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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo duodécimo
Madre Tierra



En el verano de 1905, un año después de terminado el caso de Turner, Emma Goldman y su sobrina Stella Cominsky se fueron a pasar una temporada al aire libre en una isla de la Bahía de Pelham, cerca de Nueva York, donde levantaron una tienda.

Mientras estaban allí, se enteraron de que Paul Orleneff y Alla Nazimova, el talentoso actor ruso y su primera actriz, se encontraban en Nueva York imposibilitados de actuar por falta de medios. Emma los invitó, junto con su compañía, a que se reunieran con ellas bajo las estrellas.

Pronto surgió entre el actor y su huésped una estrecha amistad. Convencida de que el artista ruso estaba dotado de genio, Emma lo ayudó a establecerse y comenzó a servirle de intérprete. Más tarde, a pedido de él mismo, se convirtió en su administradora. Aquel invierno lo acompañó en una gira, viajando con el nombre de señorita E. G. Smith.

Suponemos que cumplió su papel con gran elegancia, pues un atónito periodista de Chicago, enterado de la impostura, apuntó que, a juzgar por su notable refinamiento en las reuniones sociales, se la podría haber tomado por hija de una familia noble rusa venida a menos.

El agradecido Orleneff quiso retribuirle al Emma la gran ayuda que le había prestado. Recordó que alguna vez ésta expresó el deseo de publicar una revista. El actor se ofreció entonces a dar una función especial para reunir los fondos con que se iniciaría la aventura. Mas la lluvia torrencial que cayó la noche del estreno y las dificultades que tuvo Orleneff con sus acreedores redujeron las entradas a una mínima fracción de lo esperado. Emma no se arredró, y con sólo 250 dólares como capital, puso en marcha sus planes.

La nueva publicación llevaría el nombre de The Open Road (El Camino Libre), tomado del título del poema Song of the Open Road de Walt Whitman, poeta preferido de los radicales norteamericanos.

¡Allons! -invitaba Whitman-, quienquiera que seas, ¡viaja conmigo!

Con igual espíritu, la revista invitaría a colaborar con ella a los jóvenes idealistas de las artes y las letras, a aquellos que respiren libremente sólo en el espacio sin límites. Desgraciadamente, el camino libre pasabá por un espacio muy limitado: el editor de una publicación dél Colorado que llevaba aquel mismo nombre amenazó con demandar a Emma por no respetar los derechos de autor.

Abandonó entonces su primera idea y se propuso buscar algún otro nombre que expresara adecuadamente sus propósitos.

Un día, mientras daba un paseo en un coche abierto -aunque era febrero había asomos de primavera en el aire- vio resaltar puntos verdes sobre los oscuros campos, imagen que trajo a su mente la idea de la vida que germina en el seno de la Madre Tierra. ¡Eso era! Ya le había encontrado nombre a la revista.

Así, en el rojo mes de marzo de 1906 apareció el primer número de Mother Earth (Madre Tierra), que constaba de sesenta y cuatro páginas.

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Muy acertada estuvo Emma al decir que el título sonaba en mis oídos como una vieja melodía olvidada. El nombre Mother Earth era el mejor que podía haber elegido para su publicación mensual.

Este par de palabras indicaba el origen del pensamiento de Emma, así como sus ideales económicos y sociales. La melodía olvidada conducía directamente a Chernishevski y a Kropotkin, por un lado, y a Jefferson, por el otro. Indirectamente venía de Locke y de más lejos aún, del autor del Salmo 115, donde se afirma que la tierra pertenece a los hijos del hombre.

En Mother Earth Emma mostraba que su principal preocupación económica era precisamente lograr que la tierra volviera a ser, según palabras de Jefferson, bien común que el hombre debe trabajar para ganarse el sustento.

