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10. La estructura social, económica y política del Reino de Jerusalén.

Pobremente poblado por occidentales, el Reino de Jerusalén siguió un particular proceso de desarrollo. Estructurado de acuerdo a los tres órdenes del medievo occidental, o sea, los que rezan, los que combaten y los que trabajan, un sistema feudal fue ahí establecido, pero los usos y costumbres de los habitantes del Reino obligarían a que se diferenciase del feudalismo europeo.

En el plano político administrativo, la estructuración del Reino presentaba en su cúspide no al Rey sino al denominado Tribunal Supremo, institución cuyo antecedente lo había sido el Supremo Consejo Confederal expedicionario. Esto devenía de la manera en que ese territorio había sido liberado, o, si se prefiere, conquistado, no por un Rey, sino por una confederación señorial, a la que le correspondía el derecho de nombrar al soberano. Así, aunque el Rey era la cabeza visible del Reino, su autoridad le era otorgada por el Tribunal Supremo.

Esta institución era presidida por el Rey (el primo inter pares, esto es, el primero entre sus iguales), y se componía de: A) Los mesnaderos del Reino, o sea por los nobles más ricos, vasallos de la Corona. B) Los eclesiásticos representantes de las abadías más poderosas. C) Las comunidades latinas a las que se les habían concedido privilegios, principalmente los pisanos, genoveses y venecianos.

También constituía el más alto tribunal del Reino, y sus resoluciones daban base al establecimiento de la jurisprudencia. Igualmente se hacía cargo de los procesos entablados contra sus propios miembros.

Políticamente, además de la función de nombrar al Rey, o en casos especiales a sus sustitutos provisionales o Regentes, le correspondía la vigilancia de los actos realizados por los vasallos inferiores de la Corona.

No contaba con una sede fija, aunque por lo general, el Tribunal Supremo se reunía en Jerusalén o Acre. El Rey contaba con la facultad de convocarlo cuando lo estimase conveniente.

Debajo del Tribunal Supremo se encontraba la institución real. Al Rey se le consideraba el ungido por el Señor, y además de presidir al Tribunal Supremo, era el jefe máximo del ejército y responsable de la administración local y del nombramiento de sus colaboradores. A sus vasallos, podía prohibirles la enajenación de tierras, contando con el derecho de designarle esposo a la mujer heredera de algún feudo. También podía establecer alianza, tratado o pacto con soberanos extranjeros, con la aprobación del Tribunal Supremo, y designaba al Patriarca del Reino, de entre las opciones que le ofrecía el Capítulo o asamblea eclesiástica del Santo Sepulcro. Debajo del Rey, se encontraba el senescal, nombrado por el Tribunal Supremo, y cuya función era hacerse cargo de la Tesorería del Reino.

Después del senescal, estaba el condestable, jefe del ejército a las órdenes del Rey, responsable de su organización y administración, así como de la justicia militar. Era ayudado en sus funciones por el mariscal, quien fungía como su lugarteniente.

Debajo del condestable se encontraba el chambelán, cuyas funciones eran de índole ceremonial, pues era el encargado de organizar y supervisar todas las fiestas y eventos reales.

Después del chambelán, estaba el canciller, cargo ocupado por un eclesiástico encargado del despacho y registro de todas las cartas de privilegio.

Como funcionario local, representante de la autoridad real en las ciudades, se encontraba el vizconde, quien además de encargarse del cobro de los impuestos locales para transferirlos al senescal del Reino, era también responsable de los tribunales locales de justicia y del mantenimiento del orden citadino.

Debajo del vizconde se encontraba el mathesep, título de origen árabe que designaba al encargado del funcionamiento de los mercados.

En el terreno judicial existían tribunales autónomos como por ejemplo, las cours des bourgeois, presididas por el vizconde, presentes en todas las ciudades importantes.

En las comunidades autóctonas se instituyó la Cour de la Fonde, tribunal presidido por un baile, nombrado por el señor, encargado de resolver las querellas comerciales e incluso las de índole criminal.

En las relaciones marítimas comerciales, existía la Cour de la Chaine, tribunal con jurisdicción en las ciudades portuarias del Reino, encargado de atender las querellas de navegación y comercio, que vigilaba el respeto a la normatividad de anclaje y de aduanas. Existían, también, tribunales de las comunidades italianas establecidas en el Reino, y los señores feudales contaban con su barón de tribunales, que atendía las disputas y querellas caballerescas.

