Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO

EN LISBOA

Los anteriores sucesos y el efecto que en el ánimo del gobierno español pudieran causar las excitaciones del gobierno francés contra los partidarios o amigos espanoles de la Comuna, obligaron al Consejo federal español de La Internacional a poner a salvo los intereses morales y materiales que le estaban confiados.

Después de bien estudiado el asunto se acordó fraccionar el Consejo, quedando dos individuos en Madrid, y los tres restantes con toda la documentación pasarían a Lisboa. Ello nos imponía grandes sacrificios, porque teníamos nuestra familia en Madrid, donde con las condiciones generales del trabajador íbamos viviendo, en tanto que en el extranjero, sin recursos, sin relaciones y llevando además el bagaje de la responsabilidad como propagadores y organizadores de la revolución proletaria, corríamos inminente peligro de perdición.

Aunque con perfecto conocimiento de la situación, una vez bien pensado, no vacilamos un instante; la idea de salvar a los compañeros de la naciente organización, diseminados por España, en el caso probable de una persecución nos decidió, y la esperanza de llevar a la práctica un acuerdo del Congreso de Barcelona, implantando La Internacional en un país que no había respondido aún al movimiento proletario, nos entusiasmaba.

Si entonces no pensamos en ello, hoy, juzgando aquellos atrevimientos, descúbrese cierta poesía que los parangona con aquellas empresas apostólicas que en todo tiempo emprendieron los depositarios de las ideas salvadoras.

Lo recuerdo bien: el día del Corpus del 71, Mora, Morago y yo salimos de Toledo, donde permanecimos dos días después de nuestra salida de Madrid, y, atravesamos el desierto de la Mancha y los eriales de Extremadura en dirección a Portugal. Era la segunda vez que salía de mi casa y me alejaba de mi familia, en una disposición de ánimo bien diferente de la primera. Antes iba honrado con el voto y la representacion de muchos compañeros a una fiesta a la vez que acto importante cual el Congreso de Barcelona, donde podría contraer amistades y colaborar directamente a la declaración de la libertad de los trabajadores españoles en comunidad fraternal de los trabajadores de todo el mundo. Después, tropezando con las realidades de la vida e inaugurada la lucha contra el privilegio iba a ocupar un puesto de peligro y de honor en el combate, empezando por sentir en mí mismo el choque de encontrados sentimientos en razón de mi amor por lo que dejaba poco menos que abandonado en mi país y también de mi amor por lo que iba a buscar en el extranjero.

Entramos en Lisboa y desde la estación nos dirigimos a la rua da Prata, donde sabíamos que, establecido en un tallercito de recomposición de paraguas de sombrillas y abanicos se hallaba un antiguo compañero del Orfeón del Fomento de las Artes de Madrid. Recibiónos fraternalmente nuestro amigo y nos proporcionó alojamiento adecuado a nuestro precario estado.

No siendo mi objeto detallar las peripecias de nuestra estancia en Lisboa, pasaré por alto el relato de nuestros apuros, que no fueron cortos en cantidad ni en calidad, pues llegaron hasta hacernos sentir hambre, y referiré lo que más directamente se relaciona con mi principal propósito.

No recuerdo cómo nos pusimos en relación con Fontana y Antero do Quental; lo que sí tengo presente es nuestra primera entrevista con ellos en casa del segundo. Fontana era un joven de unos treinta años, alto, de aspecto simpático, suizo si no estoy equivocado, dependiente de una librería. Hablaba poco, pero con tal acierto cuando replicaba y con tanta sensatez y originalidad cuando exponía, que ganaba en seguida la consideración de la superioridad. Quental me pareció de alguna más edad y de aspecto no menos simpático y atractivo; había residido muchos años en París dedicado al estudio de las ciencias y tenía una ilustración vastísima y un carácter franco y leal que le llevaba a adoptar los radicalismos que lógicamente le imponían sus extensos conocimientos.

