Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo decimocuarto - El caso KersnerCapítulo Décimosexto - El camino del infiernoBiblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo decimoquinto
Libertad sin cadenas



Una vez finalizado el juicio contra Kersner, se produjo una tregua en la guerra contra Emma, ya que los funciOnarios aguardaban vigilantes a que se arriesgara a marcharse al extranjero. Pero Emma frustró sus planes negándose a ser tan indiscreta y optando, en cambio, por entregarse a diversas causas: con extraordinaria energía se dedicó a reunir las dispersas fuerzas del anarquismo, a mantener a flote Mother Earth y a pronunciar conferencias sobre el anarquismo, la literatura, el papel de la mujer en la sociedad y, más tarde, la limitación de la natalidad.

Quizá la lucha más trascendental de todas las empeñadas por Emma en esos años fue la batalla por hacer valer la libertad de palabra en todas las comunidades del país, desde Boston hasta Los Ángeles.

Libertad sin cadenas>, por usar una expresión suya, sería el título más adecuado para designar el grandioso drama en el que actuó sin desmayos durante este período.

Desde 1897 realizaba giras por el país, una vez en busca de fondos para un radical encarcelado, otra para defender una causa justa. Cuando la policía trataba de impedir que Emma hablara, casi invariablemente se producía un combate en defensa de la libertad de palabra.

El drama se desenvolvía con una simplicidad casi clásica: Emma llegaba a la ciudad con la intención de pronunciar sus conferencias. La policía censuraba o procuraba censurar los conceptos de la disertación. Acto seguido, un número imponente de radicales, liberales y, a veces, hasta conservadores¡ que creían al pie de la letra en la Primera Enmienda, unían sus voces para protestar contra la intervención de la policía y su pretensión de determinar qué era lo que debía oír el pueblo.

En algunas ocasiones, quienes apoyaban a Emma reunían fuerzas para luchar contra la represión policial y, cuando era necesario, ayudarla en los procedimiehtos legales que se entablaban contra ella.

Hutchins Hapgood, por ejemplo, relata en sus memorias que organizó un acto en Indianápolis para que Emma hablara. Seguro de contar con un público de varios cientos de personas, concurrió a la oficina del alcalde Charles Brookwalter, antiguo sindicalista, a fin de averiguar si tenía algún reparo que oponer. El alcalde le informó que mientras no se cobrara entrada, Emma tenía todo el derecho de pronunciar una conferencia. Sin embargo, el jefe de policía vedó prácticamente la reunión, y fue interesante ver partir los autos de las personas adineradas y elegantes que habían concurrido con el deseo de escuchar a Emma, placer del que se vieron privadas por sus servidores, los policías.

Hapgood observó que estos actos de represión eran siempre seguidos por las protestas de los ciudadanos bien intencionados que creían en la libertad de palabra.

2

Si echamos una rápida ojeada a los números del Inter-Ocean de Chicago aparecidos desde marzo hasta abril de 1908, tendremos otra visión general de cómo se desarrollaban comúnmente los acontecimientos:

5 de marzo, Emma Goldman llega a la ciudad;
7 de marzo, habla en público;
8 de marzo, se pruducen choques con la policía durante la reunión;
9 de marzo, los anarquistas van con Emma Goldman a visitar el cementerio de Waldheim;
16 de marzo, la policía saca a la reina roja a la rastra del salón donde se efectuaba el mitin;
20 de marzo, en un sermón, el rabino Hirsch defiende el anarquismo;
24 de marzo, William Dudley Foulke escribe una carta al editor, El Derecho a la Libertad de Palabra;
31 de marzo, eminentes ciudadanos prestan ayuda a Emma Goldman -se unen al movimiento en pro de la libertad de expresión-, quien comparece ante la corte para defender su derecho a hablar;
5 de abnl, Emma Goldman escribe un artículo de dos páginas sobre las actividades de la policía y la conspiración para limitar la libertad de palabra.

Emma había llegado a Chicago poco después de un supuesto atentado contra la vida del jefe de policía Shippy, acto del que se acusaba a un oscuro joven llamado Lazarus Averbuch.

Enardecida por los acontecimientos, la policía se mostró firmemente decidida a impedir que Emma ocupara la tribuna pública. Los amigos le aconsejaron que abandonara la ciudad pero, como era fácil suponer, ella se negó a hacerlo. Luego se encontró con que la policía había aterrorizado hasta tal punto a los dueños de los locales que ninguno quiso arrendarle el suyo.

Ante esta situación, Ben L. Reitman, excéntrico médico de Chicago que gozaba de la equívoca reputación de ser el rey de los vagabundos, le ofreció la tienda vacía que utilizaba para congregar hombres desocupados o errantes. Según le comunicó a Emma, la policía le había informado que, si la oradora encontraba un lugar donde hablar, nadie se lo prohibiría. Emma aceptó el reto; pero cuando Reitman y sus vagabundos estaban entregados a la tarea de limpiar y preparar el local para el mitin, recibieron la visita de algunos inspectores de edificación e incendios, quienes dictaminaron que las condiciones de aquel salón improvisado no permitían que en el mismo se reunieran más de nueve personas a la vez.

Emma recurrió a un ardid. Por intermedio de sus amigos, organizó una velada social y musical que se realizaría en el Working Men's Hall, cuidando de que su nombre no apareciera en los anuncios. Se proponía eludir a la policía, presentarse por sorpresa y pronunciar su vedado discurso.

Reitman era el único extraño que conocía sus planes y, sin tardanza, informó secretamente a un periodista que Emma tenía la intención de hablar en aquella reunión. Advertida de antemano, la policía se abalanzó sobre la plataforma cuando Emma se puso de pie para iniciar su disertación. Uno de los agentes, el capitán Mahoney, arrastró literalmente a Emma hacia una salida. Temerosa de que hubiera derramamiento de sangre, la detenida previno a sus adictos contra la provocación de la policía y les rogó que se retiraran pacíficamente. De tal manera, con su sangre fría y rapidez de pensamiento, evitó sin duda que se produjera un grave choque (1).

Tan arbitraria conducta de la policía disgustó profundamente a personas de ideas independientes y hasta provocó la protesta de algunos periódicos.

El rabino Hirsch, eminente líder judío, fustigó la estupidez oficial de intentar suprimir las ideas por medios violentos. William Dudley Foulke, conocido republicano, envió una contundente carta a la prensa, en la cual declaraba que debían eliminarse la malicia y la intervención oficiales. Otros se unieron a los gritos de protesta. Como consecuencia, se formó una filial de la Liga Pro Libertad de Palabra con el propósitd de evitar la repetición de hechos de esta naturaleza.

Cuando Emma volvió a Chicago (en 1910), la policía le aseguró que se le permitiría hablar sin interferencias. No deseaba otro movimiento de la opinión pública que le dierá tanta publicidad a la conferenciante anarquista.

La situación imperante apareció bien resumida en un artículo del Sunday Tribune de Detroit (5 de abril de 1908), donde se afirmaba que la policía estaba haciendo del anarquismo un coco para meter miedo a la gente y saltaba a la vista que, si algún peligro representaban los oradores incendiarios, éste era con toda seguridad resultado de la furiosa arremetida de los batallones policiales.

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Fue durante este episodio que Ben L. Reitman entró en la vida de Emma.

Margaret Anderson, que ganara fama con su Little Review, comentó, muy poco amablemente, que el fantástico doctor Ben Reitman ... no era tan terrible si uno dejaba a un lado todos sus conceptos acerca de cómo debe actuar un ser humano y cuál debe ser su aspecto. A decir verdad, las fotografías de Reitman no lo mostraban tan espeluznante como se decía, sino más bien como un hombre de orgulloso porte. Según Emma, era alto, su cabeza estaba bien formada y cubierta por una mata de oscuros cabellos ensortijados que, desgraciadamente, y al igual que sus uñas, se mantenían a salvo del agua y del jabón. Sin embargo, Emma se sintió atraída por Reitman. Éste despertó en ella una pasión que le hizo olvidar sus bien fundadas sospechas de que había sido él quien informó a la policía sobre la reunión que planeaba realizar. Echaron a un lado todas las barreras internas y la reina roja se unió al rey de los vagabundos en el amor y el trabajo.

