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CAPÍTULO XLV

Prisión en Puebla

Del 1° de marzo al 19 de septiembre de 1865

Nuestra situación cambió grandemente en Puebla, porque fuimos entregados a fuerzas austriacas, que nos encerraron en tres prisiones distintas, poniendo a los Generales, Coroneles y Tenientes Coroneles en la Fortaleza de Loreto. Allí nos juntamos con otros prisioneros liberales, entre quienes estaban el General Don Santiago Tapia y el General Arce, que es ahora Gobernador de Guerrero, y permanecimos en ese punto como dos o tres meses.

Estando presos en el Fuerte de Loreto nos volvieron a amonestar para que protestáramos no tomar las armas contra la intervención ni el Imperio, y protestaron todos lós que estábamos prisioneros con excepción del General Santiago Tapia, del Coronel Don Miguel Castellanos Sánchez, del Capitán de Artillería Don Ramón Reguera y de mí. Castellanos Sánchez no solamente se negó a protestar, sino que su negativa estuvo concebida en palabras muy duras y hasta descorteses, por cuyo motivo lo sometieron durante algunos días a prisión obscura y solitaria y lo trataron con severidad. Todos los demás prisioneros protestaron, así los Generales como los Jefes y Oficiales. El Capitán Don José Guillermo Carbó había dicho al principio que no protestaba, pero luego le indicaron que serían fusilados a media noche los que no querían protestar y entonces llamó al oficial y le dijo que firmaría la protesta y así lo hizo. No pusieron en libertad a Benítez ni a Ballesteros sin embargo de haber protestado, sino varios meses después y por recomendación del Sr. Don Bonifacio Gutiérrez.

Transcurrido algún tiempo nos pasaron al Convento de Santa Catarina, en donde tenía yo arreglada mi evasión, para lo cual hice una mina en el lugar que quedaba debajo de mi cama. Estuve en una celda por mucho tiempo, acompañado de Benítez y Ballesteros; pero un día fingí un motivo de desagrado con ellos y solicitaron del Prevoste que les diera otra habitación, y concedido esto, quedé yo solo, como lo deseaba, para poder dedicarme a continuar haciendo la mina que había comenzado.

Estaba situada mi celda en el primer piso del edificio, en una capilla que había sido celda de una monja milagrosa, en la cual había un pozo, cuya agua tenía según la tradición, virtudes medicinales. Ese pozo me servía para depositar la tierra que yo sacaba de mi obra, y cuando llegó más abajo del cimiento del edificio, seguí haciendo una galera horizontal hacia la calle, porque mi cuarto daba para ella, lo cual había rectificado por el ruido de los carruajes y porque mandé a mi mozo a que tocara toda la tapia exterior hasta donde yo respondiera. Sabía yo por consiguiente que ese lado daba a la calle, y tenía el propósito de escoger a los oficiales valientes que hubiera allí para que se salieran conmigo en una noche dada. Antes de que pudiera yo concluir esta obra, nos cambiaron súbitamente a otra prisión.

Ignoro si fue o no descubierta la mina que yo había hecho, aun cuando procuré cubrirla no tan sólo con palos y estacas, sino con algunos travesaños que puse en forma de guacal, cubriendo todo con ladrillos. Permaneceríamos en Santa Catarina de cuatro a cinco meses, y de allí nos pasaron al Convento de la Compañía, de donde me evadí.

Estando en la prisión del Convento de la Compañía o Colegio Carolino, había yo pedido permiso para tomar algunos baños, pero se me obligaba a salir con un Sargento austriaco, que me seguía como sombra a todas partes, y molestándome esto, no volví a pedir permiso.

En esos días había quedado con el mando del puesto, el Barón Juan de Csismadia, Teniente de un Regimiento de Húngaros, pues el jefe nato de la plaza, que era el Conde de Thum, había salido a campaña sobre la sierra de Puebla. El Teniente Csismadia me preguntó una vez con mucha cortesía el motivo por qué yo no pedía ya permiso para ir al baño. Le contesté que me molestaba la compañía del sargento que iba conmigo; y entonces me ofreció que me acompañaría él personalmente. Lo hizo así; pero usó de muchas precauciones como ocupar una silla frente al cuarto en donde me bañaba y prohibir que fueran ocupados los baños contiguos a ambos lados y que les cerraran las puertas. Exceptuando esta vigilancia me trataba con mucha cortesía; después del baño me llevó a almorzar a su casa y luego me invitó a ir a los toros y me trajo hasta en la tarde a mi prisión.

