Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO

LA CONFERENCIA DE VALENCIA

Las vicisitudes políticas, y más aún la deficiente organización de la Federación regional durante el primer año de su existencia, impidieron el cumplimiento del acuerdo del Congreso de Barcelona respecto de la celebración del segundo, que debía tener efecto en Valencia.

En su lugar el Consejo federal, de acuerdo con las federaciones locales a la sazón existentes, convocó una Conferencia secreta de delegados de las mismas en Valencia, que se celebró en los días 10 al 18 de Septiembre de 1871.

Necesitábase renovar el pacto federal que servía de base a la organización obrera española, fortalecer el prestigio de los que debían servir de lazo de unión entre las agrupaciones distribuídas por el territorio, inspirarles ánimo, reveltirles de la confianza necesaria para que desarrollaran iniciativas a medida que lo exigieran las circunstancias, y para ello nada mejor que los mismos trabajadores interesados, por medio de sus representantes.

Lo que quedaba del primer Consejo federal al terminar el año de su existencia eran fragmentos a punto de incurrir en anulación de poderes, y ya casi en peligro de obrar arbitrariamente, no por intención, sino por falta de la necesaria correspondencia con las colectividades y los individuos.

Morago quedó en Lisboa; era demasiado libre para sujetarse a una tiranía, aunque fuera la del deber, y prefirió dar suelta a su inspiración y a sus genialidades antes que someterse a llevar la pesada carga de aquel Consejo federal que debía tener su inteligencia y su voluntad en tensión constante, pensando, resolviendo, y sin soltar la pluma para que aquel cuerpo debilitado que nació en Barcelona entre las explosiones del entusiasmo llegase vivo al acto de reconstrucción que se preparaba en Valencia. Borrel se desentendió e todo desde lo del 2 de Mayo y el concurso de Angel Mora era limitado.

Mora y yo sosteníamos aquella existencia, abandonando nuestro trabajo, abusando de nuestras familias, careciendo de todo, faltos aun de efectos de escritorio y de sellos para franqueo de la correspondencia, pero dispuestos a no ceder porque nos sobraba vida para luchar.

Por mi parte tuve el sentimiento de ver los primeros síntomas de la disidencia, surgida ya en Lisboa por incompatibilidad de carácter entre Mora y Morago, pero aquel dolor que afectaba primero a la amistad por ver enemigos entre sí a los que tanto aprecié como amigos, y luego porque calculé los resultados que habrían de sobrevenir en el curso de la propaganda y de la organización, no disminuyó mi vivísimo deseo de proseguir mi obra.

Un nuevo elemento vino a nosotros y que a la sazón nos fue utilísimo: José Mesa.

Este nombre tuvo triste resonancia en los momentos en que, divididos los hombres por la pasión, cada cual queria imperar creyéndose ser el mejor, y como ninguno se mantenía en lo justo, no creo necesario determinar aquí quien obraba peor.

Sucedía que siguiendo nuestra marcha teníamos adherencias y desprendimientos que no siempre pude explicarme, aunque, a decir verdad, tampoco me preocupaban gran cosa, fija como tenía la vista en la grandeza de nuestros propósitos.

Las condiciones de mi trabajo, harto penosas, me impedían frecuentar el trato de los amigos con la asiduidad deseada, debiendo limitarme en muchos casos a la asistencia a las reuniones en cumplimiento de los diversos cargos que desempeñé. Primero trabajé como cajista algunos años en el Diario de Avisos de Madrid, y luego en El Imparcial; en aquél se trabajaba siempre domingos y fiestas, y únicamente de cada ocho días festivos teníamos uno de descanso, y esto por tolerancia del burgués y convenio de los compañeros, que repartíamos entre todos el trabajo del que holgaba, y en el otro sin descanso alguno, y aun trabajando en las dos ediciones diarias de día y de noche de una manera insoportable. Así, sin saber como, durante las conferencias de San Isidro y en los preparativos de lo del 2 de Mayo me encontré a Mesa que alternaba con los que podría llamar de primera fila, siendo así recluta con honores de veterano. Su carácter, su talento y sus relaciones le daban derecho a ello, y si no le facilitaban el acceso. Quizá de todos los primitivos era yo el único que le conocía, y nunca me paré a averiguar si se introdujo, le presentaron o si se apareció providencialmente; lo que sí diré es que al principio allanó dificultades, tomó laudables iniciativas, y los que después fueron sus enemigos celebraron su intervención en la Conferencia de Valencia y aplaudieron durante mucho tiempo su campaña en La Emancipación.

Por mi parte, ajeno a la obra demoledora, inspirada en el odio, que se desarrolló después, no fuí enemigo de nadie; en la actualidad, lo mismo que entonces me siento libre de aquella deprimente pasión, y en cuanto alcanza mi memoria me complazco en el recuerdo de aquellos amigos de la juventud y compañeros en la obra salvadora y puedo libremente entregarme a la verdad.

