Índice de Juan Sarabia, apostol y martir de la Revolución Mexicana de Eugenio Martinez NuñezCAPÍTULO VIICAPÍTULO VIII - Segunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

Juan Sarabia, apostol y martir
de la
Revolución Mexicana

Eugenio Martinez Nuñez

CAPÍTULO OCTAVO

San Juan de Ulúa

PRIMERA PARTE


La llegada al presidio.

Pasando por alto la historia y la descripción del Castillo de San Juan de Ulúa, que también por falta de espacio no puedo hacer aunque fuese muy brevemente, diré que cuando Juan Sarabia y demás cautivos traspusieron las puertas de la fortaleza, esas anchas y pesadas puertas que dejaban muy atrás toda esperanza de libertad, los más caros afectos y demás cosas amables de la vida para iniciar una nueva existencia saturada de amarguras, fueron conducidos ante el corónel Jesús María Hernández, gobernador del presidio, quien sin pérdida de tiempo dispuso que se les quitaran las cadenas que oprimían sus manos y que se les proporcionara unos uniformes igualmente rayados pero más o menos limpios para suplir los que llevaban puestos, y que les daban un aspecto verdaderamente miserable.


Son conducidos a distintas galeras.

Después de haberse hecho esto en la noche del 17 de enero de aquel año de 1907, en la madrugada del día 18 los catorce prisioneros fueron separados por estaturas, formándose tres grupos, y dándoles mediante un recibo a cada uno una cobija y un petate de medio uso, fueron conducidos a otras tantas de las galeras en que se acostumbraba recluir a los presos militares de baja graduación sentenciados a muy largas condenas.

En estas galeras, donde imperaban las más bajas costumbres y los más asquerosos vicios, y que como todas las del presidio eran muy húmedas, obscuras y pestilentes, fueron víctimas desde un principio de los peores tratamientos por parte de los macheros o capataces, que habían recibido la consigna de tratarlos con todo el rigor y la dureza con que debía tratarse a los traidores a la Patria de don Porfirio, ya que en tal concepto se les había hecho aparecer ante los ojos de aquellos ignorantes individuos. Así pues, estos macheros, que no eran otra cosa que torvos criminales que por sus instintos de brutalidad habían sido seleccionados entre los peores presidiarios para atormentar a los demás reclusos, les gritaban a cada paso las más ultrajantes blasfemias, les robaban con el mayor descaro cuanto podían, los sujetaban a los más absurdos espionajes, les imponían rudos y deprimentes trabajos forzados, les privaban muchas veces del rancho; y no conformes con esto, les señalaban para tender su petate por la noche el lugar más húmedo, más poblado de alimañas y parásitos y más cercano a la cuba, o recipiente de madera en forma de barril, donde todos los ocupantes de la misma galera hacían sus necesidades corporales.


Se quejan a la prensa.

Con motivo de estas vejaciones, algunos de los luchadores se quejaron a los periódicos de Veracruz por medio de unos escritos que hacían llegar a su destino con la ayuda de unos presos del orden común que por diversas circunstancias disfrutaban de la confianza y de ciertas consideraciones de las autoridades del Castillo. Pero como algunos de esos escritos o remitidos fueron conocidos por el coronel Hernández, éste, para evitar la repetición de tales denuncias, ordenó que se ejerciera una vigilancia todavía más rigurosa con los presos políticos, y que, en castigo, se les impusiera una obligación que hasta entonces no habían tenido, o sea la de sacar de las galeras las asquerosas cubas con sus propias manos, para ir a vaciar su nauseabundo contenido a las orillas del mar.


Sarabia es azotado nuevamente.

En esta ocasión, Juan Sarabia, que por su gran significación en la lucha contra la dictadura se había hecho el blanco principal de las mayores atrocidades en Ulúa, sufrió un nuevo ultraje perpetrado por un capataz llamado Arturo Serrano, pues éste, al ver que terminantemente se negaba a desempeñar el repulsivo y denigrante trabajo de cargar la cuba, lo azotó brutalmente con un bastón de alambre hasta hacerlo caer al suelo con heridas en varias partes del cuerpo.

Haciendo un recuerdo de este doloroso acontecimiento, Plácido Ríos, que hacía poco había sido encarcelado en Ulúa en compañía de otros luchadores por su participación en la huelga de Cananea, y que junto con César Canales, Elfego Lugo, Antonio Balboa y otros compañeros se encontraba presente en el lugar de los hechos, refiere que Sarabia, al estar caído, lejos de amilanarse ante el dolor físico, le había gritado vibrante de indignación al salvaje que tan bárbaramente lo golpeaba: ¡Cébate en mí, verdugo!. Y era que el gran rebelde, aunque de cuerpo endeble pero de espíritu gigante, como dice Teodoro Hernández, reaccionaba vigorosamente contra los ultrajes que se le hacían con arrebatos de cóleras sublimes.

Agrega. Plácido Ríos que en vista de que el capataz continuaba azotando al joven luchador, el licenciado Balboa le dijo que él sacaría la cuba en su lugar, y que de esta manera había terminado aquel grave incidente que bien pudo haber alcanzado muy serias consecuencias, porque tanto él como Canales y demás compañeros estaban sumamente indignados y tenían el propósito de linchar al desalmado sujeto.

No mucho tiempo después, también se trató de humillar a Sarabia: se le quiso obligar a vestirse con los andrajos de uno de los reos comunes que había muerto de tuberculosis, pero él se negó rotundamente a obedecer tan torpe y absurdo capricho, sin importarle el castigo que por su entereza le pudieran imponer los temibles capataces. Y en efecto, éstos, con el pretexto de que había faltado a la disciplina del presidio, lo condenaron a sufrir nuevos azotes, conduciéndolo para realizar sus designios a un estrecho calabozo, donde en presencia de unos criminales allí encerrados y embrutecidos con marihuana y aguardiente que miraban la maniobra con indiferente imbecilidad, le asestaron tantos latigazos cuantos fueron necesarios para dejarle las espaldas con desolladuras que manaban sangre.


Via crucis glorioso.

A partir de entonces, los capataces, entre los que figuraba un negro de constitución formidable apellidado Boa que de cada garrotazo dejaba muerta o agonizante a su víctima, y que estaban capitaneados por un mayor ebrio y cobarde llamado Victoriano Grinda, segundo jefe de la prisión y feroz verdugo de que me ocuparé más adelante, hicieron objeto a Sarabia en repetidas ocasiones del mismo infamante suplicio, tratando de quebrantar con tal sistema las altiveces de su espíritu. Pero a despecho de todos los ultrajes y torturas de que lo hicieron víctima durante su largo cautiverio, jamás se humillaron sus rebeldías ni pidió misericordia, revelando con tan digna y admirable actitud su enorme calidad humana, muy por encima de las debilidades y flaquezas que suelen tener hasta los hombres más bien dotados para soportar el infortunio.


Canales y Balboa son también azotados.

Como era natural, los procedimientos inquisitoriales que Grinda y demás verdugos habían empleado contra Juan Sarabia, provocaron desde un princIpIO un hondo estremecimiento de dolor e indignación entre todos los luchadores, quienes en la primera oportunidad protestaron ante el coronel Hernández a fin de que hiciese cesar tales atrocidades; pero como se diera el caso de que Canales y Balboa fuesen los que con mayor entereza condenaran la barbarie del sicario Grinda, este sanguinario y repugnante verdugo, que experimentaba un demoníaco placer al martirizar a sus víctimas, ejerciendo la más vil de las venganzas, en diversas ocasiones ordenó a sus ayudantes que también a ellos los azotaran sin piedad, aunque para ello no existiera ningún motivo ni razón.


Gestiones infructuosas en favor de los prisioneros.

En presencia de tan graves acontecimientos, Nemesio Tejeda, que como se sabe era uno de los rebeldes de Chihuahua, envió secretamente una carta de fecha 7 de abril de 1907 a su hijo Rafael, que dedicado al comercio radicaba en la población minera de Santa Bárbara, comunicándole tanto las infamias cometidas con Sarabia como con Canales y Balboa, para que a su vez lo pusiera en conocimiento del licenciado Jesús Flores Magón, que desde un principio se había constituido en defensor de los luchadores, a fin de que activara las gestiones que estaba haciendo para que fueran trasladados a una cárcel de la ciudad de México.

Al recibir el joven Tejeda el comunicado de su padre, se lo transcribió inmediatamente en otra carta de fecha 15 del mismo mes al propio abogado, quien al recibirla redobló su empeño por que los prisioneros alcanzaran dicho beneficio, o que cuando menos fueran alojados en un lugar de distinción de la misma fortaleza donde gozaran de las debidas garantías; pero todos sus esfuerzos fracasaron, por la sencilla razón de que en los tribunales de toda la República existía la consigna de no atender gestión alguna en defensa de los mencionados luchadores, ya que, como se sabe, sobre ellos pesaba la tremenda responsabilidad de haber intentado rebelarse contra la sacra, gloriosa y nunca bien ponderada Administración del señor general don Porfirio Díaz.


Son incomunicados.

No obstante lo anterior, a principios del mes de mayo la situación de Sarabia, Canales, Balboa y demás luchadores tuvo una mediana mejoría, ya que por virtud de una disposición judicial retardada en llegar al Castillo que especificaba que debían estar en lugar aparte y completamente incomunicados, fueron trasladados de las galeras en que se hallaban a otro calabozo, que aunque también estaba muy obscuro, húmedo y maloliente, tenía sin embargo la gran ventaja de que en él se iban a librar de la presencia de criminales, ladrones y degenerados, por estar designado exclusivamente para ellos.