Frente de ambos jóvenes nuestro valer intelectual se hallaba en lamentable déficit, nada a propósito para inclinarlos a seguir nuestras iniciativas; pero a pesar de esta desventaja, de que nos dimos cuenta perfectamente, emprendimos nuestra tarea como si el resultado favorable nos hubiera sido previamente anunciado.

Expusimos el objetivo de La Internacional, la necesidad de agrupar a ella los trabajadores portugueses para constituir la gran falange del proletariado universal y terminamos exponiendo a grandes rasgos los absurdos de la sociedad, y de tal modo saiimos airosos de nuestro trabajo, que aquellos jóvenes, junto con sus felicitadones manifestaron su conformidad. No hicieron objeción alguna, únicamente manifestaron que con análogo radicalismo de aspiraciones trabajaban ellos en el seno del Partido Republicano; pero nosotros replicamos que lo que había podido ser conveniente antes, a partir del momento en que se lanzó al mundo el ideal de La Internacional dejaba de serlo por la disconformidad existente entre el limitado alcance que permiten los ideales políticos y el extensísimo que abarcan las reivindicaciones obreras.

Esta consideración produjo efecto decisivo en Quental, y no digo lo mismo de Fontana, por contarle ganado de antemano para las ideas revolucionarias, por relaciones de su país, aunque impedido de trabajar en pro de ellas por dificultades del medio y por carecer de ambiente a propósito.

De aquellos dos jóvenes, muertos ya hace años, conservo cariñoso recuerdo que me complazco en consignar en esta página en este momento en que dudo aun que pueda tener lectores. Tengo idea de que los anarquistas portugueses inscriben los nombres de Fontana y de Quental en el catálogo de los buenos.

El resultado de aquella primera entrevista fue convenir en celebrar una reunión con otros jóvenes, que nuestros amigos nos presentarían, con el fin de formar un núcleo organizador de La Internacional.

Reunímonos en la noche designada con nuestros amigos Fontana y Quental y cuatro o cinco jóvenes más, estudiantes y entre ellos un obrero; de los primeros sólo recuerdo el nombre de Batalha Reys, que me suscita el de uno de los delegados a la conferencia de Berlin, celebrada hace algunos años bajo los auspicios del emperador Guillermo, para el estudio de las reformas sociales, aunque no me consta que sea el mismo sujeto.

Como medida de precaución la reunión se celebró en una barca dirigida por uno de los mismos congregados, en medio del Tajo. La soledad del sitio, la obscuridad sólo atenuada por el brillo fosforescente del agua removida por los remos con perezosa lentitud, y aquel majestuoso silencio que parecía como una pausa impuesta al incesante movimiento de la naturaleza, predisponía de hermosa manera a aquella comunión del pensamiento y de la voluntad, precursora de un nuevo curso de las ideas, alejándose de ideales muertos, artificiosamente sostenidos con hipócritas convencionalismos, para dirigirse franca y resueltamente a las nuevas fuentes de virtud, de justicia y de felicidad en buena hora halladas.

Pronto se estableció entre todos la más absoluta franqueza, siendo de notar que la diferencia de idiomas no suscitó la menor dificultad, no tanto por la analogía que existe entre el español y el portugués, como porque en previsión de las dificultades que pudiera presentar la sintaxis de ambos idiomas se buscaban los giros más adecuados al caso, y resultaba que cada cual hablando como sabía nos entendíamos todos perfectamente sin darnos cuenta siquiera de que hablábamos idioma distinto.

Impuestos ya todos del objeto de la reunión, nos ahorramos esa explicación previa, y entramos en materia en seguida, borrándose todas las diferencias hasta el punto de no distinguirse los que llevaban una misión de los que eran objeto de ella: todos alli éramos maestros y discípulos, y todos igualmente enseñábamos y aprendíamos, inspirándonos a todos por igual una especie de intuición, y, a causa de olvidarnos por un momento de las preocupaciones corrientes de la vida, unificábamos nuestra voluntad en el propósito de una acción común.