Tenía Mesa algunos años más que nosotros; había sido tipógrafo y como tal le conocí yo; fue periodista después y hallábase bien relacionado con la gente de acción y de doctrina del Partido Republicano, del cual se había separado. Era fino, amable, insinuante y activo en sumo grado. Su trabajo en el segundo Consejo federal, al que perteneció, y en La Emancipación sobre todo en este periódico, fue notable, del que hizo un órgano de exposición doctrinal y de lucha que llamó poderosamente la atención y extendió la propaganda por toda España, como puede verse en La Federación, que tan tremenda guerra le hizo después y al principio le copió con elogio muchos artículos.

Claro está que surgida la disidencia y viéndose atacado había de emplear para su defensa todas sus facultades, lo mismo hacían sus adversarios, y en guerras de esta clase resulta que los méritos de los combatientes redundan siempre en mayor perjuicio de las ideas.

Creo poder afirmar, no obstante, que el regreso de Morago de Lisboa, con su contingente de pasión, y la venida a Madrid de Paul Lafargue, no sé si con los fines que se atribuyeron, pero de hecho con su astuta intervención, llevaron a Mesa y a los que con él se agruparon luego a un terreno tan distante del ideal como el de los que se colocaron enfrente.

Fuímos, pues, a Valencia, a dar cuenta de nuestro mandato como Consejo federal, Mora y yo, acompañados de Mesa, delegado por Madrid, y allí, a más de algunos compañeros delegados que conocimos en Barcelona, encontramos gente nueva entre los que recuerdo Montoro, de Valencia, y Marselau, de Sevilla.

Montoro era un tipo de aquellos que inspiran simpatía a primera vista y favorecen la propaganda de una idea con sólo su presencia. Todo el que no es fanático o escéptico se deja influir por hombres como Montoro. De regular estatura, de constitución fornida, de rostro moreno, ojos grandes y expresivos, amable sonrisa, voz de timbre metálico y una barba negra y, poblada, era de seguro, un descendiente de aquellos moros que convirtieron la campiña valenciana en un paraíso.

Conocíamosle por la correspondencia y le queríamos mucho, y al tenerle delante y verle en posesión de una belleza tan en harmonía con la sublimidad de nuestras aspiraciones le abrazamos con verdadero cariño. No sé qué ha sido de él después, ni sé tampoco si vive; si acaso llega a leer estas líneas y no es digno de ellas lo sentiré mucho; para mí será siempre como lo conocí en Valencia en aquella ocasión y después cuando fuí con él compañero en el tercer Consejo federal, residente también en Valencia.

De Marselau, aunque por diferente concepto, ha de quedar también recuerdo. No puedo por falta de datos fijar bien su carácter ni determinar con exactitud su influencia en la Federación Regional, por lo que me limitaré a exponer mis impresiones. Le vi por primera vez en la Conferencia de Valencia, a la que fue delegado por la federación local de Sevilla. Procedía directamente del Partido Republicano, en el que se refugió después de haber abandonado el estudio de la teología, colgar los hábitos, renunciar a la carrera eclesiastica y pasar una temporada en Londres.

Comenzó su exhibición en las reuniones de propaganda republicana de Andalucía y en los clubs de Sevilla, donde comprometía al partido dando a sus discursos cierto carácter radical y demagógico que no encajaba en los programas de los republicanos gubernamentales, y que éstos toleraban por fuerza, reconociendo que lo principal por el momento era el proselitismo y confiando en que después ya vendría, como no falta nunca, la rebaja de los discursos y programas ante las exigencias de la realidad.

Dióss a conocer también en la prensa publicando artículos librepensadores, negando las interpretaciones de la Iglesia católica a la Biblia, hasta que fundó La Razon, en que alternaba los asuntos antireligiosos con los sociales, llegando por último a declararse socialista y convertir el periódico en órgano de La Internacional.

Su fácil y sugestiva palabra atrajo a los trabajadores, ansiosos siempre de consuelos y esperanzas, la brillantez, erudición y apasionado estilo completaron su prestigio, siendo prueba de ello, aparte de numerosas demostraciones públicas en las reuniones populares, el nombramiento de delegado a la Conferencia de Valencia.

Entre el corto número de delegados asistentes a aquella Conferencia, obreros todos, hombres prácticos y poco aficionados al oropel de la fraseología, manifestóse Marselau un tanto tímido y cortado; venía de donde era tenido como maestro y se hallaba donde tenía que aprender, y se acomodó fácilmente a la situación.

Su aspecto me fue casi repulsivo: era de estatura regular, más bien bajo, delgado, moreno, de mirada triste y casi recelosa, parecía uno de aquellos desgraciados que llevan consigo un misterio, de los que nunca se confían a un amigo, y en sus maneras y lenguaje no se hallaban nunca vestigios de la gracia andaluza.

