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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO TERCERO
LOS ATENTADOS CONTRA DUBASOV Y DURNOVO
CAPÍTULO DUODÉCIMO


Con la apertura de la primera Duma de Estado termina nuestra campaña terrorista, iniciada inmediatamente después 'del primer congreso del partido. De las empresas combativas proyectadas, ni una sola obtuvo un éxito completo: Dubásov resultó herido, se mató a Gspón, pero sin Rachkovski; Min, Runan, Aldmov y Dumovo quedaron con vida. En la organización empezaron a oírse voces, y entre ellas la mía, que se pronunciaban en el sentido de que la serie de nuestros fracasos no podía explicarse exclusivamente por motivos casuales y que éstos debían ser más profundos. Me acordé de la idea de Schvéizer sobre la aplicación al terror de los nuevos inventos técnicos. En ese sentido la organización se hallaba a un nivel muy bajo: excepto algunos perfeccionamientos en la fabricación de dinamlta, introducidos por Zilberberg, desde el punto de vista de la técnica científica no se habíía hecho nada. Hablé de esto a Azev, el cual se mostró de acuerdo conmigo. Esto era, efectivamente, un defecto fundamental de la organización.

Después de la explosión en el piso de los Lubkovski, me vi en Helsingfors con Zilberberg, que estaba muy enfermo y no mostraba ya su tranquilidad habitual.

- ¿Qué le pasa? -le pregunté.

- Soy yo el culpable.

- ¿De qué?

- De lo sucedido con Enriqueta Benevskaya.

- ¿Por qué?

- Soy yo el que hice la bomba.

Sorprendido le pregunté de nuevo:

- ¿Y qué?

-Seguramente el pistón estaba muy apretado y le costaría sacarlo.

Naturalmente, Zilberberg era tan poco responsable de la explosión del 13 de abril, como en otra ocasión lo había sido Sazónov del fracaso del 13 de marzo. Pero Zilberberg, lo misma que Sazónov, no se acusaba más que a sí mismo.

Desde mi punto de vista, la explosión del 13 de abril, dejando de lado la cuestión de quién era responsable de la misma, establecía para el porvenir un principio inconmovible: la bomba fabricada por un químico no debía ser descargada por otro. Si Vnorovski no hubiera recibido la bomba en Petersburgo y Benévskaya no la hubiera descargado en Moscú, no se habría producido la desgracia.

Este error, ocurrido más bien por culpa de Azev, que insistió en el plan de atentado contra Dubásov en el tren, y por la mía, puesto que no defendí como era debido mi opinión contraria, me indicaba otra causa de nuestros fracasos. Me sentía fatigado. Me acordaba de que Azev ya en enero se lamentaba de su cansancio y quería dejar el trabajo. Llegué a la conclusión que la fatiga de Azev y la mía tenía que repercutir inevitablemente en la marcha de las emprEsas de la organización, y que si en las condiciones en que había sido efectuado el atentado contra Dubásov, la explosión del 23 de abril podía ser considerada como un triunfo, en general no podíamos dejar de reconocer que la misión que nos había impuesto el partido no la habíamos cumplido satisfactoriamente, ni mucho menos.

Observé tümbién con sorpresa en aquel entonces, un hecho que me mostró qUe estaba vigilado por la policía. En uno de mis viajes a Petersburgo, verificados en abril, en la estación de Finlandia de esta última capital se me acercó un soldado del servicio de la frontera, con el fusil en la mano, y me invitó a seguirle. Me acompañó a un cuarto donde había otros dos soldados y un funcionario. Este, sin preguntarme el nombre, pidió que abriera mi maleta, yo la abrí y la dejé en el suelo. Después de examinarla, el funcionario y los soldados, sin decir una sola palabra, salieron del cuarto. Me quedé solo, cogí mi maleta y me marché. Nadie me detuvo.

Expresé mis dudas a Azev. Le indiqué lo extraño del caso y le pregunté cómo se lo explicaba. Azev me dijo riendo que era una coincidencia casual y que, aeguramente, el funcionario de Aduanas me había tomado por un contrabandista. Hubiera dado crédito a esta versión de no haber sucedido lo siguiente con Zilberberg:

En la estación de Beloostrov los agentes de Aduanas le exigieron que pagara derechos por el traje nuevo que llevaba puesto. Zilberberg pagó, pero se dirigió a la Administración principal de Aduanas reclamando que se le devolviera el dinero que injustamente se le había exigido. El jefe de la Administración ordenó que se le devolviera el dinero, y durante la conversación con Zilberberg dijo:

- No comprendo lo sucedido. Hacer pagar por un vestido puesto ... Me lo explico únicamente por el hecho de que estuviera usted vigilado por la policía secreta. El agente de la policía secreta quería cachearle a usted sin despertar sospechas y le indicó al agente de Aduanas.

Expresé asimismo mis dudas a Azev sobre el funcionamiento de la organización. Azev, como de costumbre, me escuchaba en silencio. Una vez me preguntó:

- Y bien, ¿qué hay qUe hacer, a tu juicio?

Le dije que era preciso reducir el número de miembros de la organización, o, a la inversa, aumentarlo considerablemente; que la reducción daría elasticidad a aquélla, y acaso nos permitiría pasar al método de ataques armados, para los cuales estábamos mal preparados; que el aumento nos daría la posibilidad de ampliar el método de observación en las calles, y por ende, mejorarlo. Dije asimismo que acaso la solución radical consistía en la aplicación de los perfeccionamientos técnicos al terror.

- Es posible que tengas razón -dijo Azev-; pruébalo. Toma a quien quieras y márchate a Sebastopol. Hay que matar a Chujnin, sobre todo ahora, después del fracaso de Ismaílovich. ¿Estás conforme con esto?

Le dije que aceptaba su proposición. Tenía el convencimiento de que un pequeño grupo de gente que se conociera bien podría preparar el atentado, por grandes que fueran las dificultades.

Sin embargo, pregunté:

- ¿Es que se ha autorizado a reanudar el terror durante las labores de la Duma?

- ¿Y tú, qu~ opinas?

Contesté que, por mi parte, consideraba un gran error la interrupción de la actuación terrorista.

Azev dijo:

- Esta es también mi opinión. Así, pues, toma a quien quieras v yo me quedaré en Petelsburgo. Prepararemos el atentado contra Stolypin.

Hablé con Kaláschnikov Dvoínikov, Nazárov y Rachel Lurié, y los cuatro se mostraron conformes en marcharse a Sebnstopol conmigo. Conociéndoles como les conocía, no dudaba del éxito.

Durante los últimos tiempos la Organización de Combate había experimentado algunas pérdidas: Vnorovski había muerto. Moiseenko, Yákovliev, Benevskaya y Pavlov estaban detenidos; Gotz se había marchado al extranjero para ver a su hermano enfermo; Zenzinov había abandonado completamente la organización. Sin embargo, quedaba a disposición de Azev, además de los químicos, el grupo intacto de los que efectuaban el servicio de observación en Petersburgo (Smírnov, Ivánov, El Almirante, Gorinson y Piskáriev), al cual debían unirse Vladimir Vnorovski, Shílleron y Zilberberg, este último en calidad de director del servicio de observación.

Azev podía confiar en el éxito.
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