Indice de Memorias de un socialista revolucionario ruso de Boris SavinkovLIBRO PRIMERO - capítulo sextoLIBRO PRIMERO - Capítulo octavoBiblioteca Virtual Antorcha

Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DE PLEHVE
CAPÍTULO SÉPTIMO


Alquilé el piso en la calle Jukovski, a una patrona alemana. Nos hacíamos pasar, yo, por un inglés rico; Dora Briliant, por una ex cantatriz. Al preguntarme por mis ocupaciones contesté que era representante de una importante firma inglesa de bicicletas. La patrona, que acabó por tener en nosotros una confianza completa, durante mi ausencia fue más de una vez a ver a Dora, a la cual trataba de convencer de que me abandonara para ir a otro sitio que ella misma le había buscado. Compadecía a Dora, le preguntaba cuánto dinero había depositado yo a su nombre en el Banco y se mostraba sorprendida de que no llevara joya alguna. Dora contestaba que vivía conmigo, no por dinero, sino por amor. Estas visitas eran bastante frecuentes.

Durante el tiempo que ViVl en dicho piso conocí de cerca a Briliant, a Ivanóvskaya y a Sazónov. Poco locuaz, modesta y tímida, Dora no vivía más que de su fe en el terror. Al mismo tiempo que amaba la revolución, que sufría por sus fracasos, reconocía la necesidad de la muerte de Plehve, temía esta muerte. Le era difícil aceptar la sangre, le era más fácil morir que matar. Sin embargo, su petición constante era que le dieran una bomba, que le permitieran ser uno de los participantes directos en el atentado. La llave de este enigma se halla, a mi juicio, en que, en primer lugar, no podía separarse de sus compañeros, tomar sobre sí la parte que le parecía más fácil para dejarles a ellos la más difícil, y, en segundo lugar, porque consideraba su deber atravesar el umbral donde empieza la participación directa en la obra: el terror, para ella como para Kaliáev, se veía adornado, ante todo, por el sacrificio que realizaba el terrorista. Esta desarmonía entre la conciencia y el sentimiento imprimía una profunda huella en su carácter. Las cuestiones de programa no le interesaban. Es posible que su actuación en el Comité le hubiera producido un cierto desencanto. Sus días transcurrían taciturnos, viviendo concentradamente las torturas internas de que estaba llena. Se reía raramente, y aun cuando se reía sus ojos no perdían su expresión de severidad y tristeza. El terror para ella era la encarnación de la revolución, y todo el Mundo se hallaba encerrado en los limites de la Organización de Combate. Es posible que la muerte de Pokotílov, su compañero y amigo, hubiera dejado huella en su espíritu, ya en sí melancólico.

Sazónov era joven, fuerte y sano. Sus ojos centelleantes y sus mejillas sonrosadas respiraban la fuerza de la juventud. Expansivo y cordial, con su alegría de vivir acentuada todavía mús la silenciosa tristeza de Dora Briliant. Creía en la victoria y la esperaba. Para él, el terror era también, ante todo, un sacrificio personal, un gesto heroico. Pero iba al sacrificio alegre y tranquilamente, como si no pensara en él, como no pensaba en Plehve. Revolucionario forjado en el ejemplo de los narodovoltski, no tenia dudas ni vacilaciones. La muerte de Plehve era necesaria para Rusia, para la revolución, para la victoria del socialismo. Ante esta necesidad palidecía en todas las cUBstiones morales sobre el tema no matarás.

Ivanóvskaya había pásado su vida azarosa en las cárceles y en la deportación. En su rostro púlido, lleno de arrugas, brillaban unos ojos claros, bondadosos, maternales. Todos los miembros de la organización eran considerados por ella como sus hijos. Les queria a todos por igual, con un amor cálido. No decía palabras cariñosas, no consolaba, no animaba, no hacía nunca pronósticos sobre el éxito o el fracaso; pero todo el que estaba cerca de ella sentía ese manantial inagotable de amor. Hacía su labor conspirativa silenciosamente, a pesar de su avanzada edad y de sus achaques.

El aspecto conspirativo de nuestra vida fue, por consejo insistente de Azev, elaborado con todo detalle. Ivanóvskaya, en calidad de cocinera, se hizo amiga de la portera, y el marido de ésta todas las mañanas tomaba café en nuestra cocina. Sazónov, en la portería, era considerado como uno de los suyos. Involuntariamente se enteraba de todos los comadreos que circulaban por la casa. Yo tenía el aspecto de hombre de negocios. Dora, como he dicho, se hacía pasar por cantatriz.

Todos los días por la mañana, el portero me traía el correo, en su mayor parte catálogos de máquinas distintas que yo pedia a Inglaterra, Francia y Alemania, en calidad de representante de una casa comercial. Después me iba al despacho, vagaba por la ciudad cún la esperanza de encontrar a Plehve, y, en efecto, lo encontré varias veces. Durante el día, Dora, con una enorme pluma en el sombrero y acompañada del criado Sazónov, iba a la ciudad a hacer compras. Por la tarde, Dora y yo salíamos a menudo de casa, y la sirvienta iba también de paseo a vigilar a Plehve.