Con noble gesto propio de la realeza, Reitman renunció a su trono en aras del amor. Sus antiguos súbditos, reunidos en solemne asamblea, declararon con cierto convencionalismo que, por haberse comportado su rey en forma indigna de un miembro del partido de los vagabundos y haberse ido tras Emma Góldman, la reina anarquista, consideraban que ya no le debían lealtad e informaban al público que quedaba destituido.

Por ser personas de tan puras costumbres, los vagabundos de Reitman respetaban todas las reglas de la vida social, hasta tal punto que les resultó imposible aceptar que su jefe fuera consorte de la notoria Emma Goldman.

El pasado de Reitman no había sido menos extraño que la gente a quien frecuentaba cuando Emma lo conoció. Por más que buscara en su memoria, no recordaba un solo momento de su vida en el que no hubiera tenido alguna relación con parias sociales, borrachos, rufianes, prostitutas, mendigos y fulleros.

Nació en St. Paul, Minnesota, en 1879; contaba apenas unos pocos años cuando su padre, vendedor ambulante, abandonó a la familia. A la edad de ocho años comenzó a hacer mandados para las prostitutas que habitaban en el barrio bajo ubicado cerca del Polk Street Depot de Chicago. A los once años se fugó de lo que pasaba por ser su hogar, y sus continuos viajes sin rumbo fijo lo llevaron prácticamente a recorrer el mundo.

Siempre guardó dentro de sí el resentimiento que el apodo de judío Ben, endilgado despectivamente por sus compañeros de juegos de Chicago, había despertado en él. Por eso, a los diecisiete años, aprovechó la ocasión que se le brindara en una misión del Bowery para convertirse formalmente en cristiano bautista.

En 1899 entró como conserje en la policlínica de Chicago, donde se le presentó la oportunidad de su vida: algunos médicos se interesaron por él y lo ayudaron a dar el extraordinario salto que significó el ingresar en la carrera médica con una exigua instrucción equivalente al cuarto grado.

Luego, como él mismo expresó, sin saber cómo, pasé por la escuela de medicina y aprobé los exámenes.

Como compañero y administrador, Reitman hizo pasar muchos momentos difíciles a Emma. Ésta no podía dejar de reaccionar ante el modo de pensar y la frivolidad de este hombre.

Tomemos, por ejemplo, un párrafo característico de Following the Monkey, su autobiografía inédita.

Acusado por la señora F. J. McBain-Evans de haber impulsado a su hijo a llevar una vida de vagabundo y de ser, por consiguiente, responsable de la muerte de éste, Reitman escribió:

La publicidad que se dio al asuntp atrajo la atención de los periódicos extranjeros. Les parecí una figura interesante cuando se enteraron de que, si no hubiera conpcido a Emma Goldman y no se hubiera desencadenado una guerra mundial, yo podría haber llegado a ser rey de Servia (Reitman había planeado trasladar a tres mil vagabundos a Servia para asediar Belgrado).

Durante las giras, el mujeriego Reitman andaba siempre a la caza de romances de una noche. En una reunión conocí a la nieta de Brigham Young (no aclara cuál) y casi entablo una relación amorosa con ella.

En Everett, Washington, se enredó con una joven alta, de aspecto teosófico. Pero había en él cosas más graves, como por ejemplo su equívoca honestidad y sus conexiones con el mundo nocturno.

Durante la primera gira que realizaron juntos, en 1908, Reitman tomó secretamente parte del dinero reunido con la venta de entradas y de literatura, a fin de pagar sus deudas y enviarle dinero a la madre. Luego, en Spokane, un amigo suyo apodado el Delicado Dan le entregó seis portamonedas con un total de setenta dólares que había tomado inocentemente de los bolsillos del público asistente a la conferencia de Emma.

Escrupulosamente honrada en materia de dinero, esta última se puso furiosa cuando se enteró del incidente. Aunque tomó las providencias necesarias para evitar qua tales episodios volvieran a repetirse, nunca logró hacerle comprender a Reitman cuán ridículo era que aceptara tranquilamente dinero robado a las personas que venían a oírla hablar sobre una sociedad más justa.

Cuando volvieron a Nueva York, en el círculo de amigps de Emma se criticó mucho a Reitman. Les desagradaban profundamente los actos irresponsables de éste y encontraban risible que dictara clases de religión los domingos en la oficina de Emma. Aunque esta última defendía el derecho de Reitman a la libertad de expresión, pese a que no estaba en modo alguno de acuerdo con él, otros anarquistas se burlaron al ver a Jesús en el santuario de una atea. (Años más tarde, Reitman alcanzó la cúspide de lo absurdo cuando invitó a un grupo de personas que habían concurrido a una conferencia atea de Emma sobre El Fracaso del Cristianismo a orar con él para pedirle a Dios que ayude a los pobres trabajadores).

Berkman, al igual que los demás, se resistía a creer que Emma pudiera amar a un hombre tan extraño a su mundo.

Nada pudo hacerle cambiar de idea respecto de él: a su juicio, aquel individuo no pertenecía de corazón al movimiento anarquista ni era un rebelde, y carecía de sentimientos sociales. Aceptaba que les traía beneficios monetarios, pero lo consideraba perjudicial en el aspecto moral.

A tales críticas Emma replicaba: Mi vagabundo aprenderá.

Reconocía que sus amigos tenían razón, pero no podía dejar de amar a Reitman. Como escribió más tarde, en dos semanas lo conoció tal cual era.

Detestaba su inclinación al sensacionalismo, a la ampulosidad y a la fanfarronería y su promiscuidad, en la que demostraba una absoluta falta de selección; pese a todo, había en Ben algo grandioso, primitivo y espontáneo, que resultaba terriblemente encantador.

En realidad, Reitman no era más que un niño grande a quien Emma puso bajo su ala. Él la llamaba su mamita de ojos azules, y ella muchas veces lo trataba como si fuera un pequeño.

Además, en su calidad de hijo del abismo, de paria social despreciado y rechazado por las personas respetables, despertaba la simpatía de Emma. Ésta les recordaba, a Berkman y a otros, qué siempre habían hablado de ayudar a los delincuentes y a los proscriptos de la sociedad, pero cuando os encontráis con una de estas criaturas, os apartáis de ella con un gesto de desprecio ... y la empujáis de nuevo al precipicio.

Su amigo Hutchins Hapgood demostró comprender los sentimientos de Emma al escribirle que le conmovía ver cómo, infaliblemente usted siempre mostró una simpatía espontánea por los postergados. Quizá el ejemplo más notable de ello fue su actitud hacia Ben. Él era, simbólicamente al menos, el hombre postergado, y me imagino que el sentirlo así fue más que la pasión lo que la llevó a amarlo.

Aunque, en muchos aspectos, la vida con Reitman significó un verdadero suplicio, este hombre colaboró activamente con Emma en su lucha por la libertad de palabra y en su obra general.

Antes de que Ben asumiera las funciones de administrador, cada vez que Emma llegaba a una ciudad debía buscar la colaboración de amigos que habitaban en la misma para encontrar sala, hacer la debida publicidad y conseguir alojamiento, todo lo cual implicaba una inseguridad que desapareció cuando Reitrnan se convirtió en su representante.

Su exhibicionismo y su olfato para hallar los aspectos dramáticos dignos de resaltar, permitían a Ben realizar la publicidad de las conferencias de Emma con el mucho mejor resultado que el logrado mediante la propaganda seria dirigida a las personas fieles a la idea.

Indice del buen éxito que obtuvo el sensacionalismo de Reitman es el notable aumento de público verificado en 1909, es decir, al año siguiente de que empezaran a trabajar juntos.

4

En el número de Mother Earth aparecido en enero de 1909, Emma afirmaba con exaltación que era maravilloso oponerse a un mundo de estupidez, pereza mental y cobardía moral.

Tal vez fuera maravilloso, pero el concepto que añadía luego era más profético de lo que ella misma suponía: Al mundo le disgusta tomar conciencia de sí mismo.

La parte norteamericana de este mundo aborrecía tanto el tomar conciencia de sí misma que en un solo mes, mayo, le impidió hablar en once lugares diferentes.

No caben dudas de que 1909 fue el año de la lucha por la libertad de palabra.

