Índice de Por el poder de la cruz. Una breve reflexión sobre la Primera Cruzada de Chantal López y Omar CortésCapiítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

4. Cluny, el eremitismo y el ascenso triunfal del papado.

Originalmente, los terrenos en los que se establecería la abadía de Cluny correspondían a unos dominios cedidos en 802 por Carlomagno a la iglesia de Macón. Adquiridos después por el Duque de Bourgogne en 893, y transmitidos por herencia al Duque Guillermo de Aquitania, quien, en 910 (existe sobre esta fecha una controversia que aun no ha sido aclarada, puesto que hay quienes señalan que la donación fue realizada el 2 de septiembre de 909), donaría la villa de Cluny, con todo y sus siervos (esclavos), viñas, molinos, etc., a Bernon, abad de Baume (Baume-les-Messieurs, Jura), para que fundase ahí un monasterio en honor de los apóstoles Pedro y Pablo. Habiendo logrado que esos dominios quedaran bajo la jurisdicción única y exclusiva del papado romano, librándoles así de cualquier intromisión del poder de los laicos (señores, Duques, Reyes o Emperadores), Bernon, junto con otros doce monjes, fundó la abadía de Cluny apegándose a la entonces importante Regla de San Benito, debida a Benito de Aniane, fundador de Gigny y reformador de Bourne.

En 931, el Papa Juan XI otorgó un permiso especial al abad cluniciano Odon, autorizándole extender su autoridad a los monasterios que la aceptaran, fundar sucursales y adquirir nuevos territorios, lo que aunado al logro de Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania, de haber conseguido la aceptación de los laicos para no intervenir en los asuntos de la abadía, dio a Cluny una autonomía que le permitió actuar con absoluta libertad en todos sus proyectos de desarrollo interno o de carácter expansionista. Así, en un tiempo relativamente corto, Cluny experimentó un asombroso crecimiento en influencia y presencia territorial, llegando a constituir un auténtico Imperio, gracias a la crucial labor desarrollada por sus abades que fueron:

1. Bernon (de 909 o 910 a 926). 2. Odon (de 926 a 942). 3. Aymard (de 943 a 965). 4. Maïeul, quien fungiese, primero como adjunto del abad Aymard y, a la muerte de éste, como abad de Cluny (de 950 a 994). 5. Odilon (de 994 a 1049). 6. Hugues (de 1049 a 1109). 7. Pons de Melgueil (de 1109 a 1122). 8. Pedro el Venerable (de 1122 a 1156).

En su labor expansionista, lo primero que los clunicianos hicieron fue crear las denominadas cinco hijas de Cluny, esto es, los monasterios de Sauvigny, Sauxillanges, La Charité-sur-Loire, Saint-Martin-des-Champs en París y Luves en Inglaterra. La ramificación se extendería a través de cada uno de esos cinco monasterios para que posteriormente se ampliaran, aún más, las ramas de aquel impresionante árbol imperial.

La organización del por nosotros llamado Imperio cluniciano, seguía un esquema general en el que se combinaban un centralismo con ciertos rasgos de federalismo así como múltiples y variados pactos de carácter estrictamente confederal. El abad constituía la máxima autoridad (tan sólo sometida al papado); correspondiéndole el nombramiento o deposición de los priores, quienes fungían como autoridades en los monasterios dependientes de Cluny, dirigiendo las labores de los monjes y gozando de cierta autonomía en sus decisiones de carácter administrativo. Tan sólo estaban obligados a informar al abad de sus acciones, pudiendo, desde luego, nombrar libremente a quienes debieran ocupar los cargos necesarios para el buen funcionamiento del monasterio. En algunos casos este esquema variaba, otorgándoseles a los monjes el nombramiento de su Prior, o bien concediéndole a éste mayor autonomía en ciertas decisiones.

