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Capítulo Primero

Antecedentes mediatos

1. De cómo el obispo de Roma se convirtió en el Padre Venerable, en el Sumo Pontífice de la cristiandad.

En un inicio, los principios elementales de organización interna de los adeptos de las enseñanzas de Jesucristo siguieron, casi siempre, el patrón asociativo de las fraternidades. Estas lograban su cohesión dependiendo de la fuerza de atracción que ejerciera quien fungía como el hermano mayor, por lo general un individuo que afirmaba haber recibido la inspiración divina directa, esto es, que había experimentado el fenómeno conocido con el nombre de pneumatismo. En torno a estos personajes se agrupaban los creyentes.

No contamos con datos concluyentes que nos permitan determinar con precisión tanto la duración de esas fraternidades, como el número de adeptos que las componían. Su surgimiento y proliferación parecen haber sido producto de la suma de esfuerzos individuales más que el reflejo de un plan preconcebido por algún grupo o casta sacerdotal de características herméticas. Muy probablemente el periodo de existencia de estas fraternidades variaba de uno a otro caso. Algunas perduraron por decenios y otras por pocos años. En cuanto al número de adeptos que albergaban, éste no ha de haber sido en un principio muy numeroso y quizá fue muy fluctuante. No debemos olvidar que el eje de esta primitiva forma de organización cristiana estaba en el inspirado o el hermano mayor, así, dependiendo de su personalidad, podía atraer a personas que se le acercaban a veces más por curiosidad, morbo o incluso, por atracciones muy alejadas del plano espiritual, por lo que, una vez que le conocían de cerca quizá no pocos se alejaban decepcionados una vez satisfecha su curiosidad. Téngase en cuenta que en los primeros tiempos del cristianismo no existía un cuerpo doctrinal teológico más o menos preciso, que sirviese de elemento de cohesión entre los adeptos o creyentes, sino que éste se irá generando en forma paralela al proceso de organización interna, y serán precisamente los inspirados, los hermanos mayores, quienes jugarán un papel determinante en su elaboración.

Las primitivas fraternidades, en donde la responsabilidad entera de lo que se hacía o dejaba de hacerse recaía únicamente en el inspirado, sin existir una delimitación o claridad en sus funciones, poco a poco y de manera desigual, tenderán a evolucionar. Este proceso de evolución se dará de manera inconexa entre las fraternidades existentes, sin que medie acuerdo entre ellas. En esos tiempos, en que las distancias entre una y otra población se medían por días de viaje, la comunicación era extremadamente lenta, y los miembros de las fraternidades de un pueblo difícilmente tenían conocimiento de la existencia de otra fraternidad en algún pueblo vecino, e incluso llegaba a suceder que cuando se enteraban, en muchas ocasiones esa fraternidad ya había desaparecido. Así, el papel jugado en la consolidación de este proceso de evolución de la organización cristiana por los predicadores caminantes, por los peregrinos de la fe, en cuanto elementos de transmisión de información y noticias entre las fraternidades, fue determinante.

De manera lenta, las primitivas fraternidades, evolucionarán hacia un criterio organizativo mejor estructurado, en el que los inicios de la especialización y de la delimitación de funciones constituirá el rasgo distintivo.

Resulta claro que las fraternidades han de haber aumentado en número e influencia, y en no pocos casos han de haberse fusionado al tener conocimiento unas y otras de su existencia. Quizás hubo ciudades o poblados en los que coexistían dos o tres fraternidades que por diversas causas no mantenían contacto entre si, o se encontraban distanciadas, ya que no debemos olvidar que en un inicio, el cristianismo era una religión no tolerada y por lo tanto perseguidos sus adeptos. Por supuesto que ante tal crecimiento, los adherentes se han de haber preocupado por encontrar los cauces de organización que les permitieran, a la vez que sobrevivir ante la hostilidad reinante, aumentar su influencia así como el número de adeptos. El primitivo inspirado o hermano mayor ya no ha de haber podido hacerse cargo de sus funciones, por lo que seguramente empezó a generarse la necesidad de ayudantes que le auxiliaran en sus tareas, y que no lo hicieran de manera ocasional o irregular, sino que a ello estuviesen dedicados. Muy probablemente al inicio de esta transformación orgánica, haya prevalecido el criterio de ayuda ocasional, de carácter improvisado e irregular, pero conforme este proceso se fue desarrollando, el comienzo de la profesionalización de los cargos y la delimitación entre las funciones administrativas, de autoridad y propiamente espirituales, se convirtió en práctica forzada.

