Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO

PRIMEROS TRABAJOS DEL NÚCLEO ORGANIZADOR

Llamó la atención y aun suscitó discusiones un tanto apasionadas durante algún tiempo, el hecho de dirigirse Fanelli primeramente a Madrid.

Creían muchos que Cataluña en general y Barcelona principalmente, no sólo tenían por sus antecedentes y circunstancias derecho a la primacía en la iniciación de La Internacional, sino que además era más natural y conveniente dirigirse a una población liberal en cuyo recinto hay centenares de fábricas, muchas sociedades obreras y trabajadores a millares, que no a Madrid, centro autoritario y burocrático, sin más industria que la imprescindible, la que no puede importarse de las provincias ni del extranjero, sin exportación alguna o poco menos, y, por consiguiente, con relativo corto número de trabajadores lo menos predispuestos posible a la solidaridad y a la aceptación de los grandes ideales de reforma social.

En Barcelona, por el contrario, había sociedades de resistencia desde 1840, y no sólo sociedades locales de oficio, sino que había también federaciones que, como la de los Tejedores a la mano, se extendía por toda Cataluña, tenía un centro directivo que mantenía perfecta solidaridad, reuniendo todos los recursos y todas las actividades de los individuales y de las agrupaciones locales; la de las Tres Clases de Vapor, que siendo en un principio cada una de ellas una federación especial de Jornaleros, Hiladores o Tejedores mecánicos, sintieron la necesidad de trabajar de común acuerdo, porque la lucha parcial de una clase privaba de trabajo a las otras, a causa de la imprescindible concordancia de las tres, y cuando una sola apenas podía conseguir un bien para sí luchando contra el capital, arruinaba las dos restantes, y a pesar de los apasionamientos y enemistades que eso debió de causar, tuvieron la abnegación y el poder intelectual necesario para vencerlo todo y fusionarse, llegando a constituir una fuerza que para buscarle una analogía y una comparación digna, hay que recurrir a las Trades Unions de Inglaterra. Además se habían entablado verdaderas luchas entre trabajadores y burgueses, en las que había habido sangre y ruinas, y por último se habían publicado periódicos obreros de carácter socialista.

En Madrid nada había de eso: los trabajadores, en su mayoría tabernarios y chulos en su juventud, viciosos siempre, indiferentes hacia los ideales que por la tradición, por la ciencia o por la reforma elevan a los hombres a las esferas intelectuales, dando a lo sumo un corto contingente de héroes de barricada cuando las circunstancias políticas producían las asonadas impropiamente llamadas revoluciones, no ofrecía contingente obrero para la implantación de La Internacional. Había socialistas, sí; hombres de superior inteligencia, jóvenes conocedores de las teorías y capaces de resolverIas en fórmulas y sistemas por el poder de su juicio crítico y la originalidad de sus ideas; políticos no manchados aún con la soberbia y la ambición; pero no eran éstos los que para tal empresa se necesitaban, antes al contrario, esos eran los que habían de combatirla siempre, como la experiencia lo ha demostrado luego; esos tales, a pesar de invocar como un derecho el título de obreros de la inteligencia, a la sazón muy en boga por hipocresía o exageración democrática, si se les hubiera atendido nunca el obrero verdadero, el que por tal considera y reconoce todo el mundo, hubiera dado paso alguno en pro de su emancipación, y no hubiera pasado de votante o de barricadero, es decir de encumbrador de sus señores, ya que de ese modo comprenden la democracia los que aspiran por encima de todo a ejercer el monopolio de la autoridad y a disfrutar del intangible privilegio.

Juzgando por las apariencias, no fortaleciendo el juicio por el análisis que descubre las causas y establece razonamientos positivos, los que hubieran querido la primacía para Barcelona tenían razón aparente. Lo cierto es que Barcelona, Cataluña entera tenía intereses y pasiones socialistas, pero éstos con relación al gran ideal que a la sazón representaba La Internacional, eran lo que respecto a la idea de justicia son siempre los intereses creados y las preocupaciones, es decir, impedimenta, carga conservadora y reaccionaria.

