncipe a la fin del otoño. Mas lo que no se duda es que, sea el sueño el que fuere, no costó a él y a su hermano menos que la vida. A Crispino se le dieron treinta y siete mil y quinientos ducados (un millón y medio de sestercios), honrándolo a más de esto con título de pretor. Añadió Vitelio que se diesen veinticinco mil (un millón de sestercios) a Sosibio, porque sirviendo a Británico con la enseñanza, servía también a Claudio con el consejo. Preguntado su parecer a Escipión, respondió que sintiendo él lo que todos los demás en lo tocante a las faltas cometidas por Popea, no podía dejar de decir lo mismo que ellos; que fue una discreta templanza entre el amor de marido y la necesidad de votar como senador.

V. Desde entonces Suilio fue continuo y cruel acusador de los criminales, seguido de otros muchos, imitadores de su atrevimiento. Porque habiendo el príncipe usurpado todo el poder y autoridad de las leyes y de los magistrados, había dado materia a todo género de robos. Tal que no se vio jamás mercancía pública tan venal como la perfidia de los abogados. En cuya prueba, Samio, insigne caballero romano, habiendo dado a Suilio diez mil ducados (cuatrocientos mil sestercios), y cayendo en la cuenta de que le engañaba, en casa del mismo Suilio se dejó caer sobre la punta de su espada. Esto dio ocasión a que comenzando Cayo Silio, nombrado para cónsul (de cuyo poder y ruina diré en su lugar), se levantaran en pie los senadores a pedir la observancia de la ley Cincia (3), por la cual era antiguamente prohibido el recibir dinero o presentes por defender las causas.

VI. Mas haciendo ruido los interesados, Silio, poco amigo de Suilio, se encolerizó ásperamente, contando ejemplos de los antiguos oradores, a los cuales bastó la fama con los venideros para un honesto premio de su elocuencia: que haciéndolo de otra suerte se manchaba con la fealdad del oficio la hermosura de la reina de las artes. Fuera de que no puede esperarse entera y franca lealtad cuando no se pone la mira sino en que sea mayor la ganancia: que defendiéndose las causas sin algún interés serían sin duda mucho menos; donde ahora se fomentan con él las enemistades, las acusaciones, los odios y las injurias; y así como la violencia de las enfermedades hinche las bolsas a los médicos, así la peste de los pleitos enriquece a los abogados; que se acordasen de Cayo Asinio y de Mesala, y entre los modernos de Aruncio y de Esernino, los cuales llegaron a los mayores puestos por medio de su loable vida y elocuencia incorrupta. Dicho esto por el destinado para cónsul y consintiendo todos los otros, se preparaba un decreto para obligarlos a la ley de residencia, cuando Suilio, Cosuciano y los demás que veían ordenarse contra ellos, no ya el juicio (siendo la causa demasiado clara), sino la pena, se arrimaron a César, suplicándole no hiciese cuenta de las cosas pasadas.

VII. Y haciendo con la cabeza señas de que era contento, comenzaron así: ¿Quién será aquél de tanta soberbia, que presuma esperar su renombre de eterna fama? Al uso y a la necesidad ordinaria se acude para que ninguno, por falta de abogados, quede por presa de los más poderosos. No se adquiere de balde la virtud de la elocuencia; ni es cordura desamparar los cuidados propios por desvelarse en los negocios ajenos. Muchos buscan la vida ejercitando la milicia, otros cultivando los campos, y ninguno desea cosa de la cual no tenga ya antevisto el fruto que se le espera. Asinio y Mesala, enriquecidos con los despojos de la guerra entre Antonio y Augusto, y los Eserninos y Aruncios, dejados por herederos de amigos riquísimos, trataron la profesión a lo grande: que tenían también ellos ejemplos aparejados para mostrar con qué recompensa y por cuán altos precios ejercitaron esta arte Publio Clodio y Cayo Curión: que ellos, de los medianos senadores, no pedían otra cosa a la República sino sólo aquello que se debe y puede pretender en tiempo de paz; que hasta el ínfimo vulgo procura merecer ilustrarse con la toga: mas quitadas las recompensas y premios de los estudios, ¿quien duda de que perecerán también los mismos estudios?. Pareciéronle al príncipe estas razones de algún momento, y sólo quiso que se moderase la cantidad de dineros que se podían recibir, reduciéndolo a 250 ducados (diez mil sestercios) (4); y que de allí arriba quedasen culpados por la ley de residencia.

VIII. En este mismo tiempo, Mitrídates (aquél que dije arriba haber reinado en Armenia, que después fue traído a la presencia de Cayo César) volvió a su reino por consejo de Claudio, fiado en las fuerzas de su hermano Farasmanes, rey de los iberos, de quien fue avisado que los partos con sus discordias tenían poco cuidado de las cosas importantes de aquel reino, y de las menores ninguno. Porque durante muchos actos crueles de Gotarces (que había intentado quitar la vida a su hermano Artabano, y a su mujer e hijos, de quien también los demás vivían con espanto) se habían resuelto en llamar a Bardanes. Éste, siendo como era atrevido y pronto para cosas grandes, habiendo caminado en dos días al pie de ochenta leguas (5), acomete y ahuyenta a Gotarces, desproveído y medroso; y sin poner dilación se apodera de los gobiernos vecinos, recibido de todos, salvo de los de Seleucia. Airado, pues, contra ellos, como contra gente que había sido también rebelde a su padre, llevado del enojo más de lo que le conviniera en aquella sazón, determinó de poner sitio a aquella ciudad fortísima de murallas, rodeada de un gran río y bien proveída de municiones. Entre tanto, Gotarces, reforzado del poder de los dahos y de los hircanos, renueva la guerra, y Bardanes, constreñido a abandonar Seleucia, lleva su ejército a los campos Bactrianos.

IX. Con esto, hallándose divididas las fuerzas de Oriente con gran incertidumbre del suceso, se dio comodidad a Mitrídates de ocupar el reino de Armenia, sirviéndose para expugnar los lugares difíciles del valor de los soldados romanos, y de los iberos para correr y robar la campaña. No hicieron los armenios otra resistencia después de la rota de Demonactes, prefecto suyo, que se abrevió a presentar la batalla. Quien dio algún impedimento fue Cotis, rey de Armenia la Menor, habiendo acudido a él algunos de los principales; mas refrenado por cartas de César, cayó todo en manos de Mitrídates mucho más cruel y riguroso que convenía a un reino conquistado de nuevo. Los reyes partos, pues, mientras se hacen rostro para llegar a la batalla, al improviso concluyen la paz. Habiendo Gotarces descubierto la traición de sus vasallos y avisado a su hermano, llegados tras esto a vistas, estuvieron al principio suspensos; y dándose después las manos sobre los altares de los dioses, concertaron de vengar las traiciones de sus enemigos y de acomodarse entre sí. Pareció más a propósito Bardanes para quedar en la posesión del reino: y Gotarces, por quitar toda sospecha de emulación, se retiró bien adentro en Hircania. En volviendo Bardanes, se le rindió la ciudad de Seleucia, siete años después de su rebelión, no sin vergüenza de los partos, viendo que había podido burlarse tanto tiempo de ellos una ciudad sola.