La cosa comenzó de modo explosivo. En enero Emma llegó a San Francisco e hizo su primera presentación, de una serie que incluía ocho conferencias y dos debates. Cuando ella y Reitman se dirigían al local donde pronunciaría su segunda disertación, fueron arrestados por conspirar e incitar a la revuelta, amenazar con hacer uso indebido de fuerza y violencia, y alterar la paz pública.

Vista la gravedad de los delitos, se fijó una fianza de 16.000 dólares para cada uno. Varios días después se dejaron a un lado los cargos antedichos, que fueron reemplazados por otros menos serios: Se los acusó de efectuar reuniones ilegales, postular la abolición de todo gobierno organizado por innecesario, y predicar la doctrina anarquista.

Durante el juicio, el fiscal sólo pudo presentar el testimonio de un policía, quien afirmó, que Emma había hecho la siguiente declaración incendiaria: Los jueces y la policía se llevan vuestro dinero, eso es todo lo que hacen por vosotros.

No recordaba ningún otro punto peligroso de su discurso, que duró dos horas; además, tuvo que reconpcer que el público se había comportado con toda cordura. Entonces, el fiscal de distrito Ward hizo algunas referencias, que nada tenían Que ver con el caso, a los Industrial Workers of the World (2), y habló de camisas y corbatas rojas.

Tras el grotesco alegato del fiscal, el juez no tuvo más remedio que solicitarle al jurado que absolviera a los reos.

El 31 de enero se realizó una recepción monstruo a la que concurrieron dos mil personas que llenaron la sala más grande de la ciudad, en una imponente manifestación de apoyo a la libertad de palabra; la policía actuó en esa oportunidad sólo como espectador pasivo.

Poco tiempo después, en el extremo opuesto del país, el jefe de policía de New Haven, Henry Cowles, adoptó un procedimiento inverso al acostumbrado: permitió que Emma entrara en la sala, pero prohibió que los demás lo hicieran.

Al parecer, consideraba que de esta manera no tocaba su derecho a la palabra, mas olvidaba que así privaba a Emma del derecho de comunicarles sus pensamientos a quienes deseaban oírla y, a su vez, a éstos del derecho a escucharla.

Cuando la prensa publicó comentarios sumamente adversos acerca de su acción, el jefe Cowles le escribió al fiscal general George Wickersham una carta de queja. ¿No existía ninguna ley general, promulgada después de la muerte de nuestro llorado Presidente MeKinley, que sirviera para impedir que Emma Goldman hablara?

Las razones que presentó para justificar su procedimiento, efectuado sin siquiera saber si había alguna ley en su apoyo, pusieron al descubierto una actitud muy común en la esfera policial. Le había negado la entrada al público porque la conferenciante es una persona indeseable, a quien la gente buena y respétable de esta ciudad no quiere oír, cualquiera sea el tema que trate. Además, en su omnisapiencia, Cowles había decidido que Emma era culpable del asesinato de McKinley: Creo firmemente que ella fue la causante del asesinato del PresiHente McKinley. Él fiscal general se vio obligado a responderle al frustrado Cowles que no había ninguna ley federal que sancionára su posición.

Un domingo de mayo, Emma se disponía a dar una conferencia intitulada Henrik Ibsen, Iniciador del Teatro Moderno, tercera de una serie que debía pronunciar en Lexington Hall.

Cuando comenzaba a hablar sobre Henrik Ibsen, el sargento del escuadrón antianarquista saltó sobre la plataforma gritando: Usted se aparta del tema; si lo hace otra vez, suspenderé el acto.

En vano trató Emma de convencerlo de que no se apartaba del tema, ya que para el docto representante de La Mejor de Nueva York no existía relación alguna entre el teatro e Ibsen.

Puesto que Emma no podía hablar sobre este autor sin nombrarlo cada tanto, el policía interpretó que lo estaban desafiando abiertamente y, excitado además por la actitud burlona del público, resolvió cortar por lo sano. Repentinamente, resonó una voz que ordenaba el inmediato desalojo de la sala; los policías arrancaban a la gente sus asientos y si alguien protestaba lo hacían callar a garrotazos.

Con su decidida acción, los guardianes del orden salvaron al público de tener que oír más conceptos acerca, de Ibsen.

Según una crónica publicada por el Times de Nueva York al día siguiente (24 de mayo), se le impidió a un público indignado escuchar la conferencia de Emma sobre teatro.

En rigor, indignado era un adjetivo insuficiente: los asistentes se pusieron furiosos y, a diferencia de lo sucedido en otros casos similares, esta ira tuvo sus consecuencias.

Entre los norteamericanos nativos que habían acudido deseosos de saber algo sobre Ibsen, se encontraba, por ejemplo, Milton Rathbun, viuda de un destacado comerciante de Nueva York. Esta mujer hizo oír su voz airada, lo mismo que otros ciudadanos notables que no vacilaron en declarar públicamente que se consideraban víctimas de un ultraje.

Alden Freeman, miembro del Mayflower Club e hijo de Joel Freeman, tesorero éste durante largo tiempo de la Standard Oil Company, se hizo vocero de este clamor de protestas.

Alden Freeman, que era socialista, pertenecía a la Orden de Cincinnati, lo mismo que el general Bingham, comisionado de policía. En una carta dirigida a la prensa, Freeman recordó que, acompañado por un alto funcionario de la New York Life Insurance Company y un abogado de Nueva York, hombre de gran riqueza y elevada posición social, había oído el año anterior una conferencia de Emma Goldman sobre teatro:

Opino que la señora Goldman trató el tema de modo admirable. Lo hizo con inteligencia, claridad y brillo; considero que, en lo que se refiere a Ibsen y a los autores rusos, su disertación fue superior a las conferencias que recientemente he oído pronunciar sobre el mismo tema a un profesor de la Universidad de Columbia.

La segunda vez que oyó a hablar a Emma, se encontraba en compañía de un abogado que era socio de un senador republicano, y de la esposa de un ex senador demócrata; fue en esa oportunidad cuando la policía dispersó la reunión por la fuerza:

La mayoría de los presentes eran norteamericanos por cuya sangre corría el amor por la libertad de palabra y de reunión. Probablemente, aquélla fue la primera vez que sufrieron el embate de la arbitrariedad ...

Confesaba que desde aquel momento humillante, le había sido imposible tomar alimento.

Profundamente indignado, Freeman hizo los trámites necesarios para que Emma hablara en el English's Hall de su pueblo natal de East Orange, Nueva Jersey. En esa oportunidad, la policía impidió que se realizara el acto y provocó un incidente comparado luego por Freeman, de modo bastante pintoresco, con la Tertulia del Té de Boston (3):

Una veintena de mozos de Orange, disfrazados de policías, hombres con ropas civiles y detectives del Condado, defendieron el cuartel general de los ingleses en East Orange y obligaron a los norteamericanos a retroceder hasta un establo. Esta fue la famosa Tertulia del Establo de Orange.

La Tertulia del Establo se efectuó en la caballeriza de la propiedad de Freeman, ubicada en la parte más selecta de la aristocrática East Orange. Devolviendo bien por mal, Freeman invitó a la policía a entrar. Casi mil espectadores quedaron afuera por falta de espacio. Una dama de la sociedad, al ver la confusión reinante, propuso que los policías invitados dispersaran a la gente que se agolpaba fuera a fin de que Emma pudiera iniciar su disertación.

La conferenciante rechazó la propuesta declarando con énfasis que en un minuto, la policía crearía más confusión de la que podría detener en cinco años.

En medio de las consiguientes risas y aplausos, añadió, según un periodista:

AqUí estamos bien protegidos, mirando al jefe de policía.
- Es porque la conocemos-, dijo este último.
No lo crea -replicó la señora Goldman entre las carcajadas del público-, porque si me conociera, sabría que sé cuidarme sola. Estoy aquí para protegeros de vosotros mismos.
La multitud prorrumpió en estruendosas carcajadas y aplausos.

Finalmente, Emma pronunció su conferencia, que concluyó con palabras de agradecimiento hacia sus amistosos enemigos, la policía y la prensa.

