Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO CUARTO del Libro ICAPÍTULO PRIMERO del Libro IIBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO V

ESCLAVITUD Y REDENCIÓN




El tráfico de esclavos fue durante casi veinte siglos la razón de ser, el incentivo y la principal fuente de ganancias de los piratas del Mediterráneo, ya fueran clásicos o berberiscos. Los negocios conocieron un desarrollo asombroso. Se formaron en Argel, en Túnez y en Trípoli sociedades mercantiles cuyo único objeto era costear las expediciones de barcos enviados a la mar con la sola misión de traer a aquellas plazas cargamentos de carne humana. No existen estadísticas, pero sabemos que no transcurría un solo año sin que desaparecieran, en el abismo de aquel tráfico, miles de hombres europeos. El padre Dan que trabajó durante muchos años en medio de los raptores, declara que había en 1634, en la sola ciudad de Argel, veinticinco mil esclavos cristianos, sin contar los ocho mil cristianos convertidos al islamismo.

Llegados los cautivos al puerto, se les conducía a los bagnos, sólidas prisiones subterráneas. Eran examinados entonces por dragomanes, los cuales inscribían el nombre, el país de origen y el oficio de cada uno. A los que tuvieran parientes ricos se les imponía un rescate, apartándolos del resto hasta que la cuestión quedase arreglada. Los infelices eran enviados al Besistán, el gran mercado de esclavos, donde eran puestos en venta como ganado. Habitualmente, sus compradores no los utilizaban directamente, sino que los alquilaban individual o colectivamente a quienes podían hacerlos trabajar; por ejemplo, a un mercader que buscaba un contable o a un empresario de construcciones que necesitaba un grupo de obreros.

Ciertos esclavos eran tratados con infernal crueldad; mas estos casos, fuera del régimen en las galeras y en las obras públicas, constituían excepciones. El turco o moro particular que poseía esclavos consideraba a los cautivos cristianos, no como criminales (aunque sí como infieles a los que llamaba perros), sino como animales que, lo mismo que los caballos, trabajaban mejor si mejor era el alimento y el trato que se les daba. En esto los musulmanes diferían de los cristianos para quienes un prisionero mahometano era un hereje y merecía ser tratado como tal. Cuenta una anécdota que cierto sacerdote español que protestaba contra un acto de crueldad gratuita cometido por los turcos, se calló, confuso, al recordarle éstos la Santa Inquisición y sus autos de fe.

La suerte de los prisioneros no rescatados era en extremo variable. Algunos, -artesanos o técnicos- eran muy codiciados por los moros. Los médicos, sobre todo, gozaban de un trato respetuoso; pero su valor hacía a sus amos menos dispuestos a consentir su liberación. Otros aceptaban la conversión, escapando así al cautiverio absoluto; pero habían de pagarlo con el más profundo aborrecimiento por parte de sus hermanos cristianos. Los renegados disfrutaban de cierta libertad y llegaban a veces a altos cargos de la administración turca; otros, la hez de los puertos europeos, sólo tomaban el turbante para hacerse piratas.

La gran mayoría de los cautivos, sometida a un excesivo esfuerzo físico, no duraba mucho. Los moros eran constructores incansables, y en todos los puertos berberiscos podían verse largas hileras de esclavos cristianos tallando piedras, haciendo zanjas o construyendo casas, fuertes y muelles.

La suerte de las mujeres capturadas es fácil de adivinar. La mayor parte de ellas desaparecía simplemente en los harenes, cuando eran jóvenes, o en la servidumbre doméstica, cuando eran viejas. El lector encontrará en el apéndice II la historia típica de una prisionera.

Mas el peor de los destinos al que pudiera ser sometido un cautivo era el trabajo a bordo de las galeras. Un hombre, a menudo poco acostumbrado al trabajo físico, se veía encadenado con cuatro o cinco esclavos más junto a un remo. Por todo alimento, recibía algunos bizcochos y de cuando en cuando un bocado de gachas de cebada; como bebida se le daba un poco de agua mezclada con vinagre y algunas gotas de aceite; y esto para entretener un esfuerzo físico invariablemente superior a la capacidad normal. Entre las dos filas de remeros corría un pasillo longitudinal elevado, recorrido constantemente por dos comiti o vigilantes con un largo látigo en la mano, que hacían chasquear sobre las desnudas espaldas de los lentos y exhaustos.

Se conocen dos relatos de hombres que tuvieron una experiencia real del banco de remeros, uno como esclavo y el otro como testigo ocular. El primero, Jean Marteille, hizo en 1707 la siguiente descripción de sus sufrimientos:

Imaginaos a seis hombres encadenados a un banco, desnudos como los creó Dios, con un pie puesto sobre el estribo y el otro sobre el banco de enfrente; manteniendo un remo inmensamente pesado (quince pies de largo), inclinados hacia adelante, en dirección de la proa, y con los brazos tendidos de modo que pasen por encima de la espalda de los remeros del banco de delante, los cuales tienen el cuerpo inclinado de la misma manera; y arrojándose luego hacia atrás. Los galeotes reman así durante diez y hasta veinte horas sin un momento de descanso. El vigilante u otro marino introduce en la boca de los desgraciados a punto de desmayarse un pedazo de pan mojado en vino, mientras el capitán grita la orden de redoblar los latigazos. Cuando un esclavo cae sin conocimiento sobre su banco (cosa que sucede más de una vez), entonces es fustigado hasta dejarle muerto y arrojado luego al agua.