Si en Madrid durante el primer período de entusiasmo y en medio de la efervescencia del triunfo popular en la revolución llamada por antonomasia la Gloriosa, fue posible reunir mil internacionales para votar la candidatura de los cuatro delegados al Congreso obrero de Barcelona de 1870, y entre tantos difícilmente pudiera espumarse una docena que conservase constantemente el amor a la causa, Barcelona y Cataluña toda es difícil prever qué hubiera representado en el movimiento proletario internacional sin la inteligencia y la energía de media docena escasa de estudiantes, jóvenes, pero burgueses, que inculcaron el ideal, no en corporación alguna, sino en corto número de individuos, que, hay que reconocerlo, si no eran esquirols, como se llamó a los obreros no asociados, eran de aquellos que menos atención habían prestado al societarismo. Claro está que si los jóvenes obreros aludidos, como inteligentes que eran, se hubieran dedicado con el empeño de que eran capaces a la asociación, en ella hubieran obtenido los primeros puestos y no hubiera sido ya posible contar con ellos. Si no hubieran estado en Barcelona Viñas, Soriano, Meneses y Ferrán, andaluces y privilegiados todos; si Rafael Farga no hubiera ido al Congreso de Basilea donde recibió la sugestión directa de Bakunin, además de inspirarse en la grandeza de las ideas de los fundadores y cooperadores de La Internacional; si no hubiera estado presente Gaspar Sentiñón, que con sus grandes y enciclopédicos conocimientos y su constancia supliera las deficiencias, reemplazara a los perezosos y por su aspecto venerable fuera como la personificación de la idea; si, en fin, no se hubieran agrupado los inteligentes, los activos, los buenos en la sección de la Alianza de la Democracia Socialista, y hubiera debido esperarse que las corporaciones obreras por sí mismas, por evolución efectuada por sus propios medios hubieran entrado en La Internacional, los obreros catalanes no hubieran sido jamás internacionales.

Creo, pues, que la misión de FaneIli, limitada a la Barcelona puramente obrera, hubiera fracasado, mientras que en Madrid fundó un verdadero apostolado que, aun sin conseguir la organización de los trabajadores madrileños, ni siquiera modificar en nada sus detestables costumbres ha difundido por todas partes la propaganda y ha fijado la atención de la burguesía política central y del proletariado de provincias, definiendo las ideas y destruyendo preocupaciones con periódicos sostenidos casi sin interrupción desde La Solidaridad en 1870, pasando por La Emancipación, El Condenado, El orden (clandestino), La Revista Social, La Bandera Roja, La Anarquía, hasta La Idea Libre en 1896, siendo herederos de aquella brillante pléyade periodística, donde se destaca en primer término un nombre, Ernesto Alvarez, La Revista Blanca y su Suplemento, creado y sostenido por elementos diferentes, aunque con idéntico objetivo, bajo la dirección de los buenos anarquistas Juan Montseny (Federico Vrales) y Teresa Mañé (Soledad Gustavo).

Reuníase frecuentemente el núcleo organizador de La Internacional en un gran local de la calle de Valencia, cerca del portillo del mismo nombre, destinado a almacén de materiales de festejos públicos del Ayuntamiento, cuyo conserje, el compañero Jalvo, entusiasta internacional por entonces, nos permitía las reuniones, incurriendo por ello en responsabilidad que hubiera podido comprometerle.

Los que en aquel primer tiempo se agitaban más eran los republicanos, que a todo trance querían aprovechar el movimiento proletario para beneficiar a su partido. Distingúíase entre todos Rubau Donadeu, que buscaba para el núcleo el prestigio de los republicanos de primera fila significados como socialistas y procuraba afiliar a Pí y Margall, a Fernando Garrido, a Suñer y Capdevila, a Guisasola y a otros varios, de los cuales sólo Garrido asistió un día y nos habló de cooperaciÓn y de república con el criterio de sus preocupaciones sociales y políticas.

Rubau nos anunció un día la llegada del diputado obrero por Barcelona, en los siguientes términos:

Tengo el gusto de anunciaros que ha llegado de Barcelona y lo presentaré a este núcleo, mi amigo el diputado Pablo Alsina, obrero, socialista, ateo y materialista.

