Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO QUINTO del Libro IVAPÉNDICE IBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

EPÍLOGO

EL FIN DE LOS PIRATAS




El Archipiélago Malayo fue el último baluarte de la piratería en grande escala. La dispersión de las pandillas de aquellas aguas acabó, probablemente para siempre, con la piratería, de la misma manera como se había perpetuado durante milenios.

Sin embargo, en medio de las islas y arrecifes del Pacífico, lejos de las grandes rutas, uno que otro hombre blanco practicó por algunos años más una forma harto precaria de piratería. Estos individuos eran apenas más que la hez de la civilización, reos fugitivos australianos, pescadores de ballenas escapados de sus barcos, o marinos revoltosos, y rivalizaban con los misioneros en la tarea de iniciar a los indígenas primitivos en la civilización blanca.

Algunos de aquellos degenerados hereqeros de una gran tradición ostentaban nombres pintorescos, dignos de sus prototipos de días pasados e incluso de los gangsters de Chicago: se llamaban Paunchy Bill, Joachim Ganga, Paddy Caney, o Joe Bird. Pero el más grande de todos llevaba el modesto apodo de Bully Hayes (Matasiete Hayes).

La primera aparición de Hayes en los mares del Sur se produjo en un escenario distinto al de la piratería: en un principio fue miembro de una pequeña compañía de músicos que recorría la Nueva Zelanda. La empresa se vió impedida por la guerra de los maori, y Hayes abandonó la música por el tráfico de armas y de pólvora en beneficio de los sublevados isleños.

A continuación, le vemos en el papel de un blackbirder, lo que quiere decir que visitaba las islas alejadas de los derroteros de la navegación, atrayendo a bordo de su barco, el Lenore, a indígenas confiados para llevarlos a Samoa o a otras zonas y venderlos allí a plantadores faltos de mano de obra. A poco tiempo, su nombre llegó a ser célebre desde Australia hasta San Francisco; incluso le buscaban Varios gobiernos. Pero era un pájaro difícil de prender, y como no bebía más que té, el cebo que servía habitualmente para capturar a los hombres de su temple no podía dar resultado. Finalmente, sin embargo, en 1875, los españoles le echaron el guante y lo encarcelaron en Manila, donde había de esperar su juicio. Hayes pasó el tiempo de su reclusión con estudios teológicos, de suerte que se convirtió en ferviente católico. El obispo de Manila, encantado de la conversión de tamaño pecador, usó su influencia para obtener su libertad, y la consiguió. Apenas libertado, Hayes volvió a su antiguo oficio, completándolo con el robo de navíos de gran escala.

Arrestado de nuevo en Samoa por el cónsul británico, bajo acusación de actos de piratería, Hayes conoció una vez más los calabozos, al esperar la llegada del primer buque de guerra inglés, el cual le conduciría a Australia, donde debía ser juzgado. Entretanto, sin embargo, el prisionero se las arregló para obtener permiso de circular libremente por toda la isla y conquistó gran popularidad como organizador de días de campo.

En aquel entonces llegó a parar en la isla un tal capitán Ben Pease, otro ladrón de los mares del Sur. Hayes y Pease eran viejos colegas en la práctica del crimen y sin embargo riñeron violentamente desde el principio de su encuentro. El cónsul, al ver el cariz que tomaban las cosas, se mostró encantado, pues el buque de Pease era el único en el que Hayes podía intentar huir.

Una hermosa mañana, el capitán Pease se despidió de sus amigos y salió mar adentro. Algunas horas después, se descubrió la desaparición de Hayes y fue solamente entonces cuando el cónsul tuvo la sospecha de que la disputa entre los dos señores había sido una farsa arreglada de antemano para engañarle.

La ley ya no tuvo que ocuparse más de Hayes: murió a manos de su primer piloto, un escandinavo que le rompió el cráneo con una barra de hierro y le arrojó al agua.

Los últimos piratas, sobre poco más o menos, fueron los negreros. En 1808 había sido promulgada en los Estados Unidos una ley que declaraba ilegal la importación de esclavos negros, castigando el comercio de ébano humano como piratería. Mas desde el principio, esta ley no fue sino letra muerta y hubo que esperar más de cuarenta años antes de que se hiciese la menor cosa para hacerla respetar. Hacia mediados del siglo, el tráfico de esclavos había llegado a su apogeo y se ha estimado en no menos de mil quinientos el número de negros introducidos en Norteamérica durante el año 1859. Tan lucrativo era ese comercio que un viaje afortunado bastaba para producir ganancias inmensas. La mayor parte de los negociantes en ébano eran norteños.

Con el advenimiento del Presidente Lincoln y el comienzo, en 1861, de la guerra civil, cambiaron las cosas: sin tardanza, se tomaron medidas severas encaminadas a poner fin al bochornoso tráfico.

El papel de chivo expiatorio, destinado a ser cogido y castigado, le cupo a un tal capitán Nathaniel Gordon, oriundo de Portland, en el Estado de Maine, quien conducía su propio barco, el Eric, un velero de quinientas toneladas. Gordon había hecho en total cuatro viajes; durante el último, fue capturado frente a la costa occidental de Africa por el buque norteamericano Mohican. Encontraron en la bodega del Eric novecientos sesenta y siete negros que fueron devueltos a Monrovia; pero el barco negrero estaba tan atestado de ébano que más de trescientos de los infelices perecieron en el curso del breve viaje. Gordon, transportado a Nueva York, compareció ante el tribunal bajo acusación de piratería, delito que le hacía acreedor a la pena capital.

