Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoPRIMERA PARTE - Lección XIPRIMERA PARTE - Lección XIIIBiblioteca Virtual Antorcha

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

PRIMERA PARTE

Lección XII

Gobierno político, civil y económico de los mexicanos.


Los antiguos mexicanos han llamado la atención de todos los historiadores en cuanto a la educación que daban a sus hijos. Cuidaban diligentemente de su niñez; todas las madres, sin exceptuar las Reinas, criaban a sus hijos a sus pechos.

Desde los cinco años los entregaban a los sacerdotes o sacerdotisas para que se encargasen de su educación, en la que tenían las prácticas religiosas como parte más esencial.

Inspirábanles profundo amor al trabajo; y las exhortaciones morales que se conservan respecto de los niños, pueden ser modelos en el país más civilizado de nuestros tiempos. Extractemos algunas de sus máximas:

Honra a tus padres, a quienes debes obediencia, temor y servicios.

Guárdate de imitar el ejemplo de aquellos malos hijos que, peores que los brutos, no reverencian a los que deben el ser, ni escuchan su doctrina, ni quieren someterse a sus correcciones.

No te burles de los ancianos ni de los que tienen imperfecciones en el cuerpo.

No mientas jamás, que es gran pecado mentir. Cuando refieras a alguno lo que otro te ha contado, di la verdad pura sin añadir nada.

No hables mal de nadie.

No hurtes ni te des al robo, pues serás el oprobio de tus padres.

En cuanto a las jóvenes, tienen la misma elevación y más ternura las observaciones.

Hija mía, decía la madre, nacida de mi sustancia, parida con mis dolores y alimentada con mi leche: Esfuérzate en ser siempre buena, porque si no lo eres, ¿quién te querrá por mujer? Se aseada y ten tu casa en buen orden. Da agua a tu marido para que se lave las manos, y haz el pan para tu familia. Donde quiera que vayas, preséntate con modestia. No te des al enojo, porque él anda acompañado de muchos vicios. Cuando te llamen tus padres, acude pronto, porque tu tardanza puede ocasionarles disgusto. A nadie engañes: ten presente que no hay delito sin testigo porque Dios todo lo ve. Evita la familiaridad con los hombres: la mujer que da cabida a malos deseos, echa fango en el agua clara de su alma. No te metas en la casa ajena, sino con muy justificado motivo.

Como hemos expuesto, a los jóvenes de ambos sexos se les ponía bajo la dirección de los sacerdotes, con total separación de niños y niñas; las personas educadas en los seminarios gozaban de más alta distinción.

Protegían las inclinaciones de los niños; los castigos, que eran crueles algunos de ellos, como los azotes, la corma y las picaduras en la lengua con púas a los mentirosos, se conservaron por muchos años después de la Conquista. La autoridad paternal, por las costumbres en vigor, se consideraba sin menoscabo aun después de casados los hijos.

En una palabra, profundizando el estudio de las costumbres de los mexicanos, se ve que la cuestión de educación era objeto de un sistema consecuente e imperturbablemente seguido desde la más temprana niñez.

La madre, el sacerdote, los funcionarios públicos y los ancianos concurrían a realizar ese sistema, basado en los principios religiosos y en la moral.

Descuella en el sistema de que hablamos, la mira de educar al niño para la guerra: desde muy temprano le exponían a la intemperie y le hacían sufrir todo género de fatigas y privaciones; ejercitaban en trabajos rudos sus miembros, estimulaban su coraje en juegos adecuados, le hacían atravesar largas distancias, procuraban que afrontase los más grandes peligros e inculcaban en su alma como creencia profunda, que las mayores recompensas en la vida eterna estaban reservadas a los valientes. Por esta causa, México podía considerarse como un gran campamento y los mexicanos como los más distinguidos guerreros.

Los continuos sacrificios humanos eran como complemento de aquella educación. En ellos se hacía alarde de desprecio a la vida, mereciendo por ello recompensas y honores; de ahí es que era muy frecuente ver a las víctimas sufrir crueles dolores y exhalar el último suspiro sin que una sola contracción del semblante denotase abatimiento.

En cuanto a la educación de las mujeres, ya hemos dado suficiente idea, haciendo notar ahora, que predominaba la idea de que ella era el alma de la familia y la vida del hogar; que poco duepués de haber nacido la niña se le cortaba el cordón umbilical y se enterraba debajo del lugar en que estaba el fuego, como para significar que tenía sus raíces en el hogar y que a su cuidado debía consagrarse toda la vida.