Nuevos compañeros.

Por esos días llegaron al presidio un gran número de revolucionarios que eran remitidos de distintos lugares del país, entre los que figuraban Román Marín, Cecilio Morozini, Cipriano Medina, Natalio Trujillo y Jenaro Sulvarán, de los rebeldes de Acayucan y Puerto México; Enrique y Miguel Portillo, de los de Casas Grandes, y Bruno Treviño, Lázaro Puente, Carlos Humbert, Gabriel Rubio, Luis García, Abraham Salcido y Jenaro Villarreal, que eran enviados de Hermosillo procedentes de Douglas Arizona, y a los cuales se encerró en el mismo calabozo que ocupaban Sarabia y demás luchadores, y donde deberían quedar igualmente incomunicados.

Grande fue la alegría de los prisioneros con la llegada de los nuevos correligionarios que habrían de ser copartícipes de sus trabajos y sinsabores en la cárcel, y ya todos reunidos, para hacer menos pesadas y hasta cierto punto llevaderas las interminables horas del día en medio del ambiente viciado de la mazmorra y de las insolencias de los capataces, se comunicaban sus impresiones, sus esperanzas fallidas, sus recuerdos y sus inquietudes, y se dedicaron a estudiar álgebra, gramática y el idioma inglés, teniendo como preceptor a Juan Sarabia, cuya ilustración y cultura de autodidacto era por todos reconocida. Se ha asegurado que también en esa época Esteban B. Calderón, por haber sido maestro de escuela, se dedicó a impartir a algunos de los luchadores de ese grupo diversas materias de enseñanza primaria y superior, pero esto carece de verdad porque Calderón, junto con Manuel M. Diéguez, no llegó a la fortaleza sino hasta el mes de agosto de 1909 procedente de la Penitenciaría de Hermosillo por su destacado participio en el movimiento de protesta de los mineros de Cananea.


Con la madre de Juan Sarabia.

Casi inmediatamente después de que los luchadores sentenciados en Chihuahua fueron conducidos a San Juan de Ulúa, los ya citados St. Luois Star Chronicle y el St. Louis Post Dispatch, así como otros periódicos de San Luis Missouri que igualmente se habían interesado por la suerte de los revolucionarios mexicanos, publicaron amplias informaciones sobre su captura, su proceso y traslado a la fortaleza, y llamando al mismo tiempo la atención del público sobre el hecho de que la mamá de Juan Sarabia, vicepresidente de la Junta del Partido Liberal y distinguido periodista, había quedado abandonada y en muy difícil situación económica.

El pueblo americano dio en esta ocasión pruebas de una nobleza y de una generosidad dignas de ser imitadas por otros muchos pueblos de la tierra, pues a los pocos días de publicadas aquellas informaciones, la abnegada madre recibió sendas proposiciones de dos importantes casas comerciales de San Luis Missouri, en las que se le decía que teniendo conocimiento del abandono y desamparo en que había quedado con motivo de la prisión de su hijo en México, se le ofrecía sostenerla gratuitamente en todas sus necesidades por todo el tiempo que fuese necesario. Pero como la mamá de Sarabia vivía, aunque muy modestamente, con los recursos que le proporcionaba una pequeña casa de abonados que recientemente había establecido en la misma ciudad en compañía de la amante de Ricardo Flores Magón y de la esposa de Librado Rivera, no aceptó ninguno de esos nobles ofrecimientos, porque decía que consideraba muy triste y hasta vergonzoso vivir de la caridad pública.

Sin embargo, ella siempre guardó con profundo agradecimiento el recuerdo de esos actos de verdadero altruismo, así como el de otras muchas desinteresadas atenciones que recibió de multitud de personas norteamericanas en aquella época dolorosa de su vida.

Hay que advertir que a doña Felícitas se le había ocultado que su hijo estaba recluido en las mazmorras de San Juan de Ulúa, pues sólo se le había dicho que se encontraba en una cárcel indeterminada del interior de México, donde era tratado con las consideraciones que se dispensan a los presos políticos en los países civilizados. Pero ella estaba terriblemente inquieta por la falta de noticias suyas, y hasta había llegado a sospechar que se le hubiese asesinado, ya que eso no sería imposible en un régimen como el de Díaz, que no tenía ningún respeto por la vida humana.


Se pretende deportarla.

Por ese mismo tiempo, se presentó ante la mamá de Sarabia el cónsul mexicano de San Luis Missouri, para manifestarle que tenía órdenes de enviarla hasta su pueblo natal en México, en virtud de que en los Estados Unidos ya no podía seguir viviendo legalmente porque las leyes del país expresaban que sólo las personas no nacionales que tuviesen una industria, un trabajo o cualquier otra fuente de ingresos permanente, segura y decorosa podrían residir en su territorio; y que ella, por desgracia, además de no poder desempeñar ningún trabajo por su avanzada edad, se encontraba en la pobreza y en el desamparo por el encarcelamiento de su hijo.

A todo esto, la mamá de Sarabia explicó al cónsul que aunque de momento se hallaba sin el amparo de su hijo no por eso estaba en la miseria ni era una carga para la sociedad, puesto que desde hacía algún tiempo tenía establecido un pequeño negocio que le producía lo necesario para vivir decentemente, y que por tanto, no se encontraba en el caso de la deportación previsto para los extranjeros.

Por considerado de interés, presento a continuación una parte del diálogo que dicho funcionario sostuvo con la mamá de Juan, según una versión que ella misma me comunicó hace muchos años:

- ¿Usted es la madre de Juan Sarabia?

- Sí señor.

- ¿Qué edad tiene usted?

- Ya no me acuerdo; pero creo que tengo más de cincuenta años.

- ¿Quiénes viven con usted?

- Trini Saucedo y Conchita Arredondo.

- ¿Y quiénes son ellas?

- Las esposas de Ricardo Flores Magón y de Librado Rivera.

- ¿Y ustedes de qué viven?

- Trabajamos.

- ¿En que trabajan?

- Tenemos una casa de abonados.

- ¿Una casa de abonados? ¿En dónde?

- En los altos de este mismo departamento.

- ¿Ganan lo necesario para vivir con desahogo?

- No vivimos con lujos, pero sí decentemente.

- ¿De dónde son ustedes?

- De San Luis Potosí.

- ¿Qué familia tienen aquí?

- Conchita tiene dos niños, Toño y Cuquita, Trini tiene un jovencito llamado Adolfo y yo no tengo más familia que mi hijo.

- ¿En dónde están Flores Magón y Rivera?

- Creo que están en Los Angeles.

- ¿Qué hacen allá?

- No sé, pero han de trabajar en eso de la imprenta.

- ¿Tienen ustedes muchas amistades? ¿Las vienen a visitar algunas personas?

- Sí, señor. Muy seguido vienen a vemos Andrea y Teresa Villarreal, hermanas de Antonio, y otros periodistas mexicanos y americanos para preguntarnos si tenemos noticias de mi hijo y de Ricardo y de Librado.

- ¿Tienen o han tenido reuniones políticas en su casa?

- No, señor. Nunca hemos tenido ni pensado tener en nuestra casa reuniones políticas ni religiosas.

- ¿Qué religión tienen ustedes?

- Las tres somos católicas; pero no fanáticas.

- ¿Guardan ustedes algunos documentos en su casa?

- No, señor. Todos los que había se los llevó hace tiempo la policía.

- ¿Qué clase de documentos eran?

- Han de haber sido de propaganda, pero usted debe saberlo mejor por ser empleado del gobierno.

- ¿Cuánto tiempo tiene usted de vivir aquí?

- Dos años.

Entonces el cónsul, sin tomar en cuenta las contestaciones reveladoras, francas y sinceras de la mamá de Juan, le volvió a decir que tenía orden de enviarla a su tierra natal para que se acogiera a la protección de los parientes que allá tuviera en vista de que en los Estados Unidos, por su edad avanzada, ya no podía trabajar para sostenerse sin ayuda extraña; y ante la insistencia del cónsul por declararla inútil para el trabajo, ella le contestó indignada:

- Sí, señor, sí puedo trabajar, no necesito de ayuda para hacer mis trabajos, y no soy una carga para nadie. Y en cuanto a salir del país no me pueden obligar, porque como ya le he dicho a usted, tengo establecido un negocio que no puedo dejar abandonado; pero si a pesar de todo, usted u otras autoridades se empeñan en mandarme para México me será igual, porque no sabiendo si mi hijo vive todavía o si ya lo habrán matado, me es indiferente vivir en donde ustedes quieran.

A lo que el cónsul replicó con firmeza:

- ¡No, su hijo no ha muerto! ¡SU hijo vive! Pero no puedo decirle en dónde se encuentra.

