Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO CUARTO del Libro IVEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO CUARTO

CAPÍTULO V

EL ARCHIPIELAGO MALAYO




Los piratas que infestaban el vasto grupo de las islas málayas, puente que une China a Australia, pertenecían a dos razas: la que dió su nombre al archipiélago y la diak. Los malayos, cuando invadieron Borneo y las islas vecinas, tenían ya una experiencia consumada en la piratería, en tanto que la población indígena de los diaks sólo se dedicaba a la caza de cabezas, práctica que le era peculiar. Todos los diaks activos de sexo masculino coleccionaban cabezas humanas con el mismo celo que manifiestan ciertos representantes de nuestra civilización al coleccionar sellos de correos o huevos de aves, y cada uno, a la manera de auténticos coleccionistas, se esforzaba por aventajar a sus vecinos en el número y la variedad de sus ejemplares. Pero las ventajas de la piratería en gran escala, fueron comprendidas en seguida por estos aficionados, puesto que ofrecían, además de ganancias, oportunidades de coleccionar un número mayor de cabezas.

Aunque el grueso de aquellos piratas residía en Borneo, algunos moraban dispersos en las Islas Sulu que se extienden entre el Norte de Borneo, las Filipinas, y el estrecho de Malaca. La lectura del diario de Dampier nos sugiere que la piratería se desarrolló muy tarde entre estos insulares, puesto que no la menciona al describir su estancia de seis meses en medio de la tribu ilanun en 1687. Dampier representa a estos pobladores de una de las Islas Sulu,como gente pacífica; sin embargo, cien años más tarde, los mismos ilanuns aparecen como los ladrones más sanguinarios de todo el archipiélago. Sus únicos rivales en cuanto a ferocidad eran los balanini que habitaban igualmente algunas de las Islas Sulu. Ambas tribus eran mahometanas y no temían atacar los barcos europeos. Tenían por política no dar jamás cuartel a blanco alguno, movidas, según se cree, a tal crueldad por la memoria del trato recibido por los españoles.

Estas tribus navegaban en embarcaciones conocidas bajo el nombre de prahus, propulsadas por una doble hilera de remos movidos por cien o más esclavos. En proa y en popa se hallaban colocados largos cañones de bronce, en tanto que los flancos aparecían armados de cañones movibles.

A través de toda la longitud del navío, elevándose sobre el nivel de los remeros, corría una plataforma, sobre la cual se sostenían los combatientes durante la lucha. Estos guerreros vestían túnicas encarnadas, cotas de malla y sombreros de pluma. Aparte de las armas de fuego, acometían al enemigo con largos venablos y usaban la pesada espada a dos manos y el kris, especie de puñal. Una flota malaya agrupaba a menudo más de cien prahus bajo el mando de un solo jefe.

El género de botín codiciado por ellos más que ningún otro, eran los prisioneros, pues resultaba el más fácil de conseguir y de vender. A este respecto, los papúes, de pelo crespo, de Nueva Guinea gozaban siempre de alta apreciación, y eran robados con frecuencia en masa (sobre todo las mujeres y los niños). Existían mercados para cada una de las diversas especies de esclavos. Así los papúes encontraban un comprador entusiasta en el rajá de Achin; los cautivos del Sur de Borneo, en cambio, se vendían con mayor provecho en Brunei. Pero el principal mercado de esclavos lo constituía la isla de Sarangani, al Sur de Mindanao. Todas las muchachas guapas, sin distinción de raza, se reservaban para el mercado de Batavia, donde las compraban los colonos chinos, a quienes las leyes patrias prohibían llevarse a mujeres chinas fuera del país.

El primer príncipe pirata de renombre fue un tal Raga que dominó el estrecho de Macasa durante diecisiete años, ejerciendo un control absoluto sobre las aguas entre Borneo y Célebes. Era conocido en todo el archipiélago bajo el nombre de Príncipe de los Piratas. Fue notable por su astucia, inteligencia y crueldad, por la amplitud y audacia de sus empresas y su desprecio hacia la vida humana. Su organización era vasta y mantenía espías en todas partes.

Fue en 1813 cuando Raga pasó a operaciones en grande escala. Capturó en aquel año tres mercantes ingleses y decapitó a los tres capitanes con su propia mano. Inglaterra envió en su persecución dos corbetas de guerra que recibieron una ayuda relativa de los holandeses, cuyos establecimientos en Batavia eran devastados sistemáticamente por el Príncipe de los Piratas.

