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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO PRIMERO
LA EJECUCIÓN DE PLEHVE
CAPÍTULO SEGUNDO


En Petersburgo me hospedé en la Fonda del Norte. El mismo día por la tarde fui en busca del compañero que salió antes, y debía esperarme diaríamente en la Sadóvaya, desde Nevski a Gorojova. Recorrí la Sadovaya buscando entre la masa heterogénea de los vendedores ambulantes el rostro conocido. Cuanto más avanzaba menos esperanzas tenía de dar con él. Comenzaba a sospechar que no se hallaba en Petersburgo porque había sido detenido en la frontera o que no había conseguido obtener la patente de vendedor ambulante, cuando de pronto oí una voz que, dirigiéndose a mí, decía:

- Señorito, compre Golubka, cinco copecs la docena.

Volví la cabeza. Frente a mí, vestido con una pelliza corta, delantal blanco y gorra, sin afeitar, enflaquecido y pálido, estaba el que iba buscando. Llevaba en las espaldas un cesto con cigarrillos, cerillas, monederos y otras menudencias. Me acerqué a él y, mientras escogía la mercancía, le di cita en un bodegón.

Dos horas después estábamos en un tabernucho sucio, situado a poca distancia de la plaza del Heno. Mi compañero había dejado el cesto en casa, pero llevaba la misma pelliza y la misma gorra. Hablando con él, durante mucho tiempo no pude acostumbrarme a esa indumentaria suya, nueva para mi.

Me contó que el otro compañero era ya cochero, que ambos vigilaban la casa del ministro y que había visto su carroza una vez. Describió el aspecto exterior de las salidas de Plehve: dos caballos negros, un cochero con medallas en el pecho, un lacayo, con librea, en el asiento, y, detrás, el servicio de vigilancia: dos policías montados. Estaba contento de los resultados obtenidos, pero se lamentaba de la dificultad de su situación.

- Espero en el puente de Tsepka -me cuenta-; veo que un policía me mira abriendo mucho los ojos. Me quito la gorra, me inclino hasta el suelo y le digo: Vuestra nobleza, permitidme que os pregunte: ¿quién vive en esa casa tan grande? ¿No será el zar mismo? Así lo parece, pues hay muchos jefes de todas clases en las puertas.

El policía me miró desdeñosamente, se sonrió.

- Tonto -me dice-, se ve bien que vienes de la aldea ... ¿Acaso puedes comprender algo? Quien vive ahí es el ministro.

. ¿El ministro? -digo-. Es decir, ¿el primer general?

- Tonto, ministro significa ministro ... ¿Has comprendido?

- Si, sí, ya entiendo. Debe ser muy rico el ministro, ¿verdad? Debe ganar cien mil rublos al año al menos.

El policía sonrió nuevamente:

- Estúpido ... ¡cien mil! ..., te quedas corto: un millón ...

En esto lanzó una ojeada y veo que los policías se ponen eu movimiento, que se para una carroza en la puerta principal; esto significa, por tanto, que Plehve se dispone a salir. El agente me dice:

- Anda, anda, hijo de una gran perra, márchate, no tienes nada que hacer aqui ...

Me aparté hacia la otra parte del puente, donde me detuve como para arreglar mi cesta y, entretanto, observo: la oarroza con Plehve se pone en marcha ... Y he aquí otro caso. En cierta ocasión, un policía montado se da cuenta de mí.

- ¿Qué haces aquí, hijo de una gran perra? ... ¡Márchate! ¡Vivo!, me dice.

- Dispensad vuestra nobleza, aquí la venta va muy bien ...

Había que oírle vociferar:

- ¿Cómo te atreves a hablar? ... ¡Portero (1), llévalo a la comisaria! ...

Se presentó inm€diatamente un portero:

- Vamos, me dice.

Nos fuimos. Al doblar la esquina, saco un rublo del bolsillo y le digo:

- Tome, sea tan bondadoso, señor portero, en prueba de respeto, y suélteme, por Jesucristo, que soy un pobre hombre ...