La causa tuvo una resonancia enorme. Todas las dificultades imaginables se crearon para obstaculizar el proceso, tanto en el terreno legal como ante la opinión pública. En vano: el acusado fue declarado culpable y condenado a muerte. Entonces aparecieron en todas las paredes de la ciudad grandes carteles con llamamientos como éste:

¡Ciudadanos de Nueva York! ¡Intervenid! ¿Se cometerá un asesinato legal entre vosotros sin que se levante una sola voz de protesta? El capitán Nathaniel Gordon ha sido condenado a ser ejecutado por un crimen considerado virtualmente como letra muerta durante cuarenta años.

A despecho de todos los llamamientos y amenazas, Gordon fue ahorcado el 8 de marzo de 1862 en la prisión de Tombs. Durante la ejecución, todas las entradas estaban protegidas contra la muchedumbre por soldados de la marina. Aquél fue el último hombre de raza blanca que murió en el cadalso por el crimen de piratería en alta mar.

Los tiempos modernos parecen haber exterminado la piratería, salvo bajo sus formas fortuitas y degeneradas, como lo hicieron con otros más seductores aspectos de la actividad humana. No hay ya nada que hacer frente a los cruceros de treinta y cinco nudos, los aviones, la radio, y sobre todo frente a la poderosa policía del Estado moderno. El individuo emprendedor ya no tiene posibilidad alguna de ganarse la vida de esta manera y menos la tiene el capital inversionista de extraer de la piratería beneficios en proporción con los riesgos corridos.

Aunque la desaparición del pirata hiciera perder al mundo un elemento de lo pintoresco, difícil es llorar su eliminación. Porque no era, en suma, un personaje atractivo; y cuanto más de cerca le miramos, tanto menos nos parece tal. El espadachín del cinturón adornado con la pistola que vomitaba torrentes de blasfemias, tal vez sea un bonito motivo de novela; pero en la vida real ha debido ser un personaje en extremo odioso. El pirata romántico y extravagante es el que aparece en los libros, incluyendo el presente; el original, en cambio, era, con pocas excepciones, un cobarde y un asesino que se desembarazaba de sus víctimas porque los muertos no hablan.

Es de pensarse que su desaparición sea definitiva. Parece difícil concebir, aun suponiendo que nuestra civilización se trastrocase y la ilegalidad volviera a ser ley, un resurgimiento del pirata. Fantasmagoría se le antoja a uno imaginarse las grandes potencias modernas luchando unas contra otras en una guerra santa con la ayuda de bandidos o renegados, al estilo de turcos y cristianos, y más fantástico todavía vislumbrar los derroteros de los apacibles vapores infestados de bucaneros que se lanzasen sobre su presa desde pequeñas islas organizadas en Repúblicas y en las que las flotas de las naciones no osaran penetrar.

Y sin embargo, tal cosa no es enteramente absurda. Aquel instinto vivaz del corazón humano, que creó a los piratas, probablemente continúe siendo tan fuerte como en cualquier época pasada, y sus manifestaciones accidentales en China, como también la existencia de los hijackers a lo largo de las costas noteamericanas, demuestran que acecha la primera ocasión favorable. Es indudable que el tipo de hombre que antaño se inclinaba hacia la piratería todavía existe, aunque se vea obligado a buscar otros desahogos a sus capacidades.

Cierto día, hablé en la prisión de Wandsworth con un joven que pUrgaba allí su tercera condena por robo con fractura. Estimando que era mi deber como visitante de una penitenciaría aludir a la insensatez del camino elegido por él, le pregunté si prefería el riesgo de verse encarcelado a una vida sosegada y honesta. ¿Qué quiere usted? -respondió mi joven amigo-. Necesito dinero y necesito un oficio excitante.

Llevado por deseo de confidencias, me contó como a un camarada una proeza de la que nunca habían sospechado. Una tarde, en Londres, a la cabeza de una pandilla subida en tres automóviles, había parado frente a la tienda de un conocido joyero, sita en la esquina de Grafton Street y de Bond Street. Los muchachos saltaron a tierra, rompieron los cristales del aparador, se apoderaron de una bandeja con broches de diamantes, comieron a sus automóviles y huyeron. Sus ojos brillaban de entusiasmo cuando concluyó: Si anda en busca de emociones, señor, no tiene más que destrozar el escaparate de la tienda de ... a las cuatro de la tarde y llevarse todo cuanto quiera. Si ese joven hubiese vivido hace doscientos años, es seguro que habría sido pirata; y si las condiciones que imperaban hace dos siglos volviesen a producirse, no dudo que sería pirata hoy.

La piratería es, por cierto, una mancha que deshonra a la civilización y sus adictos han sido criminales que convenía suprimir. Mas siempre veremos el corazón humano vibrar con simpatía ante el reclamo del aventurero que se atreve a buscar regiones lejanas y peligrosas y, desafiando la respetabilidad social, tallarse su fortuna con sus propias manos.

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