De esta manera se caracterizaba al hombre para la guerra y los trabajos rudos; a la mujer, para amparo y cuidado de la familia.

El Rey

Recordamos que la autoridad real se hizo electiva desde que subió al trono Acamapitzin. Algún tiempo después se crearon cuatro electores, con cuya opinión se comprometían todos los votos de la nación.

Los electores mencionados tenían grandes distinciones, y cuando moría uno era inmediatamente remplazado.

En tiempo de Itzcóatl, el número de electores ascendió a seis, fungiendo como tales los Reyes de Acolhuacán y de Tacuba.

Las facultades electorales eran circunscritas sin embargo, porque la sucesión se fijó en la casa de Acamapitzin; de suerte que, muerto éste, debió sucederle uno de sus hermanos: a falta de hermanos, sobrinos o primos, quedaba al arbitrio de los electores la elección del más digno.

Esta ley, como recordamos, se observó invariablemente.

A Huitzilíhuitl, hijo de Acamapitzin, sucedieron sus dos hermanos, Chimalpopoca e Itzcóatl; a éste Moctezuma I; a Moctezuma, Axayácatl, su primo; a Axayácatl, sus dos hermanos, TIzoc y Ahuízotl; a éste Moctezuma II; a Moctezuma, su hermano Cuitlahuatzin, y a éste su sobrino Cuauhtemotzin.

Hacían la proclamación del Rey con gran pompa; dábase parte a los Reyes de Acolhuacan y de Tacuba en cierto tiempo para que confirmaran el nombramiento.

Conducía numerosa concurrencia al elegido al templo; vestíanle ropas con las que el Rey adornaba a Huitzilopochtli, y el gran sacerdote le ungía el cuerpo rociándole con agua bendita.

Vestían al Rey con un manto en que estaban pintadas calaveras y canillas, y le colgaban al cuello una calabacilla con ciertos granos misteriosos que preservaban, según ellos, de los hechizos y encantamientos.

Durante algunos días, se entregaban al ayuno y prácticas religiosas.

Desde el tiempo de Moctezuma I se introdujo la costumbre d que el Rey saliese a campaña antes de coronarse, para hacer un servicio patente a la patria y procurarse prisioneros que sacrifican a los dioses.

El Rey de Acolhuacan era quien generalmente coronaba a los Reyes, poniendo sobre sus sienes el copille, especie de mitra pequeña que usaban en las grandes ceremonias.

El traje que los Reyes usaban en el interior del palacio era el xiuhtilmatli, esto es, un manto tejido de blanco y azul.

Ya hemos visto, al hablar de Moctezuma II, el esplendor a que llegó la vida de los monarcas aztecas.

Los Reyes aztecas, lo mismo que los de Acolhuacan, tenían tres consejos para deliberar sobre los negocios públicos. Los empleados más notables eran Hueizalpuque, recaudador y tesorero general; Hueixaquinaqui, proveedor general de los animales.

Los embajadores de los Reyes eran perfectamente tratados, usaban penachos de plumas y flecos de diversos colores; en la mano derecha una flecha con la punta hacia arriba; en la izquierda una rodela, y pendiente del brazo una red con sus provisiones.

Los correos eran hombres de a pie que se ejercitaban desde niños en recorrer grandes distancias con suma celeridad; remudábanse de trecho en trecho y así podían comunicarse un día hasta por 200 millas: aseguran los historiadores que de este medio se valían para servir diariamente pescado fresco en la mesa de Moctezuma.

Cuando el correo era portador de una noticia infausta, corría con el pelo suelto, se dirigía a palacio en derechura, y arrodillado daba la noticia al Rey.

Cuando era el correo mensajero de una victoria, corría con el pelo atado con una cinta, con la rodela al brazo, blandiendo la espada y dando señales de profundo regocijo.

En la nobleza había varios grados y distinciones, comprendidos todos bajo el nombre de caciques, y eran sus títulos hereditarios.

Las tierras del imperio mexicano se dividían entre la corona, la nobleza y el común de los vecinos y templos.

Las de la corona se llamaban tecpantlatli, y disfrutaban el usufructo ciertos señores, reservándose el dominio al Rey.