El portero miró el rublo, después me miró a mí. Toma el rublo y me dice:

- Anda, vete, hijo de una gran perra, y ten cuidado, que otra vez te llevaré a la comisaría ...

Me explicó también que la situación del vendedor de tabaco se veía dificultada, no sólo por las persecuciones de la policía, sino también por la competencia de los demás vendedores.

Todos los puestos en la calle están comprados, y hay que disputar con los que los ocupan desde hace tiempo. Además, los vendedores ambulantes no tienen derecho n detenerse en el arroyo; según las disposiciones policíacas, deben hallarse constantemente en movimiento. Decía que a un cochero le era más cómodo y fácil observar, en apoyo de lo cual citaba el ejemplo del otro compañero, que no tropezaba casi con obstáculos en sus viajes por la ciudad. Me entrevisté con el segundo y me persuadí de que, para el cochero, existía otro defecto substancial: su caballo estaba enfermo, y de tres días, dos no podía salir. Además, se veía obligado constantemente a transportar viajeros. Sus observaciones, a consecuencia de ello, no daban casi ningún resultado.

Llegó diciembre y no había noticia alguna de Azev. Más tarde se aclaró que se había visto retenido en el extranjero por asuntos relativos a la fabricación de dinamita. Sus cartas no me llegaban a causa de la inexactitud de la dirección. Uno de los compañeros siguió observando en calidad de vendedor de tabaco, el otro en calidad de cochero. Yo vagaba por la Fontana y por las orillas del Neva con la esperanza de ver a Plehve casualmente. Nuestras observaciones comunes pudieron establecer únicamente el aspecto exterior de la salida y, en cierta ocasión, el recorrido: el ministro iba por la Fontana. y por la orilla del Neva, en dirección al puente del Palacio; pero no pudimos precisar si iba al Palacio de Invierno o al Marinski.

Los motivos de la ausencia y del silencio de Azev nos eran desconocidos. Yo titubeaba entre proseguir la vigilancia con la ayuda de los dos compañeros, cuya fuerza era a todas luces insuficiente, o marcharme al extranjero para cambiar impresiones con Gotz. Fuí a Vilna para ocuparme de algunos asuntos del partido que Azev me había encargado, y, al regresar, en la primera mitad de diciembre, a Petersburgo, me hospedé en las habitaciones amuebladas Rusia, en la Moika. Aunque no tenía noticia alguna de Azev, decidí esperarle en Petersburgo. Una circunstancia inesperada me hizo modificar esta decisión. Un día, por la mañana, se entreabrió la puerta de mi habitación, asomó una cabeza por la rendija, para desaparecer inmediatamente, y sólo momentos después llamaron a la puerta.

- Adelante.

Entró un judío de una cuarentena de años. sucio, con ojos saltones y vestido con un jaqué roído, que me tendió la mano y dijo:

- Buenos días, señor Semachko.

Le miré asombrado. Tras un momento de silencio, añadió:

- Soy de Vilna: yo también llego de allí.

Comprendí que únicamente podía estar enterado de mi llegada de Vilna vigilándome durante el viaje o viendo mi pasaporte con el timbre fresco de Vilna. Pero mi pasaporte estaba en las oficinas y el portero no podía mostrarlo más que a la policía. Por esto estaba convencido de que me hallaba ante un espía.

- Siéntese. ¿Qué se le ofrece?

Se sentó cerca de la mesa, de espalda a la ventana. No me quedaba otro remedio que sentarme de cara a la luz. Mi visitante apoyó la cabeza en la mano y me miró fijamente. Yo repetí la pregunta:

- ¿Qué se le ofrece a usted?

En contestación, me dijo que se llamaba Gaschkes, que era redactor y director de un periódico comercial, industrial y financiero, y que solicitaba mi colaboración en él.