La segunda narración procede de un testigo ocular anónimo:

Quienes no han visto nunca una galera en alta mar, sobre todo cuando caza o cuando es cazada, no pueden tener una idea del choque que causa este espectáculo a un corazón animado con el menor impulso de conmiseración. Hay que ver las filas de los miserables, enflaquecidos, medio desnudos, famélicos, tostados por el sol, y encadenados a una tabla de la que no se apartan durante largos meses (en general permanecen así sujetos seis meses); excitados, más allá de toda fuerza humana, por latigazos violentos y repetidos sobre su carne desnuda, a fin de hacerlos capaces de aguantar el más cruel de todos los ejercicios; y eso durante varios días y noches sucesivos, tal como ocurre a menudo en el curso de una caza encarnizada, cuando el perseguidor, asemejándose a un buitre, se lanza tan perdidamente sobre su presa, como huye el otro, más débil, con la esperanza de salvar su vida y su libertad.

Como es natural, los relatos de atrocidades que han llegado a nuestros tiempos, se inspiran, en la mayoría de los casos, en una tendencia antimusulmana; y hay indicios que nos inducen a suponer que el otro lado no era más humano que el enemigo. Tal conclusión se desprende de la historia de cierto moro, el cual, encadenado a un remo y sintiendo abandonarle sus fuerzas, se cortó la mano izquierda hasta la muñeca, con la esperanza de conseguir así un empleo más clemente. En vez de esto, y antes de que su herida hubiese sanado a medias, el infeliz se vió encadenado de nuevo a su remo, con un accesorio sujeto al muñón, y convertido en objeto de una atención especial por parte del hombre que blandía el látigo. Dió la casualidad de que el caso llegara a ser conocido del dey de Argel, el cual informó al padre español de la Redención de que no consentiría en ningún intercambio de prisioneros mientras no se librase al remero manco.

Ninguna descripción de los suplicios del cautiverio puede rivalizar con los relatos de primera mano, contenidos en las cartas enviadas de contrabando, o en los diarios publicados posteriormente por esclavos fugitivos o rescatados. El siguiente mensaje, que pertenece a esta categoría, y que tiene por autor a un tal Thomas Sweet, un hombre distinguido, es tan característica y conmovedora que merece ser citada por entero:

Queridos amigos.

Hace ahora seis años que he tenido la gran desgracia de ser capturado por un buque de guerra turco frente a la costa berbera y llevado a la cautividad a Argel. Desde aquella época escribí muchas veces a Londres a master Southwood de Upper Ground, a Richard Barbard, de Duke's Place, a Richard Coote, de Bankside, a master Linger, bonetero de Crooked Lane; en la carta dirigida a master Southwood encerré una para mi padre, si está en vida. y otras destinadas a mis hermanos y a mis amigos. si no han muerto. Como nadie me diera nunca señal de vida, me estoy preguntando si mis mensajes no se habrán perdido o si todos habéis muerto o mudado a otra parte; pues sé que sois demasiado buenos cristianos y amigos míos para abandonarme en la triste condición en que me hallo. ¡Oh!, amigos míos, os lo repito una vez más: me encuentro en Argel, como miserable cautivo, apresado por un barco flamenco dos años después de haber dejado de guerrear en Gilderlanda. Mi amo es un barón, un renegado francés que vive en el campo y que me alquila junto con otro prisionero protestante (un tal master Robin, oriundo de Norfolk) a gente de Argel por esta vez; pero si nos mandan al campo, tal vez no volváis a oír hablar de nosotros. Nuestra desgraCia se debe al hecho de que el precio de nuestro rescate ha sido fijado en no menos de doscientas cincuenta libras, porque se cree que tenemos buenos amigos en Inglaterra y que debemos ser libertados juntos. Master Robin ha escrito a sus amigos y nos comprometimos uno frente a otro a actuar ante nuestros amigos cada uno a favor suyo y del otro. ¡Oh!, padre mío, hermano mío, amigos y conocidos míos, ¡daos prisa para rescatarnos! Desde que estamos aquí, cientos de esclavos han sido rescatados y han visto terminar sus penas. Ello nos hace esperar que ahora nos toque a nosotros que salgamos los siguientes; pero hasta la fecha nuestras esperanzas han quedado decepcionadas. Os suplicamos por amor de nuestro señor que os rescató, que aprovechéis todos los medios posibles para asegurar nuestra redención. Hay ahora en Inglaterra una sociedad reputada en todo el mundo cristiano por su piedad a este respecto. ¡Oh!, ¡dirigíos a aquellas nobles y dignas personas, en nombre del Cristo por quien sufrimos! Nunca hemos comprendido el sentido de aquel salmo escrito por los judíos durante su cautividad babilónica: Junto a los ríos de Babilonia allí nos sentábamos y aun llorábamos acordándonos de Sión, tanto como ahora pensando en ti, ¡oh vieja Inglaterra! ¡Oh!, ¡mis buenos amigos!, ¡esperamos que nuestros suspiros lleguen a vuestros oídos para conmover vuestra lástima y compasión!

Nos han dicho que hay en Londres cierto comerciante, un tal señor Stanner de St. Mary Axe, que tiene un agente en Liorna, y que se hallan en la misma ciudad otros dos londinenses, un señor Hodges y un señor Mico, que tienen negocios allí y que pueden indicaros el medio más rápido para rescatarnos. No dejéis sin respuesta nuestras súplicas aunque no podáis hacer nada por nosotros. Tanto nos confortaría tener noticias de nuestros amigos. Existe en Londres una posta que despacha cartas a cualquier sitio; conque no perdáis la ocasión, os lo suplicamos, de darnos noticias de aquí a un mes o seis semanas. El Señor dirija vuestros pensamientos por el camino del amor y os envíe paz y paciencia.