X. Pasó después a la conquista de las provincias más principales; y preparándose para recuperar la Armenia, le detuvo Vivio Marso, legado de Siria, amenazando de hacerle la guerra. Gotarces en tanto, arrepentido de haber cedido a su hermano el reino, y llamado de la nobleza, a quien la paz hace más dura de sufrir la servidumbre, junta el ejército y se va la vuelta del río Erinde (6), en cuyo tránsito, habiendo peleado diversas veces, quedó al fin la victoria por Bardanes; el cual con prósperas batallas sujetó a aquellas tierras hasta el río Sinden, que divide los dahos de los arios. Allí puso fin a sus felices progresos, porque los partos, aunque se hallaban victoriosos, rehusaron el hacer más la guerra tan lejos de sus casas. Con esto, levantadas memorias en testimonio de sus grandezas y de que ningún otro de los arsácidas había llegado a sacar tributos de aquellos pueblos, dio la vuelta cargado de gloria, hecho por esto más fiero y más intolerable a sus súbditos; los cuales, conjurados mucho antes contra él, hallándose desapercibido y atento a la caza, le matan estando todavía en la flor de su juventud. Mas pocos de los antiguos reyes se le aventajaran en esplendor, si hubiera sabido hacerse amar de sus vasallos como supo hacerse temer de sus enemigos. Por la muerte de Bardanes quedaron los partos divididos en la elección de nuevo rey. Inclinábanse muchos a Gotarces y otros a Meherdates, hijo de Frahates, el que tuvimos en rehenes. Obtuvo finalmente Gotarces el reino; mas en viéndose señor del cetro real, con su crueldad y lujuria obligó a los partos a rogar secretamente al príncipe romano que quisiese enviar a Meherdates para poseer el reino paterno.

XI. Debajo de estos mismos cónsules se vieron los juegos seculares (7) del año ochocientos de la fundación de Roma, y sesenta y cuatro de Augusto, que los celebró. Dejo las razones que movieron a entrambos príncipes, habiéndolas notado largamente en los libros que escribí de los hechos del emperador Domiciano, el cual hizo también celebrar los juegos seculares, que más particularmente observé, por hallarme uno de los Quince Varones sacerdotes y entonces pretor. No lo digo por vanagloria, sino por hacer saber que antiguamente el colegio de los Quince Varones tenía aquello a su cargo, y que los magistrados más particularmente ejecutaban el oficio de las ceremonias. Estando Claudio sentado a los juegos del circo, como representasen los mozos nobles a caballo el de la guerra de Troya, y estuviesen entre ellos Británico, hijo del emperador, y Lucio Domicio, adoptado y después llamado al imperio con el sobrenombre de Nerón, se tomó por ruin agüero que el pueblo alabase más a Domicio. Divulgábase también que en su niñez se habían visto cerca de él dragones, como que le guardaban; cosa inventada para igualar con esta fábula a los milagros extranjeros; porque él mismo, poco acostumbrado a menoscabarse lo que se contaba en su favor, solía decir que sólo se había visto en su cámara una culebra.

XII. Mas esta inclinación y favor del pueblo venía de la memoria de Germánico, de cuyos hijos no había otro nieto varón; y la piedad común que se tenía de su madre Agripina se aumentaba a causa de la crueldad de Mesalina; la cual, su contraria y enemiga siempre, lo mostraba entonces mucho más, sin que bastase cosa alguna a divertida de buscarle cada día delitos y acusadores, sino la nueva ocupación, o por mejor decir locura, en que la tenían envuelta los amores de Cayo Sitio, el más hermoso y gallardo mozo de Roma, de quien se aficionó tan fieramente, que por gozárselo a solas le hizo repudiar a su mujer Junia Silana, nobilísima matrona. Conocía Sitio el mal y el peligro a que se ponía; mas era cierta su muerte si se retiraba, y, viviendo, todavía le quedaba alguna esperanza de encubrir el caso, consolándose entretanto con grandes premios y con poder esperar las cosas futuras gozando de las presentes. Ella, no ya escondidamente, sino con gran acompañamiento, iba muchas veces a buscarle a su casa, le llevaba a su lado cuando salía fuera, le cargaba de riquezas y de honras, y a lo último, como si se hubiera pasado a Silio la fortuna imperial, los esclavos, los libertos y los aparatos del príncipe no se veían ya sino en casa del adúltero.

XIII. Mas Claudio, olvidado de las cosas de su casa, usurpando el oficio de censor, corrigió con rigurosos edictos los desórdenes que el pueblo hacía en el teatro, en donde habían cargado de injurias a muchas mujeres ilustres, y a Publio Pomponio, varón consular, que daba las poesías a los representantes. Reprimió también por ley el rigor de los acreedores prohibiéndoles el dar dineros a usura a hijos de familia a pagar cuando muriesen sus padres. Trajo a la ciudad fuentes de agua encañadas desde los collados Simbruino (8). Añadió y publicó en su nombre nuevas formas de letras al alfabeto (9), mostrando que el griego tampoco se comenzó y perfeccionó todo de una vez.

XIV. Los egipcios, antes que las demás naciones, expresaron sus conceptos por figuras de animales, y las más antiguas reliquias de la memoria humana se ven esculpidas en sus piedras; con que se atribuyen a sí la invención de las letras. De allí los fenicios, a causa de que eran señores de la mar, las trajeron a Grecia, atribuyéndose la gloria de inventores de los trabajos ajenos. Porque es común opinión que Cadmo, llevado en la armada de los fenices, fue para los pueblos todavía toscos de la Grecia, autor de esta arte. Otros dicen que Cécrope, ateniense, o Lino, tebano, inventaron diez y seis figuras de letras; y en tiempo de los troyanos, Palamedes, argivo, añadió cuatro, y que después otros, y particularmente Simónides, inventaron las demás. En Italia lo aprendieron los toscanos de Damarato, corintio, y los aborígenes de Evandro, de Arcadia. Y la forma de los caracteres latinos es la misma que usaban los más antiguos griegos; mas tampoco a nosotros nos las dieron todas juntas al principio, habiéndose añadido las demás después; con cuyo ejemplo Claudio añadió otras tres letras, las cuales, usadas mientras él vivió y olvidadas después, se ven hoy en día en planchas de metal fijadas en los templos, adonde se pusieron para publicar los decretos del pueblo.

