Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoTERCERA PARTE - Lección XVTERCERA PARTE - Lección XVIIBiblioteca Virtual Antorcha

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

TERCERA PARTE

Lección XVI

Don Matías de Gálvez, 48° Virrey. Don Bernardo de Gálvez, 49° Virrey. Ilustrísimo señor Haro y peralta, 50° Virrey. Don Manuel Antonio Flores, 51° Virrey. Segundo conde de Revillagigedo, 52° Virrey. Señor marqués de Branciforte, 53° Virrey. Don Miguel José de Azanza, 54° Virrey.


Don Matías de Gálvez, que sucedió al señor Mayorga, se dedicó activamente a la limpieza de las calles y otras mejoras importantes.

Fomentó la Academia de San Carlos con motivo de los hermosos modelos de yeso enviados por Carlos III, que aún existen.

En 1783 volvió a imprimirse la Gaceta, por privilegio que obtuvo don Manuel Valdés, impresor; este periódico había dejado de publicarlo Sahagún y no contenía sino noticias insignificantes.

Por aquellos tiempos se estableció en España el Banco Nacional de San Carlos, y las parcialidades de San Juan y Santiago se apuntaron como accionistas, haciendo su representante al ilustre Jovellanos.

De poca importancia pero curiosas, son las otras noticias que se conservan del tiempo de Gálvez.

Se hizo la numeración de coches que había en la ciudad, y resultaron 637 (año de 1784).

Entraron por la acequia de San Lázaro 52385 canoas.

Se consumieron en la ciudad:

Carneros - 268 795.

Cerdos - 53 086.

Toros - 12 286.

Chivos - 883.

Cargas de frijol - 38 885.

ídem de arroz - 700.

En 19 de noviembre de 1784 se voló la fábrica de pólvora de Santa Fe.

El Virrey don Bernardo de Gálvez, hijo y sucesor del anterior, es caracterizado en las crónicas como expedito, ambicioso de popularidad y simpatía y para los suspicaces, de amigo de la turbulencia y con miras ocultas como móviles de sus acciones.

Hizo ostentación en la plaza de toros de su destreza cocheril, paseando en su carretela abierta a la Virreina, en medio de atronadores aplausos.

Alistó a su hijo pequeño en el regimiento de Zamora, dando una gran merienda a soldados, oficiales y jefes en la azotea de Palacio.

Hízose encontradizo con tres reos de muerte, poniéndolos en libertad, lo que le valió un extrañamiento de la corte.

En el bosque de Chapultepec, al pie del cerro había antes de Gálvez una habitación en que se alojaban los Virreyes, y en la cima había una ermita dedicada a San Francisco Javier. Gálvez edificó su magnífico palacio en el lugar en que ahora se halla, costando la obra 300 000 pesos.

Mandó que se pintase toda la ciudad; aseó, compuso y embelleció las calzadas de Vallejo, la Piedad y Tlalpan, y se menciona el establecimiento del primer café en la calle de Tacuba, en una de las accesorias que hace esquina al Empedradillo. Un muchacho que estaba a las puertas por las mañanas, llamaba a los que pasaban a tomar café con leche y mollete, al uso de Francia.

El 30 de noviembre de 1786 murió en el palacio arzobispal de Tacubaya el Virrey Gálvez, y quedó gobernando la Audiencia.

En los cuatro meses que gobernó el señor arzobispo Núñez y Haro se hicieron importantes reformas, pero entre ellas es digna de estudio e importa la raíz de nuestra organización, el establecimiento de las intendencias, planteación tardía para el gobierno español, y que dio cierta vida autonómica a las que después fueron entidades federativas.

El señor Haro estableció el Hospital de San Andrés, incorporando en él el de San Juan de Dios que creó Zumárraga, y que dotó el ilustre cura don Pedro López. Fundó el recogimiento de clérigos de Tepozotlán, antes noviciado de jesuitas, y aumentó y mejoró el palacio arzobispal.

Don Manuel Antonio Flores se hizo cargo del gobierno en agosto de 1787.

Los regimientos de la Nueva España de la Corona y Fijo de Veracruz, fueron sus primeras creaciones, así como la división en dos de las provincias internas y las de oriente y poniente, para su mejor gobierno.

Aunque no con la extensión que debiéramos, éste es el lugar de hablar del segundo conde de Revillagigedo, tan amado de los mexicanos por sus eminentes virtudes y su don de gobierno.

Para dar idea de los servicios del conde de Revillagigedo, sería necesario pintar con su genuino colorido los tres elementos que dominaban en la Colonia, y eran el elemento conquistador, el clerical y el civil, y además, poner de manifiesto los abusos y la tiranía de cada uno de esos elementos, ya aislados, ya coligándose para la explotación de las clases subordinadas a ellos, recayendo el peso de los tres en los indios, como parte más débil e ignorante.