El cónsul hizo en seguida una inspección en todas las habitaciones de la casa y se retiró sin despedirse, dejando en las cercanías de la puerta de la calle unos agentes del servicio secreto para que ejercieran una continua vigilancia sobre las personas que visitaban la misma casa; pero como no quisiera creer que en realidad la mamá de Juan viviera de su trabajo, sino que más bien se sostenía con la ayuda que le impartían sus dos compañeras de domicilio y algunas otras de sus amistades, en diversas ocasiones le mandó algunas cantidades de dinero con personas desconocidas como donativos anónimos, para ver si las aceptaba; pero ella siempre rechazó tales dádivas, primero, por sospechar su procedencia mal intencionada, y segundo, por seguir la norma de conducta de no aceptar ninguna ayuda de extraños, demostrando así que no era una carga para sus semejantes ni un problema para las autoridades; y que por tal motivo no existía ninguna razón legal en que fundamentar el procedimiento de su deportación.

El cónsul o espía y perseguidor, que tales eran en aquel entonces los cónsules mexicanos en los Estados Unidos, dejó al fin en paz a la mamá del infortunado luchador, que continuó trabajando en su casa de abonados, haciendo los alimentos y lavando la ropa de los clientes. De esta manera la admirable y abnegada madre' se sostenía y ahorraba hasta el último centavo para enviar mensualmente a su hijo, cuyo paradero supo al fin poco más tarde, una pequeña cantidad que le sirviera para hacer menos amarga la vida de cautivo y para que pudiera comer algo más que el asqueroso rancho del presidio.


Se atormenta con dolorosos pensamientos.

Pero aunque doña Felícitas llegó a saber por los periódicos de San Luis Missouri que leían sus clientes que Juanito, como ella le decia con gran ternura, se encontraba en el Castillo de San Juan de Ulúa, no por eso abrigaba muchas esperanzas de volver a verlo, presintiendo que la Dictadura le había impuesto una muy larga condena que seguramente no podría resistir, tanto por su débil naturaleza física, como por el maltrato de que lo harían víctima los verdugos de ese presidio de que tanto había oído hablar horrorizada por las crueldades que se cometían con los desventurados que en él se hallaban encerrados en las más inhumanas condiciones.

La madre de Sarabia era una mujer bajita y delicada, de color blanco y ojos azules, de gran serenidad y entereza de espíritu que siempre había mirado con dolor, pero también con legítimo orgullo, las prisiones de su hijo en la Penitenciaría de su tierra natal, en la cárcel de Belén y en la de San Luis Missouri, porque sabía que esos encarcelamientos habían sido por sus luchas en favor de los explotados y oprimidos; y aunque también era de su conocimiento y de su orgullo que el cautiverio que entonces padecía en la fortaleza era por la misma noble causa a que había consagrado por entero su existencia, el caso era muy distinto, porque en las otras prisiones, todas ubicadas en las mismas poblaciones en que ella había radicado, lo había podido visitar con frecuencia, sabía de su estado de salud y en qué podía servirle; y en cambio en San Juan de Ulúa, presidio que estaba tan lejos, en medio de las aguas del mar, aislado de la civilización y rodeado de una aureola de infamias y tormentos, no podía saber si estaba enfermo, lo que necesitaba y en qué podía remediar un poco su situación ni consolar sus tristezas y amarguras.

Así pues, aunque ella en otro tiempo había contemplado con serena resignación los sinsabores del noble apostolado de su hijo tan bueno y tan querido, no podía substraerse ahora a la idea de que por los suplicios que sufriera hubiese caído en cama o quizá sucumbido en el fondo de su calabozo; y embargada por tan penosa obsesión derramaba lágrimas pidiendo a Dios, como creyente que era, que su pensamiento torturador no fuese realidad, y que pronto le concediera la alegría de recibir algunas letras o noticias suyas.


Sarabia logra comunicarse con su madre.

Ya se comprenderá que si hasta entonces no había podido Juan Sarabia comunicarse con su madre como otros de sus compañeros más afortunados lo habían hecho ya con sus familiares, era debido a que sobre éstos no se ejercía tan riguroso espionaje como el que pesaba sobre él. Pero por fortuna, venciendo serias dificultades y por conductos secretos, pudo al fin enviarle una extensa carta de fecha 21 de mayo de 1907, donde le daba cuenta de su llegada al Castillo y le aseguraba, para no causarle más dolores que los que ya la afligían con la relación de sus propios infortunios, que se encontraba perfectamente bien, que era tratado con benevolencia por los carceleros, que la leyenda de horrores que circulaba sobre el presidio estaba muy exagerada, y que si la justicia lo amparaba como era lo más probable, pronto obtendría su libertad.

En la misma carta le envió una tarjeta postal ilustrada con una fotografía de la sombría prisión, y en la cual le había escrito los siguientes versos tratando de fortalecer su espíTitu con el soberano temple de su alma:

Madre mía:

Cuando miréis los muros que me encierran,
No vuestro corazón vistáis de luto;
Antes bien, levantad la frente altiva
Y sentid en el alma noble orgullo.

No me trajo a este sitio ningún crimen,
Sino mi amor a lo elevado y justo;
Y el que sufre por santos ideales
No se equipara al criminal estulto.

Pensad que mi firmeza no claudica
Y que para afrontar el infortunio
Tengo en la limpidez de mi conciencia
El más completo y formidable escudo.


La Golondrina.

La contestación de esta carta le tardó mucho en llegar, tanto por la gran distancia que hay del Castillo a la ciudad de San Luis Missouri, como porque todas las correspondencias destinadas a los presos de Ulúa pasaban primero a la Comandancia Militar de Veracruz para ser revisadas por el general Mass, que era el supremo fiscal de dichas correspondencias, reteniendo muchas de ellas arbitrariamente por tiempo indefinido y no dando curso a todas las que tuviesen alguna frase de rebeldía o que en la forma más insignificante se refirieran a algunas de las atrocidades que se cometían en el presidio.

Sin embargo, al recibir la contestación se llenó de momento de alegría, pero al enterarse de su contenido experimentó gran tristeza y desesperación al ver con cuántos sacrificios se sostenía su madre y le enviaba algún dinero para ayudarlo en sus necesidades; pasando así largos días con el espíritu agobiado por melancólicos pensamientos que sólo llegaba a disipar un poco cuando de tarde en tarde era sacado del calabozo junto con sus compañeros para que tomara el sol y el aire en el patio principal de la fortaleza.

Pero la idea de su madre abandonada y tan lejana no se apartaba de su mente, y al verse en presencia del mar sacudido por el viento y de la inmensidad del cielo surcado por las golondrinas que en su vuelo fugaz iban y venían libremente de remotos países, en su imaginación adolorida pensó que tal vez esas aves ligeras le llevarían entre sus alas un suspiro de su madre y una frase de consuelo de sus viejos compañeros de ideales, y al volver a la sombra del encierro escribió este canto conmovedor para que aquellas felices mensajeras lo hiciesen llegar hasta los amados ausentes:

¡Oh golondrina que con raudo vuelo
Puedes cruzar la vasta inmensidad!
¡Dichosa tú que libre y sin cadenas
Donde te llaman tus instintos vas!

Yo, prisionero por amar mi Patria,
Al ver tu vuelo por el ancho mar,
¡Oh, golondrina!
Tu existencia envidio y sueño en mi perdida libertad.

Ave errabunda: ve con los que aman
Y que tal vez mi ausencia llorarán,
Y hasta sus almas doloridas lleva
El eco de mis cantos de pesar.

Haz que conozcan los tormentos míos,
Y que no ingratos vayan a olvidar,
Lo que he sufrido por amar mi Patria
Y por amar la santa Libertad!


Las represiones de la Dictadura llaman la atención mundial.

En tanto que Juan Sarabia y demás luchadores se encontraban incomunicados en el calabozo de que se ha hecho referencia, llegaban continuamente al Castillo numerosos correligionarios que habían sido aprehendidos en Chihuahua, Sonora, Zacatecas, Querétaro, Veracruz, Tabasco, Yucatán y en el Distrito Federal, entre los que figuraban Rafael Valle, Lorenzo Hurtado, Adalberto Trujillo, Fidencio Salcido, Epifanio Vieyra, Juan José Ríos, Guadalupe Hugalde, Luciano y Carlos Rosaldo, Ramón Riveroll, Romualdo Reyes, Diego Cándano, Ramón Pitalúa, José Rodríguez Clara, José Neyra, Simón Yépez, Primo Rivera, Rafael Genesta, Adolfo Castellanos, Faustino Sánchez, Hibrio Gutiérrez, Plutarco Gallegos, Gaspar Allende, Miguel Maraver Aguilar, Eladio Rosado, Alfonso Barrera Peniche y Eugenio Méndez, y a todos los cuales se encerraba en las galeras que ocupaban los reos del orden común.

También por esos días fueron encarcelados en las mismas galeras cerca de trescientos de los campesinos veracruzanos que habían sido llevados en cuerda como forajidos con motivo del levantamiento de Acayucan, a pesar de que en su mayoría no habían tomado participio en ese movimiento armado; de tal manera que ya para principios de junio de 1907, era enorme la cantidad de presos políticos amontonados en las mazmorras de la fortaleza, ya que pasaban de seiscientos, todos condenados a sufrir largos años de prisión.

Si antes de estos acontecimientos el concepto que en el extranjero se tenía del gobierno de México era muy favorable debido a la labor incensaria de la prensa asalariada de gran circulación y a que los representantes diplomáticos que después del desempeño de su cargo volvían a sus respectivos países deshaciéndose en elogios para el general Díaz por la esplendidez de sus obsequios y por las jugosas concesiones que les había otorgado durante su gestión, ahora, en presencia de las noticias que se esparcían por el mundo con respecto al brutal sistema represivo empleado por el mismo gobierno contra sus enemigos los hombres honrados y patriotas, la cuestión cambió, y por primera vez la prensa obrera de todos los países condenó acerbamente los crímenes del tirano de México, al mismo tiempo que en la Habana y otras importantes ciudades de América se constituían Comités de defensa para las víctimas del porfirismo.