El pilar ideológico del Reino era la iglesia católica, apostólica y romana que tenía su propia organización. En la cúspide se encontraba el Patriarca de Jerusalén, y para su elección, el Capítulo del Santo Sepulcro designaba dos candidatos, tocándole al Rey la elección de uno de ellos. Debajo del Patriarca se encontraban los cuatro arzobispos de las ciudades de Tiro, Cesarea, Nazaret y Robboth-Moab; después seguían nueve obispos, y bajo ellos, nueve abades mitrados, y, finalmente, cinco priores. Junto a esta organización eclesiástica del Reino, se encontraba la que dependía única y exclusivamente del papado romano, sobre la cual no tenían la menor injerencia, ni el poder de las instituciones reales, ni el de la iglesia local. La manifestación más clara de los institutos dependientes del papado romano la encontramos en las órdenes monásticas militares: los hospitalarios, los templarios y los teutónicos.

También contaban, la estructura eclesiástica del Reino y la de las organizaciones papales, con sus propios tribunales en los que se ventilaban sus asuntos internos.

El poder económico de la iglesia católica en Jerusalén, era inmenso, ya que poseía grandes extensiones territoriales y fortísimas sumas de dinero, producto de las donaciones que recibía de Europa y de muchos de los caballeros del Reino.

En materia impositiva contaba el clero con privilegios que le permitían el cobro de diezmos y primicias, y sus obligaciones con el Reino se reducían a proporcionarle contingentes de clérigos para que acompañaran al ejército de la cruz en sus campañas.

Con la aparición de las órdenes monásticas militares sujetas a la potestad papal, el clero local fue eclipsado, ya que muchas de las donaciones que regularmente recibía, iban a parar a las cajas de las ordenes monásticas militares.

En el terreno económico, el Reino se beneficiaba con la actividad comercial desarrollada tanto por la burguesía local, como por las comunidades italianas ahí asentadas. Los pisanos, genoveses y venecianos, si bien no constituyeron grandes núcleos de población, sí generaban gran riqueza para el Reino, ya que no obstante que eran poseedores de muchos privilegios que les dispensaban del pago de impuestos, su actividad comercial beneficiaba al Reino al generar una derrama de recursos.

El artesanado occidental radicado en Jerusalén, se benefició de su contacto con los artesanos autóctonos, aprendiendo de éstos, nuevas técnicas de trabajo, y nuevas ideas sobre la utilización de los productos acabados.

En lo relativo a la producción agrícola, el Reino extraía considerables ganancias de las cosechas de caña de azúcar, al exportarlas a Europa.

En la organización rural, se siguieron los cánones establecidos en la Europa medieval. Los propietarios de grandes extensiones territoriales, señores feudales y clero, establecían contratos de diversa índole con las familias de los campesinos libres que habían llegado de Europa para colonizar aquellas regiones, y con las comunas aldeanas de la población autóctona. Los huertos, viñedos y campos sembrados de grano, que se encontraban en algún dominio señorial, pero que anteriormente habían pertenecido a una comuna aldeana autóctona, eran objeto de tratados o contratos especiales establecidos entre el representante aldeano, llamado regulas, y el representante del señor, un individuo que forzosamente debía conocer el dialecto o idioma autóctono, llamado drogmannus. Por lo general, en esos contratos se especificaban porcentajes de producción para cada parte.

En la vida cotidiana de los súbditos occidentales del Reino, se experimentaba una notable y contrastante diferencia con la vida cotidiana de la Europa latina.

A diferencia de la austeridad y tosquedad que constituían el pan de cada día en la vida cotidiana de la Europa de Occidente, en el Reino de Jerusalén se vivía en medio de una abundancia y lujo inexistentes en la vida de los más poderosos señores, Reyes o Emperadores de Occidente. En el Reino jerusalino, la población occidental en él radicada, había adquirido los usos y hábitos de la región. Se vestía con finos ropajes de seda artísticamente diseñados y adornados, a veces, con hilos de oro y piedras semipreciosas; el baño era una costumbre habitual; las comidas eran abundantes y variadas; las vajillas, de una pulcritud y hermosura asombrosas, y la decoración de las habitaciones, confortable y acogedora con sus bellísimas alfombras, sus exquisitos muebles concienzudamente elaborados, sus camas amplias con sábanas y cobertores que a diario se cambiaban. De hecho, para el europeo que recién arribaba al Reino, aquello era el paraíso, un mundo que ni en sueños podía haber imaginado. Así, el Reino de Jerusalén constituía, a los ojos de los visitantes europeos, el auténtico Reino celestial.

Sin embargo, no todo era dulzura, lujo y abundancia, puesto que los pobladores del Reino vivían cotidianamente con la angustia por los constantes ataques islámicos, y bien sabían que en el momento menos pensado podían morir atravesados por una flecha sarracena o cercenados por la acción de una cimitarra, o quizá aprisionados y reducidos a la esclavitud para ser vendidos en alguno de los muchos mercados de esclavos existentes en los dominios del Islam. Existía también la preocupación de caer enfermo víctima de desconocidas enfermedades, y enfrentar una agonía espantosa.


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