Pocas veces he sentido el entusiasmo de la inspiración y la alegría de pensar, sentir y querer al unísono con otros hombres como en aquella noche felíz.

El examen de los fundamentos sociales, la rápida exposición histórica, la crítica de las instituciones, la negación de cuanto la sociedad afirma y la razón y la ciencia niegan, hízose con método, con sencillez, sin aquella acritud que ofende al obcecado creyente, como si fuéramos una reunión de filósofos desligados de todo género de intereses mundanos en una Tebaida santamente altruista, diferente de aquella otra en que la santidad oculta el egoísmo que no se contenta sino con la posesión del goce individual y eterno en una soñada vida ultraterrena. Allí, como en visión profética, asistimos a la disolución de los Estados, a la consiguiente ruina del privilegio y de la desigualdad, faltos del apoyo que les presta la autoridad, a la desaparición de esas dos categorías antagónicas denominadas capitalistas y obreros, para formar la única de productores libres qué comprenderá a todos los nacidos, y por último a la entrada de todos en la posesión del patrimonio universal, que será como el reingreso de la humanidad en aquel paraíso de la fábula genesiaca, enriquecido con los infinitos del progreso, donde, si de él fue arrojada por el pecado de la ignorancia y la violencia de un creador irritado, volvía regenerada por la virtud de la ciencia y el poder de la revolución.

Dos entidades surgieron allí: el núcleo organizador de La Internacional y el grupo de la Alianza de la Democracia Socialista; el primero, extendiéndose, asociaría a los trabajadores; el segundo, en constante comunicación con ellos por formar lo que en la Federación regional española representaban las secciones varias, sería como un grupo de estudios sociales que impulsaría las ciencias desligándolas de las torpes ataduras con que el dogma, el privilegio y la autoridad las sujetan en las universidades y daría a los trabajadores la verdad pura.

Aquellos muchachos sentíanse poseídos de inefable felicidad, y, terminada la labor, agotados ya los conceptos que les sirvieron para expresar la sublimidad de sus pensamientos y los transportes de su entusiasmo, recurrieron al arte, cantando hermosas melodías en que exaltaban las bellezas naturales, el sentimiento de la libertad y la fraternidad entre los hombres.

Entregados por completo a nuestra inocente alegría, y dejada la barca al libre curso de las aguas, traspasó, sin duda, ciertos límites señalados por el poder arbitrario de la autoridad, y de ello nos advirtió el brillo de un fusil y la voz de un centinela del Arsenal, que gritó: ¡Quién vive! Nuestros amigos conjuraron el peligro contestando y echando mano a los remos para evitar el escollo que la autoridad, ¡confundida sea para siempre! oponía en el camino de nuestros grandiosos propósitos.

Magalhaes Lima, en O Socialismo na Europa, refiere este suceso en los siguientes términos:

Tres emisarios, delegados por las secciones de Madrid, llegaron a Lisboa con el propósito de tantear el terreno y preparar la propaganda ... Entablaron relaciones con Fontana, y comenzaron las conferencias privadas, que tuvieron lugar en un bote cacilheiro (de los que atraviesan el Tajo desde Lisboa a Casilhas, pueblo situado en la orilla opuesta), vogando en el Tajo, reunidos los tres españoles con Fontana, Antero de Quental, y tres jóvenes más cuyo nombre no he podido averiguar. De esas conferencias brotó la idea clara y precisa de las aspiraciones y de la organización de la clase trabajadora. Los tres emisarios, Mora, Morago y Lorenzo, eran de los más enérgicos e instruídos de las secciones madrileñas. Oradores consumados y polemistas convencidos y ardientes, fácil les fue la tarea de hacerse comprender por espíritus tan elevados como Fontana y Quental.

Un año después, gracias al ardiente empeño de sinceros y honrados trabajadores de diversos oficios, Lisboa contaba diez mil asociados en las secciones de resistencia, y Oporto, unos ocho mil, y las poblaciones circunvecinas de las dos ciudades, algunos miles más.