Estos grandes señores no pagaban tributo, sino que le ofrecían ramos de flores y ciertos pajaritos en señal de vasallaje.

Los pillalli o tierras de los nobles, eran transmitidas de padres a hijos; éstos podían vender o ceder sus posesiones, pero no a los plebeyos. Había en estas tierras algunas de concesión real con la condición de no enajenarlas.

Atepetlali eran las tierras de la comunidad o ayuntamiento, en las cuales había algunas con el gravamen de suministrar víveres al ejército; éstas se llamaban milheineli y cacolomilti según los víveres que daban.

Los impuestos o contribuciones se hacían en efectos, pagando cada pueblo la cantidad de ellos que se le designaba: oro; plumas, flechas, chía, cacao, ropa de algodón, armas, piedra labrada, materias aromáticas, eran los principales artículos de contribución que se exigían rigurosamente, produciendo enormes cantidades esos objetos que servían para las necesidades públicas. El que no pagaba la contribución era vendido como esclavo.

En la administración de justicia eran cuidadosos al extremo los mexicanos. En las grandes ciudades había un magistrado supremo llamado Cihuacóatl, de tan alta jerarquía que sus decisiones eran inapelables.

Había varios tribunales que tenían los nombres de Tlacatécatl, Cuaunoxtli y Tlailótlac; en ellos se decidían los negocios civiles y criminales pronunciando su fallo según la ley, fallo que publicaba el pregonero llamado tepóxotl.

En cada barrio de la ciudad había un teutli o representante del tribunal que se elegía anualmente por los vecinos, y además centectlapixtles o vigilantes de familias determinadas, y los topillis o alguaciles que hacían los arrestos.

En el Reino de Acolhuacan la jurisdicción estaba dividida entre seis ciudades principales. El Estado los recompensaba muy liberalmente señalándoles tierra y esclavos para que no se distrajesen de sus atenciones.

Llevábanles la comida al tribunal, donde permanecían desde la salida del sol hasta anochecer; de ochenta en ochenta días se celebraba una reunión extraordinaria en que todas las causas pendientes por cualquier motivo quedaban decididas.

En las leyes penales, aunque se prodigaba la pena de muerte, se ven reglas en acuerdo con la conservación, la moralidad y el orden social.

Castigaban con la pena capital a los usurpadores de las insignias de la autoridad real, a los que maltraban a los embajadores, a los que promovían sediciones, y a los que en la guerra hacían hostilidades al enemigo sin orden suprema.

Aplicaban la pena de muerte con inflexibilidad a los mercaderes que alteraban los pesos y medidas.

El homicida moría sin remedio aunque al que matara fuese esclavo, o si el marido sorprendiese en adulterio a su esposa.

El adulterio se castigaba con el último suplicio.

A la mujer pública le quemaban los cabellos en la plaza con haces de pino y le cubrían la cabeza con resina del mismo árbol.

La ley condenaba con la pena de muerte al hombre que vestía de mujer y a la mujer que vestía de hombre.

El robo era castigado implacablemente, pero a los pobres se les daba derecho para que cogieran en las sementeras algunas mazorcas para su sustento.

La esclavitud tenía caracteres distinos que en otras naciones. Todos los mexicanos nacían libres; el que quería someterse a la esclavitud podía hacerlo por estipulación previa y tiempo determinado, pero no participaban de la esclavitud los hijos, aunque el padre de familia podía empeñar a algunos de sus hijos. El esclavo tenía derecho a redimirse y aun a tener esclavos a su vez para rescatar su libertad.

En otros países del Anáhuac, como en Acolhuacan, las leyes eran análogas, como puede verse en el código de Nezahualcóyotl.

El ladrón era arrastrado por las calles, el homicida decapitado, el sedicioso quemado vivo.

No estaban autorizados los azotes; sólo los padres y maestros empleaban tal castigo con sus hijos y discípulos.

Tenían dos géneros de cárceles; una teílpíloyan, semejante a las nuestras; otras cuauhcatli o jaula de madera, en que se encerraba a los destinados al sacrificio.

A los simples presos se les atendía y alimentaba con abundancia; a los reos de muerte se les cercenaban los alimentos. Cuando un reo se fugaba, los vecinos de la cárcel pagaban una multa que consistía en un esclavo, cierto número de trajes de algodón y una rodela.

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