La vida regular que llevábamos y las buenas propinas nos crearon en la casa la reputación de inquilinos de primera clase. Estábamos al corriente de todo por medio de Sazónoy. Este, que no bebía y sabía leer y escribir, era el novio apetecido de las sirvientas de todos los pisos y excelente amigo de los porteros. Por consiguiente, vivíamos sin suscitar la menor sospecha, a pesar de que nos veíamos con frecuencia con Matseievski, Kaliáev y Dulébov.

A fines de mayo llegó a Petersburgo Azev. Me encontré con él en el teatro Acuarium. Su primera pregunta fue:

- ¿Ha comprado usted el automóvil?

- No.

- ¿Por qué?

Le repetí de nuevo mis consideraciones. Demostré que no valía la pena gastar unos miles de rublos para un fin que podíamos conseguir sin ello. Azev guardó silencio, y después dijo:

- Sin embargo, hubiera usted debido comprarlo.

Borichanski, que vivía en *** con objeto de aprender el oficio de chófer, no habla aprendido nada. Por consiguiente, la idea del automóvil caía por su propio peso. Al atardecer, Azev, sin ser notado del portero, vino a nuestro piso, donde permaneció, sin salir a la calle, durante diez días.

Mientras vivió en nuestro domicilio ocurrió el siguiente episodio:

Hacía ya algunos días que observábamos que en la calle Jukovsld, cerca de nuestra casa, estaban apostados algunos espías. Supusimos que Azev los había traído tras de sí. Si era así, nos hallábamos en vísperas de la detención. Sin embargo, en la conducta del portero no observamos nada sospechoso. Nos perdíamos en conjeturas, con tanto mayor motivo que el servicio de vigilancia en la calle era completamente descarado; más de una vez vimos desde nuestras ventanas cómo los espías observaban el portal de nuestra casa. Al fin se explicó la cosa.

Un día, por la tarde, Sazónov estaba en el portal junto con los porteros y, como de costumbre, escuchaba sus comadreos a propósito de los inquilinos. Durante la conversación, el portero le preguntó:

- ¿De qué se ocupa tu señorito?

- ¡Qué sé yo! En la mesa tiene siempre libros con máquinas. Debe ser ingeniero.

- ¿Libros, dices? Está claro: deben ser catálogos. Por consiguiente, representante de una firma cualquiera.

En aquel momento se detuvo ante el portal un fiacre, del cual se apeó el abogado V. V. Brenschtan. Entró en el patio, seguido inmediatamente de uno de los espías. Detrás de él corrieron los porteros. Sazónov quería hacer lo mismo; pero los porteros le hicieron signo con la mano de que se quedara.

No había duda: Brenschtan había traído los espías consigo. Pero esto no significaba todavía que el servicio de vigilancia anterior no se relacionara con nuestro piso. No tardó, sin embargo, en aclararse. la causa de dicha vigilancia: en la misma escalera en que se hallaba nuestro piso vivía el abogado Trandafílov. Era a su casa adonde se dirigía Brenschtan. La sirvienta de Trandafílov contó a Sazónov que el señorito tenía libros y que a menudo le visitaban estudiantes. Evidentemente, no nos vigilaban a nosotros, sino a Trandafílov. Advertimos al Comité de Petersburgo; pero ignoro si se llamó la atención de Trandafílov o no.

Entretanto, proseguíamos nuestro servicio de observación. Matseievski, Dulébov, Kaliáev, se encontraban constantemente en la calle con Plehve. Estudiaron con exactitud el aspecto exterior de sus salidas, y podían distinguir su coche a un centenar de pasos. Particularmente Kaliáev tenía muchos datos. Kaliáev vivía en las afueras de la ciudad, en una habitación en que, además de él, se alojaban cinco personas, y llevaba una vida exactamente igual a la de sus coinquilinos, vendedores ambulantes como él. Se levantaba a las seis de la mañana y estaba en la calle desde las ocho de la mañana hasta hora avanzada de la noche. Los patronos de la casa lo consideraban como a un muchacho de buena conducta, que no se ocupaba más que de su negocio. Naturalmente, ni les pasaba por la imaginación sospechar que fuera un revolucionario. Plehve vivía entonces en el campo, en la isla de Aptekar, y los jueves, en el tren de la mañana, salía para Tsárkoie-Tseló, adonde se dirigía con objeto de ir a informar al zar. En la vigilancia establecida se concentraba principalmente la atención en ese viaje, y asimismo en los que efectuaba con objeto de asistir a las sesiones del Consejo de ministros, donde Plehve iba los martes. Durante estos días se dedicaban a la observación todos los miembros de la organización, es decir, Matseievski, Kaliáev, Dulébov, Borichanski, que había llegado de nuevo, y muy a menudo Dora, Ivanóvskaya, Sazónov o yo. Pero Kaliáev no se limitaba a esas observaciones sistemáticas de conjunto, sino que tenía su teoría particular sobre las salidas de Plehve, y todos los días, al salir a la calle para entregarse a la venta ambulante, se proponía como fin encontrarse con la carroza del ministro. El menor movimiento en la calle, el número de agentes de la Okrana, el aspecto exterior del servicio policíaco, el estado de nerviosidad que se manifestaba al acercarse la carroza del ministro, permitían a Kaliáev determinar si Plehve había pasado o no por la calle en cuestión. Con el cesto a la espalda, en el cual se variaban a menudo las mercancías -pitillos, manzanas, papel de escribir, lápices-, Kaliáev vagaba por todas aquellas calles por las cuales, a su juicio, podía pasar Plehve. Era raro el día en que no se encontraba con su carreta. Al describirla no olvidaba nada, ni el color de los caballos, ni el aspecto exterior del cochero y de los agentes de la Okrana, ni los menores detalles de la carroza. En sus labios, todos esos detalles tomaban un relieve inconfundible. Conocía, no sólo la altura y la anchura del vehículo, su color y el de las ruedas, sino que describía con exactitud el estribo, el puño de la portezuela, las riendas, los faroles, el pescante, los ejes, los cristales de las ventanillas. Cuando el zar se trasladó a Peterhof y Plehve, en vez de encaminarse a la estación de Tsárskoie-Tseló, se dirigió a la del Báltico, Kaliáev fue el primero que fijó el recorrido y las variaciones efectuadas en el mismo. Además, conocía a todos los agentes secretos del ministerio y les distinguía sin vacilaciones en medio de la multitud callejera.