Otra noche cometimos una imprudencia que nos pudo costar cara: fuimos a un café, y Morago, que hablaba regularmente francés, entabló conversación con un francés que casualmente se hallaba a su lado. La conversación, al principio insignificante, se fue animando a medida que el interés del asunto lo reclamaba, amenizado por la competencia de los interlocutores. El francés era un escéptico ilustrado de esos que entienden de todo, carecen de ideal humano y toman lo presente como expresión de lo que puede y debe ser, no aceptando más que hechos positivos sin dar valor alguno a las inducciones más racionales. Parapetado en estas doctrinas, y defendiéndose con fácil palabra y recursos oratorios propios del hombre de mundo avezado a la conversación y trato de gentes, era un contrincante verdaderamente fuerte; pero Morago, aunque positivamente menos instruído, valía más, por la fuerza de su convicción, su natural elocuencia y su entusiasmo. Colocado en el terreno firme de las reivindicaciones obreras en su lucha contra el capital, se elevó a aquellas alturas tribunicias a que tan fácilmente llegaba. Todos los concurrentes se acercaron a nuestra mesa; por las muestras la mayoría comprendía el francés, y por espacio de un par de horas aquel tranquilo café, donde ordinariamente no se alteraría el diapasón de las monótonas conversaciones burguesas, se vió convertido en un club revolucionario, no sólo por el efecto causado en los concurrentes, sino además se llenó con la gente que transitaba por la calle. Resultó aquello algo así como un torneo inutil; carecía de objeto para los protagonistas del acto, a lo menos para el francés, que suscitó la controversia por mero pasatiempo; pero causó grandísimo efecto; los espectadores formaron corrillos luego y discutían con pasión, recordando su aspecto los habitantes de aquella ciudad oxigenada por el Dr. Ox de que nos habla Julio Verne. A que altura llegaría la cosa, cuando al día siguiente leímos con temor y asombro en la prensa de la mañana la noticia de que habían llegado a Lisboa tres españoles emisarios de la Internacional (aludiendo claramente a nosotros en vista de la sesión del café) con la misión de extender sus perniciosas doctrinas, y excitábase, por tanto, al gobierno a que nos vigilase y obrase en consecuencia.

Cuando nos hallábamos bajo la penosa impresión causada por el soplo policiaco periodístico, se nos presentó Fontana, en nombre de los demás amigos, indicándonos la conveniencia de cambiar de domicilio y de poner a salvo nuestra documentación, porque corríamos inminente riesgo de ser deportados a a Isla de Madera o a los Algarbes como perturbadores del orden social.

Nos sometimos a las indicaciones de nuestros buenos amigos y adoptamos ciertas prudentes precauciones, pasando el chubasco promovido por nuestra indiscreción con la buena fortuna de no ser molestados por la autoridad.

Los asuntos de la Federación seguían ocupándonos a pesar de todo, y fija la vista en los sucesos de España y atendiendo a nuestra activa correspondencia, desempeñábamos del mejor modo posible nuestras funciones de Consejo federal.

De Lisboa salió el siguiente documento, publicado en nuestros periódicos y en hoja suelta, y que fue reproducido y comentado por no pocos periódicos burgueses:

ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES
CONSEJO FEDERAL DE LA REGIÓN ESPAÑOLA

Ciudadano ministro de la Gobernación: Las injustas persecuciones de que la Asociación Internacional de los Trabajadores ha sido objeto, no solamente en las demás regiones de Europa, sino también en la libre España, la nación que se precia de tener la Constitución más democrática del mundo, nos obligan a dirigiros nuestra ruda pero franca voz.