- Si la verdad dependiera de Emma Goldman, no valdría la pena, pero depende de la justicia y de la libertad humanas. Estoy agradecida, profundamente agtadecida, a la policía y a los periódicos por actuar de manera tal que impulsan a la gente a pensar mil veces más de lo que yo por mí misma podría lograr-. A estas palabras siguió un sincero aplauso.

Tales protestas contra la censura ejercida por la policía encontraron por último expresión pública en un mitin realizado en Cooper Union, donde se reunieron cerca de dos mil personas. El acto fue auspiciado por la Comisión Pro Libertad de Palabra, al que pertenecían, entre otros, Louis F. Post, C. E. Scott Wood, Eugene V. Debs, Clarence Darrow, William English, Anna Strunsky Walling, B. O. Flower, William Marion Reedy, J. G. Phelps y Rose Pastor Stokes.

En la reunión estuvieron representadas todas las ideas radicales y liberales: John S. Crosby, otrora ayudante de Henry George, levantó la bandera del impuesto único y censuró la inconsciente opinión pública que permitía que la fuerza policial reprimiera las libertades civiles. Gilbert E. Roe habló en nombre de los liberales. El ex diputado Robert Backrer pronunció vehementes conceptos populistas contra los grandes privilegios. Voltairine de Cleyre representó a los anarquistas con un inteligente discurso en el que afirmó que la libertad de palabra nada significa si no incluye también la libertad de decir aún aquéllo que no nos gusta que se nos diga.

Entre las muchas cartas de protesta y promesas de apoyo, la enviada por Eugene V. Debbs, manifestaba la idea justa: en nombre de los socialistas, afirmaba que Emma Goldman tenía derecho a ser oída:

Si no tiene ese derecho ... tampoco lo tenemos nosotros; y si toleramos que silencien su voz, también la nuestra debería ser acallada.

Hasta algunos diarios, que habían aprobado a la policía cuando impidió los actos en los que Emma congregaba a los radicales inmigrantes, demostraron su indignación ante el episodio de Lexington Hall.

En un artículo de fondo, el Evening Sun de Nueva York informaba con enojo a la policía que en los Estados Unidos existía la libertad de palabra y le explicaba su significado: el pueblo vivía bajo una Constitución y no bajo la imaginaria y sumaria jurisdicción de ridículos policías ignorantes y analfabetos.

El resultado de tanto revuelo fue que cuando Emma trató nuevamente de hablar sobre Ibsen, doscientas cincuenta personas pudieron oír, sin que nadie las molestara, su terrible disertación.

El alcalde McClellan destituyó al general Bingham y nombró a un nuevo comisionado de policía. Pero lo más importante de todo es que estos hechos impulsaron a una cantidad de ciudadanos a unirse para formar la Liga Pro Libertad de Palabra. con el propósito de proteger preciosos derechos civiles de la población.

Así se sucedían las batallas. En el otoño de 1909, Emma pudo hablar en Providence, pero le fue imposible reunir dinero. En Boston, a pesar de que la policía se esforzó por asustar a los propietarios de locales para que no le arrendaran ninguno, la conferenciante anarquista logró finalmente que le alquilaran una sala donde pudo hablar.

No tuvo tanta suerte en Malden, pues allí sólo consiguió un edificio a medio construir. Cuando quiso hablar en Lynn, arrendó una sala a un funcionario de un sindicato, quien, a último momento, le informó que la misma no estaba disponible; sin desmayar, Emma buscó otro'recinto. En Worcester, el jefe de policía le prohibió terminantemente hablar en público; pero la situación quedó salvada gracias a una figura emersoniana, el párroco de la iglesia episcopal, Eliot White, quien ofreció a Emma su casa para que pronunciara su disertación.

Vemos, pues, que la llegada de Emma provocaba siempre una gran tormenta que parecía amenazar sobre el horizonte por doquier. Cansado de la situación, el periódico Republican de Springfield (Massachusetts) preguntó con impaciencia: ¿Es necesario que nuestro país esté en perpetua histeria a causa de Emma Goldman y Alexander Berkman?

Por el momento, la respuesta era afirmativa. Los norteamericanos no estaban dispuestos a aceptar que alguien pusiera en tela de juicio sus adoradas creencias; y por su parte, los censuradores que provocaban su histeria, Emma y Berkman, no tenían la menor intención de callarse la boca.

5

Por el contrario, el año 1910 fue uno de los más fructíferos para Emma. En una sola gira visitó treinta y siete ciudades y veinticinco Estados, habiendo pronunciado ciento veinte conferencias ante numerosos públicos y vendido, con ayuda de Reitman, diez mil libros, sin contar otros cinco mil que se obsequiaron.

Les quedaron más de 4.000 dólares netos, de los 25.000 que reunieron en concepto de entradas, más de 1.000 dólares con la venta de libros y 300 dólares con las suscripciones a Mother Earth. Pero, por sobre todo, Emma libró felizmente cinco batallas en pro de la libertad de palabra.

Fue durante aquella gira que Emma hizo su entrada en Madison. Su sola presencia bastó para desencadenar una serie de sucesos que conmovieron a la Universidad de Wisconsin.

Debía hablar la noche del 26 de enero de 1910. Llegó aquel mismo día, varias horas antes de la fijada para la conferencia; conversó con estudiantes y profesores, cuyo evidente entusiasmo le produjo gran placer. Aceptó gustosamente la invitación que le formuló un grupo de estudiantes para que pronunciara, esa misma tarde, una conferencia en el salón de la Asociación de Jóvenes Cristianos de la universidad. Por la noche recibió una agradable sorpresa, pues concurrieron al acto gran cantidad de estudiantes y un grupo de profesores.

A la mañana siguiente, visitó las instalaciones a invitación del profesor E. A. Ross, conocido sociólogo. Abandonó Madison convencida de que su estada había sido excepcionalmente pacífica; no se imaginaba m remotamente hasta qué punto se equivocaba.

Antes de que Emma llegara a Madison, un estudiante se presentó ante el profesor Ross para informarle que alguien destrozaba los carteles donde se anunciaban las conferencias de Emma. Luego, Ross interrumpió su clase de sociología elemental (la que, por rara ironía, trataba sobre la evolución del Estado desde el régimen de fuerza hasta el tendiente al beneficio público) para intercalar estas observaciones:

Me han dicho que una señora de Madison se ha dedicado a arrancar los carteles que anuncian la conferencia de la señora Goldman. Ahora bien, nada tengo que ver con el anarquismo filosófico, pero sí creo en el principio de la libertad de palabra. Por ésta y ninguna otra razón quiero recordarles que la señora Goldman hablará esta noche a las veinte horas en el Knights of Pythias Hall.

En la mañana siguiente, como ya sabemos, llevó a Emma a visitar la casa de estudios para mostrarle sus bellezas. De inmediato, los periódicos del Estado reaccionaron con estrepitosa violencia.

El Democrat de Madison y el State Journal de Wisconsin pedían a gritos el académico cuero cabelludo de Ross.

El Free Press de Milwaukee opinaba que el comportamiento del profesor al querer agasajar a Emma sólo merecía las más severas críticas.

El Daily Free Press de Beloit hizo inconscientemente mofa de su propio nombre al atacar la libertad académica y publicar una versión falsa de la confesión de Czolgosz, en la cual se hacía aparecer a Emma como cómplice directa en el asesinato de McKinley.

Algunos periódicos se contentaron con describir el incidente como una tormenta en un vaso de agua, pero la actitud de una gran mayoría apareció resumida en las furiosas palabras del Democrat de Madison:

Y por qué no habría de consternarse nuestra sociedad civilizada al ver que una vocinglera anarquista confesa como Emma Goldman es anunciada formalmente por un profesor de la universidad a los alumnos de dos de sus clases, cuando varios profesores y muchos estudiantes le dan la bienvenida sin que nadie alce su voz de protesta frente a semejante proceder que ha despertado la indignación del pueblo.

Evidentemente, el hecho de que un profesor de una universidad estatal diera a Emma una cálida bienvenida, era como si un sacerdote anunciara la visita del diablo y luego, con gesto hospitalario, llevara al Príncipe Negro a recorrer su parroquia.