Dice Diego Abad de Santillán que un redactor de la publicación libertaria Temps Nouveaux escribió en el número del 29 de junio de 1907 de la misma, estos conceptos:

Se saben muy pocas cosas o casi nada de lo que concierne a ese desgraciado país que se llama México; todo lo que se sabe de él, aparte de la prensa asalariada que se consagra a la repugnante tarea de incensar al déspota que oprime, a ese pueblo, es que existe.

Las noticias emitidas por tales periódicos nos presentan a Porfirio Díaz, el dictador de México, como un ser sobrenatural que hace la dicha de los mexicanos, los cuales, por reconocimiento, lo reeligen cada cuatro años para que pueda continuar gobernando ...

La verdad es, por lo contrario, por completo diferente de lo que informa la prensa capitalista. Los mexicanos forman el pueblo más desdichado de la tierra, y la autocracia rusa es cien veces más humanitaria y más liberal que la autocracia mexicana ...


Se confirman las sentencias de Sarabia y de Canales.

Como se sabe, en la farsa de proceso instruido en Chihuahua contra Sarabia y Canales, se les condenó a sufrir más de siete años de prisión como autores de diversos y muy graves delitos del orden común, por lo que su defensor el licenciado Flores Magón no había cesado desge el principio de su encarcelamiento en hacer gestiones para que no se les despojara de su carácter político y para que sus sentencias les fueran reducidas lo más que fuese posible, y que éstas las cumplieran en una cárcel de la ciudad de México. Pero habiendo pasado sus procesos de primera a segunda instancia para su revisión, el magistrado del Tribunal del Primer Circuito, que como todos los funcionarios judiciales del porfirismo era un hombre sin conciencia, sin dignidad profesional y un ciego instrumento de la Dictadura, confirmó en todas sus partes dichas sentencias en la vista verificada el 6 de noviembre de 1907, decretando además que las mismas deberían ser cumplidas precisamente en el propio Castillo, y de lo cual los dos luchadores fueron notificados oficialmente con la misma fecha por el secretario del mencionado tribunal.


Son confinados en los más horrendos calabozos.

En vista de la resolución del Tribunal, el licenciado Flores Magón interpuso ante la Suprema Corte de Justicia una demanda de amparo en favor de sus defensos; pero en tanto esto no se resolvía, que no se resolvió por haber negado la Corte tal recurso, el general Mass ordenó al gobernador de la fortaleza que separara a Sarabia y a Canales del resto de sus compañeros, y que por tiempo no especificado los incomunicara rigurosamente en los más infames cubiles de la prisión.

Si desde su llegada al Castillo habían sido tratados con exagerada crueldad, desde aquel momento comenzaba para ellos una nueva y más dura época de hondos infortunios e indecibles amarguras. Antes habían sido azotados, es verdad, pero siquiera como débil recompensa del ultrajante suplicio habían tenido la satisfacción de respirar aire puro, de ver la luz del sol de vez en cuando y de contemplar el horizonte luminoso del cielo y del mar; pero ahora tenían que soportar quién sabe por cuánto tiempo el espantoso martirio de quedar reducidos a la estrechez desesperante de una cueva tenebrosa, silenciosa y solitaria, adonde difícilmente llegaban los ruidos del exterior y aun los estruendos de las tempestades que furiosamente azotaban los espesos muros de la fortaleza.

A Canales se le emparedó en la caverna conocida con el nombre de La Gloria, donde permaneció seis meses en la más completa soledad, y otros tantos en compañía de otros luchadores, en tanto que a Sarabia se le sepultaba en El Infierno, donde sufrió el tormento de sentir pasar lentamente cerca de siete meses en medio de la más espantosa desolación.

Para comprender los dolores que Sarabia padeció en este antro dantesco, que era el más infame de todos los de Ulúa, transcribo en seguida una parte de la descripción que de él trazó el gran rebelde Enrique Novoa cuando estuvo allí encerrado como castigo por su destacada participación en el movimiento insurreccional de Minatitlán de septiembre de 1906:

... ¿Es un Infierno o una tumba? Es una tumba infernal. Desde que se da el primer paso, se nota un piso húmedo, que hasta chasquea, como si fuese un chiquero de puercos. Una atmósfera caliginosa y malsana invade los pulmones; la peste se hace insoportable; la humedad es tanta y está el ambiente tan impuro, que tengo escoriadas la laringe y la nariz; la obscuridad es completa y eterna; no hay ventilación de ninguna clase, pues todo el calabozo, en forma de nicho, abovedado, está rodeado por paredes de dos y tres metros de espesor, las cuales chorrean agua. Jamás ha entrado aquí un rayo de luz, desde que se cOnstruyó este mísero calabozo, allá hace siglos, para deshonra de la humanidad.

Las paredes se tocan y están frías, como hielo, pero es un frío húmedo y terrible que penetra hasta los huesos, que cala, por decirlo así. A la vez el calor es insoportable, hay un bochorno asfixiante; jamás entra una ráfaga de aire, aunque haya Norte afuera.

Las ratas y otros bichos pasan por mi cuerpo, sin respeto, habiéndose dado el caso de que me roan los dedos por la noche. Ahora procuro dejarles en el suelo migas de pan para que se entretengan.

Hay noches que despierto asfixiándome; un minuto más y tal vez moría; me siento, me enjugo el sudor, me quito la ropa encharcada y me visto otra vez para volver a empezar.

Cuando esto sucede, rechino los dientes y digo con amargura: ¡oh, pueblo!, ¡oh, patria mía!

... El día que llegué a esta fortaleza, cuando salté de la lancha al Castillo, venía yo ágil, fuerte, colorado; vedme hoy. ¡Soy un espectro de la muerte ...! Y no se crea que es exageración.

Octavio Mirabeau, nos habla de los chinos, como los inventores de los tormentos más horribles, tales como los de la sensación de los diferentes órganos; del de la campana, etcétera.

¿Y qué os parece el tormento del olfato?, ¿de la vista?, ¿del enmudecimiento?, ¿de la sensación general?

Pues aquí se está sujeto a todos esos tormentos. Sujeto a respirar emanaciones impuras, una atmósfera pesada y húmeda que no es renovada jamás, al grado de que hay momentos en que la vela se apaga por falta de aire.

Agregad a esto los gases mefíticos que despide la cuba inmunda, sucia, antiquísima, sin ser desinfectada jamás; y los microbios aglomerados aquí durante varios siglos.

La vista, sujeta al tormento de la obscuridad eterna. La boca, atestada de microbios, y con ese mal sabor que tiene del hígado intoxicado. El enmudecimiento indefinido. El tormento de la asfixia. Los dolores continuados del cuerpo en general, sujeto a la humedad por espacio de largo tiempo ...

... El único empleado que ha venido con frecuencia, dominando por completo su repugnancia a este lugar miserable, es el gobernador de la fortaleza. Hay empleados que para llegar aquí, siquiera sea a la puerta, encienden primero un cigarro y hablan con los dientes apretados. Otras veces, al entrar al pasillo sin llegar aquí, dicen, tapándose la nariz: ¡Puah ... !, con asco justificado. Y es verdad; ¡tienen mil veces razón! ... (1).

Después de leer este patético relato, se podrá considerar y compadecer todo lo que pudo haber sufrido Juan Sarabia, en tan horripilante calabozo durante los ciento ochenta y tantos días que estuvo sepultado en él padeciendo todos sus tormentos, que más que su carne laceraban su espíritu, y que por un milagro de resistencia y de fe en el porvenir, a pesar de su delicada constitución física, pudo soportar con admirable dignidad, y con estoica y sublime abnegación.


Voz Piadosa.

En aquellos aciagos días de su existencia, cuando en su derredor poblado de sombras y silencio eternos sólo tenía por compañeros sus pensamientos y dolores; cuando la piedad, el amor, la amistad y la ternura habían escondido para él ya hacía mucho tiempo sus semblantes y sólo había recibido en cambio humillaciones, ultrajes e injusticias, llegaron hasta su corazón desolado como rayos de luz entre la noche, como ecos de armonías consoladoras y lejanas, los murmullos de una voz dulce y juvenil que imploraba suplicante un poco de compasión a su infortunio a los verdugos que guardaban la puerta de su calabozo. Y Sarabia, enternecido hasta lo más recondito del alma, condensó en este sentidísimo poema aquel rasgo conmovedor, hijo del dolor y del martirio, pasajero y luminoso como un destello celestial que al desvanecerse deja una estela imborrable en el recuerdo:

He escuchado una voz, voz inefable,
Voz tierna y compasiva
Que ha llegado hasta el fondo de mi alma
Como dulce caricia fugitiva.

Tiene las suavidades melodiosas
Del femenino acento,
Que el ruiseñor no iguala con sus trinos
Ni con su tenue susurrar el viento.

Pero tiene también las inflexiones
Que la piedad sublime
Arranca de las almas generosas
Y en la expresión del sentimiento imprime.

Trémula, palpitante, conmovida
Con un pesar sincero,
La dulce voz compadeció las penas
Del solitario y triste prisionero.