Vuestro afligido amigo y hermano en Cristo.

Thomas Sweet
Desde Berbería, 29 de septiembre de 1646.

Ninguna lista de esclavos rescatados contiene los nombres de Thomas Sweet y Richard Robio; parece, pues, más que probable, que fueran enviados, como lo habían temido, al interior del país, de donde no volvía ningún esclavo.

No obstante la severa vigilancia de que eran objeto, los esclavos lograban, a veces, escaparse, y los relatos de sus aventuras figuran entre los más apasionantes de toda la literatura sobre piratería.

Una de estas narraciones se encuentra en posesión del autor. Es un pequeño tomo muy raro, publicado en 1675 con el título: Ebebeczer o un pequeño monumento a la Gran Conmiseración, escrito por William Okeley. A guisa de prólogo, el autor hace preceder su historia de un largo poema alegórico, que comienza con los siguientes versos:

Este autor no ha sido impreso nunca
Y (os plazca o no) ya no lo será jamás.

Pese a su denegación, el señor Okeley compone su narración de una manera enteramente profesional.

Fue en junio de 1638 -escribe- cuando Mary de Londres salió de Cracesend para la isla de la Nueva Providencia, en las Antillas. Estaba armado de seis cañones y llevaba un cargamento de prendas de tela y de paño, así como unos sesenta hombres entre tripulantes y pasajeros. El viaje tuvo un principio poco favorable. Después de retrasarse cinco semanas en los Downs a causa del mal tiempo, el Mary llegó a la isla de Wight; pero a estos momentos, toda la cerveza que llevábamos a bordo resultó deshecha; fue preciso tirarla al mar y mezclar el agua con vinagre durante el resto de la travesía ...

El barco tuvo luego la mala suerte de meterse sobre un banco; pero se logró con mucho trabajo ponerle a flote durante la marea alta.

Aquellos incidentes -observa el autor- pueden parecer de escasa importancia a quienes no hayan sufrido sus consecuencias; mas Dios nos dió la ventaja y oportunidad de ver cuán grandes acontecimientos se ocultaban en aquellos pequeños hechos.

Nuestros viajeros, que por entonces navegaban acompañados con otros dos navíos para protegerse mutuamente, tropezaron a los seis días con tres buques de guerra argelinos, los cuales los atacaron; y después de un breve combate, en el curso del cual seis hombres de la tripulación del Mary resultaron muertos, los piratas capturaron los tres barcos ingleses. Durante varias semanas, los cautivos fueron guardados a bordo, mientras los corsarios cruzaban en busca de nuevas presas. Así, Okeley aprendió a hablar algunas palabras árabes, esperando que ello le fuese útil en lo sucesivo.

Llegados a Argel, los nuevos prisioneros fueron conducidos al mercado de esclavos. Los hombres alcanzaron precios muy diversos, obteniendo la más alta cotización los jóvenes con dentadura sana y mIembros vigorosos. Sobre todo se les examinaban las manos; los que tenían las palmas duras y callosas se juzgaban acostumbrados a los trabajos rudos, en tanto que los dueños de manos finas arrebataban precios elevados, pues se suponía que eran mercaderes o nobles y susceptibles de producir cuantiosos rescates.

Okeley fue comprado por un capitán de barco moro que le empleó como herrero; mas a poco tiempo recibió la orden de embarcarse a bordo de uno de los buques piratas para tomar parte en una incursión; insinuación contra la que el inglés protestó vivamente, aunque en vano. Tras una expedición malograda, el patrón de Okeley echó a su esclavo a la calle mandándole buscar un oficio cualquiera para ganarse la vida y pagarle, además, dos dólares al mes.

Okeley abrió una pequeña tienda de tabaco y vino y como sus negocios prosperaron, se asoció a otro cautivo, un guantero de nombre Randal. Este hombre, cuya mujer e hijo habían sido capturados al mismo tiempo que él, se puso a confeccionar vestidos de tela, vendiéndolos a los esclavos marinos.

Al cabo de cuatro años o más, Okeley descubrió que los otros esclavos y yo estábamos tan acostumbrados a nuestra servidumbre que casi nos habíamos olvidado de la libertad y que nos hacíamos estúpidos e indiferentes hacia nuestra esclavitud. Como Tachur, doblegamos la espina bajo nuestras labores, tendíamos los hombros para soportarlas y nos convertíamos en esclavos de nuestro tributo.

La necesidad más viva que sentía Okeley era la de los auxilios de la religión, los cuales pronto le fueron dispensados por el buen señor Devereux Spratt, uno de sus compañeros de cautiverio y que era sacerdote anglicano.

Tres veces a la semana, este eclesiástico, apacible servidor de Jesucristo, rezaba con nosotros y nos predicaba la palabra divina; nuestro sitio de reunión era una bodega alquilada por mí. Eran numerosos los que asistían a nuestras reuniones, a veces se presentaban sesenta u ochenta hombres, y aunque casi nos congregábamos en la calle, jamás tuvimos que sufrir molestia alguna por parte de los turcos o los moros ...