La expedición inglesa no se desarrolló conforme al programa. Durante cierto tiempo, los cazadores se convirtieron en caza. Una mañana brumosa, hacia las tres, mientras caían torrentes de lluvia, el capitán de un prahu pirata avistó una de las corbetas británicas, la Elk. Confundiéndola con un mercante, decidió inmediatamente capturarla.

Habiéndose aproximado a una distancia de cerca de doscientas yardas, los malayos dispararon una bordada y lanzando estridentes gritos remaron con sus largos remos para alcanzar su presa con mayor rapidez. Cuando descubrieron su error ya era tarde. Un tambor dió la señal de combate, se abrieron las portas y los piratas recibieron a guisa de saludo una bordada acompañada de tres hurras británicos. Algunas salvas suplementarias bastaron para hundir el prahu, ahogándose toda la tripulación menos cinco hombres. Los supervivientes fueron recogidos por una embarcación indígena, después de haber flotado durante cuatro días, agarrados a una berlinga, y por ellos la noticia del desastre llegó a oídos de Raga.

En su ira, el jefe pirata juró destruir a todo europeo que cayera entre sus garras, y cumplió su voto a la letra. Durante los años siguientes, hasta su caída, Raga capturó más de cuarenta barcos europeos y no hubo un sólo miembro de las cuarenta tripulaciones que escapara a la matanza desencadenada por el malayo después de cada triunfo, reservándose el Príncipe de los Piratas el placer de matar a los capitanes con su propia mano. Hacía sentir su poderío a todo lo largo de las doscientas millas que mide la costa de Célebes y tenía siempre entre cincuenta y cien prahus listos para saltar sobre ensenadas o puertos a la primera señal. En lo alto de las montañas circundantes había apostado vigías que señalaban la aparición de buques, de día con banderas blancas y de noche con fuegos.

Un intrépido viajero, el señor Dalton, tuvo en 1830 la audacia de visitar a Raga en su cuartel general en la desembocadura del río Pergotan. No pudo ver todo cuanto le interesaba; pero sí recibió permiso de recorrer el bazar donde Raga solía vender el botín tomado a los barcos europeos e indígenas. Entre aquel baturrillo exhibido, Dalton notó cuatro biblias en inglés, holandés y portugués, numerosas vestimentas europeas tales como chaquetas, pantalones y camisas, maltrechos cuadrantes, telescopios y anteojos, fragmentos de vela, herraje de barco, y gran variedad de instrumentos y materiales de carpintería y de accesorios de cañones.

Ese curioso visitante descubrió también varios pares de medias femeninas, algunos de los cuales estaban marcados con las iniciales S. W. y dos enaguas de franela encarnada, que a buen seguro no estaban destinadas a ser llevadas bajo los tlrópicos. Cuando el señor Dalton intentó saber a quién habían pertenecido estas prendas, le dieron a entender que sería más saludable para él que se ocupase de sus propios asuntos. Cierto día, al dar la vuelta a las empalizadas del rajá, se encontró inopinadamente ante una mujer europea, la cual, al verle, apártó la cabeza y se apresuró a entrar en una casa, manifestando así su deseo de no ser observada.

Al año siguiente, Raga recibió su merecido correctivo a manos del gobierno norteamericano. La goleta Friendship, de Salem, fondeaba en septiembre de 1831 frente a Kuala Batu, en la costa occidental de Sumatra, embarcando un cargamento de pimienta, sin observar la debida vigilancia frente a los numerosos indígenas que subían a bordo con intenciones aparentemente pacíficas. De pronto se produjo un tumulto y la tripulación que no llevaba armas fue víctima de una matanza, a excepción de media docena de hombres, entre los cuales se encontraba el capitán, Endicott, y que lograron escaparse en una canoa.

Cuando la noticia de este ultraje llegó a los Estados Unidos, el gobierno envió inmediatamente al comodoro Downes a bordo de la fragata Potomoc al Achipiélago Malayo, con misión de castigar a los asesinos.

Llegado a Kuala Batu, el buque de guerra norteamericano, disfrazado de mercante, ancló en la rada exterior. Todas las embarcaciones que acostaron, fueron detenidas a proximidad del Potomac, de modo que el verdadero carácter del barco continuó siendo un secreto para la gente en tierra; incluso se encerró en la cala a los tripulantes indígenas de los navíos, que creían estupefactos que iban a ser ejecutados.