Poco a poco irían surgiendo las instituciones llamadas a superar el criterio unipersonal de las primitivas fraternidades. Los presbíteros (antiguos), serán los encargados de las labores espirituales, ellos desempeñarán las funciones del sacerdocio; los diáconos (servidores), se encargarán de las funciones administrativas, así como de la instrucción en la fe de los adherentes; los epíscopos (vigilantes), ejercerán las funciones de autoridad, serán ellos quienes presidirán el nuevo concepto de organización.

La evolución en las estructuras de las organizaciones cristianas, se observará mediante el creciente desarrollo de las funciones de poder y las facultades de decisión de los obispos. En un principio coexistían varios obispos en una misma fraternidad, sin embargo, de manera relativamente rápida, la función episcopal terminará concentrándose en una sola persona, representando ello quizá el retorno a la figura primitiva del inspirado o hermano mayor, o tal vez debido a la influencia de otras religiones en las que la figura del Gran Sacerdote era determinante. Ahora bien, cualquiera que haya sido el motivo por el cual la función de autoridad quedó concentrada en una sola persona, esto favoreció el surgimiento de lo que más adelante se conocerá como la monarquía episcopal, emergiendo paralelamente la tesis del origen apostólico del episcopado; así, los doce apóstoles que acompañaron a Jesucristo en sus prédicas, serán considerados como los originales fundadores de las fraternidades, y los obispos harán devenir su autoridad de la autoridad supuestamente concedida por el propio Jesucristo a sus apóstoles. El obispo gobernará, entonces, a su fraternidad como delegado de la autoridad divina.

En cuanto al nombramiento de la persona que ejercía las funciones episcopales, por lo general existían tres posibilidades: la primera era que los fieles de la fraternidad, reunidos en asamblea, eligieran directamente al obispo; la segunda consistía en dejar tal nombramiento en la decisión de los obispos de fraternidades vecinas; y, la tercera, en permitir al obispo en funciones escoger a su sucesor.

Cualquiera que fuese la opción escogida, existía, como condición sine qua non, para que una persona pudiese ejercer las funciones de obispo, que una asamblea episcopal, constituida por los obispos de las fraternidades vecinas, conformados en ordo sacerdotalis, aceptaran al elegido ordenándolo.

Las funciones que un obispo debía de cumplir eran las siguientes:

1. La dirección religiosa y moral de la fraternidad.

2. La vigilancia de la disciplina, función en la que era auxiliado por la asamblea de los hermanos, esto es, de los adherentes o fieles.

3. La dirección de los presbíteros y de los diáconos.

4. La administración de los recursos.

5. La prevención de conflictos en el seno de la fraternidad.

6. La realización ritual sacramental, como lo era la administración del bautismo y la consagración eucarística.

7. La visita y el consuelo a los enfermos y afligidos.

La persona que ejercía las funciones episcopales podía ser depuesta por los miembros de la fraternidad en caso de escándalo o por notoria incapacidad o inobservancia de sus obligaciones.

El ámbito de validez de la autoridad del obispo jamás rebasaba los límites de su fraternidad.