Al domingo siguiente me repitió su invitación, que contesté evasivamente y le di las gracias. Me preguntó entonces si me consideraba deshonrado de andar en su compañía. Le contesté que aunque él era un caballero muy estimable, las circunstancias en que nos encontrábamos el uno respecto del otro, hacían que me pudiera considerar deshonrado, porque se supondría que si no estaba yo al servicio del Imperio, estaría próximo a aceptarlo, especialmente si como había pasado antes, no sólo me hacía el favor de conducirme al baño, sino que me llevaba después a almorzar con él. Entonces me ofreció que me llevaría simplemente al baño. Así lo hizo, y cuando volvimos a la prisión me dijo que él era aCcidentalmente el Comandante del puesto, que pensara yo que muchos de mis compañeros habían obtenido ya su libertad mediante protesta, y que solamente yo no aceptaba esa oportunidad, y que no podía predecir cuándo quedaría yo libre ni calcular el tiempo de mi prisión, puesto que no había esperanza de un motivo que pudiera causarla. Como ya me había inspirado confianza este oficial, le contesté que no consideraba el Imperio en México de mucha duración.

Después de una conversación amistosa me manifestó que me iba a dejar en libertad en la ciudad; que su trato conmigo le había hecho comprender que era yo un Oficial honorable, y que le bastaba que yo supiera que si abusaba de la libertad que me iba a conceder, perdería él su empleo de primer Teniente del Ejército austriaco y su título de Barón, y que no volvería a presentarse a su Gobierno ni a su familia; que no me consideraba capaz de causarle males tan grandes, y que en consecuencia confiaba en que yo no abusaría de la amplitud que me iba a dar, y que no me exigía respuesta porque presumía la que yo le daría. Diciendo esto, llamó al Oficial de la Guardia y le notificó que podía yo salir sin previo permiso todos los días, desde el toque de diana hasta el de retreta. Se despidió de mí cariñosamente y aunque en los primeros días no hice uso de esa licencia, poco después comencé a salir, haciéndolo por primera vez para visitarlo en su casa y darle las gracias.

Cultivamos después alguna amistad el Teniente Csismadia y yo, aun cuando ya no salimos juntos a la calle. Esta consideración para conmigo costó caro al Teniente Csismadía, pues cuando volvió de su expedición el Conde de Thun, le hizo un serio extrañamiento y lo puso en arresto porque había relajado mi pirisión.

Al ocupar la plaza de México el 21 de junio de 1867, encontré entre los prisioneros húngaros que tomé al enemigo, al Teniente Csismandia que había ascendido ya a Mayor: lo puse desde luego en libertad y él aprovechó mi amistad personal para conseguir muchos favores y consideraciones para todos sus compatriotas que estaban a las órdenes del Príncipe Carlos Khevenhüller y del Coronel Alfonso de Kodolits que habían caído prisioneros, hasta que al fin permití a todos que regresaran a su país, a bordo de la fragata austriaca Novara que había venido a Veracruz para conducir a Maximiliano.

El mal éxito que el Conde de Thun había tenido en su campaña de la sierra de Puebla, lo tenía de mal humor. Al día siguiente de su arribo a Puebla vino a la prisión y me llamó al salón de la Corte Marcial, que estaba en el mismo edificio, y allí me previno con maneras bastante duras, que firmara una carta, previamente escrita, en que ordenaba yo al General Juan Francisco Lucas, que no fusilara a los jefes y oficiales traidores que tenía prisioneros, porque el Gobierno imperial se proponía canjearlos por algunos de mis compañeros de prisión, y que podía yo ser uno de los canjeados. Manifesté al Conde de Thun que no podía firmar semejante carta y que si la firmaba le sería perfectamente inútil, porque en mi calidad de prisionero no podía yo dar órdenes, ni el General Lucas estaba obligado a obedecerlas.

En respuesta me reprochó que era raro que no quisiera yo firmar una carta semejante, cuando yo mismo había firmado en la prisión, y remitido al General Luis Pérez Figueroa, su despacho de general, lo cual era cierto y no se lo negué, manifestándole simplemente que no lo hacía desde el momento que mi palabra no le merecía crédito.

El Conde de Thun, me dijo entonces que nunca se había figurado que después de nueve meses de prisión estuviera yo tan insolente y que el Barón de Csismandis pudo haber causado un grave perjuicio al Gobierno imperial, si yo me hubiera evadido aprovechándome de sus favores.

Contesté al Conde de Thun que mejor que él, conocía el Barón el carácter de los oficiales mexicanos, pues que él nunca los había tenido cerca y los juzgaba por el carácter de los traidores que no se les parecían; y que las garantías que el Barón de Csismadia había tomado para mi seguridad eran inquebrantables entre hombres de honor.

En ese mismo día entró el Conde de Thun a la prisión y ordenó la clausura de nuestras ventanas que daban a la calle, no obstante que tenían fuertes rejas de hierro, clavándolas y reforzandolas por dentro con maderos clavados, de modo que estábamos obligadOs a usar luz artificial aun de día, porque tampoco entraba la luz por la puerta de nuestra prisión que daba al corredor, pues éste estaba convertido en salón por medio de una tapia que cubría sus arcos. Aumentó también el servicio de centinelas de día y de noche en el interior de la prisión, prohibiendo que a ninguna hora de la noche se apagara la luz en los cuartos ni se cerrara la puerta, de modo que los centinelas que hacían su vigilancia en cada uno de los cuatro corredores que rodeaban el patio, entraban a hacer estación algunas veces a los cuartos, o cuando menos los examinaban cuando todos dormíamos.

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