Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo XXIICapítulo XXIVBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO XXIII

SALGO DE NEW YORK. EN EL PUERTO DE VERACRUZ EL COMANDANTE DEL VAPOR DE GUERRA EL TACONI ME SACA DEL VIRGINIA Y ME CONDUCE AL SUYO POR LA FUERZA. EL VAPOR VIRGINIA ANCLADO EN EL PUERTO DE SISAL ES ASALTADO POR DOS LANCHAS. MI CUATIVERIO


El 6 de mayo de 1867 salí de New York acompañado de don Luis de Vidal y Rivas con destino a La Habana y St. Thomas en el vapor Virginia, de la carrera de Veracruz, La Habana y Sisal. A los seis días el vapor arribó a Veracruz, donde se detuvo descargando harina.

Los amigos y codiciosos me visitaron a bordo; ellos me impusieron de la situación del país. La plaza la asediaba una fuerza que mandaba el joven general Benavidez; su guarnición constaba de dos mil hombres nacionales y extranjeros fieles al emperador Maximiliano. Éste había sido traicionado en Querétaro y entregado a los republicanos. La capital continuaba imprevista, sostenida por una guarnición de seis mil hombres a las órdenes del general Tabera.

Mis primeras visitas que a bordo recibí fueron: el comisario imperial, don Domingo Bureau, y el comandante de la plaza, don Antonio Taboada. Me pareció que vacilaban respecto del partido que tomarían en las circunstancias que atravesaban, y les aconsejé proclamaran la República, evitando así una capitulación humillante; a la vez les ofrecí asistir a solemnizar el acto, pues no dejaría de tener importancia la presencia del que proclamó o fundó la República en ese mismo lugar hacía cuarenta y cinco años. Agradándoles el consejo, ofrecieron inculcar la opinión de la guarnición y comunicarme el resultado.

Un día pasé en la fortaleza de Ulúa con su comandante, el general Pérez Gómez, que me obsequió con una comida para mostrarme su adhesión por las distinciones que le dispensé en México. Esta demostración amigable y algunos vivas de la guarnición al verme, alarmó a los visionarios y aun dijeron que me había alzado con la fortaleza. Bureau y Taboada me comunicaron no haber dado la conferencia resultado alguno por la divergencia de opiniones ... pero en un momento que Bureau se entretuvo hablando con otro, Taboada me dijo: Bureau está rico, sólo piensa en salvarse, quiere entregar la plaza sin condición; es indispensable que usted baje a tierra. La presencia de usted y la autoridad que ejerce lo impedirán ...

Empeñé mi palabra de estar en tierra a las cinco de la tarde e influir en la proclamación de la República.

El archiduque Maximiliano en su prisión de Querétaro, y el buen nombre de México comprometido, ocupáronme algunos ratos. El joven príncipe, halagado y conducido por una respetable comisión de mexicanos, fue recibido en México con vivas demostraciones de contento; funcionó de emperador algún tiempo sin contradicción por sus buenas acciones y cualidades que lo distinguen; tuvo muchos adictos que sirvieron al imperio con lealtad. Confiando en la hidalguía de los mexicanos, en sus reiteradas protestas de adhesión y animado por el pundonor, negóse a retirarse con los franceses; quiso ser consecuente con sus compromisos. Y después que el mundo ha presenciado todo esto, no ha de ser posible que se atente contra su vida. Tales eran las reflexiones que a mis solas hacía. En honor de la patria habría empleado mis ruegos de muy buena gana para que a ese príncipe se le dejara regresar tranquilo a su casa de Miramar, al lado de su virtuosa esposa; pero mis ruegos para Benito Juárez ¿qué valor podían tener? Más bien le habrían perjudicado ... Al fin el árbitro de la vida del infortunado príncipe sació en él su ferocidad, sin permitir siquiera que sus defensores completaran su defensa: quería sangre y bastante derramó en los patíbulos en esos nefandos días.

Esperaba en la popa del Virginia la hora de bajar a tierra en cumplimiento de mi palabra, al presentarse a bordo un militar de alta estatura y mal semblante, preguntando por el general Santa Anna. El capitán del vapor lo llevó a mi presencia y equivocándolo con una de tantas visitas que me importunaban me puse en pie y le ofrecí el asiento.