XV. Después de esto propuso en el Senado el caso del colegio de los adivinos, llamados arúspices, para que se diese orden cómo por negligencia no se olvidase el uso de la más antigua disciplina de Italia; pues que muchas veces, durante las adversidades de la República, se habían hecho venir diferentes personas, por cuyo medio, restaurándose una vez las ceremonias, se habían observado después mejor. Y que los toscanos más principales, con este ejemplo, de su mera voluntad o a persuasión del Senado romano, habían aprendido la ciencia; propagándola después en sus sucesores; cosa que parecía ya tomarse con gran tibieza por el descuido que la República tiene en conservar las buenas ciencias y por el gusto de dejar prevalecer las supersticiones extranjeras. Que a la verdad iban todas las cosas por el presente con prosperidad; mas que era necesario dar gracias por ello a la benignidad de los dioses, y procurar que los ritos sagrados a que se atendía durante los tiempos dudosos no se pusiesen en olvido en la prosperidad. Dio esto ocasión a que se hiciese un decreto por senatus consulto, en que se ordenó que los pontífices viesen lo que de allí adelante se había de observar en lo tocante a los arúspices.

XVI. En este mismo año, la nación de los queruscos pidió rey de Roma; habiendo perdido toda su nobleza en las guerras civiles y no quedando de la sangre real sino uno solo, llamado Itálico, que residía en Roma. Era éste hijo de Flavio, hermano de Arminio, y de una hija de Catumero, príncipe de los catos, de hermosísimo aspecto, ejercitado en las armas y en el andar a caballo a nuestro modo y al suyo. Y así César, reforzándole de dineros y dándole gente de guerra para su guardia, le exhortó a recibir con ánimo generoso el honor para que era llamado de los suyos. Y le advirtió de que era el primero que, habiendo nacido en Roma, no como rehén, sino como ciudadano, salía de ella para reinar en un reino extranjero. Fue al principio muy agradable a los germanos su venida, y más echando de ver que, como no interesado en sus discordias, trataba con igual afición a todos. Celebraban y loaban en él, unos su cortesía y su templanza, virtudes agradables a los mejores; y el verle muchas veces borracho y deshonesto le granjeaba las voluntades de los más, como vicios agradables a aquellos bárbaros. Ya comenzaba a ser famoso, no sólo en los lugares cercanos, sino también en los apartados, cuando los que se había engrandecido con las parcialidades, teniendo a su poder por sospechoso, recurrieron a los pueblos vecinos, poniéndoles por delante que a un mismo tiempo se destruía la libertad de Germania y se aumentaba el poderío de Roma. ¿Tan estériles serán estas provincias -decían- que no producirán alguno digno de ocupar el lugar de príncipe, sin que sea forzoso haber de levantar sobre todos la raza de un espía como Flavio? Poca necesidad teníamos de desterrar a Arminio, de cuyo hijo, criado entre los enemigos, podía temerse con razón el verle ocupar el reino, como inficionado de alimentos, de servidumbre y de culto del todo extranjeros, si reinando Itálico conserva el ánima del padre, que fue el mayor enemigo y persecutor de su patria y de sus dioses domésticos.

XVII. Con éste y semejantes artificios juntaron grandes fuerzas. No era menor el número de los que seguían a Itálico, en cuyo favor decían que no se había metido él entre ellos contra su voluntad, antes le habían ido ellos mismos a buscar; y que pues excedía en nobleza a todos los demás, que hiciesen prueba de su valor, y verían si se mostraba digno de haber tenido a Arminio por tío, y por abuelo a Catumero. Que no le avergonzaba ninguna de las acciones de su padre, pues sabía todo el mundo que había conservado sin quiebra la fe que con voluntad de los germanos dio una vez al pueblo romano. Y, finalmente, que era notable injusticia cubrirse con capa de libertad los que, degenerando de su particular nobleza y procurando la ruina del bien público, no tenían otra cosa en que confiar sino en las sediciones. Hacía alrededor de él extraordinarias muestras de regocijo el vulgo; y victorioso el rey en una porfiada batalla dada entre aquellos bárbaros, ensoberbecido después por la prosperidad de la fortuna, fue echado del reino; y rehaciéndose de nuevo con las fuerzas de los longobardos, con prósperos y adversos sucesos iba trabajando el estado de los queruscos.

XVIII. En este tiempo, los caucios, apaciguadas las disensiones domésticas y alegres con la muerte de Sanquinio, en tanto que acaba de llegar Corbulón, que le sucedió en el cargo, hacen diversas corredurías en la Germania inferior a orden de Gannasco su capitán; el cual, de nación caninefate, habiendo militado entre nuestra gente auxiliaria mucho tiempo, y huyéndose después, hecho corsario, con algunos bajeles ligeros inquietaba en particular las riberas de los galos, sabiendo que como gente rica no eran aptos para la guerra. Mas Corbulón, entrando en la provincia, primero con diligencia y cuidado, y después con gran reputación, cuyo honrado progreso tuvo principio de esta milicia, enviando galeras por el Rin y otros bajeles menores, conforme a la capacidad del fondo, por los lugares anegados, navilios y cortaduras, echó a fondo y tomó las fustas enemigas, haciendo retirar a Gannasco con afrenta y pérdida. Hecho esto y compuestas bastantemente las cosas, redujo las legiones, olvidadas ya de las faenas y los trabajos y sólo amigas del saco y de la presa, a las antiguas costumbres, prohibiendo que ninguno se apartase de la ordenanza ni trabase escaramuzas sin orden; que las guardias, las centinelas y los demás oficios militares, tanto de noche como de día, se hiciesen siempre con las armas a cuestas. Dicen que hizo morir a dos soldados, uno porque trabajaba sin espada en las trincheras, y otro porque cavaba en el foso sin más armas que sólo la daga, que a la verdad fue sobrado rigor y quizá hablilla; pero lo cierto es que tuvo origen de la severidad del capitán, para que se entienda cuán inexorable debía de ser en los delitos graves, pues se creía de él que aplicaba tan gran castigo a las culpas ligeras.

XIX. Basta que este terror causó en los soldados y en los enemigos diversos efectos: en los nuestros aumentó el valor, y en los bárbaros mortificó la fiereza; y hasta los frisones, que después de la rebelión comenzada, tras la rota de Lucio Apronio, se habían mostrado enemigos o poco fieles a nuestro partido, dando rehenes vinieron a poblar las tierras que les asignó Corbulón. Él mismo les ordenó Senado, magistrados y leyes. Y para quitarles la ocasión de menospreciar algún día sus mandamientos, fortificó un puesto capaz de tener en él buena guarnición, y a un mismo tiempo envió gente a exhortar a los caucios mayores a rendirse, y juntamente por armar traición a Gannasco. No dejaron de hacer efecto las asechanzas, ni se pueden vituperar contra un fugitivo y violador de fe. Por la muerte de Gannasco se alteraron los ánimos de los caucios, y Corbulón echó con esto entre ellos una semilla de rebelión, lo cual, aunque agradaba a muchos, había otros que lo tomaban mal. ¿Para qué es bueno -decían ellos- provocar al enemigo? La adversidad visto está que resulta siempre en daño de la República; la prosperidad dará sin duda nombre de valeroso al capitán, pero harále molesto y formidable en tiempo de paz a un príncipe cobarde. Y dijeron bien, porque no sólo no consintió Claudio que se hiciesen en Germania nuevos esfuerzos de guerra, pero dio orden que se retirasen las guarniciones de acá del Rin.

