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7. 3. La expedición de Raimundo IV, Conde de Tolosa.

La expedición comandada por Raimundo, Conde de Tolosa, también conocido como el Conde de Saint-Guilles, constituyó la más acabada empresa militar liberatoria de la Santa Sede.

En efecto, Raimundo IV fue el único noble con quien el Papa Urbano II se entrevistó para comentar lo relativo a la organización de la cruzada en los tiempos del Concilio de Clermont. Fue este jefe cruzado el primero en abrazar la causa de la cruz, y el encargado secular, nombrado por el mismo Papa, para realizar la empresa militar. Además, siendo el más rico de todos los jefes partícipes de la llamada cruzada señorial, no necesitaba establecer algún señorío en Medio Oriente, por lo que su participación en pro de la causa de la cruz era sincera. Sus ambiciones personales se ubicaron, desde un principio, en su insistencia para que Urbano II le nombrase jefe de la expedición libertadora, a lo que el Papa se opuso en reiteradas ocasiones, ya que deseaba mantener incólume su pretensión de que esa expedición quedase sujeta única y exclusivamente a los dictados del poder espiritual.

Siendo el más viejo de los jefes cruzados, puesto que contaba al momento de su participación en la expedición militar libertadora con algo más de sesenta años, el Conde de Tolosa suplía lo avanzado de su edad con la vasta experiencia adquirida durante las campañas de la reconquista ibérica.

No obstante todo su poderío económico, Raimundo IV hubo de preparar concienzudamente y con la debida anticipación su expedición, consiguiendo el dinero mediante la venta e hipoteca de algunas de sus propiedades. Decidió ser acompañado, en su viaje a Tierra Santa, por su esposa y su hijo heredero Alfonso, dejando la administración de sus bienes en manos de su hijo natural, Beltran. Parece ser que el Conde de Tolosa realizó votos de permanecer hasta su muerte en Jerusalén, pero tales votos han de haber sido condicionados, puesto que no efectuó, antes de su partida, como era costumbre, ni la repartición de sus propiedades ni la renuncia a sus nobiliarios títulos.

La expedición por él comandada partiría durante el mes de octubre de 1096. Varios caballeros acompañaron al Conde provenzal, encontrándose entre éstos, Rambaldo, Conde de Orange, Gastón de Bearne, Gerardo de Rosellón, Guillermo de Montpellier, Raimundo de La Forez e Isuardo de Gap. Acompañaban, a los señores expedicionarios, el delegado papal Adhemar de Montiel, obispo de Puy, sus dos hermanos, Francisco Lamberto de Montiel, señor de Peyrine y Guillermo Hugo de Montiel, así como todos los siervos y vasallos episcopales. Entre los eclesiásticos se encontraba, como segundo del obispo de Puy, Guillermo, obispo de Orange.

La ruta seguida por la expedición de Raimundo IV fue a la vez que complicada, bastante original, ya que ninguna de las expediciones anteriores se había aventurado por ese camino. Cruzando los Alpes y atravesando el norte de Italia hasta el mar Adriático, los ejércitos cruzados se internaron por Istria para desembocar en Dalmacia. Esta ruta era peligrosa por la presencia de etnias eslavas agresivas, que no dejaron de molestar a los cruzados. Después de soportar una multitud de incomodidades, fatigas y sufrimientos, arribarían a territorio imperial bizantino a principios del mes de febrero de 1097, por el norte de Dirráquio, siendo recibidos en esa población por el gobernador Juan Comneno, mediante una embajada imperial y escoltados por una fuerza pechenega, que les acompañó a lo largo de la famosa Vía Ignacia.

Ingenuamente, los jefes expedicionarios supusieron que con su arribo a territorio imperial cesaban sus penas y fatigas. ¡Cuán equivocados estaban, puesto que sus verdaderas penalidades apenas iban a comenzar!