Este anuncio y aquellos adjetivos excitaron nuestro entusiasmo, harto sensible y propenso a la exteriorización, y lo recibimos con aplausos; él nos hizo concebir, muy favorable idea del obrero legislador; por mi parte, y de seguro fuí de los que se quedaron más cortos, me figuré un hombre alto, fuerte, enérgico y sabio, vestido con traje de pana y gorro colorado, como cierto personaje de una comedia cuyo título no recuerdo. Y no parezca extraña esta intervención de la imaginación en lo que no debiera meterse, porque aunque, juzgando por mí mismo y también por la espontaneidad de un corto número de amigos que han tenido la franqueza de confiarme flaquezas análogas a la que confieso a mis lectores, creo que es una debilidad universal, y quién más y quién menos, sobre todo en la juventud, se han forjado imaginariamente, una figura de la persona desconocida que influye en algún modo en su manera de ser, aunque luego casi nunca la realidad confirme la obra de la imaginación.

Así sucedió en este caso: Pablo Alsina fue presentado al núcleo por Rubau, y al ver a aquel joven tímido, flaco, con cara sin expresión, ojos redondos un si es no es pitarrosos, una voz que apenas podía oirle el cuello de la camisa en la que las locuciones catalanistas perdían toda la gracia que les da una voz varonil, y consiguientemente a aquel conjunto desmirriado, sin las grandes ideas que embellecen a la persona que las siente y las expresa, se nos cayó el alma a los pies, según la gráfica expresión popular. Entre nosotros causó un verdadero fiasco el diputado obrero, y nadie pudo explicarse cómo los obreros barceloneses escogieron aquel tipo tan poco presentable que, para honra de Cataluña, todos juzgábamos muy distante de ser el mejor entre sus compañeros.

No le vimos más, ni ganas tuvimos de contar con aquella nulidad. ¡Pobre hombre! su influencia parlamentaria fue tan menguada como la socialista. Una sola vez creo que habló en el Congreso, y como en aquella misma sesión hablara el marqués de Sardoal, levantóse un ministro demócrata a hacer notar el hecho con gran regocijo, diciendo: -¡Admire el mundo los beneficios de nuestra revolución gloriosa! Aquí en este santuario de las leyes acaba de darse el caso inaudito de ver unidos en fraternal comunión hombres de las más opuestas condiciones sociales; habéis oído al obrero que deja el telar y la lanzadera elevado por el voto de sus compañeros de trabajo, y el representante de la más encumbrada aristocracia, etc., etc., por poco nos muestra una nueva Jauja, donde es fama que el perro, el ratón y el gato, comen en el mismo plato.

Los demás políticos fueron desapareciendo poco a poco de nuestras reuniones, y solos cuantos teníamos empeño en continuar la obra de Fanelli nos encontrábamos a gusto y llevábamos adelante nuestra obra de la mejor manera que podíamos.

Una noche nos invitó un amigo a una velada de propaganda en una casa de la calle de Embajadores, situada entre las travesías de la Pasión (del Cardenal Ceferino González creo que se llama ahora) y la de Rodas. Tenía la casa cinco pisos con cinco corredores interiores, conteniendo cada uno numerosas habitaciones según el modelo de construcción usado en Madrid para casas de los pobres. Colocáronse en el patio una mesa con dos velas y, rodeándola, algunas sillas completando la iluminación algunos candiles colgados en los corredores; asomados a estos los vecinos y llenando el patio la gente del barrio, obtuvimos un lleno completo. Creían aquellas buenas gentes que se había convertido la casa en un club y que se trataba de propaganda republicana, cosa entonces muy corriente, pero pronto se desengañaron al ver que los propagandistas no eran los señoritos de la juventud republicana ni los ciudadanos del comité como llamaban a aquellos respetables burgueses de edad provecta, luenga barba y porte decente, sino unos cuantos muchachos de blusa o chaqueta y gorra. Ocupé el puesto de preferencia por designación de los compañeros y empecé desengañando a la concurrencia en términos precisos y claros:

No venimos a hablaros de república, dije, como parece esperabais; muchos hay que de eso se ocupan con elocuencia superior a la nuestra y con el entusiasmo de los que trabajan por cuenta propia, puesto que aspiran a ser los beneficiados y usufructuarios de ella, dejándoos a vosotros, como trabajadores que sois, a la luna de Valencia, es decir, condenados al trabajo. y sometidos a la explotación capitalista, ni más ni menos que sucede en la monarquía ...