Se calcula que entre finales del siglo XI y principios del XII, Cluny contaba con más de mil monasterios distribuidos de la siguiente manera: más de ochocientos en las provincias del Reino de Francia; más de noventa en Alemania; más de cuarenta en Inglaterra; más de cincuenta en Lombardía y más de treinta en España. Así, debido a sus amplios dominios territoriales, a su poder sobre decenas de miles de monjes, a su riqueza financiera y, sobre todo, al origen aristocrático de todos sus integrantes (ya anteriormente hemos señalado que Cluny fue una abadía fundada por y para la aristocracia feudal), la labor realizada por esos monjes de negro (el distintivo de los monjes clunicianos lo constituía su vestimenta de color negro), destacaba en múltiples y variados campos. En el plano cultural, su actividad artística y sus escuelas; en el militar, su participación militante en las campañas de reconquista realizadas en la península ibérica; en el político, su actividad para encumbrar a la institución papal al pináculo del prestigio universal; en lo religioso, su promoción del peregrinaje.

La influencia de los abades clunicianos alcanzó tal trascendencia que ensombrecía a Reyes, Emperadores y al mismo Papa, siendo los consejos por ellos dados sumamente apreciados. Pero, paralelamente a la grandeza alcanzada por Cluny, se presentaran las causas que propiciaran el inicio de su declive. Entre éstas, jugaría un papel fundamental el desarrollo de la vertiente reformadora encabezada por los eremitas. En efecto, el eremitismo irá, poco a poco, arrebatando el prestigio y la influencia que ejercían los abades clunicianos sobre los representantes del poder terrenal y espiritual.

La fastuosidad cluniciana, manifiesta en sus bellas y adornadas iglesias, al igual que la grandeza de su poder, expresada a través de sus cultos abades disciplinados, de su sorprendente versatilidad y de su habilidad tanto en el campo de la administración como en el político, generó cierto desinterés o relajamiento en la prédica del mensaje cristiano que elogiaba la pobreza y la humildad. Ese criterio de poder que acompañaba a la prestigiada abadía, y su interés por los asuntos materiales relativos a la correcta administración de los bienes muebles o inmuebles, ignoraba e incluso contradecía el mensaje de Cristo alabando la pobreza y la humildad.

La idea del papado acuñada en Cluny no preveía el encumbramiento de un Papa pobre y humilde, sino por el contrario, de un Papa poderoso que demostrase al mundo su capacidad práctica para administrar la riqueza, logrando la admiración y el sometimiento de toda la cristiandad a su poder y magnificencia universales. En consecuencia, el discurso eremita en pro de la pobreza y la humildad contradecía la idea concebida en Cluny de un Papa rico y poderoso, penetrando en lo más profundo de los sentimientos populares, y atrayendo multitudes con potencia similar a la de un imán sobre un pedazo de hierro. La fastuosidad y la grandeza podían atraer, y de hecho así ocurrió, a los grandes señores feudales, a los Duques, Condes, Reyes e incluso a los Emperadores, pero no motivaban al pueblo llano.

El eremitismo se manifestará mediante dos vertientes: la monástica y la de los predicadores errantes que por medio de largas giras daban a conocer la necesidad de recuperar los valores e ideales del cristianismo primitivo, ajeno a las luchas por el control de los centros de poder, que alababa la humildad y la pobreza como caminos de redención para el establecimiento del divino Reino de la justicia y la bondad.

Durante su desarrollo, los eremitas interpretaron la famosa Regla de San Benito y la no menos importante Regla agustina emergida de las tesis teológicas expuestas por San Agustín, surgiendo de esa revalorización una síntesis sui géneris. Influida por el pensamiento cristiano de Oriente, la corriente monástica eremita trabajará fervorosamente en pos de la occidentalización de su mensaje. Gracias a su organización interna, logrará diferenciarse del credo neomaniqueista, y será en Italia en donde a principios del siglo XI aparecerán sus primeros monasterios, los que en el transcurso de unas cuantas décadas extenderán prodigiosamente su radio de influencia por casi toda la Europa latina.