El bien escogido título invocaba también a la antigua diosa madre de la fertilidad para que sirviera de silencioso testigo de la pureza y la inocencia original de los impulsos procreadores y diera testimonio de la necesidad de llegar a la libertad de las relaciones sexuales. El nombre sugería su propósito de combatir el obsceno enfoque del sexo que acostumbraban hacer hombres como Anthony Comstock, curiosas criaturas que dedicaban su vida a intervenir con la fuerza pública en la vida privada de otros.

Emma y sus amigos se esforzaron al máximo para que el primer número fuera un suceso. Max Baginsky contribuyó con un ensayo intitulado Sin gobierno, examen teórico de los fundamentos del anarquismo escrito en términos no especializados. Harry Kelly presentó una crónica sobre Las elecciones británicas y los partidos obreros. Internacionalista dedicó un artículo al Atavismo nacional, en el que atacaba el nacionalismo, refiriéndose en particular a la cuestión judía y al sionismo. Seguía una breve información acerca del arresto de Charles Moyer, Bill Haywood y G. A. Pettibone, acusados del asesinato de Steunenberg, ex gobernador de Idaho, y se hacía un llamamiento para que se tomaran las medidas necesarias a fin de evitar otro asesinato legal como el de 1887. Emma también contribuyó con un acertado trabajo sobre La tragedia de la emancipación de la mujer.

Completaban estos artículos un ataque inicial contra el Comstockerismo, por John Coryell; un imaginativo diálogo de Edwin Bjorkman; la traducción de un poema de Máximo Gorkí realizada por Alice Stone Blackwell y un juicio crítico sobre las Cartas, de Henrik Ibsen.

No le faltaban a Emma motivos para estar orgullosa de su hijo pues, en términos generales, encerraba notables méritos.

Los números subsiguientes siguieron el patrón establecido por el primero hasta octubre de 1906, cuando se sacó una edición especial dedicada a reconsiderar de modo sistemático el caso de León Czolgosz. La iniciativa de Emma provocó tanto disgusto que algunos decidieron retirarle su apoyo. No obstante, Mother Earth siguió existiendo y mantuvo su vida independiente.

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Mientras tanto, Alexander Berkman salía por fin en libertad. Durante catorce años había esperado Emma ese día con desesperada impaciencia. Al llegar el momento, se vio invadida por el temor. ¿Podrían retomar, aunque fuera en parte, aquella vida en común que había terminado en julio de 1892?

Mientras Berkman caminaba hacia ella, Emma quedó paralizada por el terror y la piedad. Los ingeniosos y sostenidos esfuerzos que realizaron los funcionarios de la cárcel para vencer su voluntad y quebrar su salud, los meses y años de confinamiento solitario, la agonía de presenciar cómo otros enloquecían o desfallecían de resultas del torturador encierro y de injustOs castigos, eran todas experiencias que habían dejado su huella en aquel organismo joven que, un día, hacía ya una eternidad, partió desafiante, casi jubiloso, hacia Pittsburgo.

Su rostro presentaba una lechosa palidez propia de la vida en prisión, gruesos lentes cubrían sus ojos, un sombrero demasiado grande no alcanzaba a ocultar la vergüenza de su cabeza recién rasurada, un traje que le sentaba mal servía únicamente para hacer resaltar aún más su marcha insegura.

Emma sólo atinó a ponerle en las manos las flores que le había traído y a darle un beso. Aunque torrentes de palabras pugnaban por brotar de sus corazones, no pudieron decirse nada.

Me pongo las flores contra la cara -escribió luego Berkman-, y mecánicamente mordisqueo los pétalos.

En forma desesperada Emma trató de atravesar la pared que los separaba, pues indudablemente Berkman había sido su gran amor. Pronto tuvo que admitir que su deseo de retornar a la antigua relación era inútil. Los largos días y las aún más largas noches de la monótona vida en prisIón habían levantado entre ambos ciertas barreras que Emma nunca podría derribar por completo.