Y el alma que tranquila ha soportado
Ultrajes y torturas,
Rindió todas sus fieras altiveces
Y palpitó con todas sus ternuras.

Porque nunca otro acento que vibrara
Tras de la reja espesa,
Tuvo frases tan tiernas y piadosas
Para mi soledad y mi tristeza.

¡Porque nunca otra voz calmó un instante
Mi nostálgico anhelo,
Al esparcir sus notas apacibles
De dulzura, de paz y de consuelo!

¿Cuándo jamás consideró mis penas
Otra noble conciencia?
¿Cuándo escuché otra voz que no expresara
Sarcasmo, estolidez e indiferencia?

¿A quién jamás ha herido el pensamiento
De que en esta negrura
Se agita y sufre un corazón humano
Con callada y recóndita amargura?

¡Tú, sólo tú, sublime sensitiva
De adorables candores,
Has tenido piedad de mis tristezas,
Has tenido piedad de mis dolores!

Te duele mi infortunio, y ni siquiera
Preguntas por mi crimen ...
¡Presientes que en mi negro calabozo
La Libertad y la Justicia gimen!

Y para prodigar las suavidades
De tu piedad, no esperas
Que me defiendan con sus falsas voces
El Código, la Ley ... ¡esas quimeras!

Para tu alma sensible y delicada
Do la bondad florece,
Sólo hay aquí, bajo tormento inicuo,
Un corazón humano que padece.

Tú miras con honra, aunque me acusen
os viles impostores,
Esta vida de sombras y arideces,
Sin dichas, sin encantos, sin amores.

Y adivinas quizá, que al condenarme
Porque a un déspota plugo,
Thémis cambió su veste inmaculada
Por la túnica roja del verdugo.

¡Virgen sentimental! ¡Tierna doncella!
¡Santa desconocida!
Tú que llegas al borde de mi abismo
Como una blanda brisa de la vida;

Tú que en mi derredor con tu ternura
Piadoso ambiente creas
Y viertes en mi pecho atormentado
Dulce consolación, ¡bendita seas! ...


Otros tormentos más.

Por su confinamiento en esta mazmorra, Sarabia había quedado destrozado en cuerpo y alma al cabo de seis meses de incesantes martirios, habiendo tenido que sufrir otros tormentos más de los descritos por Novoa, o sea que desde un principio se le había despojado de unos libros y papeles que con gran cariño guardaba desde hacía tiempo, privándosele así de los gratos momentos de consuelo y aun de olvido a su desgracia que su lectura le proporcionaban; y que cuando en los días de calor excesivo por algún descuido llegaba a recargarse con la espalda desnuda en los muros del calabozo, se le quedaba la piel adherida firmemente a la roca al grado de que para despegarla tenía que dejar jirones de ella en las paredes, quedándole con tal motivo la carne viva, escurriendo sangre y expuesta a infecciones que le producían una especie de llagas que tardaban en cicatrizar bastante tiempo debido a la falta de curaciones y al ambiente saturado de deletéreas emanaciones.


Es trasladado a otro calabozo.

Obedeciendo una orden del general Mass, el gobernador del Castillo trasladó a Sarabia del calabozo El Infierno al llamado El Purgatorio, permitiendo, tal vez por compasión al mirar su deplorable estado de salud, que antes de ser conducido a su nuevo encierro estuviera una semana reunido con algunos de sus compañeros, y que diariamente se le llevara a tomar aire y sol al patio de la fortaleza.

Sus compañeros, al verlo de nuevo después de tan largo tiempo de haber estado sepultado en aquella tumba infernal, experimentaron una dolorosa impresión al observar las marcas que el sufrimiento había grabado en su semblante y los estragos que en lodo su físico había causado el medio mortal de su prolongado confinamiento; y Sarabia, comprendiéndolo así, en uno de los días en que era sacado al patio, fue a mirarse a manera de espejo en uno de los charcos que allí se habían formado por la lluvia, viendo con profunda pena que, en efecto, tenía el rostro muy demacrado, surcado con grandes ojeras y de un color amarillento, y que aparecía envejecido a pesar de que estaba en plena juventud, pues que sólo contaba veinticuatro años de edad. Pero mayor pena sintió todavía al considerar que muy pronto volvería a ser irremediablemente sumido en otro calabozo tan infame como el que acababa de dejar, y que, probablemente, ya no soportaría un martirio más prolongado que el anterior, sino que tal vez sucumbiera entre las sombras del antro que le esperaba, sin haber tenido la dicha de volver a reclinar la frente en el regazo de su madre, cuyo santo y luminoso recuerdo había sido el más dulce consuelo y la mayor fortaleza en sus horas inmensas de amargura.

Aquellos breves días de relativa libertad los aprovechó el infortunado luchador en escribir a su madre algunas cartas sencillas, tiernas y amorosas, sin hacer mención en ellas de sus desgracias ni de la dramática situación en que en esos momentos se encontraba; pero estas cartas no pudieron llegar a su destino a pesar de que no existía ningún inconveniente para ello, por la sencilla razón de que el implacable general Mass ordenó que se destruyeran, sin alcanzar a comprender todo el mal que su imbecilidad y barbarie ocasionaban.


En El Purgatorio.

Así las cosas, llegó por fin el momento en que Sarabia debía ser nuevamente confinado, y al término de la semana, o sea a principios de junio de 1908, se le condujo al fatídico Purgatorio, en donde entre los mayores suplicios físicos y morales tuvo que sufrir un espantoso cautiverio que se prolongó muy cerca de tres años, es decir, hasta fines de mayo de 1911.

El Purgatorio era una mazmorra abovedada como La Gloria y El Infierno, de los cuales quedaba muy cerca y sólo separado del primero por un muro de más de dos metros de espesor. Cual si hubiese formado parte de unas catacumbas, se hallaba al fondo de un estrechísimo y lóbrego pasillo, con el cual se comunicaba con una pequeña puerta de hierro de rejas cuadradas, y tendría unos tres metros de profundidad, dos de ancho y otros tantos de altura en su parte más elevada. En un rincón estaba la indefectible cuba nauseabunda, en uno de sus lados una banca de piedra que se utilizaba como cama, y en una de sus paredes, siempre pobladas por las alimañas venenosas que vegetan en los lugares húmedos y obscuros, estaba clavada una alcayata donde los presos acostumbraban colgar los utensilios en que se les servían los alimentos. Por tales condiciones, unidas a que el piso estaba enlamado y resbaloso, es inútil decir que igualmente este calabozo carecía en absoluto de ventilación, que en él reinaban las más espesas tinieblas, y que su ambiente, saturado de gérmenes letales almacenados durante largos años, era tan asfixiante y mortal como el de los otros arriba mencionados.

Cuando Sarabia fue encerrado allí volvió a quedar en la más tremenda soledad. Al cabo de algunos días que parecían interminables se le proveyó de una raída colchoneta y de un cajón, y poco más tarde logró hacerse de una tabla para medio tapar la cuba, así como de una pequeña lámpara de petróleo, que mediante una corta retribución le surtían de vez en cuando los reclusos que le llevaban de comer. Ya con una poca de luz, se dedicó a examinar detenidamente todos los pormenores de su nuevo alojamiento, viendo que en los muros estaban escritas o grabadas algunas frases y figuras grotescas, así como varios pensamientos que denotaban el dolor, la inconformidad y la desesperación de los presos anteriores de más o menos elevada categoría. Uno de estos pensamientos decía así: Tengo el cuerpo aquí, pero mi alma es libre. 1893. Fernando Gutiérrez Ledezma. Otro pensamiento estaba concebido en esta forma: ¡Oh, mi madre llena de dolores, en tus perfectas manos entreguemos nuestro espíritu!. Y otro más, precedido por una crucecita, expresaba : Yo, como el Cristo, sudo sangre y como él siento mi alma agobiada por infinitos sufrimientos. Según se afirmaba en Ulúa, el citado Gutiérrez Ledezma había sido fusilado en el patio del Castillo y enterrado en el cementerio de la misma prisión que denominaban La Puntilla.


Unos visitantes.

Como una nota amable en medio de su vida de aislamiento y amargura, Sarabia trabó amistad con un ser muy original que iba a visitarlo diariamente: era una ardillita que acostumbraba colarse por las rejas de su calabozo, seguramente después de haber atravesado los patios del Castillo desde el terreno del panteón. El se distraía al ver cómo el inquieto animalito comía las migajas que le arrojaba, y llegó a quererlo con ternura, porque, según él mismo decía, era el amigo fiel y cariñoso de sus horas de nostalgia. Además tenía otros visitantes, aunque no por cierto gratos que procuró desterrar lo antes posible, lográndolo aunque no totalmente con el tiempo, y eran unas tarántulas de pelo reluciente y unas enormes ratas que salían de los rincones a devorar cuanto encontraban, y que a pesar de su repugnante aspecto no llegó a mirar con sobresalto, porque al fin sólo eran tarántulas y ratas, mucho menos temibles y dañosas que sus verdugos, y éstos eran eso: sus verdugos.


Momentos de desesperación.

Pero no obstante su habitual serenidad, a veces tenía momentos de desesperación, tanto por la falta de libros y papeles, como por no poder comunicarse con su madre.

En ocasiones era invadido por la fiebre, delirando en lo que le era más amado, y en una noche tuvo en sueños la dolorosa visión de que su madre había muerto en la lejanía, y al despertar sobresaltado sintió gran alivio al ver que sólo había sido una horrible pesadilla, pero observando que había derramado lágrimas dormido.