La noche del mismo día, trescientos hombres, conducidos por el antiguo segundo del Friendshíp, desembarcaron al Oeste de la plaza. Al alba la compañía de desembarco ocupó por asalto los fuertes, no sin enconada lucha. Finalmente los soldados prendieron fuego a la ciudad, que fue reducida a cenizas. Los indígenas, incluso las mujeres, se batieron con la energía de la desesperación; muchos rehusaron rendirse y fue preciso derribarlos a golpes de culata o a sablazos.

Cuando James Brooke se convirtió en rajá de Sarawak en 1842, se dió cuenta de que no había esperanza alguna de establecer el orden en Borneo, mientras continuase siendo nidal de la piratería. Lo primero que hizo, pues, fue exterminar todos los elementos nocivos que hacían imposible cualquier ocupación honrada, especialmente la agricultura.

Las madrigueras de las dos principales tribus piratas las constituían los bancos de los ríos Sarebas y Sakarran. Brooke acometió primero a los piratas del Sarebas, hombres bellos y bien armados, cuyas fuerzas ascendían a varos miles de guerreros, en parte malayos y en parte del buque de guerra Dido, y apoyado por una escuadra combinada de barcos europeos y malayos, el rajá blanco remontó el río, destruyendo implacablemente todos los nidos y palzas fuertes de los piratas, que encontraba en su camino. El gran capitán de los sarebas oponía una resistencia feroz, infligiendo a las tripulaciones inglesas algunas bajas; los jefes locales, en cambio, se rendían y prodigando juramentos prometían enmendarse.

Un año después, el capitán Keppel fue llamado de China a la demanda urgente del rajá Brooke, con órdenes de asistirle en una expedición contra los sakarranes que acababan de salir a hacer la guerra. Los sakarranes eran más temibles que los sarebas; su flota de guerra incluía ciento cincuenta prahus, y su jefe Sheriff Sahib era célebre tanto por su intrepidez como por sus atrocidades.

El 5 de agosto de 1844, la armada vengadora salió de Sarawak en medio de salvas de cañón y hurras de los indígenas que cubrían ambas orillas del río. La flota presentaba una extraña mescolanza de naves. El lugar de honor lo ocupaba el vapor de ruedas Phlegelon, seguido por el buque de guerra de Su Majestad Dido que aparecía rodeado de sus propias lanchas, tripuladas por marinos del Estado de Sarawak: en tanto que la retaguardia estaba formada por un numeroso contingente de sampanes y prahus, atestados de sarawaks frenéticos y aulladores, a los que fascinaba indeciblemente la perspectiva del botín y más todavía la de aprehender muchas cabezas.

Al día siguiente, la flota remontaba el río Batang Lupar. Llegó sin incidente a la ciudad de Patusen, fortaleza de los sarrakanes y echó anclas. La plaza cayó casi al primer asalto y la populosa ciudad fue sometida a un saqueo antes de ser quemada hasta los cimientos. Terminada esta operación, la flota continuó navegando aguas arriba, tratando de la misma manera otra villa más pequeña, la residencia del rajá pirata Sheriff Sahib. Aproximábase el crepúsculo, de suerte que al final de un día de éxitos regresamos a bordo de nuestros barcos para la comida de la noche, cansados pero satisfechos de la obra cumplida.

En el transcurso de aquellas pocas horas, habían sido convertidas en cenizas las habitaciones de cinco mil piratas; destruídos cuatro poderosos fuertes así como varios centenares de embarcaciones; y capturados más de sesenta cañones de bronce, más una gran cantidad de otras armas y de pertrechos. En suma, el terrible Sheriff Sahib, el gran capitán de los piratas en los veinte últimos años, se vió arruinado sin esperanza y obligado a esconder en la selva su humillada cabeza.

Mientras pesaba sobre aquellas tribus indóciles una mano vigorosa, eran raras las quejas a las que dieran lugar; mas en 1848, al encontrarse el rajá Brooke de visita en Inglaterra, la orgía de asesinatos y pillajes comenzó de nuevo. El 19 de marzo de 1849, una formidable flota de sesenta a cien prahus sarebas remontó el río Sadong, capitaneada por un jefe famoso, el Kaksimana de Paku. La tarea a la que se dedicó esta temible fuerza fue atacar en su camino a todas las mujeres aisladas. Era la temporada de las cosechas y los labriegos trabajaban dispersos en los campos, abandonando a sí mismos a sus infelices mujeres e hijos, los cuales fueron presa fácil de los invasores.