Ella le era tan extraña como el primer carruaje sin caballos que vio pasar. Muchos de sus amigos se habían dispersado o habían fallecido; pero en eso no estribaba todo, pues hasta Emma no era ya su pequeño marinero. Se sintió profundamente desilusionado:

... mi compañera de aquellos días de estremecimiento ante la proximidad de la Revolución Social, se ha convertido en una mujer de mundo. Mentalmente ha madurado, pero ahora le interesan muchos otros aspectos de la actividad humana, lo cual va en contra de la vieja tradición revolucionaria que nos inspiraba cada día y daba color a todos los actos de nuestra vida con la percepción directa del gran cambio que esperábamos en cualquier momento. Desapruebo instintivamente muchas cosas aunque no pueda precisar o analizar nada en especial. Advierto que en el círculo que la rodea hay un elemento foráneo, y me siento extraño entre sus amistades. Su casa está llena de amígos y admiradores que la han convertido en una suerte de salón social. Hablan sobre arte y literatura; analizan la ciencia y filosofan sobre la inarmonía de la vida. Pero los gemidos que se levantan desde las mazmorras no encuentran eco aquí. La Muchacha es, entre todos, quieñ tiene mayor espiritu revolucionario; pero hasta ella se ha contagiado del ambiente de aislamiento intelectual, falsa tolerancia y perpetuo pesimismo. Cuando más tomo conciencia del abismo que se ha abierto entre la Muchacha y yo, tanto más difícil me resulta esta situación. Creo que nunca podremos salvarlo, y que es imposible recuperar aquella nota íntima que embelleció nuestra antigua camaradería (1).

Tal vez, de haber tenido la oportunidad, Berkman habría podido superar ese sentimiento de separación. Por el contrario, con su exagerada ternura, Emma lo colocó en posición tal que le imposibilitaba encontrar su camino de vuelta a la libertad: la casa era de Emma, los amigos también, el trabajo era de ella. Sin percatarse del terrible momento por el que atravesaba Berkman, Emma lo abrumó con su protección. Siempre la Gran Madre, se equivocó al exagerar sus atenciones maternales.

Como luego reconocerá, cometió el habitual error de presumir que sólo ella sabía qué era mejor para su muchacho.

Berkman no pudo soportar tal estado de cosas.

En todo esto -apuntó-, siento la conmiserativa tolerancia que se muestra hacia un niño enfermo.

Todo lo que Emma hacía por él no servía más que para acrecentar la distancia que los separaba. Con gran dolor, Emma observaba los esfuerzos del compañero por levantarse nuevamente sólo para caer vencido por el cambio de actitud de sus camaradas, el recuerdo de los horrores que vivierá en la cárcel y su sentimiento de inutilidad. Estuvo a punto de suicidarse varias veces, y por último cayó gravemente enfermo; Emma sólo atinó a llevarlo a su casa, donde lo atendió con dedicación hasta su restablecimiento.

La situación parecía insoluble hasta que, una noche, arrestaron a Emma por violación de la Ley de Anarquía Criminal de Nueva York. Irritado ante la brutalidad de la policía, Berkman vio por fin que aún tenía una misión que cumplir.

Cuando su espíritu comenzaba a hundirse otra vez en la desesperación, Emma le ofreció la dirección de Mother Earth con la idea de que tal vez este trabajo le ayudaría a reencontrarse a sí mismo. Así Emma también dispondría de más tiempo para realizar una gira en busca de fondos destinados a su publicación, siempre escasa de recursos. Las buenas intenciones de Emma tuvieron resultado positivo pues, a partir de ese momento, Berkman comenzó a recuperarse verdaderamente.

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Con su trabajo como director de la revista, puesto que ocupó desde 1908 hasta 1915, Berkman contribuyó substancialmente al éxito logrado por la misma. Ya un escritor de fuerza, siguió evolucionando hacia un estilo simple y lucido, relativamente libre de los clisés revolucionarios, gracias a lo cual la publicación mensual de Emma no estuvo cargada de la ampulosa retórica y de la jerga seudocientífica que plagaba otras revistas radicales.