Al cabo de cierto tiempo, el amo de Okeley, habiendo emprendido una serie de expediciones desafortunadas, se vió obligado a vender todo cuanto poseía para pagar sus deudas, y sus esclavos cambiaron de manos. Okeley fue comprado por un señor viejo de aspecto grave, el cual trataba a su esclavo inglés no solamente con compasión y bondad, sino como a un hijo, mostrándose tan noble y cariñoso que Okeley, por vez primera después de su llegada a Argel, se sintió feliz. Mas pese a la bondad de su patrón, aspiraba a la libertad. Comenzó a concebir proyectos de evasión, no sin grandes escrúpulos de conciencia, pues el honrado esclavo se sentía atormentado por la duda de si no era una especie de robo huír de su servicio, cuando me había comprado y pagado, siendo yo su legítima propiedad, de modo que yo no podía ya considerarme como dueño de mí mismo y no tenía derecho alguno sobre mi persona. Finalmente, -con gran alivio de Okeley-, su conciencia decidió que los títulos de mi amo estaban viciados en la base. El hombre es un ser demasiado noble para ser sometido a la ley de la oferta y la demanda, y nunca me había sido pedido mi asentimiento a todos aquellos contratos. Tranquilizada su conciencia, Okeley se puso a preparar cuidadosamente su evasión. Después de haberse confiado al señor Spratt y obtenido su beneplácito y bendición, los conspiradores, pues eran varios que participaban en el complot, comenzaron a construír una embarcación de tela, cuyas partes, una vez terminadas, debían ser transportadas a la playa y montadas allí para servirles -así lo esperaban- bajo la dirección de la divina Providencia, de arca que los sustraería a las manos enemigas.

El sótano donde se celebraba el servicio divino les parecía el lugar más seguro para construír la canoa, y llegado el momento propicio, confeccionaron allí un bastidor desmontable de varias piezas, así como una envoltura de tela, cuidadosamente untada con pez y destinada a ser tendida sobre la armazón. Las diversas partes de la embarcación fueron llevadas a la playa por un esclavo que trabajaba de lavandero y que transportó cada mañana algunos de los elementos de la canoa por debajo de la ropa que iba a lavar, ocultándolos luego en un seto. De la misma manera fue sacada de la ciudad y escondida junto al bastidor, la tela alquitranada.

Al fin, en una noche oscura, los siete ingleses se reunieron a la hora y en el lugar conveniente. Rápidamente se montó la canoa y, al lanzarla, los fugitivos comprobaron con la más viva alegría que la embarcación se mantenía sobre el agua. Se desnudaron, entraron en el agua y comenzaron a embarcarse; entonces tuvieron la terrible decepción de descubrir que el bote se iba a pique cuando los siete estuvieron dentro. La experiencia les mostró que cinco personas era lo más que podía soportar la canoa, y que era preciso dejar a dos compañeros en tierra, para que los otros pudiesen salvarse. Comenzó el viaje. Cuatro hombres tiraron vigorosamente de los remos, no pensando más que en su salvación, mientras el quinto achicaba sin parar. Al despuntar el día, descubrieron con horror que todavía se encontraban a la vista de los barcos anclados en el puente. Milagrosamente, pasaron inadvertidos. Durante tres días, los tránsfugas remaron así, viendo agotarse su pan y casi toda el agua potable. Al cuarto día, -era en julio y hacía un calor sofocante- los cinco compañeros habían llegado al límite de sus fuerzas cuando lograron coger una tortuga que nadaba dormida en la superficie del agua. Bebieron su sangre y comieron su carne. Esta colación los reanimó lo suficiente para permitirles empuñar de nuevo los remos y seguir esperanzados rumbo a Mallorca y a la libertad.

Por fin, al sexto día, los exhaustos fugitivos vieron tierra, lo cual los alentó a continuar remando; pero no fue sino al día siguiente cuando, casi moribundos, se encontraron a salvo en Mallorca, donde fueron acogidos con gran bondad, alimentados, vestidos y enviados luego a Cádiz a bordo de una de las galeras del rey de España. En Cádiz encontraron un barco inglés que los devolvió a su país. En septiembre de 1644, los esclavos fugitivos llegaron a los Downs.

La conciencia del señor Okeley le había causado dificultades que afortunadamente no resultaron insuperables. Existe, sin embargo, otro relato que pone en evidencia la conciencia de toda una tripulación. Estos hombres eran cuáqueros, temerosos de Dios, que se vieron obligados por su fe a tramar su fuga de una manera poco ortodoxa. La historia es narrada en un folleto escrito por uno de aquellos marinos, un tal Thomas Lurting, y que lleva el juicioso título: El marinero belicoso se convirtió en cristiano pacífico.

En Agosto de 1663, Thomas Lurting se hizo a la mar como primer piloto en una galeota que salía de Venecia con destino a Inglaterra. El capitán, el piloto y la tripulación eran todos cuáqueros y, de acuerdo con su fe, no llevaban armas a bordo. En aquella época, precisamente, los piratas berberiscos desplegaban una actividad inusitada; pero no obstante, el capitán había rehusado escuchar la sugestión de sus hombres de esperar la salida de un convoy, insistiendo en hacer el vaje solo. Su barco se encontraba a la altura de May- York -es así como los marinos del siglo XVII pronunciaban el nombre de la isla de Mallorca-, cuando se vió perseguido y capturado por un buque argelino. Ocho turcos fueron embarcados a bordo para conducir la galeota y los prisioneros ingleses a Argel.

Mientras duraba la operación -dice Lurting-, yo no dejaba de meditar, y cuando me asomaba al barandal para ver subir a bordo a los turcos, la palabra del Señor me atravesó el espíritu bajo la forma de esta advertencia: No temas nada. No irás a Argel.

La señal recibida refociló a Lurting de tal manera que recibió a los turcos, como si fuesen mis amigos y ellos se mostraron no menos amables hacia nosotros. Aquello fue la primera sorpresa para los piratas.