La Asociación Internacional de los Trabajadores ha venido a plantear de una manera clara y terminante el problema de la emancipación económico-social del proletariado. Esta poderosa Asociación significa el advenimiento de los trabajadores a la vida de la inteligencia. Cansados ya de la parte puramente material y mecánica que han venido desempeñando en la sociedad, han reconocido que las categorías y distinciones sociales, lejos de estar basadas en la naturaleza, único origen legítimo en que pudieran fundarse, sólo son producto de errores y conveniencias que nada valen ante la razón; y es que los proletarios, sintiéndose hombres y comprendiendo que entre ellos y los que ocupan las posiciones elevadas no hay más diferencias que los privilegios que éstos encontraron al nacer, protestan contra una organización social que separa a los hombres en dos grupos, uno de señores, ricos e inteligentes, y otro de esclavos, miserables e ignorarltes; es que los proletarios que ven los progresos de la ciencia, y que por hallarse entregados desde la más tierna edad a las penosas tareas del campo o del taller, no disfrutan de ellas, piden su legítima participación en esa ciencia que consideran el patrimonio universal, fundándose en que es el producto del trabajo de todas las generaciones, no del de los que injustamente lo monopolizan; es, en fin, que los proletarios, que ven que se les pide fe para un dogma que no pueden analizar por falta de instrucción, y obediencia para una ley hecha por los privilegiados, sin consentimiento suyo, sienten su dignidad de hombres humillada y se disponen a repararla, organizándose para destruir cuanto se oponga al triunfo de la justicia.

El derecho, pues, que asiste a los trabajadores para realizar su completa emancipación, está basado en la misma naturaleza; además de natural es justo, y por ser natural y justo debe ser legal, si es que la ley no es un sarcasmo lanzado al rostro del infeliz proletario.

Bien comprendemos que no puede bastar en todos los casos afirmar sólo que se aspira al triunfo de la justicia. Es preferible en cada caso de ellos definir lo que por justicia se entiende, y demostrar cómo y con qué medios se espera obtener el triunfo.

El derecho romano, en el cual se han inspirado y se inspiran aún los legisladores de las naciones modernas, dice: Justicia es dar a cada uno lo que le es debido. Preferimos intencionadamente esta definición por ser de un origen conocido y aceptado por la generalidad, con lo que evitaremos que se distraiga la atención buscando un medio de rechazar la que pudiéramos dar nosotros.

Pero ahora corresponde esta pregunta: ¿Qué le es debido a cada uno? Según nosotros, el hombre, ya sea considerado individualmente, ya lo sea refiriéndose a la especie, tiene necesidades físicas y morales; para satisfacer las primeras recurre a la producción, para las segundas a la instrucción; con la instrucción facilita y aumenta la producción y reduce cada vez más el esfuerzo material; con el aumento y facilidad en la producción se pone cada vez en mejores condiciones de instrucción, Esto sentado, declaramos que lo que es debido a cada uno de los hombres es Libertad e Igualdad; pero entended bien, ciudadano ministro, lo que estas palabras significan para nosotros; podréis comprenderlo fijando vuestra atención en lo que queda dicho. Libertad igual y completa para el desarrollo de las facultades humanas. Igualdad de derecho a los medios de aplicarlas siempre y tanto cuanto lo exija la necesidad de goces que todos y cada uno de los hombres experimenten. Con la perfecta harmonía de estos dos principios es como únicamente puede realizarse entre los hombres la Fraternidad, y es la práctica de esta sublime serie: Libertad, Igualdad, Fraternidad, la que hará posible que se practique su síntesis la Justicia.

Como comprenderéis, ciudadano ministro, la importancia de La Internacional no queda reducida a que los trabajadores hayan conocido su derecho, formulen una justa aspiración y se organicen para conseguirla. Destruída la antigua aristocracia y habiendo conseguido la clase media colocarse en su lugar y hasta hacerla su humilde vasalla, la clase trabajadora, el proletariado, que siente pesar sobre sus fatigados hombros la pesada carga de las otras dos; que no ve ni puede ver en las prerrogativas y privilegios del capital otra cosa que la sustitución del feudalismo señorial antiguo por el feudalismo capitalista; que ve, en una palabra, que éste tiende de una manera pertinaz y hasta podríamos decir fatal a separar los deberes de los derechos, reservándose éstos y haciendo caer todo el peso de los otros sobre los trabajadores, ha visto en este hecho y en aquella tendencia la monstruosa y cruel ceguedad que domina a esa clase, nuestra hermana ayer, y hoy nuestra más encarnizada enemiga, y ha creído que era de imprescindible necesidad que a cada uno le sea dado lo que le es debido, ni nada más ni nada menos, o como lo expresamos nosotros: que cada uno recoja íntegro el producto de su trabajo; más claro aún, ciudadano ministro, porque hay cosas que nunca se habrán dicho demasiado, que aquel que quiera consumir o gozar, tenga el deber de producir en la misma proporción del producto consumido.