A través de los años, Mother Earth cumplió un importanle papel dentro del movimiento radical norteamericano. Sirvió como centro de reunión de individuos aislados, a quienes daba la oportunidad de difundir sus ideas y opiniones y les brindaba un apoyo en los momentos de dificultad. Su influencia se hizo sentir más allá del círculo inmediato de sus lectores, cuyo número fue de tres mil quinientos hasta diez mil, en un momento dado.

C. E. Scott Wood, distinguido poeta y abogado, afirmó acertadamente que, con sus campañas en favor de las víctimas de Lawrence, Paterson, Calumet, Ludlow, en favor de Arturo Giovannitti y Joe Ettor, Matthew Schmidt y David Caplan, Becky Edelson y Margaret Sanger, Mother Earth era cual tábano que aguijonea al mamut.

Es muy probable que la revista haya impulsado a los liberales a aceptar conceptos más radicales en lo referente a ciertos problemas de los derechos civiles. Además (aspecto no menos trascendente por cierto), hacía resonar una nota radical en la animada discusión sobre el tema del día: la relación entre los sexos.

Mother Earth también tuvo cierta importancia en la difusión de las artes. En sus páginas aparecían con frecuencia traducciones o reoopresiones de antiguas traducciones de obras de Tolstoi, Dostoievski, Gorki; reproducía trozos de Thoreau, Whitman y Emerson; publicaba relatos de Floyd Dell, Ben Hecht, Sadakichi Hartmann, Maxwell Bodenheim y poemas de Scott Wood, Lola Ridge, Arturo Giovannitti, Bayard Boyesen y Joaquín Miller. Incluía estudios y juicios críticos sobre las obras que se publicaban en el momento. Por último, en oportunidades, la carátula de la revista reproducía un dibujo de algún artista de mérito. Una de las cubiertas más notables (correspondiente al número de diciembre de 1907) fue realizada a pedido de Emma por el pintor francés Grandjuan. Se trataba de una figura majestuosa cuyo rostro mostraba una expresión de suprema satisfacción; tenía la cabeza cubierta con un sombrero de copa sobre el cual aparecía el rótulo Capitalismo, para el caso de que algún tonto no se diera cuenta a quién representaba. Dicha efigie se levantaba frente a una Madre Tierra encadenada y sostenía en sus manos un revólver y un papel donde se leía la palabra Ley, con los cuales mantenía a raya a los trabajadores de manos callosas. Los dibujos de Robert Minor, amigo de Berkman, dotado de extraordinario talento para hacer mordaces caricaturas radicales, tenían distinto carácter.

Tal vez su mejor contribución para Mother Earth (Minor también dibujaba para The Masses) fue la que apareció en la edición de mayo de 1915; la caricatura mostraba a un Billy Sunday de boca muy grande y movimientos flexibles, bailando un tango con un desesperadísimo Jesús a quien había sacado de la cruz para este dudoso propósito.

Sin embargo, pese a todos sus méritos, Mother Earth no llegó a cumplir el papel de vanguardia que había querido darle Emma. Poco o nada hizo la publicación para alentar nuevas formas literarias. En ella no se dió cabida a todas las corrientes experimentales de la literatura, tales como el imaginismo, el simbolismo y el futurismo, que revolotearon por las páginas de la Little Review de Margaret Anderson. Lo que es más importante aún, ningún escritor o poeta joven de significación logró que Mother Earth hiciera conocer sus obras al público.

Tal vez la revista adolecía principalmente de una falta de sentido del humor. Aunque a veces publicaba brillantes trozos satíricos escritos por Scott Wood y artículos de mordaz sacasmo salidos de la pluma del director o del editor, lo cierto es que, quien la leía no podía dejar de sentirse agobiado por la profunda seriedad rusa que emanaba de sus páginas.