Entonces le dije groseramente:

- No soy escritor. Soy representante de una firma comercial.

- ¿Qué significa eso de que no es usted escritor? ¿Qué significa eso de que es usted representante de una firma comercial? A ver, ¿qué firma representa usted?

Me levanté.

- Dispénseme, señor Gaschkes. No puedo serle útil en nada.

Se marchó. Salí detrás de él. En la ca11e, Gaschkes miraba atentamente la vitrina de una joyería. Un poco más lejos, dos individuos con botas altas y gorros de piel de cordero contemplaban asimismo atentamente la vitrina de una tienda de confecciones de señora.

Fuí hacia la derecha en dirección a Gaschkes, que se apartó de la vitrina y, sonriendo, me siguió. Cogí un coche. Gaschkes tomó inmediatamente otro. Comprendí que sería detenido.

Durante más de tres horas recorrí Petersburgo en todas direcciones, pasando de un coche a otro.

Al atardecer fui a parar a la otra parte del barrio de Nevski, entre huertas y solares. No había ni un alma a mi alrededor. Decidí comunicar a los compañeros lo sucedido y no volver más a la habitación que ocupaba. Resolví asimismo no esperar más a Azev: el pasaporte a nombre de Semachko era evidentemente conocido de la policía, no disponia de otro y vivir sin pasaporte durante tiempo indefinido era dificil. Me fuí a la Sadóvaya y sin detenerme dije a mi compañero que me seguían la pista. Con el tren de la noche salí para Kiev.

Iba a Kiev únicamente porque tenía esperanza de encontrar allí a gente del partido y obtener la posibilidad de marcharme al extranjero. Por mediación de un amigo particular, di con eí representante del Comité Central, el cual me hizo pasar la noche en el mismo piso conspirativo en que vivía. El primer día vino un obrero ilegal. Se pasaba días enteros sin pronunciar una palabra. Más tarde me enteré, no por él, de que tomó parte en un acto terrorista importante, cometido en provincia; resultó herido y, desangrándose, había logrado llegar hasta su domicilio. Ahora se disponía a marcharse al extranjero, y decidimos hacer el viaje juntos.

A principios de enero salimos de Kiev para Suvalki. En Suvalki, nuestro nuevo compañero conocía a una hebrea, con cuya ayuda se podía pasar la frontera sin pasaporte. Dicha mujer, tan pronto nos vió, hizo llamar a un individuo y, después de pagarle 13 rublos, aquella misma noche nos zarandeábamos en una balagula judía en dirección a la frontera alemana. Pasamos la noche en un molino que nos indicó el mencionado individuo, y al día siguiente, por la noche, nos dirigimos ya a Alemania, acompañados de uno de los soldados encargados del servicio de vigilancia de la frontera. La partida de emigrantes, además de nosotros dos, estaba compuesta de judíos que se marchaban a América con sus mujeres e hijos. Hacía una noche helada. Brillaba la luna. La nieve crujía bajo los pies. Nuestro guía, el soldado, se adelantó y nos ordenó que esperáramos hasta que silbara en la forma convenida. Durante un cuarto de hora permanecimos sentados en la nieve. A derecha e izquierda brillaban las luces de las patrullas. Por fin resonó a lo lejos un silbido débil y prolongado, Los judíos Se levantaron de un salto, y como rebaño azorado, tropezando unos con otros y cayendo en la nieve, se fueron corriendo por el camino bañado de luz lunar. Al amanecer nos deslizábamos en trineos por tierra alemana, y unos días después estábamos ya en Ginebra.

Allí me presenté a Chernov.

Le dije que me sorprendía la ausencia de Azev de Petersburgo, que, entregados a nuestras propias fuerzas, no nos hallábamos en condiciones de preparar el atentado contra Plehve y que preferiría trabajar por mi cuenta, aunque fuera en un asunto menos importante, como, por ejemplo, el del general gobernador de Kiev, Kleigels.