Le ví tiempo después en la cárcel de Sevilla, procesado por delito de prensa, ocupando una celda de preferencia, en la que fue posible celebrar en obsequio a mi llegada a Sevilla una sesión de la sección sevillana de la Alianza de la Democracia Socialista.

Entre los sevillanos era Marselau un oráculo: a él se debió principalmente el éxito que alcanzó La Internacional en aquella comarca. Su prestigio fue en aumento llegando a ser uno de los cuatro delegados (Farga, Alarini, Morago y Marselau) que por sufragio directo de los internacionales españoles fueron al Congreso de la Haya, de triste memoria, y que asistieron a la celebración del Pacto de Saint-Imier, que no pasó de la categoría de embrión.

Perdióse Marselau de vista, y pocos años después, cuando la guerra carlista ardía en las Vascongadas, Navarra, Cataluña y Valencia, un número de El Cuartel Real, periódico oficial del pretendiente, publicó la reseña del acto de abjuración de sus errores y reconciliación con la Iglesia de un joven novicio de la Trapa, celebrada en Tolosa en presencia de D. Carlos y toda su Corte. Aquel trapense era Nicolás Alonso Marselau. ¡Quién sabe lo que sería, después, de aquel desperdicio humano!

Utiles fueron los trabajos de aquella Conferencia en punto a organización aplicando las reformas aconsejadas por la experiencia: se rebajó la cuota federal por individuo; se dividió España en cinco comarcas denominadas Norte, Sur, Este, Oeste y Centro; se separó la resistencia de las Federaciones locales, creando para este fin las federaciones de oficios símiles; se creó un tipo de cooperación solidaria de consumos, y se dió una definición de la República destinada a limitar la influencia de los políticos respecto de los trabajadores, en los siguientes términos:

Considerando que el verdadero significado de la palabra República, en latín res publica, quiere decir cosa pública, cosa propia de la colectividad o propiedad colectiva;

Que Democracia es la derivación de Democratia, que significa el libre ejercicio de los derechos individuales, lo cual no puede encontrarse sino dentro de la Anarquía, o sea la ábolición de los Estados políticos y jurídicos, constituyendo en su lugar Estados obreros, cuyas funciones sean puramente económicas;

Que siendo los derechos del hombre impactables, imprescriptibles e inalienables, se deduce que la federación debe ser puramente económica;

La Conferencia de los delegados de la región española de la Asociación Internacional de los Trabajadores, reunida en Valencia, declara:

Que la verdadera República democrática federal es la propiedad colectiva, la Anarquía y la Federación económica, o sea la libre federación universal de libres asociaciones obreras agrícolas e industriales, fórmula que acepta en todas sus partes.

Se aprobó con elogio la gestión del Consejo federal; se designó otra vez a Madrid para la residencia de dicha representación, ampliando hasta nueve el número de sus individuos y se designó a Zaragoza como punto de reunión del segundo Congreso internacional de la Federación Regional Española.

La Conferencia terminó con un meeting de controversia entre los delegados y los sabios de la Universidad de Valencia, en los claustros de la misma.

Hablaron en nombre de la ciencia oficial el rector de la Universidad, Dr. Pérez Pujol, y el catedrático de Economía política Sr. Villena, y en nombre de la razón y del sentido común la mayoría de los delegados.

Ausente del acto en cumplimiento de un deber, creo útil la reproducción del siguiente artículo publicado por El Despertar del Pueblo, periódico republicano de Valencia.

JUICIO CRÍTICO SOBRE EL MEETING OBRERO

La prensa conservadora se ha permitido apreciaciones absurdas y apasionadas sobre el último meeting habido en esta Universidad; deber es, pues, de la revolucionaria hacerlas luminosas e imparciales.

Las tres de la tarde del 17 de los corrientes era el día señalado por los obreros de La Internacional para exponer sus dolores y amarguras ante esta sociedad moderna que tiene la compasión en la lengua, el egoísmo en el corazón y el tanto por ciento en la cabeza.

Esta parte de la humanidad que descubre un mundo con Colón, tapIiza los campos con Cuvier, une los mares con Lesseps y le deshace al sol sus rayos con Daguerre, iba a entrar en liza por medio de la discusión con esa otra parte que no hace nada, o que si hace algo es precisamente todo aquello que jamás debiera hacer.

Esta última, sin embargo, es dueña exclusiva de las bibliotecas; a fuerza de ergotizar, posee el sofisma a la perfección, se ejercita hábilmente en la retorica, sabe usar de la amenaza, del sentimiento y del ridículo y, verdadero camaleón, se metamorfosea en sirena o en titán para atraer o aterrar a su adversario, segun mejor le convenga.