Dulébov y Matseievski, en su papel de cocheros, no podían suministrar informaciones tan detalladas, no tenían la posibilidad de negarse siempre a transportar pasajeros, y a menudo se veían obligados a abandonar su puesto de observación, ya por exigencias de la policia, ya a demanda de los pasajeros. Pero completaban, comprobaban y desarrollaban las observaciones de Kaliáev, así es que las informaciones que podíamos añadir casualmente los restantes miembros de la organización, esto es, Sazónov, Ivanóyskaya, Briliant, Borichanski y yo, tenían sólo una importancia secundaria. En general, la observación sistemática nos llevó a la convicción de que el día en que era más fácil matar a Plehve era el jueves, en el trayecto comprendido entre la isla de Aptekar y la estación de Tsárskoie-Tseló.

En la segunda mitad de junio, Azev, convencido de que las cosas marchaban bien, se fue de Petersburgo. El zar se trasladó a Peterhof y Plehve salió todos los jueves, no ya para la estación de Tsárskoie-Tseló, sino para la del Báltico. La observación había llegado a su punto álgido, y era claro que debíamos pronto realizar el atentado. Sazónov tenía que marcharse a su pueblo, y lo despedimos. Para ello inventamos el procedimiento siguiente. Casualmente, rompí un espejo. Sazónov se fue a la portería y empezó a lamentarse de su suerte.

- Hacía poco que trabajaba y, toma ..., me echan ... me quedo sin ocupación.

- ¿Por qué?

- Porque he roto un espejo.

El portero se quedó asombrado.

- ¿Por haber roto un espejo? ¿Es posible?

Sazónov se cubrió el rostro con las manos:

- Sí ... Rompí el espejo mientras estaba aseando la habitación ... La señorita oyó el ruido y empezó a gritar: ¡Has roto el espejo, hijo de una gran perra, imbécil ,..!

- Y tú, ¿qué dijiste?

- Yo le dije: ¡Eso lo será usted!

- ¡Ah! ¿Esto dijiste a la señorita? ¡Eso lo será usted !, le dijiste ... ¡Qué atrevimiento! ... Y después, ¿qué pasó?

- Después la señorita se puso a gritar todavía más ... Acudió el señorito y, sin decir palabra, me puso de patitas en la calle ...

- ¿Sin decir palabra?

- Sin decir palabra.

El portero se quedó un momento pensativo.

- Mal están tus cosas ... Sin embargo, anda, pídeles que te dispensen. Es posible que te perdonen.

- No me perdonarán: el señorito es muy malo.

- Sea como sea, pruébalo.

Naturalmente, no perdonamos a Sazónov, y aquel mismo día se marchó. Detrás de él salí yo también para Moscú. En el piso se quedaron Dora Briliant e Ivanóvskaya. Debían llegar a Moscú asimismo Kaliáev y Schvéizer, con objeto de que, todos juntos, pudiéramos discutir detalladamente el plan del atentado.

Durante ese tiempo, todos los miembros de la organización, no sólo se habían conocido más de cerca, sino que muchos de ellos habían contraído amistad muy íntima. Lo que nos unía más estrechamente era el fracaso del 18 de marzo y la muerte de Pokotilov. Desde hacía tiempo no existía límite alguno que separara a los viejos miembros de la organización de los nuevos, a los intelectuales y a los obreros. No había más que una hermandad que vivía con un mismo pensamiento e idéntico anhelo. Sazónov tenía razón cuando, más tarde, en una de sus cartas que me escribía desde presidio, definía nuestra organización con las palabras siguientes:

Nuestra orden de caballería se halla impregnada de un espíritu tal que la palabra hermano es insuficiente para expresar la esencia de nuestras relaciones.

Todos nosotros teníamos la sensación de este lazo fraternal que nos unía y nos infundía confianza en la victoria inevitable.
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