A continuación, el servicial Lurting enseñó a sus visitantes todo el barco, así como el cargamento. Tuvo igualmente la prudencia de advertir a sus hombres que harían bien en mostrarse muy corteses hacia los turcos y en manifestar la mejor voluntad al obedecerlos, dándoles a entender que se le ocurriría sin duda algún ardid para escapar de ellos. Los turcos, encantados de haber tropezado con una tripulación tan inusitadamente docil, se retiraron a la gran cámara dejando que los marinos atendiesen a la navegación.

Lurting reveló entonces su plan ante una tripulación todavía un tanto cohibida. Su intención era encerrar a todos los turcos en la gran cámara. Los marinos acabaron por aprobar este proyecto con entusiasmo. Y tal fue la animación general que uno de los humildes cuáqueros, olvidando durante un instante sus escrúpulos religiosos, declaró: Voy a matar uno o dos. Mientras otro proponía cortar el pescuezo a cuantos se me permita. El buen Lurting se sintió tan escandalizado que amenazó advertir a los turcos si se volviese a hablar de matar.

Finalmente, tras una prolongada discusión, se puso manos a la obra: todos los turcos fueron atados sólidamente y los ingleses se vieron de nuevo dueños de su barco. Parecería que la historia había terminado en este punto. Pero no fue así. Lurting estaba convencido de que su deber de buen cristiano y cuáquero le obligaba a poner en libertad a los turcos. La dotación optaba por desembarcarles en Mallorca, que no se hallaba lejos; pero Lurting no admitía tal cosa, pues en este caso se apoderarían de sus exaprehensores y ahora sus prisioneros para venderlos como esclavos. Conque propuso bajarlos a tierra en su propio país.

Si esta solución parecía muy sencilla a priori, su ejecución distaba mucho de serlo. Llegada la galeota frente a la costa argelina se planteó la cuestión: ¿cómo desembarcar a los turcos sin hacer exponer a los cuáqueros al riesgo de ser capturados de nuevo? La tripulación discutió largamente, comunicando con el Señor para saber cómo se podía bajar a tierra sin peligro a diez turcos en una canoa tripulada por tres marinos. Era un problema difícil de resolver, y que hacía pensar en un rompecabezas en que en cualquier momento, salvo uno solo, hay siempre más negros que blancos en el bote. Finalmente decidieron llevar a todos los turcos en un viaje, y para realizar tal operación, el ingeniero Lurting (que rechazaba la sencilla y evidente solución de sujetarlos, pues afirmaba que sujetar a los turcos sería exasperarlos) dispuso a los prisioneros de la siguiente manera:

Primero metió en la parte trasera de la canoa al jefe de los turcos con uno de sus correligionarios a cada lado. Luego hizo sentarse sobre las rodillas de estos tres, a los tres siguientes, y cuando todos quedaban instalados de esta manera, se embarcó con tres marinos, de tal modo que dos de sus compañeros remaban, mientras el tercero se sentaba por delante, armado de un hacha de carpintero (únicamente para asustar a los turcos). En cuanto a Lurting, gobernaría, empuñando con una mano el timón y un bichero con la otra. Al fin, después de haberse encomendado al Señor, la tripulación se puso en marcha.

Tardaron mucho en llegar a la playa, tanto más cuanto que los marinos nerviosos miraban a cada momento hacia atrás, creyendo ver asomar detrás de las rocas las cabezas enturbantadas. Finalmente, después de interminables discusiones y algunos accesos de pánico, la canoa fue encallada sobre la costa y bajados a tierra los cautivos. Se les arrojó sus armas y medio quintal de pan. Los turcos, desarmados por tal trato, o, tal vez, abrigando intenciones malévolas, invitaron calurosamente a los marinos a acompañarlos hasta la vecina ciudad donde encontrarían, vino y demás golosinas. El prudente Lurting rechazó la propuesta, pero -añade-, nos separamos amistosamente y permanecimos junto a la costa hasta que hubiesen subido a lo alto del acantilado. Ellos agitaron sus turbantes en nuestro honor y nosotros contestamos de la misma manera.

Entonces la canoa regresó al barco, y no bien subidos a bordo, tuvimos una magnífica brisa, cosa que no había ocurrido ni durante la estancia de los turcos con nosotros, ni en muchos días anteriores. Esta recompensa de su buena acción no les fue retirada hasta su anclaje a orillas del Támesis. La noticia se propagó rápidamente y una multitud de curiosos subió a bordo para oír contar a los héroes mismos la historia de los cuáqueros que habían sido capturados por los turcos y se habían rescatado sin haber tenido a bordo una sola arma. El propio rey Carlos II y su hermano, el duque de York llegaron de Greenwich acompañados por numerosos lores, para contemplar tan raro espectáculo. El monarca hizo muchas preguntas acerca de los buques de guerra que cruzaban el Mediterráneo; pero Lurting contestó fríamente: No hemos visto uno solo. Lo cual debió dejar a Su Majestad y a su hermano almirante algo desconcertados.

De cuando en cuando, solían producirse tentativas desesperadas de fuga en masa; pero eran coronadas raramente por el éxito, y el castigo, en caso de fracasar, era terrible. Tenemos algunos relatos de tales huídas concertadas. Todos se parecen en el detalle: una conspiración bien guardada, un vigilante sobornado o hecho inofensivo, un navío conseguido a la fuerza o gracias a la complicidad de los tripulantes, y, después, la carrera hacia un puerto amigo, con una lucha de velocidad entre el perseguido y el perseguidor. Pero los ejemplos de fugas llevadas a feliz término han sido raras.

La mayor esperanza de los cautivos residía en el rescate por sus amigos o por el gobierno de su país, o bien en el intercambio por un número igual de prisioneros turcos. La carta de Thomas Sweet es reveladora de las desgarradoras llamadas que se recibían constantemente en las capitales europeas.