La extrema cobardía de aquellos salvajes resalta de su conducta cada vez que tropezaban con alguna resistencia. La gente de una granja acababa de salir para los trabajos cuando los prahus surgieron en un recodo del río, de suerte que el amo y veintisiete de sus hombres tuvieron tiempo de regresar a casa. Retirando tras de sí las escalas (todas las viviendas malayas están construídas sobre estacas), derribaron a los tres primeros piratas que echaron pie a tierra, ¡y esto fue bastante para ahuyentar a todos los demás!

Entre los sarebas encontrábase un viejo diablo feroz, Dung Dong, malayo de origen, pero que había adoptado el modo de vestir de los diaks y su costumbre de cazar cabezas. En cierta ocasión, mientras su gente se ocupaba en saquear alguna granja, Dung Dong se sintió atraído por la aparición de una muchacha que trataba de huir a la jungla. Dung Dong se lanzó en su persecución, pero molestado por su pesada lanza de punta de hierro, la dejó plantada en el suelo, pensando ir a buscarla al regresar. El pirata no tardó en alcanzar a la joven en un campo; entonces, llevándola en brazos, sin hacer caso de sus gritos, volvió al lugar donde había dejado su lanza: había desaparecido. El malayo se precipitó con su presa hacia su canoa, mas al llegar a una vuelta del sendero, cayó atravesado con su propia lanza a manos del padre de la víctima.

No bien regresado a Borneo, Brooke se apresuró a reunir una flota y la tuvo lista el 24 de julio de 1849. Esta fuerza era formada por un bergantín, el Royalist, un buque de guerra británico; el vapor Némesis, de la honorable Compañía de las Indias Orientales; la ballenera, la chalupa y la lancha del crucero de Su Majestad, Albatros, más algunas chalanas de un vapor remolcador, el Ranee y tres canoas del Némesis. El propio Rajá de Sarawak partió a bordo del más grande de sus prahus malayos, el Sing Rajah o Rey León, que llevaba una tripulación de setenta combatientes y remeros. Diecisiete prahus de menor tamaño completaban la armada, a la que se unieron en el curso del viaje varios jefes locales con su séquito, de modo que la fuerza indígena llegó a un total de setenta prahus de combate con tres mil quinientos hombres. El vapor Némesis remolcó todas las embarcaciones europeas hasta el estuario del río Batang, adonde se dirigieron a su vez los navíos indígenas.

Gracias a informaciones proporcionadas por un prisionero, se supo que una numerosa flota de sarebas se había hecho a la mar apenas algunas horas antes de la llegada de los buques del rajá Brooke. Inmediatamente se ideó un plan para sorprender al enemigo a su regreso.

Durante tres días la flota de Sarawak permaneció al acecho de su víctima. Mientras tanto se conocieron nuevos detalles sobre el enemigo; así resultaba que sus fuerzas se componían de ciento cincuenta prahus, todos armados de mosquetes; sólo algunos llevaban además cañones de bronce. Pocos de estos prahus contaban menos de treinta combatientes y hasta había varios tripulados por setenta. Continuaban afluyendo toda clase de noticias traídas por espías: el enemigo estaba ocupado en realizar una incursión de rapiña, recorriendo los ríos situados al Norte; ya había capturado y quemado luego dos mercantes de Singapur.

Después llegó una noticia importante: los piratas acababan de enterarse de que el rajá blanco les seguía de cerca y se dirigían a toda prisa hacia su madriguera, sin sospechar que Brooke les esperaba allí. Hacia la tarde del 31 de julio, un barco de vigilancia trajo la nueva, bienvenida después de tres días de espera, de que la flota sareba se aproximaba en dos divisiones. Una hora más tarde, un cohete luminoso anunció la proximidad del enemigo y oíase distintamente el acompasado ruido de sus zaguales, aunque la oscuridad no permitía distinguir a los prahus.

De repente, el prahu delantero avistó el vapor, y los piratas, advirtiendo el peligro, hicieron resonar un batintín, que es su manera de reunir en consejo a los jefes. Los sonidos del gongo impusieron un completo silencio y no se percibía ya el más leve ruido en medio de la noche tropical, negra como la pez. De pronto estalló un alarido de desafío, anunciando a todos, amigos y enemigos, que los jefes habían tomado la decisión de combatir.

Era demasiado tarde, sin embargo. El rajá Brooke y el comandante de la fuerza naval inglesa, capitán Farquhar, tenían al enemigo cogido en su bien tendida red. Su flota de lanchas de barco y de prahus malayos había formado un vasto semicírculo, cuyos extremos distaban diez millas uno de otro. A espaldas de su centro estaba la desembocadura del río Sarebas, y hacia allí precisamente se dirigía el enemigo.