El presidente Charles R. Van Hise, dirigente académico de los progresistas, se apresuró a reconvenir a Ross por las dificultades que le había acarreado a la universidad:

Creo que debería haberse percatado de que al menos algunas personas tomarían su acto de anunciar a la conferenciante como signo de que usted simpatiza con sus ideas; con sólo recordar los antecedentes de la señora Goldman debería haber previsto que su comportamiento despertaría la indignación popular ... Confío que en el futuro se cuidará mucho en asuntos tan delicados como éste, que pueden dar lugar a falsas interpretaciones respecto de la posición y enseñanza de la universidad sobre materias que tocan directamente al sentimiento público.

En una patética respuesta, Ross capituló totalmente:

Estoy del todo de acuerdo con usted en que, por las razones que enumera, fue impropio de mi parte anunciar la conferencia de la señora Goldman. Puede tener la absoluta seguridad de que no volveré a cometer un error de esta naturaleza.

Tan abyecta disculpa y completa sumisión no fueron óbice para que los regentes de la universidad pensaran en expulsarlo. Pero después de una amplia investigación se limitaron a suspenderlo, tras hacerle llegar una nota de profunda reprobación por su falta de criterio.

De tal manera se aplicaron sanciones disciplinarias contra un distinguido erudito, humillándoselo públicamente por un acto que no era más que un gesto amistoso hacia Emma Goldman y la libertad de palabra. Una gran universidad tembló de miedo ante el clamor público provocado por la presencia de una anarquista. Quiera que no, su visita había obligado a la Universidad de Wisconsin a demostrar qué entendía por libertad académica; el resultado fue muy triste, tanto por lo que toca al comportamiento de los jefes de la casa de estudios como en lo que concierne al sometimiento del profesor Ross.

Afortunadamente, el episodio dejó también un saldo positivo, pues, como sucede muchas veces, los estudiantes acudieron en defensa de la libertad cuando nadie quiso hacerlo.

El alumnado de 1910 inició entonces una lucha contra los conservadores regentes, que concluyó al cabo de cinco años con una considerable victoria para aquéllos. El incidente Goldman quedó oficialmente cerrado con la colocación de una placa sobre la fachada de uno de los salones del establecimiento. Su texto encerraba una censura contra los que mostraron su cobardía frente al clamor público:

Cualesquiera sean las limitaciones que traban la búsqueda de la verdad en otras partes, creemos que la gran Universidad del Estado de Wisconsin nunca debe dejar de fomentar el espíritu de indagación y análisis, incansable y valiente, que es condición necesaria para llegar a aquélla.

Ningún otro pensamiento habría expresado de modo más exacto las ideas que Emma representaba; ella misma podría haberlo escrito.

Su visita a Madison, pues, tuvo verdadera significación por haber desencadenado la serie de acontecimientos que culminaron con esta reafirmación de la libertad académica.

6

Durante esta misma gira de 1910, los suscriptores de Mother Earth le hicieron saber a Emma que no habían recibido el número de enero. Sin pérdida de tiempo, le envió un telegrama a Berkman para que averiguara qué había sucedido.

Un funcionario del correo de Nueva York le informó a Berkman que se había retenido aquel número por existir una demanda de Anthony Comstock.

Cuando, tras mucho esfuerzo, Berkman logró que el formidable perseguidor de la inmoralidad lo recibiera, éste negó haber presentado tal demanda, pero admitió que no se había dejado entrar en circulación a la revista.

A solicitud de Comstock, Berkman lo acompañó a la oficina del fiscal del distrito. Allí, éste leyó cuidadosamente las partes supuestamente objetables -a Comstock le chocó especialmente un artículo bastante académico de Emma sobre la prostitución- y les informó que no encontraba nada ilícito en la publicación.

Según afirma Berkman, Comstock le prometió hacer los trámites necesarios para que se permitiera circular ese número. Sin embargo, al día siguiente publicó una declaración en la cual negaba que el correo hubiera retenido la revista. Cuando un periodista del Times de Nueva York le inquirió por teléfono sobre el asunto, Comstock aseguró, iracundo, que la acusación era una maquinación de Emma Goldman (sic) para atraer la atención pública sobre su revista. No he presentado ninguna demanda contra la misma ni tampoco el correo la ha retenido.

Al leer estas declaraciones, Berkman le telefoneó a su adversario: Pero señor Comstock, usted sabe que todo eso es mentira ... Por toda respuesta oyó un ruido seco. El censor había colgado el tubo.

Disgustados por la conducta de Comstock al poner obstáculos a la libre circulación de la revista y por su falsedad, Emma Goldman y un grupo de amigos decidieron concurrir a un acto que se realizó en el Labor Temple, en noviembre de 1910, donde el anciano debía pronunciar una conferencia.

Los llevaba la intención de hacerle preguntas capciosas que lo pusieran en ridículo. La crónica publicada por un periódico nos muestra que el pobre Comstock se las vio realmente en figurillas.

Entre otras cosas le inquirieron: ¿No es la jazmoñería la principal causa de la inmoralidad? A lo cual respondió, de mala fe: Esta pregunta es demasiado absurda como para contestarla.

Una joven preguntó: ¿Cómo son los libros obscenos? El experto en indecencias trató de salir del aprieto diciendo: Resultaría imposible. Sería tan vergonzoso para mí como para cualquiera describir en público cómb son.

Bueno, al menos podría decir si creía conveniente que los niños leyeran la Biblia. Comstock se negó a oír semejantes observaciones acerca de la palabra de Dios. ¿Llevaría a los escolares a visitar la Galería Metropolitana de Arte? Desconcertado, vaciló para luego confesar que no lb sabía. Emma le preguntó cómo pudo mantener su mente limpia y pura después de haber estado leyendo literatura obscena durante cuarenta años. El disertante consideraba que un representante de Dios podía hacerlo si no pierde el dominio de su voluntad y obedece siempre las leyes de Dios y la moral. Añadió que, a su parecer, no cometía ningún delito al usar un nombre ficticio para atrapar a los pecadores. ¡La pureza es verdad!, tronó Emma. La cara de Comstock estaba ya roja de desesperación; por eso el orador se sintió aliviado cuando una mujer del público exigió que se le dejara finalizar su disertación.

Emma se retíró, preguntándose asombrada: ¿Cómo es posible que una nación supuestamente democrática ponga tanto poder en manos de una persona tan limitada y de tan corta inteligencia?

Anthony Comstock y Emma Goldman eran dos polos opuesAsociación para la Lucha contra el Vicio, institución apoyada. por el Estado de Nueva York-, Comstock acechaba por doquier en busca de Trampas para Jóvenes, como expresara en el títúlo de uno de sus curiosos libros (1883).

Este anciano, que parecía haber nacido viejo a pesar de su estrecho vínculo con la Asociación Cristiana de Jóvenes, ponía su pesada mano no sólo sobre las manifestaciones pornográficas sino también sobre el arte y la literatura.

Es así que, en una oportunidad, se refirió a Bernard Shaw como este irlandés que comercia con las obscenidades. En suma, Comstock creía por sobre todo en la represión, y Emma, en la expresión.

Cuando Emma Goldman y un grupo de liberales y radicales se reunieron en el estudio de George Bellows a los fines de formar una sociedad dedicada a combatir el comstockerismo, salió a luz la oposición fundamental que existía entre los dos puntos de vista antes enunciados. En sus memorias, George Hellman, marchand de la Quinta Avenida, recordó este intercambio de ideas entre Bellows y Emma.

Si un policía detiene a un hombre que camina desnudo por la Quinta Avenida, ¿sería eso un acto de censura?
¿Está tratando de reducir esto al absurdo?, replicó la señora Goldman, algo irritada.
Pero mi respuesta es que, en efecto, se trataría de un acto de censura. Si el hombre guiere ir desnudo, nadie tiene derecho a prohibírselo.
¡Bravo!, exclamó Bellows; a veces tengo ganas de andar así cuando hace mucho calor.

En su casa de Sumit, Nueva Jersey, Anthony Comstock debe de haber sentido turbarse su sueño.

7

Los padres de familia de las ciudades que visitaba Emma Goldman se sentian algo más que turbados cuando aquélla llegaba a la localidad para poner en escena su Libertad sin Cadenas. Tal sucedió especialmente hacia 1912 en San Diego, cuando en dicha población reinaba un estado de alerta y terror contra los Industrial Workers of the World (I. W. W.).