Los dos más ilustres prisioneros que han caído en manos de los piratas debieron su liberación al rescate. Ya hemos contado la historia de Julio César. La otra es la de Miguel Cervantes.

El inmortal español había servido ya bajo las órdenes de Don Juan de Austria, en Lepanto, donde perdiera una mano. Dos años después, asistió a la toma de Túnez y el año siguiente a la de La Goleta. El 26 de Septiembre de 1575, mientras regresaba de Nápoles a España con su hermano Rodrigo, su barco fue atacado por varias galeras piratas, mandadas por Airnaut Memi, renegado albanés, y los dos fueron hechos prisioneros. En Argel, Miguel fue vendido a un apóstata griego quien, al registrar a su esclavo, descubrió una carta de recomendación a Don Juan de Austria. El destinatario, gobernador de los Países Bajos y hermanastro del rey de España, era uno de los hombres más influyentes de Europa, por lo cual el griego, creyendo haber hecho un buen negocio, exigió un rescate cuantioso. Entretanto el futuro autor de Don Quijote fue cargado de cadenas y tratado con extrema crueldad.

Cervantes, que era de temperamento inquieto e incapaz de mantenerse inmóvil, soportaba penosamente su cautiverio, concibiendo sin cesar planes de evasión. Todas sus tentativas fracasaron y después de cada una de ellas la vigilancia se hacía más severa. Una vez casi tuvo éxito: había ocultado en una gruta a unos cincuenta fugitivos, españoles en su mayoría, logrando proveerlos de víveres para seis meses. Mientras tanto Cervantes se comunicó con su hermano, cuyo rescate había sido pagado al cabo de dos años por su padre, conveniéndose entre los dos que sería enviado un barco para buscar a los trogloditas. Llegó el barco y el grupo estaba a punto de salir, cuando se dió el alerta y su intento quedó frustrado. Cervantes cargó valientemente con toda la responsabilidad, negándose a envolver a sus cómplices. El virrey Hasan, un monstruo de crueldad, amenazó al español con todos los suplicios imaginables para obtener de él los nombres de sus compañeros; pero el moro no pudo sacarle una sola sílaba, quedando tan impresionado por el estoicismo del prisionero que en vez de castigarlo, le compró por quinientas libras a su amo, un griego.

Una vez más Cervantes estuvo muy cerca de lograr su plan de evasión; pero en el último instante fue traicionado por un monje dominico. Finalmente, al cabo de cinco años, cuando ya iban a llevarle a Constantinopla, adonde acababa de ser llamado Hasan, llegó el padre Juan Gil con el rescate: Cervantes era libre. Hasta el viejo Morgan de Argel que odiaba a todos los papistas y a los españoles, convenía en que Cervantes era un caballero valiente y emprendedor. Si lo hubiese sido en menor grado, es seguro que las prisiones berberiscas habrían acabado con la fuerza de su resistencia, infligiendo al mundo una cruel pérdida.

Un tercer prisionero ilustre, y el único santo que haya caído jamás en manos de los corsarios africanos, fue San Vicente de Paula. Los piratas lo apresaron cuando viajaba de Marsella a Narbona. Pasó entonces por todas las emociones de un rapto y sufrió la degradación de ser puesto en venta públicamente; pero le cupo la suerte de parar en manos de un comprador muy bondadoso, que buscaba la piedra filosofal y que supo inspirar al santo cautivo gran interés por la alquimia. Este hombre lo legó en su testamento a un sobrino suyo, y San Vicente pudo gozar durante aquel segundo período de su cautiverio, del placer de discusiones teológicas con un cismático ilustrado. Al fin, logró huir. El relato de su cautividad es deliciosamente narrado por el propio santo en una carta a un amigo, el señor De Commet:

El viento -escribe San Vicente de Paula- habría sido lo suficientemente favorable para llevarnos a Narbona, distante cincuenta leguas, si Dios no hubiese permitido a tres navíos turcos que cruzaban el Golfo del León, darnos caza y atacarnos con tanta violencia que tres de mis compañeros resultaron muertos y heridos los demás, incluyéndome a mí, pues recibí un flechazo cuya herida me marcó para siempre. Así, pues, no quedaba más remedio que entregarnos a aquellos asaltantes más feroces que los tigres y que en el primer arrebato de su furia cortaron a nuestro piloto en mil pedazos, vengándose así de la pérdida de uno de los suyos. Al cabo de siete u ocho días, hicieron rumbo hacia la costa berbera, guarida de los ladrones del Gran Turco, y llegados allí fuímos puestos en venta con un certificado de captura a bordo de un barco español, pues de otro modo habríamos sido libertados por el cónsul enviado allí por el rey para salvaguardar el comercio francés.

Nos hicieron desfilar por las calles de Túnez que es la plaza donde nos ponían en venta, y después de haber dado cinco o seis veces la vuelta a la ciudad con una cadena al cuello, fuimos devueltos a bordo, habiendo mostrado así a los mercaderes que no recibimos herida mortal alguna.

A mí me vendieron a un pescador, el cual me revendió a su vez a un viejo alquimista, hombre de gran dulzura y humildad. Mi nuevo amo me contó que había consagrado cincuenta años de su vida a la búsqueda de la piedra filosofal. Mi trabajo consistía en mantener el fuego de diez o doce hornillos, y en este servicio, ¡a Dios gracias!, encontré más goce que pena. Mi amo me tenía mucho cariño; le gustaba hablarme de alquimia y más todavía, de su fe, y empleaba todos sus esfuerzos en hacer aceptármela, prometiéndome riqueza y todos los secretos de su ciencia. Dios me hizo conservar mi fe recompensándola con la redención, la cual ha sido a no dudar la respuesta a las incesantes súplicas que yo le dirigía a El y a la Santa Virgen (a cuya intervención estoy seguro de deber mi libertad).