Otras penalidades.

En medio de esta situación pasaba el tiempo, y Sarabia, ya debilitado corporalmente desde que había salido del calabozo anterior, resentía cada vez con mayor fuerza los efectos del medio en que se hallaba, siendo atacado de dolores reumáticos y enfermándose con frecuencia de los pulmones y del estómago por falta de aire puro y por la pésima calidad del rancho que le llevaban, que muchas veces dejaba intacto por las inmundas sabandijas que contenía. Sufrió también otras penalidades: se enfermó de la piel y del aparato circulatorio, no permitiéndose jamás, por consigna del Comandante Militar de Veracruz, que fuese atendido por los médicos del presidio, y sólo allá cada dos meses se le sacaba una media hora del calabozo para que tomara el sol y el aire en el patio de la fortaleza. Cuando esto sucedía, como sus pupilas estaban acostumbradas a la sombra de la mazmorra, se deslumbraban al ser heridas por los rayos del sol, teniendo que cerrar los ojos para después irlos abriendo lentamente hasta poder mirar con claridad y casi sin molestia las nubes y el azul del cielo, las aves marinas y los contornos del Castillo, en que destacaban sus siluetas los centinelas en los torreones y los reclusos que, en el patio, bajo el látigo implacable de los negreros, desempeñaban sus trabajos forzados.

Lanza anatemas contra los opresores.

Pero si suplicios tantos habían destrozado seriamente su naturaleza física, en cambio no habían logrado quebrantar en lo más mínimo las rebeldías de su espíritu, pues cuando llegaba a caer algún papel entre sus manos, en vez de implorar clemencia para obtener su libertad, que con ello la podía haber alcanzado fácilmente, escribía las más vibrantes estrofas para condenar las infamias de sus opresores. Algunas de estas composiciones desaparecieron al ser recogidas por los capataces que periódicamente registraban su calabozo, pero por fortuna, y para maldición eterna de los tiranos que tanto lo martirizaron, se conserva, entre otras no menos admirables, una titulada A mis Verdugos, y en la cual a éstos les decía herido hasta lo más profundo de su alma:

... Me habéis hundido en antro tenebroso,
Donde en medio de sombras y silencio
Y lejos del contacto de los hombres
Y de la luz y de la vida lejos,
Miro pasar en una eterna noche
Los años de mi injusto cautiverio,
Sin siquiera poder desde mi abismo
Dirigir una frase de consuelo
A mi angustiada madre que padece
Torturas infinitas, no sabiendo
Si aún aliento a la vida, o si a los brazos
De la natura compasiva he vuelto ...

En esta soledad y en esta noche,
Al verme alguna vez débil y enfermo,
Me habéis negado lo que no se niega
Ni al último y más vil y más abyecto
De cuantos trajo la desgracia o el crimen
A este lugar fatídico y siniestro:
Un poco de salud bajo la forma
De aire, de sol, de luz y de alimento.

¡Y en un rasgo de estúpida barbarie,
De odio feroz, de inconcebible miedo,
Me habéis arrebatado hasta los libros,
Esos consoladores compañeros
En cuyas bellas páginas, absorto,
Mil veces he olvidado mis tormentos
Sumergido mi espíritu anhelante
De la ciencia en los fúlgidos destellos!

¡Ah! Sí. Tenéis razón ... ¡Odiáis el libro!
¡Comprendéis que amenaza vuestro imperio
Al despertar con su raudal de luces
La dormida conciencia de los pueblos!
¡Odiáis lo que disipa los errores,
Odiáis lo que ilumina el intelecto,
Lo que puede rasgar esa penumbra
En que afectáis perfiles gigantescos
Y con denunciadoras claridades
Mostraros miserables y pequeños!
¡Odiáis lo que es aliento y enseñanza,
Lo que es Justicia, Libertad, Derecho;
Necesitáis para imperar tranquilos
Masas de esclavos débiles y abyectos,
Y quisierais matar los ideales,
Y hacer por siempre enmudecer el Verbo,
Y emascular la dignidad humana
Y aniquilar la luz del pensamiento!

¡Y os llamáis salvadores de la Patria!
¡Y habláis de redenciones y progreso!
¡Vosotros, opresores sin conciencia,
Gentes sin corazón y sin cerebro,
Hombres rudimentarios, trogloditas
Que revivís los primitivos tiempos!

¡Y reclamáis rendidos homenajes
Y de los hombres exigís respetos
Vosotros que el honor habéis proscrito;
Que ni la sombra conocéis del mérito;
Que para demostrar esa grandeza
Que os atribuye el servilismo necio,
Empleáis como razón el calabozo
Y el látigo esgrimís como argumento!

... ¿Por qué os hace temblar ¡oh vencedores!
La palabra de un débil prisionero?
¿La honrada acusación os amedrenta?
¡La protesta viril os causa miedo?

Hombres del despotismo y de la fuerza
Que hacéis alarde de poder supremo,
Que os llamáis elegidos de la Patria
Y aseguráis que os glorifica el pueblo,
¿Por qué os miro confusos e intranquilos,
Con la obsesión, con el febril empeño
De ahogar entre mis labios la palabra
Y la pluma romper entre mis dedos?

¡Ah! ¿No os avergonzáis? Mientras que altivo
En medio del suplicio permanezco
Y en mi lecho de espinas y dolores
Cierro mis ojos y tranquilo duermo,
Vosotros, anhelantes, poseídos
De no sé qué pánico grotesco,
Multiplicáis absurdos espionajes
Y reforzáis de mi prisión los hierros,
Y hurgáis en el cubil que es mi morada;
Y en un continuo y bochornoso acecho,
En toda situación y en todo instante
Seguís mis pasos y veláis mi sueño!

¡Ese es vuestro baldón y mi victoria!
¡Ese es mi orguUo y el oprobio vuestro!
Vuestro castigo es mi actitud serena!
Vuestra cobarde inquina es mi trofeo!
Soñabais torpemente rebajarme ...
Y en realidad me honráis, ¡os lo agradezco!

Os lo agradezco, sí, que si en justicia
Corta es mi talla y mi valer pequeño,
Vosotros me ayudáis a levantarme
Dándome el pedestal de vuestro miedo!

No esperéis una queja de mi labio;
Vuestro furor me tiene satisfecho;
Que el odio de los viles enaltece
Tanto como el aplauso de los buenos!

¡Continuemos así! Yo, me conformo
Y austeramente mi infortunio acepto,
Poblando mi existencia solitaria
Con el mundo que vive en mi cerebro,
Encendiendo en las sombras de mi noche
El radioso fulgor de mis ensueños,
Y esperando confiado en la justicia
Que ha de brillar en venideros tiempos!

¡Verdugos, continuad! ¡Sed implacables!
Multiplicad ultrajes y tormentos;
Conquistad una aureola de ignominia
Para ornar vuestra frente de protervos;
Que en tanto yo, con la conciencia pura,
Sin manchas ni rubor, tengo el derecho
De exhibir vuestra infamia en mis estrofas
Y escupiros la faz con mi desprecio!


Canales es incomunicado en El Infierno y luego llevado a El Purgatorio.

En esta ininterrumpida sucesión de dolorosos acontecimientos en San Juan de Ulúa, habían transcurrido ya cerca de dos años y medio, cuando a principios de mayo de 1909 César Canales fue incomunicado en El Infierno después de haber sido golpeado por un capitán de apellido Chávez y por el mayor Grinda, simplemente por haber pedido a este sanguinario verdugo que, en virtud de encontrarse enfermo, se le permitiera no tomar un baño obligatorio en una charca cuyas aguas habían dejado lodosas y pestilentes unos novecientos presos, la mayor parte del orden común, muchos de ellos también enfermos, y que, por prescripción médica, allí acababan de bañarse.

Después de varios días de estar padeciendo los terribles efectos de aquella horrible mazmorra, redactó Canales un documento de acusación contra la dictadura y los capataces del presidio, mismo que envió de contrabando al periódico Evolución Social, que en Tohay, Texas, editaba el correligionario León Cárdenas Martínez; pero como dicho documento fuese muy pronto conocido por el comandante militar de Veracruz, éste ordenó al gobernador de la fprtaleza, que ya para entonces era general, que como escarmiento de su protesta enviase a Canales a compartir el aislamiento que Juan Sarabia venía sufriendo en El Purgatorio. De esta manera comenzó para los dos luchadores, y especialmente para el último, por lo que se verá después, una nueva época de grandes amarguras y penosos incidentes que como sombrío escenario tuvieron la estrechez espantosa del mismo calabozo.


El teniente Calderón.

Cuando Sarabia y. Canales tenían varios meses de estar juntos, llegó a San Juan de Ulúa como comandante del destacamento militar el teniente José Calderón, hombre de humanitarios sentimientos que desde un principio procuró remediar la situación de Juan Sarabia por conocer su generosa y brillante trayectoria de combatiente y saber las infamias de que era víctima en su injusto cautiverio. Tanto él como su esposa, que establecieron su hogar en uno de los departamentos destinados a los jefes y oficiales del Castillo, lo hicieron objeto de todas las atenciones que pudieron dispensarle, para que dentro de sus sinsabores tuviera al menos algunos momentos de alegría y consuelo, viendo que en aquel medio de hostilidad o indiferencia no se hallaba completamente desamparado.