Con su modo dramático, los representantes de la perseguida organización recorrían el país en son de protesta contra una ordenanza que prohibía hablar en lugares públicos. Cuando algunos de ellos llegaron a San Diego, arrojándose prácticamente en los brazos de los carceleros de la ciudad, las autoridades y los ciudadanos del lugar los echaron a garrotazos de las calles o les infligieron castigos aún peores.

Este episodio fue uno de los más encarnizados y violentos en su larga batalla en defensa de la libertad de palabra.

Como había hecho en otras ocasiones -estos combates seguían siempre un patrón ya establecido-, Emma unió inmediatamente fuerzas con los sindicalistas radicales. En sus mitines reunió fondos para estos últimos y colaboró en la organización de un centro destinado a ayudar a las víctimas de aquella escaramuza, centro que se estableció en la sede del I. W. W. de Los Ángeles.

Sin arredrarse ante el evidente peligro, siguió adelante con sus planes de pronunciar una conferencia en San Diego el 14 de mayo. Eligió hablar sobre El Enemigo del Pueblo de Ibsen, por considerarlo el tema más adecuado.

En la estación de San Diego aguardó a Emma y a su administrador una multitud que se había congregado allí para demostrarles a las claras que su presencia era indeseable. Por fortuna, ambos lograron escabullirse sin ser vistos, aunque, cuando ya estaban fuera de la estación, alguien los descubrió y comenzaron a perseguirlos.

Más tarde, un piquete mantuvo estricta vigilancia en torno al U. S. Grant Hotel donde Emma y Reitman se alojaban. Al poco rato de trasladarse secretamente a otras habitaciones, situadas en el piso más alto del hotel, a instancias del asustado gerente del mismo, se les anunció que el alcalde y el jefe de policía los esperaban en el salón de entrada.

Cuando ambos hubieron bajado, se le solicitó a Emma que pasara a una habitación donde la aguardaba el alcalde para conversar con ella; a Reitman lo dejaron afuera. Por juzgar que la preocupación que mostraba el alcalde respecto de su seguridad era pura hipocresía, Emma rechazó despectivamente la proposición de abandonar la ciudad.

Terminado el diálogo, fue a reunirse con Reitman, pero no lo encontró. Tras unas terribles horas de espera, llegó a la conclusión de que no tenía salida. Su compañero había desaparecido, y lbS amigos a quienes había encargado la misión de arreglar todo lo necesario para su conferencia estaban vigilados y les era imposible ayudarla. Sin embargo, George Edwards, anarquista en el arte que creía en la libertad de palabra, le ofreció valientemente la sala de conciertos del conservatorio de música que dirigía. Emma nunca pudo llegar a dicha sala y, mucho menos, a hacer la debida publicidad para el acto.

Tras esta vana lucha, en las primeras horas del día siguiente tomó un tren para Los Ángeles, rodeada siempre por el piquete de vigilancia que corría por la plataforma y lanzaba invectivas contra el personal del tren que le impedía abordarlo.

Al anochecer de aquel día, Reitman apareció en Los Ángeles en un estado verdaderamente lastimoso. Mientras Emma conferenciaba con aquel astuto alcalde, unos hombres armados habían obligado a su infortunado amigo a acompañarlos hasta un lugar situado a unas veinte millas de San Diego. Allí lo cubrieron de alquitrán y, en lugar de plumas, le echaron artemisa. Podríamos arrancarte las entrañas -recordaba que le habían dicho-, pero le prometimos al jefe de policía que no te mataríamos.

Y cumplieron su palabra, pues le hicieron todo menos matarlo: lo golpearon brutalmente, un delicado comerciante trató de introducirle un palo en el recto, otro le retorció los testículos y alguien le escribió sobre las nalgas las letras I. W. W. con un cigarrillo encendido.

Esta penosa ceremonia concluyó con una nota patriótica cuando lo obligaron a besar la bandera y a cantar el himno nacional; una vez terminado el acto, se le permitió salir arrastrándose y apenas cubierto con su ropa interior.

San Diego se convirtió en una obsesión para Reitman; con bravuconería insistía en volver allí.

Si bien aquella derrota había sido muy enojosa para Emma, consideraba que dicha ciudad sólo era una más entre las tantas donde se negaba la libertad de palabra. Emma tenía por regla volver a un sitio donde no la habían dejado hablar hasta que en el mismo se restableciera el derecho a la palabra. Pero entonces consintió en retornar de inmediato, principalmente por complacer los insistentes deseos de Reitman y en la confianza de que así éste lograría librarse de la obsesión.

De tal manera, el segundo acto del drama comenzó en mayo de 1913, casi un año después de la representación del primero.

En esa oportunidad fueron recibidos por cuatro policías y Francis Bierman, periodista del Union de San Diego.

Reitman y Emma sospechaban que éste era responsable de gran parte de la oposición violenta que debieron soportar. Esta vez los llevaron directamente al departamento de policía. Cual si respondiera al conjuro de un misterioso mago, el piquete apareció frente a la cárcel lanzando gritos de insulto y haciendo sonar silbatos. El paternal jefe de policía Wilson prometió a Emma y a Reitman brindarles su protección para que dejaran la ciudad, siempre que lo hicieran sin causar dificultades.

Emma rechazó con decisión este ofrecimiento hasta que resultó evidente que Reitman se había dado totalmente por vencido; entonces se sintió obligada a aceptar. Pero afuera ya se había reunido una amenazante multitud.

Con gesto melodramático, Wilson ordenó a los manifestantes que no avanzaran:

Los prisioneros se encuentran bajo la protección de la Ley. Exijo que se respete la ley. ¡Atrás!

El ruido de las cámaras fotográficas y el aullido de sirenas sirvieron de fondo a la segunda retirada de Emma.

El Union de San Diego (21 de mayo de 1913) anunciaba burlonamente:

LA CIUDAD HACE UNA PURGA DE ANARQUISTAS. ECHA A GOLDMAN Y A SU COMPAÑERO.

Pero en caracteres más pequeños también podía leerse la promesa de Emma: Volveré.

Mientras tanto, después de que la ciudad tratara tan rudamente a Emma y a Reitman en su visita de 1912, un pequeño grupo de habitantes se había reunido para formar el Foro Libre que tenía como presidente a un ministro bautista, A. Lyle de Jarnette; entre sus miembros principales se contaba George Edwards, del conservatorio de música. Pronto esta sociedad agrupó a varios cientos de personas. Por último, merced a las gestiones de Edwards, se acordó realizar un acto en el que Emma pronunciaría una conferencia.

Edwards, acompañado de otros miembros del Foro Libre, visitó al alcalde y al jefe de policía a fin de inquirirles si en esta oportunidad la policía se pondría verdaderamente de parte de la ley y del orden o actuaría simplemente como mensajera de los piquetes de vigilancia.

Las autoridades aseguraron que no impedirían la realización del mitin. Sin dejarse influir por el timorato Reitman y fortalecida por el apoyo del firme Berkman; nuestra amiga invadió nuevamente San Diego, y por fin pudo pronunciar su conferencia sobre El Enemigo del Pueblo.

Fiel a su promesa, había vuelto.

Aquello fue un gran triunfo para el Foro Libre y para la señora Goldman -observó jubilosamente Edwards-.

Algunos sufrieron consecuencias financieras y sociales, pero de la conflagración ha surgido la salvación intelectual no sólo de los mártires sino también de todos los habitantes de la ciudad, una suerte de verdadera expiación en la cual no es necesario tener fe para poder gozar de sus frutos.

8

Antes de que se desatara la Primera Guerra Mundial, los residentes de diversas ciudades, desde el sur de California hasta Massachusetts, recibieron los inconmensurables beneficios de tal salvación intelectual.

Para decirlo de modo más simple, la lucha de Emma en pro de la libertad de palabra logró buen éxito en muchísimos lugares, de resultas de lo cual se produjo un cambio en el patrón de vida de buen número de individuos residentes en dichas comunidades.