No me siento, contestó ásperamente. Vengo a llevar a usted a mi buque: soy el comandante del vapor de guerra El Taconi, de los Estados Unidos.

Conocí luego que me las había con un enemigo, y sorprendido exclamé: ¡Oh Dios! ¡Otra vez los Estados Unidos haciendo la guerra a México! ¿Viene usted a sorprenderme para declararme prisionero de guerra? No puedo defenderme, estoy sin soldados; mas espero que no se abusará de la fuerza con el débil.

El comandante replicó: No me detendré en explicaciones, si usted no va de grado irá por fuerza.

Un buen alemán (pasajero) que a bordo me servía de intérprete vio a cuatro marineros de El Taconi dirigiéndose a donde yo me encontraba, y se anticipó a decirme: ¡General, es preciso evitar el ultraje de su persona; sírvase usted darme su brazo y trasladémonos al falucho de este americano, en quien observo malas intenciones!

Comprendí la razón que tenía y acepté su consejo. El vapor Taconi estaba anclado en la isla de Sacrificios y llegamos a él sin articular palabra. El comandante me condujo a su cámara y me dijo: Ahí tiene usted esa cama para descansar (señalándome su cama); estos mozos (dos jóvenes) proveerán a usted de cuanto le sea necesario.

- Gracias, comandante, nada necesito; saber pretendo si soy un prisionero de guerra, o ¿por qué me trata de esta manera?

- La persona de usted no estaba bien en la plaza de Veracruz; su vida estaba en peligro.

- ¿Y usted con qué derecho interviene en asuntos peculiares a la familia mexicana?

El comandante se levantó del asiento, saludó con su gorro y dio las buenas noches. A dos pasos retrocede, se acerca y me dice: He sido admirador del general Santa Anna ... y me place haberle salvado la vida ... y se retiró precipitado. El dicho alemán, que aún estaba presente, nos interpretó.

Los dos criados pusieron de comer y me ofrecieron agua con nieve; nada tomé. La noche la pasé sin dormir en un sillón; las últimas palabras del comandante me causaron una sensación profunda: ¡Cómo! ¿Quién atentaba contra mi vida en Veracruz?

A las siete de la mañana un oficial me anunció que el vapor Virginia estaba al costado esperándome, y que podía trasladarme a él cuando gustara. Al salir del buque, el comandante extendió su mano diciéndome: ¡General, adiós! Estoy contento de haber salvado su vida.

El Virginia a los tres días se encontraba anclado a la vista del puerto de Sisal, fuera de sus aguas; tenía que recibir carga y pasajeros para La Habana, y se detuvo tres días.

Al saber que en la ciudad de Mérida, a diez leguas de Sisal, los republicanos y los imperialistas se batían desesperadamente, un sentimiento de humanidad me movió a ofrecer a los dos jefes contendientes mi mediación para un acomodamiento que economizara la sangre de hermanos.

Acaudillaba a los republicanos Zepeda Peraza, enemigo mío desde que un tiempo de mi gobierno las autoridades locales lo persiguieron por revoltoso, y aunque ni noticia tuve de esos procedimientos, él creyó que emanaban de mi mandato.

Proporcionándosele hacerme mal, no desaprovechó la ocasión: dispuso que dos lanchas cañoneras al mando del comandante de Sisal asaltaran al vapor Virginia, me apresaran y condujeran a tierra. El capitán, al ver violado su pabellón, protestó enérgicamente y se opuso al ultraje de mi persona; mas nada contuvo a aquellos piratas.

Vidal y Rivas noblemente se constituyó en prisionero para poder seguirme. En tierra el comandante militar me alojó en su casa en clase de prisionero, declarando francamente que en los procedimientos acabados de ejecutar no estaba de conformidad con su jefe; me trató decentemente y advertí en él buenos sentimientos. A los cuatro días me embarcaron en una lancha con dirección a Campeche; Vidal y Rivas siguió en mi compañía.

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