XX. Y de hecho le llegaron a Corbulón las cartas en esta substancia, cuando estaba ya moviendo la tierra para plantar los alojamientos en país enemigo. Él, oyendo una tan súbita resolución, y tomado al improviso, puesto que se le representaron a un mismo tiempo muchas cosas en la fantasía, el miedo que tenía al emperador, el menosprecio en que le tendrían aquellos bárbaros, y la burla que harían de él los confederados, todavía diciendo solas estas palabras: ¡Oh, qué dichosos fueron antiguamente algunos de los capitanes romanos!, dio la seña para retirarse. Con todo eso, por que los soldados no estuviesen ociosos, les hizo hacer un canal de cerca de seis leguas entre el Mosa y el Rin para enjugar aquel país, gastado de las inciertas inundaciones del Océano; y César, aunque le negó la guerra, no dejó de concederle las insignias del triunfo. Poco después obtuvo la misma honra Curcio Rufo (10), por haber abierto en los campos Matiacos (11) una mina de plata, aunque de poco provecho y de menos dura. Mas a las legiones, a más del peligro, era desagradable el trabajo de agotar aguas, cavar la tierra y hacer debajo de ella lo que en campaña abierta se hace con dificultad: oprimidos los soldados de tan penosos y bajos ejercicios y porque en otras provincias se padecía lo mismo, escribieron secretamente cartas en nombre de los ejércitos, suplicando al emperador que de allí adelante a cualquiera a quien diese cargo de gobernar ejércitos le diese ante todas cosas las insignias y honores triunfales.

XXI. Del origen de Curcio Rufo, hijo, según han dicho algunos, de un gladiator, no querría referir mentira, puesto que me avergüenzo de decir verdad. En llegando a edad juvenil, siguió en África al cuestor a quien tocó aquella provincia; y hallándose en Adrumeto al mediodía, paseándose pensativo debajo de unos soportales, se le apareció una sombra en figura de mujer mayor que humana, de quien oía esta voz: Tú eres Rufo, aquel que vendrá a ser procónsul en esta provincia. Con este agüero, hinchiéndosele el corazón de grandes esperanzas, se volvió a Roma, donde con la liberalidad de sus amigos y con su ingenio levantado alcanzó el oficio de cuestor; y, después de esto, entre muchos nobles competidores, por voto del príncipe la pretura; cubriendo Tiberio la bajeza de su nacimiento con estas mismas palabras: A mí me parece que Curcio Rufo es hijo de sí mismo. Con esto y con vivir después muchos años siempre maligno adulador con los mayores, arrogante con los inferiores y con los iguales insufrible, alcanzó el imperio consular, las insignias triunfales y a lo último el gobierno de África, donde, muriendo, cumplió el pronóstico fatal.

XXII. En Roma, entre tanto, sin causa descubierta, entonces ni sabida después, entre el concurso de los que saludaban al príncipe fue hallado con armas ofensivas Cneo Nonio, insigne caballero romano, al cual, habiendo confesado de sí, aunque después le despedazaron a tormentos, no fue posible hacerle revelar los cómplices, o que no los tuviese, o porque no le faltó valor para encubrirlos. En este mismo consulado se decretó, a proposición de Publio Dolabela, que la fiesta de gladiatores se hiciese cada año a costa de los que llegasen al grado de cuestores. En el tiempo antiguo servía este cargo de recompensa de la virtud, y entonces podían todos los ciudadanos, confiados en su bondad y sus méritos, pedir cargos y magistrados, sin ninguna distinción de edad, pudiendo obtener hasta en la primera juventud los consulados y las dictaduras. Mas los cuestores se ordenaron desde que los reyes mandaban a Roma, como lo muestra la ley Curiata (12), renovada por Lucio Bruto. Quedó después de ellos en los cónsules la autoridad de elegirlos, hasta que el pueblo quiso también esta honra para sí, siendo los primeros que salieron nombrados por él Valerio Patito y Emilio Mamerto, con obligación de seguir los ejércitos (13), treinta y tres años después que fueron echados los Tarquinos. Creciendo después los negocios, se añadieron otros dos para que residiesen en Roma. Doblóse tras esto el número luego que acabó de ser tributaria Italia, para exigir los pechos y alcabalas de ella y de las provincias. Después, por una ley de Sila, llegaron a ser veinte, para henchir el Senado, a quien había dado autoridad de juzgar el mismo Sila. y aunque después cobraron los caballeros la autoridad de juzgar, se concedían con todo eso graciosamente las cuesturas, según la calidad de los pretendientes o facilidad de los que las daban, hasta que por consejo de Dolabela se pusieron como al encante.

XXIII. Siendo cónsules Aula Vitelio y Lucio Vipsanio, tratándose de rehenchir el Senado, y los principales de la Galia, que se llama Comata, habiendo ya mucho antes alcanzado alianza y título de ciudadanos romanos, pidiendo con esta ocasión el participar de los honores dentro de la ciudad, la dieron para hacerse varios discursos. Disputóse este negocio delante del príncipe con diversas opiniones. Sustentaban los unos que no era tanta la enfermedad de Italia que no bastase a proveer de sujetos para el Senado de su ciudad; que los naturales habitantes habían bastado en otro tiempo a henchir los pueblos de su misma sangre, y que no eran de menospreciar las costumbres de la antigua República, y más contándose hasta hoy nobilísimos ejemplos de lo que ha podido su imitación para levantar los ánimos a honradas acciones y encaminar a la gloria y a la virtud el buen natural romano. ¿Tan poco les parece -decían- haber los vénetos y los insubros penetrado hasta la curia, que pretendan ahora arrojarnos en ella una muchedumbre de extranjeros para tenernos en esclavitud? ¿Qué lugar tendrán de aquí adelante los pocos nobles que nos quedan en los honores de la República, o algún pobre senador latino? Ocuparlo han aquellos ricachos cuyos abuelos y bisabuelos, siendo capitanes de naciones enemigas, con las armas y con la fuerza degollaron nuestros ejércitos y sitiaron en Alesia al divo Julio. Mas todo esto fue como dicen, ayer; vengamos a ejemplos más antiguos. ¡Qué diremos de aquellos que quemaron la ciudad, y con sus propias manos destruyeron el capitolio y el altar de Roma! Concédaseles que gocen del nombre de ciudadanos y que sean tenidos por tales; mas cuando a las insignias de senadores y honores magistrales, no se comuniquen con tanta facilidad.