Viví al lado de aquel anciano desde el mes de septiembre de 1605 hasta agosto del año siguiente, época en que fue llamado a trabajar al servicio del Sultán, pero inútilmente, pues murió de tristeza durante el viaje. Me dejó a su sobrino, el cual me vendió a poco tiempo de la muerte de su tío, asustado por el rumor de que el señor De Breve, embajador del rey, vendría provisto de poderes por parte del Gran Turco para libertar a los esclavos cristianos. Me compró un renegado de Niza, en Saboya, y fuí conducido por él a su domicilio en medio de las montañas, en una región excesivamente calurosa y árida. Una de sus tres mujeres, griega y cristiana, aUnque cismática, y de una inteligencia muy desarrollada, sintió profunda simpatía por mí; tal cosa sucedió también y en grado mucho mayor, con otra de ellas, una turca, pero que por la misericordia de Dios se convirtió en el instrumento mediante el cual su esposo fué ar.rancado a su apostasía, volviendo al seno de la Iglesia y luego librándose de la esclavitud. Su curiosidad hacia nuestras costumbres la conducía todos los días al campo donde yo trabajaba, y acabó por pedir que le cantase himnos de mi Dios. El pensar en el Quomodo cantabimus in terra aliena de los hijos de Israel cautivos en Babilonia me hizo entonar con ojos húmedos el salmo Super Ilumina Babylonis y Salve Regtna y muchos otros cánticos, que escuchó con asombroso interés. La misma noche insistió ante su marido en que había hecho mal en abandonar su religión que ella estimaba buena después de la descripClOn de Dios que yo le había hecho, y de los himnos a El, que le había cantado. Añadió que al oírlos había experimentado tan violenta sensación de deleites que no podía creer que el paraíso de sus padres, aquel al que esperaba ir algún día, pudiese ser tan magnífico y capaz de causarle sensaciones iguales. Esa nueva representación del asno de Balaam produjo tal efecto en su esposo que al día siguiente le declaró que no esperaba más que una oportunidad para refugiarse en Francia y que antes de transcurrir mucho tiempo iría tan lejos como fuera preciso para obtener la gloria de Dios. El breve período que anunciaba duró diez meses, durante los cuales sólo me ofreció vanas esperanzas; mas al cabo de este plazo emprendimos la fuga en una pequeña embarcación y llegamos a Aigues-Mortes el 28 de junio. Después, nos fuimos pronto a Aviñón, donde Monseñor, el vicelegado, con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz, procedió a la reintegración del renegado a la Iglesia de San Pedro, por la gloria de Dios y con la edificación de todos los asistentes.

Monseñor nos conservó a los dos a su lado hasta que pudo llevarnos a Roma, adonde se fue en cuanto hubo llegado su sucesor en el cargo que seguía asumiendo desde hacía tres años. Había prometido al penitente conseguir su admisión al convento de Fate ben Fratelli -donde el saboyano, en efecto, hizo sus votos a poco tiempo-, y a mí, encontrarme un buen empleo. La razón del afecto y estimación que me manifestaba era que le había revelado ciertos secretos de la alquimia, los cuales aquel dignitario había buscado en vano durante toda su vida.

Se habla tanto de los horribles efectos que causaba en los cautivos cristianos la ruda existencia de esclavos, que es grato referir un caso contrario: el de un prisionero cuya salud mejoró de una manera manifiesta durante su cautiverio entre los corsarios berberiscos.

Esta excepción concierne a sir Jeffery Hudson, un enano de la corte de Carlos I. En 1630, Hudson fue enviado a Francia con la misión de escoltar a una partera llamada a su país para cuidar a la reina de Inglaterra durante su próximo alumbramiento. La reina era la misma Enriqueta María, hija de Enrique de Navarra, cuyo nacimiento había sido anunciado por Simón de Danser en 1609, y el niño que esperaba había de ser el rey Carlos II de Inglaterra.

Cuando el enano cruzaba el Canal en compañía de la partera y el maestro de baile de la reina, su barco fue capturado por un pirata flamenco, el cual les llevó a Dunquerque. Hudson perdió, además de la comadrona, dos mil quinientas libras. Rescatado, tuvo la mala suerte de ser nuevamente raptado en 1658, esta vez por los argelinos. Es uno de los raros casos en que se ve sufrir a una misma persona dos cautiverios. Felizmente salvo de nuevo y regresado a Inglaterra, se quejó ante el rey de un infortunio singular: ¡Su estatura que antes de ser llevado a la esclavitud, había medido tan sólo dieciocho pulgadas, había crecido hasta tres pies seis pulgadas a causa de los trabajos forzados a que lo sujetaran los pirratas!

Ese hombrecillo único tuvo en su vida bastantes aventuras para satisfacer a un gigante. En París, al principio de su carrera, se había creído insultado por un tal Crofts. El bueno de Jeffery -decían entonces sus contemporáneos- tal vez sea un enano, pero no es un cobarde. El otro, lejos de tomar el asunto en serio, llegó al lugar del encuentro teniendo por toda arma una jeringa. El enano, furioso, le mató de un disparo. Tanto si uno se coloca en el punto de vista de su adversario como si se adopta el suyo propio, parece que aquel duelo no habría podido llevarse a cabo en condiciones justas: por una parte, las dieciocho pulgadas del enano le convertían en un blanco difícil de acertar; pero por otra parte, debe haber tropezado con cierta dificultad al descargar un arma mortífera casi tan grande como él mismo.