Los clérigos con su gobierno eclesiástico involucrado en el civil, y dueños de las llaves del cielo y de las arcas de los ricos; los comerciantes, señores de la fortuna pública, y con la decidida protección del Consejo de Indias; los oidores, entidad que podía contraponerse al Virrey; los poderosos hacendados, capaces, por su dominio en vastas extensiones de terreno de comprometer la paz, y el conjunto sujeto en mucho, y a pesar de restricciones numerosas, al solo capricho del Virrey, circunstancias eran todas para hacer peligrosísima cualquiera reforma para desterrar los males que aquejaban a la Nueva España.

El señor Revillagigedo sin consideración a los poderes opresores, sin atender a los odios personales que podía despertar y sin otrO norte que el bien público, puso con resolución la mano en todos los ramos administrativos, mejorándolos todos y derramando por todas partes luz y beneficios.

El robo sistemático, elevado a la categoria de lucro lícito, corroía los ramos todos de la administración, corrompiéndolo todo; las cárceles eran cloacas inmundas; los vicios más indignos gozaban impunidad; la mancebía, la afeminación, el juego, contaminaban hasta las clases superiores, y el trabajo se veía como caracteóstico de la gente más abyecta y ordinaria.

El aspecto de la ciudad era horrible: en la plaza y a un lado de Palacio estaban colocadas las letrinas; al lado opuesto la horca y la picota, donde se hacía poco antes la matanza de reses y carneros y la venta de carnes. Dentro de Palacio había vendedoras de comidas, soeces cantinas, mingitorios, y cuanto puede dar idea más cabal de un pueblo en la degradación y la inmundicia.

Revillagigedo redujo al ordenar a los oidores. Con motivo de la muerte de Dongo, dio a conocer su energía en la pronta administración de justicia; dictó sabias medidas para la moralización del ejército; creó el alumbrado; empedró las calles; barrió las basuras de la ciudad; dictó sapientísimos bandos de policía; mejoró en mucho las rentas públicas; con suma circunspección puso coto a los abusos del clero; recto, lleno de probidad y amor al pueblo, se hizo acreedor a la gratitud pública. El señor Revillagigedo sufrió la insurrección de los ofendidos; por su honradez, como siempre, de cada maldad que desarraigaba brotaba un enemigo; procesado, intervenidos sus bienes, hasta después de su muerte no se le declaró inocente; y México aún no se atreve a reivindicar su memoria erigiéndole una estatua (1).

Como si la fortuna caprichosa hubiera querido formar un saliente contraste con el señor Revillagigedo, hizo que la corte prostituida de Carlos IV nombrase al marqués de Branciforte, célebre por su rapacidad y falta de tino en el manejo de los negocios.

Favorito de Godoy, de quien era cuñado, ávido de riqueza y deseoso de aprovechar su tiempo, puso en venta, con inaudito cinismo, empleos y favores, y México fue testigo de un tráfico que le sorprendió a pesar de haber visto en el gobierno atrevidos mercaderes.

En los primeros días del gobierno de Branciforte estalló la revolución de Juan Guerrero y otros europeos, con el objeto de apoderarse de la nao de China. Frustrado tal intento, formó el plan de aprehender y quitar de en medio a las autoridades, proclamando la independencia de México, pidiendo auxilio a los Estados Unidos. Denunciado el plan por el alcalde de corte don Pedro Valenzuela, fueron reducidos a prisión Guerrero y sus cómplices; el proceso duró hasta 1800, en el que fueron sentenciados unos a presidio y otros a destierro perpetuo, con prohibición de volver a América. El Padre Vara, que estaba entre los sublevados, se fugó del Castillo de San Juan de Ulúa.

Después de la paz ignominiosa que ajustó España con Francia, declaró la guerra a la Gran Bretaña. Branciforte acantonó las tropas de Orizaba, Jalapa y Perote, y se disponía a marchar para ponerse a su cabeza cuando llegó el Virrey su sucesor. Entonces emprendió su viaje a España, llevándose cinco millones de pesos y el odio de todos los mexicanos. Muchos conservaron el retrato que de él se publicó clandestinamente, con motivo de una estafa hecha al conde de Casa Real, y en el que estaba sustituido un gato (alusión a sus rapiñas) al cordero del toisón de oro.

Formó contraste con el desgobierno y robos de Branciforte la conducta de su sucesor don Miguel José de Azanza, conocido en México como secretario del ilustre visitador don José de Gálvez.