XXIV. Mas, no movido por éstas y semejantes razones, el príncipe mostró luego que lo entendía de otra suerte, y mandado juntar otra vez al Senado, comenzó así: Mis antepasados (14) (de los cuales el primer Claudio, de origen sabino, fue hecho juntamente ciudadano y patricio romano) me exhortan a tratar las cosas de la República con los mismos consejos que ellos, trasfiriendo aquí todo lo que se halla ser bueno y provechoso en otra parte. Porque no ignoro que los Julios fueron llamados de Alba, los Coruncanios de Camerio, los Porcios de Túsculo, y por no escudriñar las cosas más antiguas, de Toscana y de Lucania, y de todas las partes de Italia, se fue llamando gente para entrar en el Senado. Finalmente, se extendió la ciudad hasta los Alpes, tal, que no sólo los particulares, mas las tierras y naciones enteras se iban acrecentando debajo de nuestro nombre. Entonces tuvimos quieta y segura paz en casa y florecimos en daño de los extranjeros, cuando, recibidos como ciudadanos los de allá del Po, y juntando a este cuerpo las fuerzas de las provincias, como si fueran innumerables legiones esparcidas por el mundo, pudimos subvenir y ayudar al Imperio, ya debilitado. ¿Arrepentímonos por ventura de tener acá los Balbos de España, y tantos hombres ilustres de la Galia Narbonense? Viven todavía sus descendientes, sin reconocernos ventaja en el amor de esta patria. ¿De qué tuvo origen la ruina de los lacedemonios y atenienses, puesto que fueron grandes en las armas, sino de haber tratado como a extranjeros a todos los pueblos que sojuzgaban? No lo hizo así nuestro fundador Rómulo, el cual, con singular prudencia, supo tener a muchos pueblos en un mismo día por enemigos y por ciudadanos suyos. Reinado han ya extranjeros en esta ciudad, y no es cosa nueva, como muchos piensan, el darse tal vez los magistrados a hijos de libertos, sino muy usada en la antigua República. Si habemos peleado contra los senones, los Nolscos y los equos, ¿no formaron muchas veces ejércitos contra nosotros? Si nos ganaron la ciudad los galos, ¿no nos obligaron los toscanos a darles rehenes, y los samnitas a pasar debajo de su yugo? Y, si traemos a la memoria todas las guerras, veremos que ninguna se acabó más brevemente que la de los galos, con los cuales habemos tenido después firme y continua paz. Y así ahora, que se han mancomunado con nosotros en las costumbres, en las artes y en los parentescos, más vale que nos traigan acá sus riquezas y su oro, que no dejárselas gozar a solas. Todas las cosas, padres conscriptos, que ahora se tienen por antiquísimas fueron ya en otro tiempo nuevas. Los magistrados populares se crearon después de los patricios; los latinos siguieron a los populares, y tras los latinos vinieron todas las demás gentes de Italia. Envejeceráse esto también, y lo que ahora extendemos con ejemplos servirá de ejemplo a nuestros sucesores.

XXV. A la oración del príncipe siguió luego el decreto de los senadores, y los eduos fueron los primeros que en Roma recibieron la facultad de poderlo ser, honrándolos con esto a causa de la antigua confederación, visto que solos ellos entre todos los galos usan del nombre de hermandad con el pueblo romano. En los mismos días hizo César escribir en el número de los patricios a todos los más viejos senadores, o hijos de padres ilustres; habiéndose reducido a pocas las familias que Rómulo llamó del linaje mayor, y Lucio Bruto del menor; acabadas también las que el dictador César sustituyó con la ley Casia, y Augusto con otra ley llamada Senia. Agradando a todos estos oficios amorosos para con la República, se ejecutaron con mucha alegría de César, que era censor; el cual, pensada después la forma en que podía sacar del Senado a algunos senadores conocidamente viciosos, se sirvió de una harto apacible y nueva, aunque con cierta apariencia de la antigua severidad. Hizo advertir a cada uno que examinase su vida y su propia conciencia, y pidiese facultad de salir del orden senatorio, asegurándoles que le sería concedida, y que los reformados del Senado serían nombrados por él, juntamente con los que se excusaban, para que de esta manera, templándose el juicio de los censores con el respeto de haber cedido voluntariamente, se aligerase la infamia. Por estas cosas propuso el cónsul Vipsanio que fuese llamado Claudio padre del Senado, a causa de que, habiéndose hecho ya demasiado común el nombre de padre de la patria, los méritos para con la República debían honrarse también con títulos y renombres nuevos. Mas él hizo callar al cónsul, ofendido de la sobrada adulación. Hízose después la descripción y muestra general del pueblo que llamaban Lustro (15), y fueron escritos seis millones novecientos cuarenta y cuatro mil ciudadanos. Aquí tuvo fin la ignorancia y descuido de Claudio para las cosas de su propia casa, hallándose forzado no mucho después a echar de ver las maldades de su mujer y castigarlas, para encenderse luego en deseo de unas bodas incestuosas.

XXVI. Ya Mesalina, empalagada de la abundancia de los adúlteros, pasaba a extraordinarias maneras de deshonestidades, cuando Silio, o por su locura fatal, o porque juzgase que peligro tan grande como el que corría no podía remediarse sino con otro mayor, comenzó a representade descubiertamente que no consentía ya el estado de sus cosas el esperar más en la vejez del príncipe. Convienen -decía él- los consejos sabios a los que se hallan sin culpa; mas para las maldades manifiestas no hay otro remedio que acudir por él al atrevimiento. Añadía que se veían ya muchos cómplices estimulados del mismo temor; que él se hallaba sin mujer y sin hijos, aparejado a casarse con ella y con resolución de adoptar a Británico; que daría ya con esto a Mesalina la misma grandeza y autoridad con seguridad de entrambos, si prevenían a Claudio, hombre no menos precipitoso en la ira que fácil a ser insidiado. Fueron oídas con poca atención estas palabras, no por amor que ella tuviese a su marido, sino por sospecha de que llegado Silio a ser emperador la menospreciaría como adúltera, y que la maldad que se cometía y aprobaba por evitar el peligro en saliendo de él sería estimada por su justo valor. Diole con todo esto gusto el nombre de casamiento, por el exceso de la infamia, que es el postrer apetito y último deleite de los que del todo se entregan al vicio. Y sin diferirlo más de cuanto Claudio se ausentase, como lo hizo yendo a ofrecer ciertos sacrificios a Ostia, celebró su matrimonio con todas las solemnidades nupciales.

XXVII. No dudo de que parecerá cuento fabuloso el escribir que ha sucedido entre los hombres una temeridad semejante, como que en una ciudad donde todo se sabe y nada se disimula se haya visto un hombre, y ése nombrado para cónsul, que a día señalado se case con la mujer del príncipe, llamados testigos para verificar y firmar de sus nombres como que se juntaban por causa de tener hijos; y que ella oyese las palabras de los sacerdotes llamados áuspices, prestase su consentimiento, sacrificase, asistiese entre los convidados, pasase el día entero en circunstancias y actos lascivos y la noche en todo aquello que se acostumbra entre marido y mujer (16), y la verdad es que no he ido en busca de estas cosas para contar milagros, y que no lo son, sino una relación pura de lo que vieron y dejaron escrito nuestros antiguos.