Una brusca crepitación de mosquetería indicó que los prahus piratas habían entrado en contacto con las lanchas de los buques de guerra; pero el pánico de sus ocupantes quitaba toda destreza a su puntería. En un breve lapso de tiempo, ochenta de sus embarcaciones se habían ido a pique; el resto huía mar adentro. Diecisiete de los prahus de mayor tamaño intentaron abrirse paso, deslizándose junto al vapor, pero ni uno solo escapó a la destrucción.

La excitación causada por las detonaciones, el destello de las bocas de cañón, las azules antorchas que llevaban los buques de guerra para distinguirlos del enemigo, el estallido de los cohetes al atravesar el aire, y los aullidos de desafío de ambos bandos, se vieron acrecentados por la oscuridad y la gran extensión del espacio donde se desarrollaban las operaciones, encontrándose dispersados los combatientes, en un momento determinado, sobre un campo no menor de diez millas.

Al despuntar el día, el completo desastre sufrido por los piratas apareció con cruda claridad. Más de sesenta prahus desiertos, innumerables fragmentos de la gran flota pirata cubrían la playa, y otras embarcaciones llenas de agua flotaban de un lado a otro a merced de la marea. Y esto no era todo: ochenta prahus, de los que se habían salvado, algunos de ellos de sesenta a ochenta pies de largo, cayeron poco después en manos del vencedor.

No se supo nunca el número exacto de las bajas del enemigo, pero se estimó que no menos de ochocientos piratas perecieron en aquella noche muertos en combate o ahogados. Hubo pocos prisioneros, pero no fue culpa de los vencedores. La idea de la compasión no encajaba en la mente de los cazadores de cabezas. Cuando se arrojaban al agua, lo hacían con la espada en una mano y el escudo en otra, y toda tentativa de salvarlos tropezaba con una resistencia armada, causa de la mayor parte de las heridas que padecieron las tropas del rajá.

De contentarse los vencedores con su triunfo, no cabe duda que los piratas se habrían repuesto a poco tiempo y hubieran vuelto a sus maléficas actividades. Mas esta vez Brooke estaba decidido a desarraigar definitivamente la piratería en su reino. El 2 de agosto, después de dedicar dos días a la caza de prisioneros en la selva y a la destrucción de los prahus capturados inutilizables, la expedición remontó el río Sarebas. El pequeño vapor Ranee, rodeado de las lanchas del crucero, iba a la cabeza, seguido por cientos de barcos indígenas. Las tripulaciones de estos últimos, ardían en deseos de saquear las orillas y eso en tal grado que costó harto trabajo retenerlos. A cada milla o dos, la flota se veía parada por troncos de árboles recién talados que habían sido arrojados a través de la corriente y amarrados con lianas; y era preciso quitarlos de en medio para dar paso a los barcos. Se mataba a todos los indígenas que oponían resistencia y se quemaban las casas de los que huían. En la mayor parte de estas moradas encontrábanse trofeos de cabezas humanas, muchos producto de cazas recientes.

La ascensión del río asumió pronto aspectos de una procesión triunfal. Desde ambas orillas de la selva, llegaban los rajás locales y jefes de las ciudades y aldeas para hacer acto de sumisión ante el rajá Brooke, con resonantes promesas de buena conducta en lo futuro.

Muchos piratas de los que se rindieron eran bellos ejemplares de la raza diak, con sus largas cabelleras negras, y gran número de anillos de bronce sujetos a las orejas. Los brazos y las piernas justificaban el bien conocido refrán de la costa de Borneo: Desconfía de un diak que lleva profusión de anillos: a buen seguro es pirata.

El 19 de agosto, la flota estaba de vuelta en el estuario del río. Iba a visitar a los diaks kanowit, grandes encubridores de botín. Estos ricos traficantes de objetos robados vivían en dos inmensas casas construídas sobre estacas de cuarenta pies de alto y lo suficientemente vastas para dar cabida a mil quinientos hombres y a grandes cantidades de mercancías.

En expiación de sus fechorías, los diaks kanowit tuvieron que hacer entrega de cierto número de cañones y jarros de bronce, que fueron vendidos por el rajá Brooke en pública subasta y el producto de la venta se repartió entre aquellos que habían hecho prisioneros sin herirlos. El gesto del rajá tenía por objeto infundir en sus tropas salvajes, métodos de guerra más humanos. Deseaba, sobre todo, poner fin a la caza de cabezas.

El 24 de agosto de 1849, los conquistadores regresaron a Sarawak, después de aplastar de una vez para siempre la piratería organizada en la costa septentrional de Borneo.

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