Chernov me respondió que Azev había salido ya para Rusia, que no me podía dar respuesta alguna y que me aconsejaba que me dirigiera a Gotz, el cual se encontraba en Niza. Aquella misma tarde me marche a Niza. Gotz, aunque muy enfermo, no estaba acostado. Me escuchó atentamente y cuando terminé, me dijo:

- Valentín Kuzmich (sobrenombre de partido de Azev) no pudo marchar antes, porque tuvo que resolver varias cuestiones relacionadas oon la técnica de la dinamita. Las cartas no las ha recibido usted en parte por culpa suya, pues dió una dirección poco precisa. Le aconsejo que se marche inmediatamente y le busque.

Yo le dije que no podía irme en las mismas oondiciones que antes, pues estaban en relación conmigo dos compañeros que trabajaban en Petersburgo y que, a excepción mía, no conocían a nadie más del partido, que podía darse el caso de que nuevamente no encontrara a Azev, y que entonces mi situación, sin dinero, santo y seña y direcciones, no sería mejor que antes.

Gotz me escuchó sin interrumpirme. Después me dijo:

- Le daré a usted dinero, santo y seña y direcciones. Si no encuentra usted a Azev tendrá, a pesar de todo, la posibilidad de continuar la labor comenzada. Pero márchese inmediatamente, hoy mismo, a Rusia.

Entonces fue cuando me enteré por Gotz, de que Blinov no se había marchado a Rusia y de que, además de mí y de los dos compañeros míos, la organización de combate estaba compuesta de Pokotílov y los ex estudiantes de la Universidad de Moscú: Maximilian Ilich Schvéizer y Iegor Serguéievich Sazónov. Schvéizer (Pavel en el partido, más tarde Leopold) y Pokotílov (Alexei), con dinamita y mercurio fulminante, esperaban la llegada de Azev, uno en Riga, el otro en Moscú. Sazónov (Abel), vivía en Tver, donde aprendía el oficio de cochero. No conocía personalmente ni a Schvéizer ni a Sazonov; pero era para mí evidente que con fuerzas tan escasas era imposible observar a Plehve y matarlo, con tanto mayor motivo que Schvéizer y Pokotilov no estaban destinados a la observación. Hablé de esto a Gotz, y le propuse llevarme a Rusia a Kaliáev y al obrero que había llegado conmigo. Gotz reflexionó durante un instante:

- A Kaliáev le conozco -dijo-, será un buen colaborador. Que vaya con usted ... Al otro no le conozco: será mejor que espere. Le observaremos aquí en Ginebra y, si es necesario, llámele usted.

Al regresar a Ginebra comuniqué a Kaliáev que venía conmigo. Tuvo una alegría extraordinaria. Se preparó inmediatamente para el viaje, y aquel mismo día salimos para Berlín.

Kaliáev tenía un pasaporte ruso (judío), el mío era inglés. En Berlín era necesario visarlo en el consulado ruso.

Durante el viaje de Ginebra a Berlín, Kaliáev estaba animado y alegre. Sin preguntarme en qué estado se hallaban las cosas, habló detalladamente de sus planes, del modo que, a su juicio, era más cómodo y fácil matar a Plehve. Yo le dije, durante la conversación, que seguramente tendría que hacer de vendedor ambulante. Kaliáev se puso a reír:

- ¿Te imaginas acaso que seré un mal vendedor de pitillos?

Di una mirada a su rostro pálido e inteligente, de líneas finas, a sus ojos grandes y melancólicos, a sus manos delgadas, que no tenían nada de obreras, y me callé. No podía yo saber en aquel entonces que no tendría rival como vendedor ambulante.

En Berlín nos despedimos. El marchó por Eikunen, yo por Alexandrova. Nos reunimos de nuevo en Moscú.



Nota

(1) En la Rusia zarista, los porteros estaban adscritos al servicio policiaco.-(N. del T.)
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