XXVIII. Llena, pues, con esto de horror y espanto la casa del príncipe, especial entre los de más autoridad para con él, que se veían con mayor ocasión de temer mudanza en las cosas, no discurrían como hasta allí con secretas murmuraciones, sino a la descubierta, diciendo: que mientras Mesalina escondía sus adúlteros industriosamente en los retretes del príncipe había a la verdad deshonra, pero no peligro; mas ahora visto está que un mancebo tan noble, admirado por su gentileza, seguido por su juventud y por estar tan vecino al consulado, se apercibe a mayores esperanzas, y se trasluce lo que pretende y lo que puede suceder tras el matrimonio. Tenían a la verdad razón de temer, considerando la falta de entendimiento en Claudio, y que, teniéndole de todo punto sujeto su mujer, habían sido ejecutadas diversas muertes por mandato de ella. En contrario, el natural del emperador, fácil a ser llevado a cualquier cosa, les daba esperanza de que previniéndole con la atrocidad del delito sería posible encaminar que la condenase y oprimiese antes de caer en que era culpada. Mas el peligro consistía en dar oídos a su defensa, conviniendo hacer de manera que hallase cerrados los del príncipe, aunque entrase confesando la culpa.

XXIX. Juntados, pues, Calisto, nombrado ya por mí en la muerte de Cayo César; Narciso, autor de la muerte de Apio, y Palante, entonces gran privado, trataron si era bien apartar a Mesalina del amor de Silio con secretas amenazas, disimulando todo lo demás; pero, medrosos de provocarse ellos mismos su propia ruina, desistieron de ello. Palante, por vileza de ánimo; Calisto, por la experiencia que tenía en el gobierno de la corte pasada y por saber que se conservaba más segura la grandeza con los consejos prudentes que con los precipitados.

Sólo Narciso fue siempre de un parecer, mudando sólo de lo acordado el no adelantarse en palabras de manera que la pusiesen en sospecha de delito o de acusadores. Éste, pues, aguardando con cuidado alguna buena ocasión, y viendo que Claudio se detenía mucho en Ostia, persuadió a dos mancebas con quien más particularmente trataba el emperador a emprender la denunciación, cargándolas de dádivas y promesas, y mostrándoles que derribada la emperatriz crecería su autoridad.

XXX. Con esto la una de ellas, llamada Calpurnia, aguardando tiempo de hallar sólo a César, echándosele a los pies comienza a decir a voces que Mesalina se había casado con Silio; y juntamente pregunta a Cleopatra, su compañera, que sólo aguardaba aquello, si tenía noticia de aquel caso. Y haciendo ellas señas con la cabeza que sí, pide que llamen a Narciso; el cual, pidiendo a César perdón de lo pasado y de haberle callado los tratos que Mesalina tenía con Vectio y con Plaucio, añade: también ahora, señor, callaría de buena gana sus adulterios, y si en mí fuese le dejaría gozar al adúltero de la casa, de los esclavos y de los demás arreos y aparatos imperiales, con tal que te restituyese la mujer y rompiese los capítulos matrimoniales. ¿Por ventura, señor, ha llegado a tu noticia tu divorcio? Porque el pueblo, el Senado y los soldados han visto las bodas de Silio: y si le das tiempo no tardará mucho el nuevo marido en apoderarse de Roma.

XXXI. Entonces Claudio, convocados sus principales amigos, pregunta lo que saben de esto, primero a Turranio, comisario de los trigos, y después a Lusio Geta, capitán de las cohortes pretorias. Confesándolo éstos también, comenzaron todos los otros a rodearle y a hacer estruendo, diciendo a grandes voces que fuese luego a los alojamientos de los pretorianos, y confirmándolos en su devoción, tratase antes de asegurar su persona que de tomar venganza. Lo cierto es que Claudio quedó tan atónito y con tanto miedo, que preguntó muchas veces si estaba el Imperio por él, o si acaso era Silio todavía hombre particular. Mas Mesalina, nunca tan desenfrenada como entonces en sus deleites y desórdenes, estando ya el otoño muy adelante, celebraba en su casa la fiesta de las vendimias. Unos pisaban las uvas, otros daban vueltas al husillo y hacían correr el mosto a las cubas por sus canales; y las mujeres, vestidas de pellejos, andaban por todo dando grandes saltos, como las que suelen celebrar los sacrificios a Baco, hasta que en ellos dan muestras de enloquecer del todo. Ella, con los cabellos sueltos por la espalda, blandiendo el tirso (17), tenía a su lado a Silio, vestido de hiedra, calzado con una cierta forma de borceguíes, llamados coturnos, y dejando caer la cabeza a una parte y a otra, mientras en torno de ellos discurría bailando y dando voces un desvergonzado y disoluto coro de mujeres. Dicen que Vectio Valente, habiendo por travesura o por mostrar su agilidad trepado hasta la cumbre de un árbol muy alto, preguntado lo que descubría desde allí, respondió que veía venir de hacia Ostia una terrible y furiosa tempestad; o que se le representase alguna sombra de esto, o que saliéndole de la boca aquellas palabras acaso, vinieron después a tomarlas por pronóstico de lo que sucedió.

XXXII. En tanto, no por fama incierta, sino por diversos mensajeros, es avisada Mesalina de que Claudio lo sabe todo y que viene resuelto en tomar venganza. Con esto, retirándose ella a los huertos que fueron de Lúculo, y Silio, por disimular el miedo, a los negocios del foro, mientras los demás van doblando cantones y procurando esconderse, alcanzados por los centuriones eran presos y maniatados dondequiera que se hallaban, o en público o escondidos. Mas Mesalina, puesto que las adversidades que le sucedían le quitaban el miedo de tomar consejo, se resuelve con todo en salir al encuentro al marido y en hacerse ver de él, cosa que otras veces le había sido de provecho, y ordenando que Británico y Octavia fuesen a abrazar a su padre. Rogó también a Vibidia, la más antigua de las vírgenes vestales, que fuese a aplacar al pontífice máximo y a pedirle en su nombre misericordia. Ella, en compañía de solas tres personas (de tal manera se halló desamparada de todos en un momento), después de haber caminado a pie de todo lo largo la ciudad, subió en una carreta de las que suelen limpiar la basura de los huertos, y tomó el camino de Ostia, sin hallar quien se compadeciese de ella: tan aborrecible la había hecho para con todos la fealdad de sus maldades.

XXXIII. Temblaba César con todo eso de miedo porque no se fiaba mucho de Geta, capitán de los pretorianos, como hombre liviano y de poca firmeza tanto en el bien como en el mal. Y así Narciso, acompañado de otros que tenían el mismo miedo que él, advirtió a César que no quedaba otro camino para la seguridad de su vida sino trasferir por sólo aquel día el cargo de los soldados en alguno de sus libertos, ofreciéndose él a tomarle. y porque en el camino de Roma no le pudiesen mudar de propósito Lucio Vitelio y Publio Largo Cecina, pide lugar en la misma carroza donde iba Claudio, y realmente le toma.

