Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoTERCERA PARTE - Lección XTERCERA PARTE - Lección XIIBiblioteca Virtual Antorcha

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

TERCERA PARTE

Lección XI

Don Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, 25° Virrey (15 de octubre de 1664). Don Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro, duque de Veraguas, 26° Virrey (diciembre 8 de 1673). Don Payo Enríquez de Rivera, descendiente de Cortés y arzobispo de México, 27° Virrey (diciembre 13 de 1673). Don Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna y conde de Paredes, 28° Virrey (noviembre 30 de 1680).


La pérdida irreparable de la Florida infestó los mares de corsarios que asaltaban impunes nuestros puertos y exigían gastos enormes para la custodia de las costas.

En 1665, el corsario inglés Davis sorprendió y saqueó la Florida. Murió al siguiente año Felipe IV, y la administración sufrió grandes trastornos mientras estuvo gobernando la Reina viuda. Enviáronse sin éxito dos expediciones a California, y el contrabando hizo progresos increíbles.

En anarquía la administración, cometiendo cada día mayores abusos el clero, y exhaustas las cajas por los compromisos que contraía España para sostener sus constantes guerras, el comercio y la industria de la Nueva España estaban en el mayor abatimiento.

Y ¿cómo había de ser de otro modo -dice el señor don Manuel Rivera en sus Gobernantes de México- si los Virreyes ya no venían animados de sentimientos de piedad en favor de los pobres, o por celo cristiano? Lo repetimos, tanto ellos como sus criados volvían cargados de dinero, a causa de que a éstos les daban los oficios de alcaldes mayores. Dichos alcaldes iban no a administrar justicia, sino a tratar y contratar, principalmente los que tenían a su cargo reales de minas, pues vendían el azogue, sal, fierro y otros efectos que remataban, a como querían, haciéndose esto en mayor escala en tiempo del duque de Alburquerque y del conde de Baños, cuyo tiránico poder, así como el de sus hijos y esposa, fue de tristísima memoria.

Impusiéronse préstamos en tiempo del señor Mancera para cubrir los gastos de la casa real, y se separó como sisa o préstamo forzoso, la mitad de todas las rentas y mercedes, cantidad que fue remitida a España.

Para que nada faltase a este cuadro, la Inquisición aumentó su dominio paralizando la acción de la justicia, intervenía en las rentas y se ponía, promoviendo competencias, frente a frente de los Virreyes.

Los indios, como siempre, a pesar de las leyes y de las muchas disposiciones que parecían protegerlos, seguían guardando con los encomenderos fatal situación; en varias partes, como en Durango, huían a los montes y preferían perecer, al maltrato de los encomenderos y la tiranía de los gobernadores.

En 1673 dejó el mando el marqués de Mancera, y al partir, murió la Virreina en Tepeaca.

En los últimos días del marqués de Mancera se hizo sentir en México la escasez de maíz; Pedro Colón, su sucesor, dictó providencias para atenuar estos males.

La prohibición del comercio del Perú había paralizado muchos giros; las castas se entregaban a la ociosidad más peligrosa. Habiendo tan escasos medios de subsistencia para la clase media, el número de clérigos y frailes era tal, que sólo en la mitra de Puebla se contaban dos mil clérigos. La mitra comprendía además de Puebla, Veracruz, Tlaxcala, parte de Guerrero y de Hidalgo.

Las distinciones entre gachupines y criollos se hacían cada vez más peligrosas, y más arbitraria la autoridad de los que la ejercían, ya a nombre del Rey, ya por jurisdicciones especiales, mercedes, privilegios y encomiendas.

A los pocos días de ejercer el mando murió el duque de Veraguas, quien era hombre de muy avanzada edad, y se encargó del gobierno el señor arzobispo don Payo Enríquez de Rivera, quien tenía para tal caso los poderes correspondientes.

El señor Payo de Rivera gozaba de universales simpatías, y la fama de su buen gobierno en Guatemala alimentaba esperanzas que el recto prelado supo reiterar.

Dedicóse preferentemente a las mejoras materiales; terminó el palacio de los Virreyes, corrigiendo cuanto le fue posible su defectuosa arquitectura.

Reparó muchos puentes y construyó otros para facilitar el tránsito por la ciudad.

En 1675 se comenzó a acuñar oro en la Casa de Moneda, lo que antes estaba prohibido.

En 1676 se incendió el templo de San Agustín, cuyo techo era de madera con cubierta de plomo, el que fundido, convirtió en más voraz el incendio.

En ese mismo año fue la jura del Rey Carlos II y la fundación del Hospital de Betlemitas.

Trató el Virrey formalmente de colonizar Californias, y se dedicó al arreglo de los diversos ramos de la administración, invirtiendo el arzobispo Virrey en obras del bien público sus pingües rentas, no reservándose sino una corta cantidad para su subsistencia.