Parecían no poder reírse de sí mismos o de sus contrarios; la causa era demasiado sagrada y los problemas terriblemente graves como para sonreír siquiera.

Emma y Berkman nunca alcanzaron las alturas de sátira, jovialidad e impertinencia de los editores de The Masses (ni tampoco, es de reconocer, descendieron a la irresponsabilidad o las travesuras de estos últimos).

Por ejemplo, el número de julio de 1913 de The Masses llevaba en la tapa un dibujo realizado por John Sloan cuyo título era Volviendo del Trabajo. En él se veía a seis jocosas prostitutas que se paseaban garbosamente por la calle; semejante carátula era inconcebible en Mother Earth.

La prostitución -habrían argumentado Emma y Berkman- constituía un problema que merecía tratarse de modo más solemne, y grave, pues las mujeres que la practicaban eran vidas destrozadas por males sociales profundos.

De tal manera, Mother Earth no tenía gran atractivo para los risueños rebeldes agrupados en torno de la vieja The Masses.

Hasta George Bellows, recuerda Max Eastman, que amenazó varias veces dejarnos para irse al periódico de Emma Goldman ... nunca pudo cumplir su amenaza.

Es probable que, a pesar de que su pensamiento y su arte estaban generosamente empapados de la doctrina anarquista, a Bellows le chocara la falta de humor de la publicación, humor, que bien pudo haber sido la condición necesaria para que se llegara a una verdadera fusión de la rebelión social con la artística.

Plenamente consciente de los defectos de su revista, Emma trató en diversas oportunidades de justificarlos. Arguyó, por ejemplo, que una buena cantidad de escritores radicales se habían alejado al disgustarse por la publicación de un número dedicado al análisis de Czolgosz y su acto. Pero cabe añadir que, mucho tiempo después, la situación no había variado. Entonces sugiripo que las debilidades del periódico se debían, en parte, a la escasez de espíritus osados y, en parte, a que no siempre las personas valientes saben escribir, pero la principal razón era el hecho de que los valerosos que saben escribir están obligados a ganarse el pan con la pluma.

Su argumento tenía cierta validez, pues quien colaboraba con Mother Earth no recibía ninguna retribución monetaria y en cambio arriesgaba su profesión. Pero quedaba en pie una verdad: las demás publicaciones literarias radicales tampoco disponían de fondos, y sin embargo contaban con el apoyo activo de escritores y pintores. Aunque The Masses era una publicación reconocidamente revolucionaria, los artistas no vacilaban en prestar su colaboración.

Estimamos que la relativa falta de importancia literaria y artística de Mother Earth se debió a su director y editor.

En efecto, Berkman se interesaba casi exclusivamente en las luchas políticas y económicas, a saber: huelgas, demostraciones, el problema de los presos políticos, etc.; era natural que la revista reflejara sus inclinaciones. Aunque Emma perseguía otros propósitos, las cuestiones políticas y sociales constituían también su principal preocupación. Por consiguiente, era inevitable que los platos principales del menú de Mother Earth fueran artículos sobre política, economía y problemas sociales, en tanto que reservaba la literatura, la poesía y los dibujos como postre. Para que una pequeña publicación dedicada al movimiento artístico y literario lograra plenamente su objetivo, necesitaba tener a su frente a una persona como Margaret Anderson, para quien la poesía era una verdadera religión.

Por todo esto, y contrariamente a los deseos de Emma Goldman, su publicación hizo bien poco para alentar a los jóvenes que luchan por abrir nuevos caminos en las distintas actividades artísticas de los Estados Unidos. Pero no es ocioso agregar que habría sido mucho pretender que Mother Earth fuera todo aquello a lo que podían aspirar los radicales, y que no es poco ser un distinguido tábano.



Notas

(1) Prison Memoirs, p. 493.
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