XXXIV. Corrió después de esto una voz harto constante de las palabras que iban saliendo de la boca del príncipe, el cual unas veces vituperaba las maldades de su mujer, otras volvía a traer a la memoria su matrimonio y la tierna edad de sus hijos, sin que Vitelio dijese jamás otras palabras que: ¡oh infame cosa; oh maldad grande! Y por más que Narciso procuró persuadirle a que se declarase y dijese lo que sentía sin rebozo, no pudo sacarie de palabras de dos sentidos, y tales que después del suceso las pudiese interpretar al que mejor le estuviese: y con su ejemplo hizo lo mismo Largo Cecina. Ya se mostraba en presencia de todos Mesalina, dando grandes voces a César que oyese a la madre de Octavia y de Británico, mientras levantando también la suya el acusador y haciendo ruido, procuraba encaminar a otra parte la vista del príncipe, acordándole a Silio y a sus bodas, y entregándole en sus manos ciertas memorias donde estaban escritas todas sus deshonestidades. Y no mucho después, entrando por la ciudad, se le presentaran delante los comunes hijos, si Narciso no hubiera mandado apartarlos de allí. No pudo hacer lo mismo con Vibidia, la cual con palabras ásperas y resentidas, no sin cargar en ellas a César, le pidió con grande instancia que no consintiese que su mujer fuese condenada antes de ser oídas sus defensas. Respondió a esto Narciso que el príncipe le escucharía y tendría lugar de purgarse del delito; pero que ella entretanto, pues era religiosa, se fuese a ocupar en sus sacrificios.

XXXV. Fue cosa digna de admiración el silencio que a todo esto tuvo Claudio. y Vitelio no mostró tener más noticia del caso; pero todo obedecía al liberto, el cual manda que se abra la casa del adúltero y que vaya allá el emperador, mostrándole de paso en el patio la estatua del padre de Sitio, prohibida por decreto del Senado, y después todo aquello que poseyeron antiguamente los Nerones y Drusos, dado por Mesalina a Sitio en premio del adulterio y de la deshonra del príncipe; el cual, encendido con esto en cólera, y viéndole el liberto que arrojaba amenazas, le lleva a los alojamientos, teniendo prevenida antes la junta de los soldados para oír la plática. Y amonestado de Narciso a que les hablase, gastó pocas palabras: porque cuanto más justo era el dolor, tanto más le tapaba la boca el haber de pronunciar su propia vergüenza. Entonces se levantó una común y continuada voz de los soldados, pidiendo los nombres de los delincuentes y su castigo. Y el mismo Sitio, que había sido traído al tribunal, no tentó el pedir defensa o dilación alguna, antes rogó que se le apresurase la muerte: dando con esto ejemplo a los demás ilustres caballeros romanos para desear morir con la misma presteza. Ticio Próculo, a quien Sitio había encargado la guardia de Mesalina, Vectio Valente, que se ofrecía a dar bastante prueba de los cómplices en el delito, después de haberse confesado él por uno de ellos, Pompeyo Urbico y Saufeyo Trogo, fueron llevados a ajusticiar como partícipes del caso. Decio Calpurniano, también capitán de las guardias que se hacían de noche; Sulpicio Rufo, procurador de los juegos públicos, y Junio Virgiliano, senador, fueron castigados con la misma pena.

XXXVI. Sólo Mnester alcanzó alguna dilación; porque, rasgadas las vestiduras, daba voces que mirase las señales de los azotes, y que se acordase de las palabras con que le había mandado que obedeciese a los mandamientos de Mesalina: que los otros se habían dejado inducir al mal con esperanzas o con dádivas, mas él por fuerza y necesidad, no habiendo alguno en tan conocido peligro de morir como él, si imperara Silio. Conmovido César con estas razones, y viéndole los libertos ya inclinado a la misericordia, le forzaron con decirle que no era bien perdonar a un representante después de haber condenado a tantos varones ilustres, y que en tan grave culpa importaba poco haber entrado voluntariamente o por fuerza. Tampoco se admitió la disculpa de Traulo Montano, caballero romano. Era éste un mozo de gran modestia y de hermosísimo aspecto; el cual, sin solicitado él, fue en una sola noche llamado y después de ella desechado de Mesalina, con igual incontinencia en el apetito que en el menosprecio. A Suilio Cesonino y a Plaucio Luterano se perdonó la pena de muerte. A Plaucio por los muchos méritos de su tío paternal, y Cesonino fue defendido de sus propios vicios, como quien en aquella sucia y abominable compañía había servido de mujer.

XXXVII. Mesalina en tanto alargaba la vida en los huertos de Lúculo componiendo peticiones, algunas llenas de confianza y otras de enojo: tan vencida la tuvo la soberbia hasta en los últimos accidentes. Y si Narciso no le hubiera solicitado la muerte, fuera posible que la ruina cayera sobre el acusador porque Claudio, llegado a casa y recreado con un banquete aparejado en buena sazón, después que comenzó a calentarse del vino, mandó que se notificase luego a aquella miserable (usó -dicen- de esta misma palabra) que el día siguiente compareciese a defender su causa. Notado esto bien por los que estaban presentes, viendo que se amortiguaba la ira y que comenzaba a ocupar su lugar el amor, medroso de que si llegaba la noche ya cercana y Con ella la memoria del lecho conyugal se ablandaría del todo, toma Narciso el negocio a su cargo, y da orden con resolución al tribuno y centuriones que estaban de guardia en palacio, que, en virtud de la que él tenía de César, fuesen luego adonde estaba Mesalina y allí mismo la matasen; enviando con ellos a Evodo, uno de los libertos, por asistente y ejecutor. Éste, yendo con gran diligencia a los huertos, la halló tendida en tierra, y sentada junto de ella a su madre Lépida; la cual, mal avenida con la hija en su prosperidad, movida al fin a compasión en aquel último trance, la estaba persuadiendo a que no aguardase al matador, que estando ya al fin de su vida no le quedaba que apetecer sino una honrada muerte. Mas en aquel ánimo estragado con todo género de sensualidades no podía caber ningún estímulo de honra ni de valor; y así no le respondía con otra cosa que con lágrimas y suspiros vanos. Entonces, rompidas las puertas del ímpetu de la gente, comparecieron el tribuno y el liberto, aquél con silencio, y éste injuriando a Mesalina con vituperios serviles.

XXXVIII. Conoció a este punto ella el estado de sus cosas, y tomando el puñal, mientras se toca levemente con él la garganta y el pecho, sin ánimo ni fuerzas para herirse, la atraviesa el tribuno de una estocada. Hecho esto, se concedió el cuerpo a su madre. Estaba todavía en la mesa Claudio, cuando fue avisado que Mesalina era muerta, sin declarar si había sido por su mano propia o por ajena; ni él cuidó de preguntarlo; antes pidió de beber y pasó adelante con la solemnidad del banquete. Ni en los días siguientes dio señal ninguna de odio, de alegría, de ira o de tristeza, ni de algún otro afecto humano; ni cuando veía alegres a los acusadores, ni menos cuando se le presentaban tristes y llorosos sus hijos. Ayudando también el Senado a este sobrado olvido con decretar que se quitasen de los lugares públicos y particulares el nombre y las estatuas de Mesalina. A Narciso se dieron las insignias de que usaban los cuestores, grado, aunque honrado, harto pequeño para su grandeza; siendo el mayor privado después de Palante y de Calisto, de los cuales procedían malísimas consecuencias, no siendo castigados sus delitos.