El hacía llegar hasta sus manos algo de lo que más anhelaba, o sean periódicos y libros, y su esposa le enviaba de cuando en cuando algunos platillos cocinados en su misma casa, así como pequeños regalos consistentes, en objetos de uso necesario, valiéndose para ello del asistente que se les había asignado, y que era uno de los presos militares de baja graduación llamado Abraham Serrano, que a pesar de estar sentenciado a una larga condena por asesinato, era un individuo de no mala índole que en un momento de ofuscación había cometido tal delito en defensa de su honor mancillado por un superior jerárquico.

Debido a estas circunstancias, Juan Sarabia, que por su ya prolongada y total incomunicación de cerca de dos años en El Purgatorio se llegó a creer tanto en México como en Estados Unidos que había muerto en la prisión, pudo enviar a su madre algunas cartas que el mismo teniente Calderón se encargaba de llevar secretamente a Veracruz para mandarlas a su destino. En una de esas cartas, de fecha 2ü de marzo de 1910, incluía Sarabia dos tarjetas postales también, con ilustraciones de la fortaleza, conteniendo la primera unos versos para Cuquita Rivera, y la segunda un inspirado y alentador pensamiento para su madre. En los versos, que son de una delicadeza conmovedora y llevan envueltos en sus notas dolientes suspiros del autor, le decía Juan a esa niña que había sido su traviesa y graciosa amiguita en San Luis, Missouri, y que a pesar del tiempo no lo había olvidado:

Con tus gratas ternuras infantiles
Pusiste muchas veces, dulce niñá,
Una nota gentil y bulliciosa
En la aridez austera de mi vida.

Y aún preguntas por mí, cual si alegrarme
Quisieras con tus juegos y tus risas ...
En el candor divino de tu infancia
Mi ausencia y mi infortunio no te explicas.

¡Ah! Cuando pasen los aciagos años
Comprenderá tu mente conmovida
Lo que hoy cuesta llevar en el espíritu
Ansias de libertad y de justicia.

Y en el pensamiento expresaba:

Madre mía: En las mayores desventuras de la vida, se fortifica el corazón evocando esa dulce maga consoladora que se llama Esperanza. ¡Ojalá que ella no se aparte de su alma cuando piensa en mi forzada ausencia de su lado!


Canales en El Purgatorio.

Era natural que con la llegada de César Canales a su calabozo, Sarabia experimentara un gran alivio para su soledad, como efectivamente lo experimentó, tanto más cuanto que con él lo ligaban gratos recuerdos de amistad y desde el principio de la lucha le había profesado un gran afecto por su simpatía, talento, valor y convicciones revolucionarias. Así pues, impulsado por el más bello y generoso sentimiento de compañerismo, lo hizo objeto de las mayores atenciones, procurando servirle cuanto más podía para que la prisión a su lado fuese lo menos amarga posible.

Canales, por su parte, correspondía en la misma forma esos cuidados y finezas, de manera que en los primeros días de su encierro común pasaba el tiempo en medio de la más completa cordialidad.

Se veían como verdaderos hermanos, lo que era de uno era del otro, sin el menor egoísmo ni diferencia, charlaban largas horas sin descanso, y alumbrados con la lámpara de petróleo estudiaban, leían y comían juntos en una mesa que habían improvisado, donde también se dedicaban a escribir unas memorias describiendo la forma miserable en que se vegetaba en el presidio, con la intención, nunca realizada por habérseles recogido, de publicarlas en tiempos más propicios.


Comienzan a surgir las nubes.

En este agradable estado de cosas transcurrieron algunos meses, al fin de los cuales Canales, tal vez desesperado por los sufrimientos de su prolongado encierro, o herido en su susceptibilidad al ver que todos, hasta los verdugos y los jefes, habían llegado a respetar a Sarabia por su brillante inteligencia y gran calidad humana, y a él lo consideraban en segundo término, empezó a cambiar su modo de ser, haciéndose de un carácter taciturno y reservado que mucho mortificaba a Sarabia, a quien en repetidas ocasiones llegó a hacer objeto de marcados desaires y hasta de groserías y desprecios que con el tiempo terminaron por volverlo también reservado y taciturno, al grado de hacérsele materialmente insoportable tan triste y dolorosa situación.


Sarabia se enferma del corazón.

Sin embargo, no por estas circunstancias el gran afecto que en el fondo sentía Sarabia para su infortunado compañero había desaparecido del todo, pues procuraba de mil maneras justificar su actitud, ya que indudablemente era víctima de alteraciones nerviosas provocadas por el medio ambiente del presidio, por el interminable aislamiento y por no saber con la frecuencia deseada en qué condiciones se encontraban sus familiares, que radicaban en la población texana de Eagle Pass.

Pero por más que trabajaba su cerebro no hallaba la respuesta satisfactoria, tanto más cuanto que Canales cada día se manifestaba más incomprensivo y procuraba lastimarlo con el menor pretexto, tratándolo sin la menor consideración y atribuyéndole mezquindades y bajezas que no estaban de acuerdo con los nobles sentimientos que en la felicidad o la desgracia habían siempre fulgurado en su corazón, y por los cuales se había conquistado el afecto y la admiración general.

Así las cosas, ya casi alejado espiritualmente de Canales, herido hasta el fondo del alma y sufriendo en su debilitado organismo los efectos de la pésima y escasa alimentación, del prolongado cautiverio y de la total insalubridad del calabozo, Sarabia comenzó a sentirse enfermo, no ya sólo del reumatismo, del estómago, de los ojós, de los pulmones y la piel, sino del corazón, cuyo mal, que lo habría de llevar al sepulcro al cabo de algunos años, empezó a manifestársele a fines de abril de 1910 con sofocación y fuertes palpitaciones que a la vez que lo imposibilitaban para ejercitar sus acostumbradas actividades, lo obligaban a permanecer la mayor parte del tiempo recostado en su lecho, y sin que se le prodigara ninguna atención médica por disposición del general Mass, no obstante que los doctores del Castillo habían ordenado varias veces que en vista de su gravedad, debería ser llevado de inmediato a la enfermería para que se le sujetara a un tratamiento especial.


Un patético documento.

En tales condiciones, sintiendo que su estado de salud oscilaba entre la vida y la muerte, y ante el temor de sucumbir lejos de los suyos, Sarabia se vio obligado a romper el silencio que siempre se había impuesto para no causar mayores tribulaciones a sus seres queridos con la relación de sus propios padecimientos, y a fines del mismo mes de mayo, después de haber sufrido la noche anterior un violento ataque de taquicardia, tomó lápiz y papel y escribió un formidable documento de acusación que por conducto de su amigo el teniente Calderón pensaba remitir a la prensa de la ciudad de México, a fin de que se conocieran las infamias de que era víctima y conmover los sentimientos de humanidad de todas las clases sociales para que clamaran justicia contra esos procedimientos que debía condenar un pueblo que se preciara de civilizado.

Sin embargo, ese tremendo yo acuso que revela la comprensión y la serenidad de espíritu del hombre que ha sufrido mucho, no se publicó jamás porque Sarabia, en un gesto de estoicismo y abnegación admirables, resolvió al fin que no fuera conocido, recogiéndoselo al teniente Calderón y destruyéndolo en el acto. Pero por fortuna, en el corto tiempo que el teniente lo tuvo en su poder, tuvo el acierto de hacer cuidadosamente un duplicado que guardó entre sus papeles, y así fue como en el año de 1922 el mismo oficial, ya con el grado de mayor, que bien se lo merecía, como una verdadera deferencia me proporcionó amablemente dicha copia, que a la letra dice:

Fuerte de Ulúa.
Mazmorra El Purgatorio.
Mayo 30 de 1910.

Sr. D. Juan Sánchez Azcona, Director de México Nuevo. México, D. F.

Sr. Director:

Mucho agradeceré a Ud. se sirva dar hospitalidad en su estimable diario a las siguientes líneas que me veo impelido a trazar en defensa del más elemental de los derechos: el derecho a la vida. Al solicitar de Ud. este favor, no apelo sino a sus sentimientos de humanidad.

He aquí, sencillamente trazados, los hechos que originan la presente.

Hace algunas semanas que estoy padeciendo taquicardia, enfermedad que como su nombre lo indica, consiste en la aceleración anormal de las palpitaciones del corazón, haciendo la respiración difícil, jadeante. A pesar de esto y de que los Sres. Dres. Loyo y Correa, que me han visto, han ordenado se me pase a ser atendido en la enfermería, continúo, contra toda justicia y humanidad, en esta mazmorra sin ventilación y sin luz, infecta y húmeda, donde falta aire cuando en el exterior soplan los más deshechos nortes, y donde es de noche a las doce del día. No se necesita tener conocimientos médicos para comprender que este cúbil antihigiénico no es lo más apropiado para quien está semiasfixiado.

Son perfectamente conocidos los lamentables efectos del aire contaminado, de los sitios obscuros y húmedos, aun para los más resistentes y sanos organismos, y es claro que sobre un organismo enfermo, esos malos efectos tienen que ser peores.

Con mucho menos de lo que yo tengo, y a la menor indicación del doctor o del practicante, hubiera pasado a la enfermería cualquier otro preso. Pero en mi caso, tres órdenes de que se me pase han sido desatendidas, ni se cumplen conmigo las prescripciones médicas; se me condena implacablemente a permanecer recluido en este antro tenebroso, abandonado a mi propia suerte, sea cual fuere mi estado, lo mismo si me alienta el vigor de la vida, que si me agitan las ansias de la muerte.