En el proceso de formación de la monarquía episcopal, el viejo criterio de participación fraternal e igualitaria por parte de la adherencia o feligresía desaparecerá por completo, constituyéndose la antigua democracia de las primitivas fraternidades en un criterio autocrático episcopal sumamente jerárquico que paulatinamente iba contradiciendo todo el desarrollo primitivo de los adherentes a las enseñanzas de Jesucristo, produciéndose así la trágica división entre los profesionales de la fe y los adherentes a la fe. Ello traería como consecuencia una lucha feroz en el seno administrativo de los profesionales de la fe, produciéndose inevitables roces entre las personas que ejercían las labores espirituales (presbíteros), las administrativas (diáconos) y las de dirección (epíscopos), y creándose, a la vez, una lucha entre estos sectores por la supremacía y dirección de la fraternidad llamada ya iglesia. Los clérigos se agruparán en torno a las órdenes (ordo sacerdotalis), y a éstas se accederá mediante el cumplimiento del ritual de la ordenación, el cual deberá ser vigilado y administrado por el obispo, creándose así una nueva función a las ya existentes funciones episcopales.

Así, la implantación del monarquismo episcopal dará cohesión y solidez a las fraternidades, devenidas ya en iglesias, y en la medida en que estas iglesias o fraternidades (recordemos que el proceso de evolución orgánica no se genera de manera uniforme), autónomas y soberanas en cuanto a la toma de sus decisiones, entran en contacto a través de sus órganos de gobierno, se genera un proceso de intensa comunicación interepiscopal e interclerical que proporciona el indispensable marco para la creación de una pluralidad de confederaciones que, guiadas por los teólogos o padres de la iglesia, formarán las partes o componentes del cuerpo cristiano como requerimiento previo para el surgimiento del catolicismo.

Este proceso de evolución de la organización eclesiástica, permitió el nacimiento del obispo metropolitano, nombre con el que se designará a los obispos de las capitales imperiales.

Por lógica, el papel desempeñado por estos obispos fue en vertiginoso aumento, sobrepasando su influencia a los considerados obispos pueblerinos. Este fenómeno adquirirá rasgos especiales en cuanto a la categoría y consideración alcanzadas por quien fungiera como obispo en Roma, ya que siendo esta ciudad, de los siglos I al IV, la más importante de la época por ser la capital del Imperio, resultaba hasta cierto punto comprensible que el obispo de Roma adquiriese plena y reconocida autoridad. No olvidemos que al obispado de Roma se le concedió la primacía de honor, esto es, el primado en el marco de un orden jerárquico única y exclusivamente honorífico, ocupando, los obispos metropolitanos de las ciudades de Alejandría, Constantinopla, Antioquía y Jerusalén, los otros cuatro lugares honoríficos. Además, si tomamos en cuenta que dos de los apóstoles tenidos como los pilares de la organización eclesiástica, Pedro y Pablo, guardaron estrecha relación con Roma, el primero por su martirio, y el segundo por el desarrollo de su obra propiamente teológica, comprenderemos por qué el obispo de Roma llegó a considerarse como el obispo del Imperio, como el obispo imperial por excelencia. Y esto no obstante de que no existía la menor base que le otorgara algún tipo de autoridad sobre los demás obispos. En sí, el obispo de Roma era, por decirlo de alguna manera, un obispo más, un obispo entre tantos otros, un obispo encargado de vigilar única y exclusivamente su iglesia, sin autoridad alguna en otra iglesia, sin embargo, basó su prestigio más allá de los límites reales de su autoridad, esencialmente por lo que representaba Roma. No existe dato ni prueba fehaciente de que el obispo de Roma contara con autoridad reconocida para reglar o gobernar otras iglesias, además de la suya, por lo menos hasta el siglo IX, cuando hicieron su misteriosa aparición los tristemente célebres decretales de Isidro de Sevilla. Esos decretales, que no constituían más que una serie de inventos y mentiras perversas cuya finalidad no era otra que la de engrandecer al obispo de Roma, generó el mito de que ninguna decisión conciliar, esto es, las decisiones propias de los concilios, tenía validez si no contaba con su autorización, sosteniendo que el supremo poder de la iglesia, incluso en materia de fe, pertenecía de hecho y derecho al obispo de Roma, ya para entonces llamado Papa.

Por supuesto que al Papa Nicolás I, elegido en 858, los famosos decretales de Isidro, le cayeron como anillo al dedo, y de inmediato los aceptó como auténticos, generándose desde entonces la mentira, que repetida mil veces empezó a convertirse en una verdad, de la tesis de la supremacía del obispo de Roma, el llamado Papa, sobre la potestad conciliar, así como la doctrina de la infalibilidad papal, siendo en Roma enarboladas, listas para volverse dogmas de fe.