Notas

(1) Mesalina.

(2) ¿De quién? Según los principales anotadores, de Popea. Bumouf lo declara así en el texto mismo de su traducción. Mesalina, cuya calculada crueldad era las más de las veces hija de los celos y de la codicia, movida por una parte por los que tenía de Popea, su rival en el amor del histrión Mnester, de quien estaba perdidamente enamorada, y por otra del deseo de apoderarse de los jardines de Lúculo, que poseía Asiático, supone, a fin de poder librarse de aquélla y hacerse dueña de éstos, la existencia de relaciones criminales entre Asiático y Popea, y busca acusadores para perderlos. Tal es el hecho con que principia el también mutilado libro XI, después de ese vacio de cuatro libros que debían abarcar los hechos acaecidos en el desastroso reinado del bárbaro Calígula y parte del no menos triste del débil Claudio, en el espacio de diez años, objeto de grave dolor para las letras, y sobre todo para la historia, condenada a ignorar, acaso para siempre, cómo había pintado y juzgado Tácito al odioso hijo del más querido de los césares, Germánico, y al flojo y confiado esposo de Mesalina.

(3) Cincio, tribuno de la plebe en el año S49 de la fundación de Roma, dio una ley acerca de los dones y regalos, por cuyo motivo la llamó Plauto muneral. Habiendo caido en desuso, fue restablecida por Augusto, conflrmándola con un nuevo decreto del Senado, pero sin que por eso durase mucho tiempo su observancia.

(4) La misma cantidad asignó Nerón, según Suetonio. Muchas veces se repitió esta ley, pues daba lugar a ella la corrupción de los tribunales. Trajano concedió a los abogados esta misma cantidad, con la circunstancia de dar concluidos los asuntos. Éste es también el honorario que señala Ulpiano para la defensa de cada pleito, ley I, de var. et. ext. cognt.

(5) (El original dice tres mil estadios.) Probablemente el pequeño estadio de Aristóteles, en cuyo caso sería la distancia de setenta y cinco leguas francesas. Cuesta trabajo concebir tanta velocidad.

(6) Es, según Rickius, el que coloca Tolomeo entre la Hircania y la Media con el nombre de Carondas.

(7) Fueron instituidos, según unos, en el año 245 de Roma, después de la expulsión de los reyes, y en el año 353, según otros. Celebrábanse cada ciento diez años, por haberlo así mandado un oráculo sibilino, y duraban tres días y tres noches.

(8) He aquí lo que dice Plinio, XXXV, 24, acerca de este sorprendente trabajo: Ninguno de los acueductos anteriores puede compararse en el coste al de la última obra de este género empezada por Calígula y terminada por Claudio. Los arroyos Curtio, Cerúleo y Anío Nava han sido traídos de cuarenta millas de distancia y elevados a una altura tal que se derrama por todas las colinas de Roma. Gastáronse en ella cincuenta y cinco millones y medio de sestercios. SI se considera con atención la increíble cantidad de agua que se ha traído para el consumo público, para baños, fuentes, canales, jardines, arrabales y casa de campo; si se examinan las arcadas construidas para traerla de tan lejos, los montes que ha sido necesario atravesar, los valles que se ha tenido que terraplenar, no se podrá menos de convenir en que no hay en el mundo ninguna maravilla que tenga tanto derecho a nuestra admiración como ésta.

(9) Claudio había compuesto antes de ser emperador un libro sobre la necesidad de completar el alfabeto. No es extraño, pues, que intentase reallzarlo, como en efecto lo intentó, inventando tres letras, a saber, el digamma eólico, cuya forma es una f inversa; el antisigma, o sea dos cc vueltas, y otra que no se sabe cuál era. Únicamente la primera estuvo en uso mientras vivió Claudio.

(10) Este Curcio Rufo creen algunos que fue Quinto Curcio, el que escribió la vida y los hechos de Alejandro.

(11) Comarca de la Germania, más allá del Rin.

(12) Llamábase así al acto por el cual el pueblo romano reunido en curias confirmaba un testamento o una adopción, o aquél por el que investía a los magistrados del mando militar, imperium, y sin el cual no poseían más que la autoridad civil, potestas. Aquí se trata -dice Burnouf- de la ley que regulaba el poder de los reyes y que se renovaba al principio de cada reinado. Bruto la renovó también a fin de conferir a los cónsules los mismos poderes que habían tenido los reyes, a quienes venían a reemplazar.

(13) En este caso se aparta Tácito de Lívio y de otros muchos: primeramente, dice, fueron creados dos cuestores militares, después se crearon otros dos urbanos; y a esto dice Lívio, IV; 43, que al principio no había sino dos urbanos, añadiendo posteriormente otros dos militares que ayudasen a los cónsules cuando estaban para marchar a la guerra. Toda esta disputa juzga Ernesto que se reduce a que siempre hubo cuestores creados por los cónsules; pero teniendo éstos precisión de valerse en la guerra de los cuestores, a cuyo cargo estaba el manejo del dinero, fue también preciso que ellos fuesen creados por el pueblo en los comicios curiados para que se hiciesen cargo de la milicia. Esto se infiere de que por la ley Curiata se creaban cuestores que asistiesen a los cónsules y a los mismos procónsules. Cuidaban del tesoro público, después iban a campaña, y por esta razón en tiempo de guerra casi siempre estaban fuera de la ciudad, de donde provino la costumbre de crearse dos urbanos cuando los cónsules salían a la guerra.

(14) Este discurso de Claudio existe casi entero grabado en unas tablas de bronce que fueron descubiertas en Lyon, donde se conservan, en 1528. Al comparar este monumento histórico con el texto de Tácito se ve una grande analogia entre uno y otro; en lo cual, si no una prueba, se reconoce un indicio de que cuando nuestro historiador hace hablar a sus personajes, a la vez que les presta su estilo y elocuencia, procura ser fiel a la verdad histórica.

(15) La cifra que arroja el censo, y acerca de la cual están discordes los manuscritos, era la de todos los ciudadanos esparcidos en las provincias.

(16) Según la forma legal, la cual requeria que estuviese la nueva casada en el regazo del marido. Esta costumbre la explica Juvenal, Sátira II, 119, 120: Ingens Cena sedet, gremio jacult nova nupta mariti, cual si esto fuese ceremonia Indispensable de las bodas, según Lipsio.

(17) Era un palo largo cuya cabeza o puño estaba formado de una pina, de un ramo de hiedra o de pámpanos. Era atributo de Baco, cual lo era el caduceo de Mercurio. Al principio hacia las veces de tal una lanza con el hierro cubierto como acabamos de indicar.

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