Así se realizará nuestra fórmula: No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos, fórmula que contiene la más severa crítica del pasado y del presente y la más consoladora promesa para el porvenir.

Esta es la aspiración de La Internacional, ciudadano ministro; por eso la clase trabajadora, comprendiendo de una vez sus intereses y ese sublime ideal, se ha abrazado a su bandera sin reparar en los inconvenientes y peligros que la realización de este fin trae consigo.

Ahora bien; si La Internacional viene a realizar la justicia, y la ley.se opone, La Internacional está por encima de la ley. Los trabajadores tienen el derecho, indiscutible, innegable, de llevar a cabo su organización y realizar la aspiración que se proponen. Esto lo conseguirán con la ley o a pesar de ella.

Pero no sucede así: lejos de esto, las leyes de España, inspiradas en las ideas democráticas de la revolución de Septiembre, consagran los derechos individuales y reconocen el derecho de asociación para todos los fines de la vida humana, aunque restringidos por la prescripción de que todas las asociaciones han de estar conformes con la moral universal y su dirección no ha de residir en el extranjero. Estas restricciones, que pueden considerarse como verdaderas limitaciones del derecho, porque la una pone sobre él el criterio de las autoridades y la otra le cierra el paso con las fronteras artificiales que los hombres han creado para las naciones, no afectan en nada a La Internacional, porque ella no se opone a la moral universal, antes por el contrario, proclama la verdadera moral, esto es, la harmonía de las relaciones humanas con las eternas leyes de nuestra madre naturaleza, y no tiene su dirección en el extranjero, ni puede tenerla, porque carece de dirección. El eXamen de nuestros Estatutos, de que os remitimos un ejemplar, os lo probará, sirviendo al mismo tiempo para desvanecer los errores que sobre este punto tengáis a causa de las declaraciones hechas en las Cortes por un conocido economista, y de la reciente circular de un célebre y funesto hombre de Estado (1). Enemiga esta Asociación del principio de autoridad, fundada principalmente para destruirle, porque reconoce que él es la causa de la opresión que nos envilece y de la desigualdad que nos aniquila, no ha cometido la torpe inconsecuencia de conservarle en su seno; entre nosotros nadie manda ni nadie obedece, según la opinión que de estas dos ideas tiene la generalidad.

Por consiguiente, La Internacional no se parece a esas compañías comerciales permitidas por el gobierno, verdaderas sociedades cuya dirección reside fuera de España.

No se parece tampoco a esas sociedades de crédito, permitidas y protegidas por el Estado, y cuya verdadera dirección reside también fuera de la región española.

No se parece, en fin, a esa organización religiosa, protegida y pagada por el Estado, a despecho de la conciencia, de la libertad y de la bolsa de muchos miles de ciudadanos, que también tiene su centro directivo, verdadero poder, fuera de España.

No, la Federación Regional Española es tan libre dentro de la Federación Internacional de los Trabajadores, como puede serio España, a pesar de su concierto y solidaridad con las naciones europeas.