En cuanto al clero, se trató de poner algún orden disminuyendo las limosnas del erario a varios conventos.

Los dominicos en aquella época tenían tres provincias, México, Oaxaca y Puebla¡ cinco los franciscanos con los nombres de San Pedro de México, San Pablo de Michoacán, Santiago de Jalisco, San Salvador de Tampico y Nuestra Señora de Zacatecas; San Agustín dos, en México y Michoacán; la Compañía dos, una de México y otra de Nueva Vizcaya (Durango). Además de estos conventos, cobraban limosna de las cajas reales los de la Merced.

El virtuoso Virrey de que nos ocupamos publicó varias disposiciones para que no esclavizaran ni extorsionaran a los indios, pues a pesar de las leyes y disposiciones que expedía la corte, su situación fatal en nada cambiaba; prohibióse aunque sin buen éxito, el requerimiento a las puertas de la iglesia de los tributos de los indios; se disminuyeron los alcaldes mayores y se aconsejó a los franciscanos la templanza en el cobro a los indígenas de 40 000 maravedís por cada cuatrocientos indios que doctrinaban.

A pesar de la benignidad de este Virrey, llevó a cabo rigurosísimamente la bárbara real cédula de 1679 que mandó quemar las moreras y gusanos de seda, castigando con penas severísimas a los contraventores.

El señor Paya Rivera regresó a España en fines de 1680, dejando su librería a los jesuitas, y lo poco que poseía a los establecimientos de beneficencia y a los pobres.

En España renunció los empleos y los honores con que se le quiso recompensar sus servicios, y terminó sus días en un monasterio en 1684.

En México fue profundamente sentida su muerte, y se le hicieron honras magníficas, recibiendo el pésame el Virrey vestido de luto.

El gobierno de don Tomás Antonio de la Cerda, conde de la Laguna, sucesor del Virrey arzobispo Paya de Rivera, fue muy turbulento, y el Virrey estuvo muy distante de merecer los apasionados elogios de su protegida, nuestra célebre poetisa Sor Juana Inés de la Cruz.

A su llegada, se habían sublevado los indios de Nuevo México, sacrificando veinte padres franciscanos y obligando a las fuerzas que custodiaban aquellos lugares a refugiarse en el Paso del Norte.

El Virrey mandó una expedición a este punto, que tuvo fatales consecuencias.

Determinóse entonces a colonizar Santa Fe, despachando trescientas familias, lo que fue mucho más eficaz.

En Oaxaca estalló otra rebelión con motivo de las alcabalas, que tuvo que aplacar el Virrey.

En 1683 partió don Isidro de Otondo con otra expedición para la California.

Durante estos sucesos, en México, en 1682, se estableció el juez privativo de alcabalas, aumentando lo odioso y abusivo de esa renta.

El Virrey impulsó por estos días la construcción de la Catedral de Michoacán, sin descuidar los aprestos para resistir, llegado el caso, las expediciones francesas y las invasiones de los piratas.

Entre las expediciones piráticas, cuéntase en aquella época (1683), la del mulato Lorencillo, quien por un homicidio había tenido que huir de Veracruz a Jamaica.

Los piratas estaban mandados por Nicolás Agramont. Desembarcaron en Veracruz proclamando al Rey de Francia; haciendo fuego sobre la población el 18 de mayo de 1683.

El día 19 quiso quemar la iglesia Agramont, con toda la gente que estaba en ella y que se llenó de terror.

Fueron sacados de la prisión los negros y mulatos; saquearon los templos, y después de cometer toda clase de atrocidades partieron con un botín de siete millones de pesos.

La alarma que la expedición de Lorencillo produjo en México fue inmensa; alistáronse tropas y salió el Virrey en persona para Veracruz, pero todo fue inútil.

El gobierno dispuso, desde entonces, que los caudales remitidos a aquel puerto permanecieran en Jalapa hasta que no hubiese las competentes seguridades de su embarque.

El comercio de la Nueva España había despertado grandes ambiciones; infestaban los mares constantemente los piratas, y nadie creía seguro exponer sus intereses al comercio exterior. Pusiéronse fuerzas guardacostas y se tomaron mil providencias, todas estériles. La última época de este Virrey se señaló por el desenfreno de los piratas y la inquietud continua del Virreinato.

En el año de 1683 pasó de Veracruz por México un célebre impostor llamado Benavides: fingióse general, licenciado y visitador. Pasaba como de incógnito, por cuya razón, tal vez, le llamaron el Tapado. La Audiencia siguió sus pasos, le mandó aprehender, y averiguada su impostura, le condenó a muerte.

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