Regidos por una disciplina interna excesivamente dura, sus ideales en pos de un cristianismo alabatorio de la humildad y la pobreza en cuanto virtudes distintivas del buen cristiano, los eremitas alcanzarán parámetros impensables. Una dieta a base de raíces, hierbas y agua, mostrará su tendencia a favor de un vegetarianismo naturista en cuanto simbolización de la unión con la naturaleza creada por Dios. Su repulsa para aceptar cualquier tipo de privilegio devenido de alguna donación de propiedades específicas, de bienes muebles o inmuebles, o de alguna concesión señorial para el cobro de algún impuesto o diezmo, mostrará su febril deseo proigualitario negador de las diferencias artificiales producidas por el acaparamiento de riqueza, de privilegios y de poder. Para ingresar a un monasterio eremita, los interesados debían abandonar todas las pertenencias y privilegios que pudiesen poseer, así como rechazar de manera clara y contundente cualquier derecho hereditario. Su vestimenta, compuesta por una túnica, un calzón y una camisa de lino fabricados por cada monje, mostrará su tendencia hacia la humildad. La estructura, en exceso rudimentaria de sus monasterios compuestos por una pequeña recámara y un oratorio, constituía, frente a los ostentosos monasterios e iglesias clunicianas, un distintivo a favor de la humildad que debía prevalecer en el culto al Señor. Las largas jornadas dedicadas al trabajo manual ya fuera para elaborar utensilios o para realizar faenas agrícolas, sin prestar mucha atención a las extensas jornadas de meditación, oración y lectura como las que en Cluny se hacían, manifestaban su rechazo al intelectualismo clerical y su inclinación hacia una práctica cotidiana consecuente con las enseñanzas de Jesucristo. Según ellos, sería la práctica y no la oración, el camino capaz de conducir a la salvación. En fin, la austeridad llevada a sus últimas consecuencias era la regla predominante en los monasterios eremitas.

Esta corriente daría paso al cistercianismo, movimiento monástico benedictino fundado en 1098 por Roberto de Molesne, que alcanzó su mayor esplendor con la creación, en 1115, del monasterio de Clairvaux por el afamado teólogo San Bernardo. Este movimiento lograría un importante grado de organización. Cada abadía era por completo independiente, correspondiendo a los monjes de cada una el nombrar o deponer a su respectivo abad, el cual ejercía la labor de vigilancia para el mantenimiento de la disciplina interna, fungiendo, igualmente, como representante de los monjes ante las asambleas anuales llamadas Capítulo General, realizadas con la participación de todas las abadías conformantes de esa corriente monástica. Para el mantenimiento, fortalecimiento y expansión de esta forma de organización, jugó un papel determinante San Bernardo de Claraval y la abadía que fundó en Clairvaux, y que llegó a ser la abadía mayor encargada de mantener la unión entre las demás abadías. La labor realizada por San Bernardo de Claraval se caracterizó por un dinamismo sin par al inspirar las decisiones surgidas de los Capítulos Generales y, gracias a la realización de varias giras propagandísticas, colaboró en la amplia difusión de esos principios monásticos, atrayendo a un sin número de nuevos adeptos e influyendo en no pocos monjes, priores y abades pertenecientes a otras órdenes. Será en esta corriente monástica en donde se usará, como color distintivo de la vestimenta de sus miembros, el blanco, lo que simboliza un claro antagonismo con el color negro usado en Cluny.

La influencia de esta corriente monástica sobre el papado se dejará sentir a partir del encumbramiento, en 1099, del sucesor de Urbano II, el Papa Pascual II, y alcanzará su clímax en 1145 con el nombramiento de uno de sus partícipes a ocupar la silla pontificia, el Papa Eugenio III.

En lo que respecta a la situación del papado, ésta logro mejorar gracias a la labor desarrollada por el movimiento congregacionista o monástico en general, y por la labor de la abadía de Cluny en particular. Si no hubiesen mediado esos dos factores, el papado no hubiera sobrevivido a la desastrosa imagen que presentaba a mediados del siglo XI cuando, por orden del Emperador alemán Enrique III, se realizó el tristemente célebre Concilio de Sutri, al que acudieron tres supuestos Papas que andaban entre ellos a la greña en su disputa por la obtención del pontificado. Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI fueron los tres depuestos por orden del Emperador, quien nombró a un miembro de su Corte, el obispo de Bamberg, como Papa, que tomaría el nombre de Clemente II. Curiosamente es en esa época que se comienza a manifestar la ansia reformista de la Iglesia cuando, en un sínodo celebrado pocos días después del Concilio de Sutri, el Papa Clemente II influye de manera decisiva para que de sus resultados emerja una condena clara a la simonía, prohibiéndola de manera determinante y pronunciándose a favor de la excomunión de todo aquel clérigo simoniaco, considerando nulos todos los actos sacramentales que hubiese celebrado.