En efecto, no pasaría mucho tiempo para que empezarán a generarse fricciones entre la escolta imperial y los cruzados, a los que molestaba el verse constantemente vigilados y continuamente amonestados por los pechenegos. El asunto se complicó cuando el mismo obispo de Puy fue agredido y detenido por los guardias de la policía imperial, por un malentendido. Con todo y que la policía imperial pidió disculpas por el error cometido, dejo éste fuertes resentimientos entre los soldados de Cristo, resentimientos que no sólo no serían olvidados, sino que se exaltarían muchísimo cuando su propio jefe, Raimundo IV, fue detenido por otro error de la policía imperial. Pero la gota que colmaría el repleto vaso de resentimientos y odios, ocurrió por un hecho intranscendente en la ciudad de Roussa. Sucedió que los soldados de Cristo se sintieron ofendidos al suponer que los comerciantes de la ciudad no deseaban venderles provisiones y mercaderías. Sumamente molestos por lo que ellos consideraban una inadmisible ofensa, un contingente cruzado arremetió contra las murallas de la ciudad con la finalidad de tomarla, saqueando algunas casas y comercios. La policía imperial se abstuvo de intervenir para no agravar aún más las cosas, contentándose tan sólo con realizar algunos movimientos tácticos defensivos para proteger a los habitantes de la ciudad. Después, con la partida de Raimundo IV rumbo a Constantinopla para entrevistarse con Alejo I, y con la ausencia de Adhemar de Montiel, obispo de Puy, quien hubo de quedarse rezagado en la ciudad de Tesalónica para curarse de las heridas que sufrió en su infortunado aprisionamiento por la policía imperial, quedó el ejército cruzado acéfalo, por lo que la indisciplina no tardó en presentarse. Así, una serie de saqueos, robos y violaciones perpetradas en contra de la población campesina de la zona, obligó a las fuerzas imperiales a poner un alto a la pillería de los cruzados, y en un santiamén, los ejércitos bizantinos hicieron papilla a los belicosos e indisciplinados expedicionarios de Cristo, dispersándolos y apoderándose de una considerable parte de su armamento. Raimundo IV, quien arribó a Constantinopla el 21 de abril, se enteraría de esos sucesos en la capital del Imperio, produciéndole ello un gran enojo.

En la entrevista con el Emperador, la plática se empantanó cuando Alejo I solicitó de Raimundo IV que prestase el juramento de fidelidad. El Conde de Tolosa respondió que siendo su misión una misión espiritual, no podía reconocer a más soberano que a Dios y a su representante terrenal, el Papa romano, por lo que solicitó se le disculpase de rendir juramento de fidelidad, añadiendo que él no tendría inconveniente en reconocer al Emperador bizantino como jefe de la expedición libertadora si decidía ponerse al frente de los ejércitos de la cruz, dirigiéndoles en su campaña militar. El Emperador, bastante molesto por la resistencia del jefe cruzado, hubo de aparentar cordura disculpándose de no poder encabezar a los ejércitos libertadores argumentando que la situación que vivía el Imperio impedíale abandonar la capital. Volvió a insistir para que Raimundo prestase el juramento de fidelidad, a lo que el jefe cruzado respondió insistiendo en el carácter espiritual de su misión. No se llegó a resultado alguno en aquella entrevista.

La negativa de Raimundo IV a prestar juramento de fidelidad al Emperador bizantino, no provenía de antipatía o recelo, sino más bien se debía a la preferencia y simpatía que el Emperador había mostrado hacia Bohemundo de Tarento, de quien se murmuraba que no tardaría mucho en ocupar un puesto en la estructura imperial. Sabedor Raimundo IV de la ambición del normando para convertirse, de la manera que fuera, en el jefe máximo de la cruzada, y temiendo que un apresurado juramento de fidelidad al Emperador lo condujera a volverse vasallo de Bohemundo, el Conde de Tolosa se negaba a acceder a la petición imperial. No eran sus temores del todo infundados, ya que la ambición de Bohemundo era patente, llegando a insinuar al Emperador, que si era necesario someter por la fuerza al jefe provenzal, él no dudaría ni un instante en hacer cumplir esa orden. Además, tampoco debemos olvidar que Raimundo abrigaba, desde 1095, la ilusión de convertirse en jefe supremo de la expedición espiritual libertadora.

El arribo del obispo de Puy a la ciudad capital de Constantinopla, sería crucial para que el Emperador y el Conde de Tolosa llegaran a un amigable acuerdo. Así, en una segunda entrevista, Raimundo IV, aconsejado por Adhemar de Montiel, propuso al Emperador un juramento particular que sin implicar la idea de vasallaje, se circunscribía a la protesta del irrestricto respeto para con la persona del Emperador, sus bienes y propiedades presentes y futuras, así como a su potestad sobre determinado territorio y población. Esta particularidad juramental se encontraba ampliamente extendida en todo el sur de Francia, por lo que no constituía un invento acuñado a raíz de las circunstancias, sino una institución con antecedentes y jurisdicción plenamente definidas en Occidente. El Emperador accedió gustoso y el asunto terminó con la satisfactoria reconciliación de ambas partes, estableciéndose una mutua simpatía entre Alejo I y Raimundo IV, al asegurar el primero, que Bohemundo jamás ocuparía un puesto imperial.

Arreglado el conflicto, las fuerzas del Conde de Tolosa serían transportadas, el 26 de abril, para que se reuniesen con los otros ejércitos cruzados.


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