No es entonces sino a partir del siglo X que el concepto del obispo de Roma en cuanto Padre Venerable (Papa) y Sumo Pontífice (nombre dado en la antigua Roma al supremo sacerdote que oficiaba los ritos religiosos), comenzará a delinearse. Para ello jugaría un muy importante papel el movimiento congregacionista o monástico, y en particular, la acción de la célebre abadía de Cluny, innegable cuna del papado en cuanto poder supremo de la iglesia católica, porque fue en Cluny donde se elaboró la doctrina que elevaría al obispo de Roma a las insospechadas alturas del dominio espiritual universal; porque fue en Cluny que se idearon las estrategias y tácticas para el logro de tal objetivo; y porque fue en Cluny donde se prepararon y disciplinaron los cuadros y los hombres claves para lograr que el obispo de Roma portase el cetro imperial de la iglesia católica y fuese por todos así reconocido. ¿Acaso las reformas impulsadas por Gregorio VII no fueron acuñadas durante su estancia en la célebre abadía?

Con el surgimiento de la corriente reformadora de la iglesia, y su culminación con las propuestas de Gregorio VII, se dio inicio al encumbramiento de Roma como el centro del poder universal católico.

Veamos en qué consistían algunas de las reformas impulsadas por el famoso Hildebrando, el Papa Gregorio VII, especificadas en su famoso Dictatus Papae del año 1075.

1. Que la iglesia romana ha sido fundada sólo por el Señor.

2. Que sólo el Pontífice romano sea dicho legalmente universal.

3. Que él sólo puede deponer y reponer obispos.

4. Que su legado está en el concilio por encima de todos los obispos aunque él sea de rango inferior, y que puede dar contra ellos sentencia de deposición.

5. Que el Papa puede deponer ausentes.

6. Que con los excomulgados por el Papa no podemos, entre otras cosas, permanecer en la misma casa.

7. Que sólo al Papa le es lícito, según necesidad del tiempo, dictar nuevas leyes, formar nuevas comunidades, convertir una fundación en abadía y, recíprocamente, dividir un rico obispado y reunir obispados pobres.

8. Que él sólo puede llevar las insignias imperiales.

9. Que todos los príncipes hayan de besar los pies solamente del Papa.

10. Que sólo del Papa se nombre el nombre en las iglesias.

11. Que este nombre es único en el mundo.

12. Que le es lícito deponer a los emperadores, si lo obliga a ello la necesidad.

13. Que le es lícito trasladar obispos, de una sede a otra, si le obliga a ello la necesidad.

14. Que puede ordenar clérigos de cualquier iglesia en donde quiera.

15. Que un ordenado por él puede presidir otra iglesia, pero no servirla; y que el ordenado por él no puede recibir grado superior de otro obispo.

16. Que ningún Sínodo se llame general si no es por orden del Papa.

17. Que ningún capitular ni ningún libro sea considerado como canónico sin su autorizada permisión.

18. Que su sentencia no sea rechazada por nadie y sólo él pueda rechazar las de todos.

19. Que no sea juzgado por nadie.

20. Que nadie ose condenar al que apele a la Sede Apostólica.

21. Que las causas mayores de cualquier iglesia sean referidas a la Sede Apostólica.

22. Que la iglesia romana no ha errado nunca y no errará nunca, según testimonio de la Escritura.

23. Que el Pontífice Romano, una vez ordenado canónicamente, es santificado indudablemente por los méritos del bienaventurado Pedro, según testimonio del santo obispo Ennodio de Pavia, apoyado por muchos santos padres según se contiene en los decretales del beato Papa Simaco.

24. Que por orden o permiso suyo es lícito a los subordinados formular acusaciones.

25. Que sin intervención de Sínodo alguno puede deponer y reponer obispos.

26. Que nadie sea llamado católico si no concuerda con la Iglesia Romana.

27. Que el Papa puede eximir a los súbditos de la fidelidad hacia principios inicuos.


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