Clemente II moriría a los ocho meses de haber sido nombrado Papa por el Emperador, por lo que la aristocracia romana vería llegado el momento de reinstalar a Benedicto IX en la silla pontificia. Los clérigos reformistas, alarmados por la actitud prepotente de la aristocracia romana, acudieron pidiendo auxilio al Emperador germano, y éste, accediendo a sus súplicas, se trasladó, en la Navidad de 1047 a Roma para instalar, el 17 de julio de 1048, como Papa a Dámaso II. Téngase en cuenta que en aquél tiempo dos poderes se disputaban el nombramiento o elección del Papa en turno: la llamada aristocracia romana y quien fungiese como Emperador.

La prematura muerte de Dámaso II, ocurrida veintitrés días después de su nombramiento, impone por tercera vez consecutiva la intervención de Enrique III, quien nuevamente se traslada a Roma para nombrar a Bruno, obispo de Toul, que tomará el nombre de León IX, como Papa. Y será él, que asesorado por los estrategas de Cluny, iniciará el proceso de reforma eclesiástica concluido años más tarde por Gregorio VII.

Así, en los tiempos en que Enrique III disputaba a la aristocracia romana la potestad para designar al Papa, nombrando sin oposición alguna, a obispos, arzobispos, abades y priores, León IX convoca a la celebración del Concilio de Latrán, en donde volverá a manifestarse la condena y tajante prohibición de la simonía y del nicolaitismo que en un pasado reciente hiciera Clemente II. Varios obispos serán condenados como simoniacos o nicolaistas en este concilio, y León IX realizará varias giras con el objeto de explicar y difundir, personalmente, los resultados del Concilio de Latrán. Italia del norte, Alemania, los Países Bajos y Francia recibirán la visita del Sumo Pontífice, quedando en claro que la política diseñada por los estrategas clunicianos penetraba la Santa Sede.

A la muerte de León IX, el Emperador Enrique III designará a Víctor II para sucederle, y cuando este Papa muere, de nuevo la llamada aristocracia romana se entrometerá para nombrar al obispo de Valletri, quien tomará el nombre de Benedicto X. Pero, simultáneamente, una asamblea de cardenales reunida en Florencia en diciembre de 1058, en la que la participación del cluniciano Hildebrando, al igual que el juramento del llamado Papa de la transición, Esteban IX, de no jugar papel alguno en la sucesión papal, conducirá a la designación, como sucesor de Víctor II, del obispo de Florencia, quien optará por llamarse Nicolás II. Posteriormente, un nuevo concilio celebrado en Sutri depondrá a Benedicto X e instalará en Roma a Nicolás II, dejando libre el camino para el posterior inicio de la llamada lucha de las investiduras entre el clero reformista encabezado por Gregorio VII y el Emperador germano Enrique IV.

A la muerte de Nicolás II, la pugna por el derecho a nombrar al sucesor se desata no sólo entre el Emperador y la aristocracia romana, sino que interviene también el clero reformista. Pero los reformadores habrán de tomar en cuenta la decisión de los representantes del poder temporal y, diplomáticamente someterse a ella.

Así, la designación de Alejandro II por el acuerdo entre el Emperador y la aristocracia romana, será aceptada por el clero reformador debido a que los estrategas de Cluny aconsejan ceder ante la carencia de un poder lo suficientemente respetable como para oponerse a la aristocracia y al Emperador. Pero a la sombra del largo pontificado de doce años de Alejandro II, el clero reformista celebrará alianzas, alcanzará posiciones y desarrollará nuevas tácticas y estrategias de cara al porvenir, para ir adquiriendo, poco a poco, de manera casi imperceptible, la fuerza necesaria para no verse de nuevo obligado a ceder en el futuro.

A la muerte de Alejandro II, fue nombrado por la asamblea de cardenales, Hildebrando, como sucesor papal, tomando el nombre de Gregorio VII. Así, el terreno quedó listo para el surgimiento de la lucha de las investiduras, protagonizada por el Emperador germano, la aristocracia de Roma y el clero reformista encabezado por el Papa Gregorio VII.


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