El ex pastor bautista A. Lyle de Jarnette y el músico George Edwards, ambos de San Diego, California; el párroco episcopal Eliot White, de Worcester,'Massachusetts; el sodalista aristócrata Alden Freeman, de East Orange, New Jersey; el joven Ben Capes, quien, en compañía de otros cuatro muchachos armados de piedras y hondas, se presentó dispuesto a disputarle a Emma el derecho a hablar en St. Louis y luego se convirtió en su entusiasta admirador, son algunas de las muchas personas que, tras asistir a la representación del drama de Emma, decidieron plegarse de modo casi irrevocable a la trascendente lucha por una libertad de expresión sin cadenas.

A partir de ese momento, sus conciudadanos los mirarán de otro modo y también ellos se verían desde otro ángulo.

Citaremos a continuación cuatro ejemplos que bastarán para ilustrar el caso de gran cantidad de individuos.

1. En Anaconda, Lewis J. Duncan, pastor de la iglesia unitaria, presidió valientemente uno de los actos efectuados por Emma en Butte. Y hasta llegó a invitarla a hablar desde su púlpito.

En una carta escrita por este pastor a un amigo, con fecha 20 de junio de 1908, se aprecia claramente qué significó tan intrépido apoyo a la batalla por la libertad de palabra que se libra en torno "de Emma Goldman, según sus propias palabras.

Tras amable guerra que G.A.R. (Grand Army of the Republic), se logró una victoria parcial:

Conseguimos que la señora Goldman hablara, pese al boicot de la prensa y del público, y a la influencia de las corporaciones comerciales que impulsan a la mayoría -excepto a los espíritus más valientes- a no asistir a las reuniones donde Emma Goldman actúa como oradora y que obliga a ésta a conformarse con salones pequeños y oscuros. Mi lucha ha alejado a mucha gente de mi iglesia y me ha hecho perder importantes contribuciones monetarias. Hasta qué punto tales pérdidas quedarán compensadas por la afluecia de trabajadores es algo que está por verse. No tengo grandes esperanzas. Estos hombres temen perder su empleo y quienes no tienen miedo están tan empobrecidos tras cinco meses de clausura de las minas y por las condiciopes irregulares de trabajo que existen desde que aquéllas reabrieron, que poco pueden darle a un pobre predicador para su sostén, salvo su buena voluntad.

Es muy probable que Duncan se ganara simpatías con su conducta porque, poco después, resultó electo alcalde de Butte. Sin embargo, fue finalmente eliminado de la vida pública por la presión de grupos disgustados contra él, en parte por el apoyo que dispensara a Emma.

Aunque se vio forzado a realizar tareas domésticas para amigos a fin de ganarse la vida, nunca se lamentó de su proceder y declaró, sin mostrar el menor arrepentimiento, que no podía haber hecho otra cosa.

2. Una noche de la primavera de 1908, cuando Emma hubo terminado una conferencia sobre El Patriotismo pronunciaáa en el pabellón Walton de San Francisco, un soldado se deslizó entre la multitud para estrecharle la mano. Éste fue el punto de partida del caso Buwalda.

El soldado raso William Buwalda, con una irreprochable foja de servicios de quince años, había concurrido a la reunión con el único propósito de practicar taquigrafía. Convencido de que la oradora era una chiflada, se había limitado a tomar nota de sus palabras, hasta que, poco a poco, los conceptos y el modo de expresarlos cautivaron su imaginación y despertaron su interés.

Aún bajo los efectos de esa suerte de hechizo, al término de la conferencia el soldado se adelantó impulsivamerlte para saludar a Emma.

De regreso al cuartel fue seguido por varios policías que lo arrestaron.

Cuando, durante el consejo de guerra, los oficiales le preguntaron qué había hecho Emma para impulsarlo a cometer tan grave delito, replicó sencillamente que le había hecho pensar.

Los atónitos militares lo condenaron a cinco años de trabajos forzados. Su comandante en jefe, el general Funston, le aclaró que había tenido la suerte de no ser condenado a quince años, pues el suyo fue un grave delito militár, infinitamente peor que la deserción.

Lo que siguió no fue menos interesante. Emma organizó sin tardanza una comisión que se encargaría de defender a Buwalda.

Diez meses más tarde, el presidente Roosevelt firmaba su indulto.

Al salir en libertad, el ex soldado ingresó en las filas anarquistas y fue detenido junto con Emma cuando, más tarde, luchaban en San Francisco por defender la libertad de palabra. La policía le recriminó que se hubiera unido a aquella gente, a lo cual Buwalda replicó que él podía asociarse con quien le diera la gana.

Es difícil imaginar un cambio más completo en la vida y las ideas de un individuo.

3. Agnes Inglis consideraba que había nacido al mundo intelectual el día en que oyó hablar a Emma. Su pasado le pareció, a partir de ese momento, una existencia de fantasía: enseñanza privada, buena situación económica, y empeño en realizar una precaria obra social como la que suelen practicar quienes viven así. Ahora se daba cuenta de que todos sus esfuerzos como asistente social en la Franklin Hull-House de Chicago y en la Franklin Stettlement House de Detroit no fueron más que una obra de bien.

Abandonó totalmente este tipo de actividades para dedicarse a lograr que en Ann Arbor se les diera a los radicales la oportunidad de hacerse oír; censuró severamente a su querida Universidad de Michigan cuando las autoridades de la misma no permitieron que Emma pronunciara allí una serie de conferencias.

Además, por pertenecer a una familia adinerada -su hermano era un industrial millonario- contaba con una fortuna personal que siempre puso generosamente a disposición de Emma. Su libreta de cheques es mudo testimonio de su gran devoción y espíritu de sacrificio; y también nos muestra de dónde provenían parte de los fondos con los que Emma solventaba sus campañas.

Sin embargo, pese a su devoción por ella, Agnes Inglis no podía discernir con claridad cuál era la influencia que ejercía su heroína sobre su personalidad:

Es la persona más extraordinaria que haya conocido en mi vida. Pero no me dio la libertad. Me libré de las cosas a las que estaba atada antaño, sólo para encadenarme al movimiento, el cual se convirtió para mi en una verdadera religión que me entusiasmaba mucho más que la iglesia. Sentía que debía dar hasta el último centavo que tuviera. Emma posee un magnetismo que arrastra. Hay algo, empero, que me parece cierto. Estas grandes personalidades siguen su camino sin ver las pequeñeces que la gente común con la que tratan advierte y procura solucionar.

Hablaba así una eterna insatisfecha que no podía sentirse atada, aunque fuera por propia voluntad, a ningún movimiento. Pero Emma tenía un modo de dar por sentado que, así como ella entregaba todas sus horas a la causa, los demás también debían estar dispuestos a sacrificarse por ella.

Esta manera de tomar la generosidad de los otros como cosa natural puede, empero, producir desagrado, y esto es precisamente lo que le sucedía a lA señorita Inglis, sentimiento por otra parte bastante justificado.

Además, sus observaciones señalan la aparición del problema del liderazgo en los círculos anarquistas, círculos integrados por individuos que no están dispuestos a aceptar el gobierno de nadie.

Si bien Emma supo evitar la mayoría de las dificultades que se presentan en un movimiento político sectario -adoración del líder, formulación de un credo rígidamente definido, castigo o expulsión de quienes se desvían de la línea fijada-, le fue imposible salvarse de caer cada tanto en actitudes que recuerdan al jefe de secta, el cual exige completa sumisión a quienes le siguen (4).

En fin, la reacción de la sensible Agnes Inglis nos revela que no todo eran rosas para quienes apoyaban a Emma en su lucha por la libertad de palabra y la concreción de otros fines.

4. En 1911, era jefe del Departamento de Libertad Provisional de St. Louis un joven llamado Roger Baldwin, de cuya pureza de ideas políticas y sociales no podía dudarse ya que, estando en Harvard, se había negado a oír una conferencia de Jack London por considerar que el socialismo del novelista era tonto y peligroso. De allí que, cuando una amiga le sugirió que la acompañara a una de las reuniones en las que Emma actuaría como oradora, se negó rotundamente: No pienso acercarme a esa ooca. Sin embargo, cedió a las instancias de la amiga cuando ésta hizo algunas observaciones poco halagüeñas acerca de la estrechez mental de los egresados de Harvard.