Sin embargo, a pesar de estar la Asociación Internacional dentro de la justicia y de la ley y de venir a realizar una gran misión social; a pesar de todo esto, ciudadano ministro, ha sido objeto de absurdas calumnias y persecuciones en toda España por parte de las autoridades superiores y subalternas, patrocinadas por el anterior ministro vuestro predecesor. En distintas localidades yacen en las cárceles honrados ciudadanos con pretextos más o menos habilidosos, pero en realidad por el solo delito de pertenecer a esta Asociación, sin que para ponerles en este estado se hayan llenado las formalidades que prescribe la ley. En algunos puntos se han negado las autoridades a permitir el establecimiento de nuestras federaciones locales; en otros las han disuelto, y finalmente, D. Práxedes Mateo Sagasta, revestido del carácter de ministro de la Gobernación, contestando a un digno internacional diputado a Cortes que le había interpelado sobre abusos de autoridad del gobernador de Barcelona, declaró que no admitiría la propaganda de las ideas de La Internacional. Después de este hecho las persecuciones han aumentado en muchas partes con pretextos más o menos fútiles, y los industriales y capitalistas, secundando el pensamiento de las autoridades, dificultan la buena marcha y el desarrollo de la Asociación.

Esto no debe continuar así, ciudadano ministro, vos, como jefe del nuevo gabinete, habéis proclamado a la faz del país la política de represión; nosotros preferimos esa política a la estúpida política preventiva; pero, como comprenderéis, no son suficientes las promesas, necesitamos pruebas de vuestra sinceridad; ¡se nos han prodigado tantas y son tantos los desengaños que hemos recibido, que no estamos en el caso de contentarnos con ellas!

La Internacional quiere cambiar por completo las bases de esta sociedad de esclavos y señores, de trabajadores y holgazanes, y sustituirlas con otras, para que el trabajo, única fuente de la riqueza y prosperidad de los pueblos, sea la categoría social a que aspiren los hombres, que, confundidos en una sola y única clase, la de productores libres, podrán realizar sobre la bien cultivada tierra los eternos principios que constituyen la justicia.

Pero esto sabemos demasiado que no se realiza ni con desórdenes inmotivados ni con efímeras revoluciones políticas. Sólo con la propaganda y activa discusión de nuestros principios nos proponemos lograr la unidad de miras necesaria para que su práctica sea un hecho en el mundo social.

Nosotros también queremos el orden, ciudadano ministro, le amamos más que los que se titulan sus defensores; ¡desgraciadamente sabemos lo caro que el desorden nos cuesta! Pero nosotros rechazamos el orden de la clase privilegiada; ese orden es la paz de los sepulcros, la losa de plomo puesta sobre los derechos del pueblo, el imperio de la fuerza dominando la fría y sensata razón.

Nosotros nos atenemos a las leyes del país, leyes que han sido hechas y promulgadas sin nuestro consentimiento, pero que consignan de una manera clara y terminante el derecho que tenemos de emitir libremente nuestras ideas. Si el gobierno cree que faltamos a esas leyes, y se cree además con el derecho de castigarnos, que lo diga francamente, declarándonos fuera de la ley; de lo contrario respete y haga respetar de una manera pública y solemne los derechos que como ciudadanos de una nación libre nos asisten, para lo cual pedimos el sobreseimiento de las causas que con habilidosos pretextos, como antes hemos dicho, pero en realidad por ser internacionales, se siguen a muchos honrados y laboriosos obreros. Este es el único medio que hay para respetar y hacer que se respete la Constitución del Estado.

Esta garantía que con tanto derecho pedimos, puede inspirar al país la seguridad de que estáis dispuesto a cumplir lo que prometisteis; si la negáis, quedando, como queda probado, nuestro derecho, os colocaréis en un lugar que seguramente no causará envidia a los hombres honrados.

Esperando vuestra contestación, ciudadano ministro, os deseamos salud y emancipación social.

Por acuerdo y a nombre del Consejo federal.

El secretario. FRANCISCO MORA.
Hoy 6 de Agosto de 1871.


Notas

(1) Alude a Gabriel Rodríguez, el vencido en las Conferencias de San Isidro, y a Julio Favre, ministro francés en el gobierno de la Defensa nacional, que promovió en todas laa naciones la persecución contra La Internacional.

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