Contra ese atleta temible iba a oponer el hijo del trabajo su convicción íntima pero por grande que sea, ¿puede equilibrar acaso en la balanza de la apariencia las muchas contrapesas que en el platillo opuesto se le habían de echar forzosamente? ... Así es que con el criterio frío e imparcial, sin ser profetas, presagiamos desde luego una derrota completa para los internacionales. Pero ¡oh sorpresa! sea que el doctrinarismo tiene ya agotado todo el arsenal de sus recursos, sea que las nuevas fórmulas del progreso, cual vendabal deshecho, todo lo arremolinan y arrebatan, lo cierto es que tres simples obreros deshicieron uno a uno todos los argumentos de sus contrincantes, a pesar de ser éstos las lumbreras de la ciencia en esta sociedad de convención y farsa.

¿Cuál es, pues, la causa de que el nuevo David haya vencido al Goliat de nuestra época? ... Es que la vigorosa mano de los tiempos ha abierto ante la humanidad el libro de sus destinos; es que la libertad no nos permite estar ni un minuto más en el estaticismo de convención a que se nos condena, y es, en fin, que la sempiterna ley del movimiento impele al pueblo de una manera fatal e irresistible a cumplir con su misión respecto a las generaciones venideras, y el pueblo, aunque no quiera, tiene que llenarla. ¿Quién podrá ya oponerse a la invariable ley de los destinos?

En vano se esforzaron los Sres. Pérez Pujol y Moreno Villena en deshacer lo que ellos llaman funesto error del obrero; éste, con el acento profético del hombre que, venciendo la ley de la gravedad, ha visto en los espacios el sol del nuevo día, presentó de la manera más franca y valiente la primera parte de las nuevas fórmulas del progreso, consistentes en las cuatro negaciones: religión revelada, familia legislada, agrupación forzada o Estado y representación delegada o herencia.

Impotentes los hombres del eclecticismo para seguir al trabajador en el rápido vuelo que tomara, no hicieron más que perderse en considerandos que nada tenían que ver con el fondo de la cuestión.

El Sr. Moreno Villena, al que la prensa ha elogiado por haber estado confuso, difuso y obtuso, confundió el dinero con el capital; consideró a aquél como el motor de la producción, siendo así que la ciencia económica sólo le concede el papel de intermediario en el cambio de productos por productos; mezcló el sentimiento con la propiedad, como si ésta fuese cosa de lágrimas, y por último, no entendiéndose ya a sí mismo, este catedrático y autor de un tratado de economía por apéndice, tuvo que acabar antes y con tiempo, dejándonos sólo en la triste impresión de lo inútil que es por lo general la gente del Estado.

Más en su lugar, si se quiere, estuvo el rector Sr. Pérez Pujol, el cual pidió con tenaz empeño la segunda parte de las fórmulas del progreso, las cuales, si no se le dieron, fue sólo por no dejar tan mal parada como necesariamente había de quedar la respetabilísima figura de un rector de universidad al recibir lecciones de un trabajador. Por manera que el silencio en aquellos momentos no fue más que un acto de finura con el que correspondían los obreros al que se había dignado abrirles las puertas de su casa.

La prensa conservadora, esa prensa acomodaticia y sin conciencia, al verse incapaz de poder discutir en el terreno científico, ha dejado vislumbrar en sus columnas la conveniencia de la metralla, permitiéndose además insultos que absolutamente nada ilustran el debate.

Por nuestra parte no les hacemos caso; pero si esta sociedad filantrópica, que sabe verter tan dulces lágrimas cuando un Romea o un Valero nos han representado los cuadros de la miseria, llegara a hacerse eco de tan estupendas necesidades, nosotros preguntaríamos: ¿con qué derecho vienes a imponernos una religión, tú que has tratado de ignorantes a los creyentes? ¿Con qué título vienes a hablarnos de familia, cuando te has burlado del amor conyugal, de ese amor santo que el pueblo respeta y respetará siempre, puesto que es el único tesoro de riqueza inagotable que los desvalidos y explotados pueden entregar a sus hijos? Y cuando a cada instante repites con cierto célebre poeta,

Una cosa es la amistad,
y el negocio es otra cosa
,

¿por qué vienes a llamarnos materiales, si tú eres la primera materialista?

Hablas de ametrallar ... ¡Cuán equivocada andas! ... ¿Cómo sin fe ni creencia podrás mover ya tus cañones? ...

Gastada hasta la médula de los huesos, ni aun merecerás los honores de la sepuliura, porque viva todavía has entrado ya en estado de putrefacción. Así que, seca como el esparto y sin jugo alguno que te vigorice, a nadie como a ti tienen aplicación aquellos tan sabidos versos:

Sola, fatídica, inmóvil
en la inmensa oscuridad,
más entristece que alumbra
cual lámpara sepulcral.
J. M. C.

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