Un murmullo de desagrado interrumpió mi peroración. Lo nuevo de aquellas ideas junto con la rudeza estudiada de su exposición, chocó a aquella gente, que no comprendía que a la República se le pudiesen colgar semejantes calificaciones y comparaciones. Restablecido el silencio a impulso tal vez de la curiosidad, expuse cómo yo mismo había sufrido la misma desagradable sensación cuando me convencí de que los males que pesan sobre el trabajador se hallan fuera de la acción y del poder de la República, manifestanto además la usurpación perpetrada por las clases privilegiadas y la inutilidad de los cambios políticos para dar satisfacción a la justicia social.

El auditorio se manifestó perplejo y dividido: unos aplaudían satisfechos, otros protestaban y no faltaba quienes no supiesen qué hacer en el conflicto entre su razón y sus preocupaciones.

Hablaron luego Mora y Morago, procurando el primero inculcar, después de consideraciones oportunas y bien razonadas, la grandeza del ideal emancipador, y el segundo tocando al sentimiento, dirigiéndose principalmente a las madres, que en gran número las había entre los oyentes, pintando el porvenir obligado de sus hijos en la sociedad presente y el que tendrían en la reformada por el triunfo de la Revolución social conquistado por la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Terminó la velada Borrel, cuyo aspecto casi infantil y simpático, junto con el gracejo especial de su lenguaje, arrebató al auditorio. Los aplausos y aclamaciones fueron entusiastas, y todos se apresuraban a felicitarnos deseando contribuir también a la realización de obra tan grande.

Otra noche fuimos a la guardia de prevención, o como se llamara, que los voluntarios de la libertad tenían en la Plaza Mayor, y allí, previo el permiso del Jefe y ante los numerosos individuos que se hallaban presentes, furibundos republicanos todos, expusimos también nuestra crítica de la sociedad, nuestras negaciones políticas y el objeto que nos proponíamos, y a pesar de chocar contra las preocupaciones de aquellos buenos hombres, si no obtuvimos aplausos ni muestras de aprobación, no nos arrojaron con cajas destempladas ni nos dieron ningún linternazo, lo que, bien considerado, no fue poco, y aun pudimos juzgarlo como un triunfo semejante al que valió a D. Quijoie el título de Caballero de los Leones.

Aprovechando otro día la celebración de las antiguas ferias y la consiguiente concurrencia al paseo de Atocha, se creyó oportuno celebrar un domingo por la tarde un meeting al aire libre en la plaza del Jardín Botánico, procediendo a la inglesa, sin previo permiso de la autoridad ni anuncios de ninguna clase.

En el sitio que actualmente ocupa la estatua de MurilIo había un montón de piedras grandes destinadas a no sé qué obra; allí se encaramaron los oradores y desde aquella improvisada tribuna se hizo crítica social, exposición del ideal revolucionario y excitación a la organización obrera, con éxito menguado y en medio de la indiferencia de los transeuntes, que interrumpían su paseo hacia la feria para ver qué específico vendían aquellos charlatanes (tal era la primera impresión de cuantos se acercaban), retirándose después con desdeñosa y aun burlona sonrisa, acompañada de algunas de aquellas mortificantes frases del estilo popular madrileño al ver aquellos redentores de la humanidad que con tan pobre recurso emprendían obra tan gigantesca.

Confieso que aquella frialdad me mortificó en gran manera, y es seguro que a los demás compañeros debió de sucederles lo mismo, a pesar de que no tuvieron la franqueza de manifestarlo. La broma que a propósito de aquel acto me dieron mis compañeros de trabajo en la imprenta de El Imparcial, donde a la sazón trabajaba, fue terrible y me causó más daño que el que pudiera sufrir por una arbitrariedad autoritaria. Sabido es que no hay peor martirio que el rídículo.

Así éramos entonces: no sabiendo qué hacer, nos entreteníamos en persuadirnos que hacíamos algo; y no contentos con ser machacones hablando siempre de lo mismo en casa, en el taller y en todos los sitios que constituían el círculo de nuestra vida, improvisábamos hasta medios risibles de exposición de nuestro apostolado. Semejantes a niños que creen que desde la colina que termina el horizonte se toca al cielo con la mano y que el gran ideal de la humanidad era como un caprichoso deseo que puede realizarse tirando un poco más fuerte de la voluntad, nada contenía nuestra actividad ardilIesca, que nos impulsaba a dar gratis et amore aquel absoluto que atesorábamos en nuestra inexperta mollera.

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