Dejemos que Baldwin mismo nos relate su asombrosa experiencia:

Emma hablaba ante una sala colmada de un barrio bajo de la ciudad. El público estaba integrado por personas de la clase obrera, aquéllas con las que Emma se sentia a sus anchas. En cuanto abrió la boca, quedé electrizado. Era una gran oradora, apasionada, intelectual e ingeniosa. Nunca había oído semejantes ataques directos contra los fundamentos de la sociedad. Me hice revolucionario, aunque seguí trabajando en pro de reformas prácticas.

Poco después, Baldwin se declaraba anarquista filosófico y reconocía como maestros a Thoreau, Kropotkin y Emma Goldman.

Puso de manifiesto el profundo cambio que se había operado en él al hacer las gestiones necesarias ante el aristocrático Women's Wednesday Club para que Emma pronunciara una conferencia en el mismo, al ocuparse de arreglar otras reuniones y al darle toda la ayuda y el aliento que estaban a su alcance, especialmente después de que comenzó a participar activamente en la lucha por los derechos civiles.

En prosecusión de su obra, organizó el National Civil Liberties Bureau, de tan destacada actuación durante la alarma roja de 1919-20, que luego se convirtió en el American Civil Liberties Union.

Durante ese período, así como en años posteriores, no perdía oportunidad de expresar su agradecimiento a Emma por el impulso intelectual y moral que diera a su vida.

En una de las cartas que le escribió, decía:

Usted será siempre uno de los grandes ejemplos para mí, pues me hizo ver cuál es el verdadero significado de la libertad.

Mayor conciencia del significado de la libertad: esto es precisamente y sin ninguna duda lo que Emma Goldman dio a Agnes Inglis, a Duncan, a Buwalda, a Baldwin y a muchos otros, razón por la cual su lucha por la libertad de palabra adquiere una trascendencia que no debe subestimarse.

Si en toda su carrera sólo hubiese cumplido la obra de encaminar a Baldwin por un nuevo sendero, su papel como la mujer que impulsó al hombre cuyos esfuerzos llevaron a la creación de la American Civil Liberties Uníon habría significado, por sí solo, un notable triunfo en su batalla por la libertad de expresión.

9

Innecesario es aclarar que hizo algo más que esto. No sólo influyó sobre otros socialistas, los partidarios del impuesto único, los miembros del I. W. W., los predicadores del evangelio social y los liberales, sino que también ayudó a construir un puente que uniese a los radicales inmigrantes con los de Estados Unidos y la tradición liberal.

Se comprende que, por ser uno de los oradores más convincentes de la época y quizá la mujer que alcanzó las más altas cúspides de la oratoria en la historia norteamericana, su público no se limitara a las personas que frecuentaban los circulos anarquistas (5).

Por cuanto sus ideas constituían sólo en parte una lógica prolongación de la doctrina de la Reforma de que cada creyente es un sacerdote y de la tradición liberal clásica que ensalzaba la libertad individual y no confiaba en el Estado, es natural que los liberales y los radicales de otras escuelas llegaran a apoyar los puntos de vista de Emma aun cuando no hubiese modo de que los aceptaran.

Recordemos que, en 1903, dio el impulso inicial para la organización de la Free Speech League, entre cuyos miembros permanentes se contaban muchos liberales y radicales de notoriedad. La liga ayudó a Emma en varios combates en favor de la libertad de expresión, y ella, a su vez, se ocupó de establecer filiales en puntos distantes del país.

En cierto modo, la Free Speech League fue la verdadera madrina intelectual de la American Civil Liberties Union.

Con el apoyo de tantos norteamericanos bien intencionados, Emma Goldman pudo hacer más que ninguna otra persona de su tiempo por detener la arbitrariedad policial en general y evitar que la fuerza pública hiciera víctima de malos tratos a los radicales extranjeros, en particular.

Su patética lucha contra la ciega intolerancia de hombres como el general Bingham y el jefe Wilson despertó la conciencia de muchos individuos y hasta incitó a algunos periódicos a protestar contra la autocracia y la violencia policiales. Gracias a esta reacción, al filo de 1910 ya no era tan fácil para los guardianes del orden arrestar a los radicales inmigrantes en razón de principios generales, caprichosa explicación que alguna vez dieron confidencialmente al World de Nueva York (28 de enero de 1903) para justificar sus actos.

Por otra parte, en tanto que los rebeldes extranjeros se beneficiaban directamente con los esfuerzos de Emma en su favor, el resto del país también ganaba indirectamente por cuanto, en definitiva, la irresponsabilidad de la conducta policial amenazaba además, la libertad de todos los habitantes del país.

Otro hecho importante es que, con su ejemplo, Emma despertó el valor de los hombres sensibles pero cautelosos que no se atrevían a decir lo que pensaban.

Su firme decisión de imponer el respeto por la libertad de palabra hizo erguir la cabeza a los liberales, cuya debilidad de carácter los llevaba a caer fácilmente en una inadmisible contemporización hasta en terrenos tan peligrosos como el de la censura y la represión.

Floyd Dell describió acertadamente el papel cumplido por Emma cuando, en 1912, declaró:

Llena una legítima función social; la de sostener ante nuestros ojos el ideal de la libertad. Tiene derecho a fustigarnos por nuestra cobardía moral, a plantar en nuestro espíritu la semilla del remordimiento por habernos sometido tan mansamente a la brutalidad de la sociedad presente.

Vemos entonces que Emma fue una figura invalorable para los liberales por brindarles un verdadero ejemplo y una causa que defender.

>Jamás organización alguna ha librado batallas tan extraordinarias como las que realizó Emma Goldman en pro de la libertad de palabra en los Estados Unidos, fue la conclusión a la que llegó Roger Baldwin (1931).

Tal vez haya sido así. De una cosa estamos seguros: las incontables representaciones del drama Libertad Sin Cadenas que Emma Goldman llevó por el territorio de los Estados Unidos tuvieron alguna significación para todos aquellos que no creían que el fin justifica los medios.



Notas

(1) Inter-Ocean de Chicago, 17 de marzo de 1908. El sentido de responsabilidad que mostraba Emma en tales situaciones criticas basta para refutar la aseveración de que era juguete de sus emociones o la acusación policial de que exhortaba sin miramientos a descabellados actos de vIolencia. En otras ocasiones (por ejemplo en 1903, cuando convenció al público de que no tratara de rescatar a John Turner), la prensa hostil reconoció que, gracias a su actitud, no se habían desatado serios actos de violencia.

(2) I. W. W. : Trabajadores Industriales del Mundo. (Nota de las traductoras).

(3) En 1773, una partida de habitantes de la entonces colonia inglesa, disfrazados de indios, abordaron barcos británicos atracados en Boston y arrojaron al mar su cargamento de té. La Boston Tea Party fue una protesta contra la política impositiva de la metrópoli. (Nota de las traductoras).

(4) Esto se debió en parte al hecho de que un buen número de anarquistas no se esforzaron lo suficiente por obtener la libertad que Emma les instaba a buscar, y prefirieron apoyarse en ella y en el credo que habían adoptado. En las notas que inscribe en su diario el 5 de noviembre de 1911, John Sloan expresa ideas muy claras y exactas al respecto: Emma Goldman, dice, tiene una fuerza y un valor formidables. Es una gran mujer; no cabe ninguna duda. Nada hay de criticable en ella ... pero sus seguidores, lo mismo que muchos socialistas y otros adictos a una idea, son individuos para quienes todo lo que afirma en su credo es una verdad inamovible ... Y mientras bailan al compás que les marcan, esbozan una sonrisa de triunfo ante cualquiera de las perogrulladas de la propaganda, como diciendo: ¡ah! ¿no es ésa una verdad aplastante? Igual que los socialistas, ya lo creo.

(5) Gran parte de su poder de convicción como oradora provenía de su carisma, concepto que tomamos de Max Weber y aplicamos aquí a la fuerza magnética con que influía sobre el ánimo de sus oyentes, a quienes hacia sentir que estaba dotada de extraordinarias prendas físicas y espirituales, que, era capaz de experimentar compasión por sus semejantes y de comprender profundamente los problemas humanos. Si bien puede admitirse que ese poder era indefinido, tanto los críticos hostiles como los favorables atestiguaron una y otra vez su existencia, pues repetidamente se ha hecho mención de su gran dominio del público, de su capacidad para subyugarlo, o de, su don de electrizarlo con la palabra.
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