Lo más notable de su tiempo fue la conspiración descubierta en el callejón de Gachupines número 7, conocida con el nombre de conspiración de los machetes. Don Pedro de la Portilla, oscuro y subalterno cobrador de contribuciones en el mercado de Santa Catarina Mártir, unido a trece personas tan oscuras y desvalidas como él, concibió el audaz pensamiento de apoderarse de la persona del Virrey, dar muerte a los españoles que le parecieron más odiados, y proclamar la independencia de México, repeliendo cualquiera agresión de España. Para realizar tamaña empresa, contaba Portilla con dar libertad a los presos de la cárcel, con la cantidad de 1000 pesos, tres armas de fuego y cincuenta machetes. Descubierta la conspiración, porque la denunció un tal Aguirre, pariente de Portilla, se siguió la causa con bastante lentitud, y al cabo de algunos años fueron puestos todos los presos en libertad, inclusive el propio Portilla, que figuró en algún destino público despuéS de la independencia.

Azanza revivió las milicias provinciales, distribuyéndolas en los puntos que le parecieron convenientes, empleando en la de San Luis PotOsí a Calleja que tantos males hizo a México.

El 8 de marzo de 1800 acaeció el terrible temblor que se conoce con el nombre de San Juan de Dios.

El señor Azanza dejó una honrosa memoria, y su recuerdo es grato en los anales de México.



Notas

(1) Don Francisco Sedano, en la obra intitulada Noticias de México, tomo I, página 49, describe de la manera siguiente las calles de México antes de 1790.

Las calles de esta ciudad antes del año de 1790, eran unos muladares todas ellas, aun las más principales. En cada esquina había un gran montón de basura. Con toda libertad, a cualquiera hora del día, se arrojaban a la calle ya los caños los vasos de inmundicia, la basura, estiércol, caballos y perros muertos. No era respetada aun la santa iglesia Catedral, ensuciándose en sus paredes; la cerca de su cementerio (que era alta) por dentro y fuera estaba cercada de inmundicias en mucha cantidad, despidiendo intolerable mal olor, y cada semana se arrollaba con palas, haciendo montones, y se quitaban con carros. Cualquiera, a cualquiera hora, sin respeto de la publicidad de la gente, se ensuciaba en la calle a donde quería. Los empedrados eran malos y desiguales, unos altos y otros bajos; y por esto y las basuras, se encharcaba el agua de los caños y hacían las calles de dificil y molesto tránsito. En tiempo de lluvias era tal el lodo, mezclado con la inmundicia, que no es fácil explicarlo; y cuando, de tarde en tarde, se quitaba un montón de basura, al removerlo salía un vapor pestífero a modo de humo. No se verificaba limpiar una calle ni por una hora, porque aún no bien se quitaba un montón de basura luego luego empezaban a echar más en el mismo lugar.

A la puerta de cada casa de vecindad, era indispensable un montón de basura. Por los barrios eran tales y tan grandes, que a uno de ellos, que estaba hacia Necatitlán, le llamaban Cerro Gordo. En tiempo del gobierno del Excmo. Sr. Marqués de Croix, algo se enmendó, pero luego se volvió la porquería a lo mismo que antes, hasta que el Excmo. Sr. Conde de Revillagigedo, estimulado de su mucha limpieza e infatigable celo, estableció la limpia de las calles, y los carros para recoger las basuras y los excrementos, sin arrojarlos a las calles por bando de 2 de septiembre de 1790, con lo que vino la ciudad a tener tan diferente aspecto, que parece otra.

Este beneficio debe México al celo y vigilancia del incomparable y nunca bien alabado Conde de Revillagigedo.

Plaza Mayor

La Plaza Mayor de esta ciudad de México, estuvo ocupada con el mercado, dispuesta con techados o jacales de tejamanil en forma de caballete, que se arrendaban por cuenta del Ayuntamiento de la nobilísima ciudad. Se despejó para celebrar la proclamación del señor don Carlos IV, en 27 de diciembre de 1789. En esta plaza estuvo la horca para el suplicio de los sentenciados por la Real Sala del Crimen y Juzgado de Ciudad. Por la parte de la Catedral terminaba con el cementerio, que estaba cerrado con dos puertas frente de las dos puertas laterales de la iglesia, y en medio de las puertas de dicho cementerio, estaba la cruz de piedra que llamaban el señor Masñozca.