¡Se me pone fuera de la humanidad; el derecho de gentes no existe para mí!

En cambio, se me ha azotado. e esto hace ya bastante tiempo, pero no está por demás recordarlo para establecer el contraste. ¡La cicatriz del látigo se borró ya de mis espaldas, pero lo siento indeleblemente en el alma!

Como me disgustaría profundamente que se me tachara de hiperbolista o mentiroso, o se creyera que pretendo hacerme interesante inventando males que np tengo o exagerando los que padezco, declaro que en los momentos en que escribo la presente, no estoy materialmente muriendo, ni espero que una muerte fulminante me sorprenda de un momento a otro. Puedo tenerme en pie, alimentarme, ejercer alguna actividad, aunque con el resultado de experimentar después de ello mayor sofocación que la ordinaria. Lo que sí me atrevo a asegurar es que entiendo que puede considerarse seria una enfermedad que afecta un órgano tan importante como el centro de la circulación: lo que me parece rigurosamente lógico es que esta enfermedad adquiera caracteres cada vez más graves y pueda ser fatal en plazo más o menos remoto si se me abandona en este agujero perfectamente antihigiénico, donde se me tiene incomunicado hace más de dos años y medio.

Por lo demás, cuando los doctores han ordenado repetidamente mi pase a la enfermería, será indudablemente porque lo consideran necesario.

Es curioso observar que, según parece, la disposición inhumana de mantenerme sumergido en esta mazmorra contra viento y marea, obedece al temor de que, si me sacan de ella, me apresure yo a dirigir remitidos a la prensa a diestra y siniestra, como si estuviera poseído de grafomanía aguda.

Ahora bien; lo cierto es que si se me hubiera llevado a la enfermería, lo hubiera sencillamente agradecido, aunque no me han faltado medios ni oportunidades para dirigirme a la prensa, no había querido hacerlo por imperiosas y múltiples razones: por motivos de dignidad, que me hacen considerar impropio estar atronando los aires con plañideras quejas; por atención a las personas queridas a quienes he tratado de ocultar mi verdadera situación, y por otras muchas causas que sería prolijo mencionar. En suma: por carácter, no padezco, pues, la manía de los remitidos, y así lo he manifestado con sencillez cuando ha venido el caso; pero como se ha dado en considerarme peligroso, probablemente se han tomado mis declaraciones como estratagemas de refinada malicia, contra las que hay que desplegar gran sagacidad y desconfianza. Ahora por la primera vez y en circunstancias excepcionales me dirijo al público, y ya se verá que lo hago, no porque me hayan sacado del calabozo, sino precisamente porque no me sacan de él. A tan absurdo extremo se han querido llevar las precauciones para mantener mi incomunicación, que con ello materialmente me han obligado a romper el silencio que me había impuesto y a lanzar a la publicidad lo que con tanto afán se quería tener oculto.

Conste, pues, que con las medidas violentas, sin tener siquiera la disculpa de que con ellas se alcance el fin propuesto, se obtiene exactamente lo contrario, como lo demuestran a veces esta publicación y otras que se han hecho, precisamente cuando la dureza del tratamiento y el lujo de las precauciones vejatorias han traspasado los límites de lo soportable. Si se quiere sinceramente evitar molestias, conflictos, disgustos, el remedio es bien sencillo y lo he dado a conocer oportunamente: trato decente y humano; respeto a las garantías individuales; legalidad más que arbitrariedad; inteligencia más que violencia. Todos aquí tenemos bien entendido que estamos en una prisión y no en una casa de recreo: no pretendemos nada extraordinario; pedimos lo racional, lo justo, nada más. Esta es la verdad. Pero el temor -temor infundado, extraño, casi morboso-, ofusca la razón y de ahí que se den casos tan escandalosos como el que denuncio, no por crueldad -así lo creo en conciencia-, no por odios personales ni por perverso afán de causar mal, sino por ceguedad de criterio, por mengua de justicia, por falta de sindéresis.

Un detalle macabro: en este calabozo se suicidó aquel famoso Nevromoul, del robo de La Profesa. Alguna vez corrió aquí el rumor de que yo trataba de suicidarme, lo cual era completamente falso. Todo esto prueba, sin embargo, que aquí mismo se reconoce implícitamente que se me ha tenido en condiciones capaces de arrastrarme al suicidio. Hago constar que no atribuyo en estos hechos inauditos ninguna responsabilidad a los Sres. Dres. Loyo y Correa, puesto que han ordenado mi pase a la enfermería y me han dado algunos medicamentos. Agradezco sus atenciones. Cumplo también con un grato deber aprovechando esta ocasión para manifestar mi agradecimiento al Sr. Dr. Sobrino Casarín, que en tiempos pasados tuvo a su cargo la enfermería y a quien no pocas veces tuve que molestar con mis achaques, encontrando siempre en él exquisita afabilidad y humanitarios sentimientos.

Debo advertir que no es ésta la primera vez que se desdeñan las órdenes del doctor, no sólo conmigo, sino también con mi compañero César E. Canales, que fue traído hace como un año a compartir mi incomunicación por un remitido que publicó, en virtud de haber sufrido graves ultrajes y vejaciones. A Canales y a mí se mandó llevarnos al Dr. a la enfermería, hace poco tiempo, para someternos a cierto régimen dietético, por enfermedad del estómago; pero no se nos llevó. Tampoco es la taquicardia la primera y única enfermedad que me haya originado la maléfica influencia del medio en que vegeto. Las enfermedades de la piel, comezones, escoriaciones, sarpullido; los dolores reumáticos, el debilitamiento de la vista, la ruina del aparato digestivo, y otros males que no quiero nombrar, son aquí cosas corrientes, que casi no valen la pena de mencionarse. Son harto molestas, es verdad; minan, sin duda, la vitalidad del organismo, pero como no presentan un grave peligro inmediato, puede uno resignarse a soportarlos.

Me permito plantear estas cuestiones: ¿Soy un ser humano? ¿Tengo derecho a la vida? ¿Merezco siquiera las atenciones que como un simple hecho de civilización y sin dificultad alguna, se prestan a la generalidad de los sentenciados?

Los doctores dicen que sí, pero los soldados dicen que no.

Para que decida en definitiva en este asunto, apelo, no a un gobierno, ni a un grupo, ni a un partido; apelo a la rectitud de todas las gentes honradas, sean cuales fueren sus opiniones y su bandera; apelo a la suprema entidad moral que es siempre en sus fallos independiente y justiciera; ¡apelo a la conciencia pública! Voy a cumplir 28 años de edad. Tengo afectos, ilusiones, ideales. Aunque no temo la muerte, amo la vida y lucho por conservarla. Si llego a morir aquí, más pronto o más tarde, será muy a mi pesar y no sin que haya hecho todo lo posible por evitarlo. En previsión de tal caso declaro que amo a la humanidad y a la patria; que he obrado honradamente en todos mis actos; que no odio ni deseo mal a nadie. No siendo esta la ocasión ni el lugar para expresar una filosofía, aunque bien me agradaría dar libre curso al pensamiento, me concreto a expresar que la meditación y las lecciones del infortunio me han enseñado algo que pudiera condensarse en esta profunda, cuanto hermosa frase de Madame Stael: Comprenderlo todo es perdonarlo todo.

Una observación para terminar lo que a mí se refiere. Dentro de dos meses habré cumplido el término necesario para obtener la libertad preparatoria, y la habré solicitado. Hasta la fecha ningún impedimento legal existe en contra mía, pero quizá se tome como tal, aunque injustamente, el hecho de publicar la presente. Es decir, que por defender el derecho a la vida puedo perder el derecho a la preparatoria, y viceversa. Disyuntiva terrible; situación en verdad comprometida en la que también mi compañero Canales se encuentra, que hizo una publicación el año pasado, en circunstancias análogas a las mías. En espera de la resolución de los tribunales en este asunto, que gestiona nuestto defensor el Sr. Lic. Jesús Flores Magón, me abstengo de abasar comentarios.

Por lo que dejo dicho puede colegirse lo que callo, no queriendo tratar asuntos de mayor cuantía ni abusar de la hospitalidad recibida y de la paciencia del público. Hago constar que después de publicada la presente los procedimientos de rigor y las medidas precautorias salen sobrando, a menos que se pretenda ejercer una venganza. He dicho lo que tenía que decir y vuelvo a mi silencio voluntario, esperando que me ampare la justicia o me anonade la iniquidad.

Juan Sarabia.


Notas

(1) Tanto El Infierno como La Gloria y El Purgatorio, ya desaparecieron. Fueron demolidos en 1915 por órdenes de don Venustiano Carranza, pero en la actualidad se hacen aparecer como tales en San Juan de Vlúa, tres calabozos situados en una de las fortificaciones exteriores del Castillo con el nombre de mazmorras; y aunque estos calabozos son realmente pavorosos, distan mucho en parecerse a los anteriores, que eran unos antros verdaderamente infernales empotrados en el relleno de uno de los baluartes interiores, y cuya obscuridad era tan profunda y absoluta, que bien podría cortarse con un cuchillo, como dijo don José María Coellar en un estudio que en 1916 publicó sobre la misma fortaleza.

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