Durante todo el siglo XVII, el Parlamento y los oficiales de la Corona se veían abrumados de peticiones públicas y privadas a favor de tentativas de rescatar a uno u otro cautivo infeliz o, al menos, de un arreglo con sus raptores, tendiente a aliviar sus sufrimientos. No era raro ver ante la entrada de la Cámara de los Comunes nutridos grupos de mujeres e hijas de prisioneros, llegadas para llamar la atención de los miembros sobre su miseria.

Los esclavos, si se exceptúa al relativamente reducido número de los que tenían parientes acomodados, dependían de la parsimoniosa caridad del gobierno inglés. De cuando en cuando, se levantaban en el país tales gritos que el Parlamento se apresuraba a recaudar fondos especiales, habitualmente bajo forma de una tasa suplementaria sobre las mercancías importadas, para pagar a los turcos la liberación de los prisioneros. Recurríase, sin embargo, también a otros medios. En 1624, la Cámara de los Lores dió instrucción a la de los Comunes, de autorizar la organización, en todo el Reino, de colectas destinadas al rescate de los cautivos ingleses. Los mismos lores, ansiosos de dar un ejemplo, procedieron a tal colecta entre los miembros de la Cámara Alta, subscribiendo los barones veinte chelines y los pares de rango más elevado, cuarenta. Los Comunes concurrieron con una resolución según la cual cada diputado que llegara con retraso a las oraciones debería pagar una multa cuyo producto se entregaría a las pobres mujeres congregadas todos los días frente al Parlamento.

Por desgracia, gran parte del dinero destinado a la redención no se empleaba en este fin, sino que era sustraído por la marina. Así se averiguó en 1651 que de las 69,296 libras asignadas para rescates, 11,109 solamente habían servido para libertar esclavos; el resto había ido a las cajas de la Marina Real para pagar deudas. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que la simpatía hacia los cautivos no ha sido tan general como se podía suponer y que este hecho explica, tal vez, la mencionada conducta de los gobernantes. Durante mucho tiempo, tanto Inglaterra como el Continente han sido infestados de hombres desmoralizados por la esclavitud berberisca, y gran número de ellos mostraban ser tan ineptos para cualquier empleo normal que se generalizó la impresión de que los rescatados no eran sino bribones que recorren toda Europa pidiendo limosna y exhibiendo cadenas y hierros que no han llevado nunca en Africa. Era la habitual reacción de los hombres ante una miseria demasiado familiar.

Constantemente se ideaban y sometían a la Cámara de los Comunes proyectos tan ingeniosos como diversos, encaminados a poner término a la cuestión de los cautivos. El autor de uno de estos planes, luego de intentar demostrar que los judíos de Argel constituían la causa primera de toda la calamidad, siendo ellos los capitalistas que costeaban las incursiones piratas, y los principales utilizadores de esclavos, proponía la promulgación de una ley tendiente a indemnizar cualquier pérdida sufrida por los ingleses por culpa de los corsarios, a expensas de los judíos de Inglaterra. Hacía suya la creencia, todavía muy popular en ciertas partes, de que todos los judíos del mundo estaban coligados y que el castigo de los judíos ingleses sería interpretado como derrota por sus correligionarios argelinos. Puesto que la entrada de judíos en Inglaterra estaba prohibida desde la era de Cromwell, es de dudar que la medida propuesta hubiese podido resultar eficaz.

Se crearon en Inglaterra varias obras caritativas cuyo fin era la redención de los esclavos y que se sostenían principalmente mediante legados. En 1724, un tal Thomas Betton dejó la totalidad de su gran fortuna a la Compañia de los Negociantes de Hierro Viejo, cuyo miembro había sido el difunto, prescribiendo que la mitad de las rentas fuese gastada cada año en rescatar a esclavos británicos en Turquía y en los países de la costa berberisca.

La primera organización europea consagrada al rescate de cautivos fue la Orden de la Santa Trinidad y de la Redención de los Esclavos, creada a fines del siglo XII por Jean de Matha. Al cabo del primer año, su fundador había sacado de Marruecos ciento veinticinco esclavos. Durante varios siglos los buenos padres de la orden, vestidos de trajes blancos con cruces azules y encarnadas sobre el pecho, prosiguieron intrépidos su peligroso oficio de mediadores ante los piratas. El padre Dan, cuya Historia de los Corsarios ya hemos citado en las páginas precedentes, fue uno de sus miembros.

Con el tiempo se unieron a aquella congregación los dominicos y los franciscanos. Estos monjes no se limitaban a rescatar a los prisioneros; hacían mucho para aliviar la suerte de los cautivos estableciendo hospitales y construyendo capillas para celebrar misas. Como resultado, los esclavos católicos gozaban de condiciones mejores que las de los protestantes, y sucedía que a estos últimos se les hacía sentir demasiado la diferencia: cierta vez, habiendo convenido los padres de la Redención un pago de tres mil duros por tres cautivos franceses, el dey, en un acceso de generosidad, se declaró dispuesto a añadir a un cuarto gratuitamente; mas los padres lo rechazaron porque era luterano.

Posteriormente, los protestantes fundaron una organización análoga, la Asociación Antipirata, cuyo presidente fue Sir Sidney Smith, que cumplió meritoriamente con su misión hasta que los cañones de Inglaterra, de Francia y de Norteamérica acabaron por quitarle toda razón de ser.

Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO CUARTO del Libro ICAPÍTULO PRIMERO del Libro IIBiblioteca Virtual Antorcha