Por el lado del portal de las Flores, estaban los cajones que llamaban de San José, que después se derribaron. Cuando ocurría proclamación de Rey, se despejaba la plaza, y después de pasada la función se volvía a poner el mercado. Después de la proclamación de Carlos IV, se rebajó el piso de la plaza vara y media, se echaron atarjeas con tapas de piedra para la corriente de las aguas, y se fabricaron cuatro fuentes o arquetones para abasto de agua, una en cada esquina. El rebajo de la plaza tuvo de costo veintitrés mil pesos. Esta plaza cuando estuvo el mercado, era muy fea y de vista muy desagradable. Encima de los techados de tejamanil había pedazos de petate, sombreros y zapatos viejos, y otros harapos que echaban sobre ellos. Lo desigual del empedrado, el lodo en tiempo de lluvias, los cañones que atravesaban los montones de basura, excrementos de gente ordinaria y muchachos, cáscaras y otros estorbos, la hacían de dificil andadura. Había un beque o secretas que despedía un intolerable hedor, que por lo sucio de los tablones de su asiento, hombres y mujeres hacían su necesidad trepados en cuclillas, con la ropa levantada, a vista de las demás gentes, sin pudor ni vergüenza, y era demasiada la indecencia y deshonestidad. Cerca del beque se vendía, en puestos, carne cocida, y de ellos al beque andaban las moscas. De noche se quedaban a dormir los puesteros debajo de los jacales, y allí se albergaban muchos perros, que se alborotaban, y a más del ruido que hacían, se abalanzaban a la gente que se acercaba. Todo esto es cierto y verdad, de que son testigos todos los habitantes de esta gran ciudad. Al incomparable celo del Excmo. Sr. Conde de Revillagigedo se debe haberse remediado tanto desorden y porquería, haciendo mudar el mercado a la plaza del Volador.

Hay en dicha plaza los llamados cajones de S. José. Éstos, con sus altos encima y ventanas a la plaza, estuvieron delante del portal dé las Flores; corría la acequia a su espalda, y entre ésta y el portal había un techo. Estaban divididos en dos trechos, uno que cogía toda la frontera del portal hasta el puente que llamaban de las Marquesoteras, que daba paso de la plaza a dicho portal, y el otro desde dicho puente hasta el puente que llamaban de Palacio, línea recta con las casas de la plaza del Volador que miran a la Universidad. Dichos cajones eran de dos puertas cada uno de cinco varas de fondo, en número de 35; los 32 miraban a la Catedral, teniendo delante la plaza; dos estaban sobre el puente de las Marquesoteras, mirando uno a otro, y el otro estaba en el testero mirando al portal de Mercaderes. Por convenio del Ayuntamiento de la nobilísima ciudad, los fabricó D. Tomás Eslava, vecino de esta ciudad, con la condición de cobrar para sí la renta de los treinta por nueve años, y los otros cinco por diez, y después cederlos a la ciudad, haciéndolos finca suya; se comenzó su fábrica a fin del año de 1756, y se acabó el de 1757, estrenándose el 28 de junio. Eslava acabó su cobranza de los unos, en 28 de junio de 1766, y de los otros, en 27 de julio de 1767, y se percibió de su renta de 56 a 57 000 pesos; y luego que éste acabó su tiempo, entró cobrando la renta la nobilísima ciudad, la que producía cada año 6 228 pesos.

Luego que estos cajones se comenzaron a fabricar, la parte del mayorazgo Guerrero Moctezuma puso pleito en la Real Audiencia a la nobilísima ciudad, por el perjuicio que hacían a su finca, y por ser el terreno suyo en que se estaban labrando.

Desde 24 de diciembre de 1789 se embargaron los arrendamientos de los cajones, depositándolos, de orden de la Real Audiencia, a pedimento de la parte del mayorazgo, en poder de don Antonio Basoco, habiendo percibido la ciudad en el tiempo que los cobró, cosa de 145000 pesos, sin haber puesto principal alguno. La parte del mayorazgo Guerrero Moctezuma obtuvo varias sentencias a su favor durante el pleito y por último, por convenio de partes, con aprobación de la Real Audiencia, dando cuenta al Excmo. Sr. Virrey conde de Revillagigedo, partieron lo producido y depositado en poder de don Antonio Basoco, desde el embargo de la renta en el año de 1789, hasta febrero de 1794, que la ciudad se conformó en que se derribaran, lo que se comenzó a ejecutar el 24 de dicho febrero, y el día 11 de abril de dicho año se verificó su demolición hasta los cimientos, no quedando vestigio alguno de dichos cajones, los que duraron en pie treinta y siete años, y otros tantos duró el pleito en que al fin venció la parte del mayorazgo. Estos dichos cajones estuvieron ocupados por mercaderes de ropa, y los que se llaman de tiendas mestizas de comestibles y otros efectos. El año de 1793, estando ya cegada la acequia, se fabricaron, a espaldas de estos cajones, unos jacales de tejamanil que se arrendaron a fruteras y puesteros de otras vendimias, y duró esto casi un año.

Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoTERCERA PARTE - Lección XVTERCERA PARTE - Lección XVIIBiblioteca Virtual Antorcha