Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO TERCERO del Libro IICAPÍTULO PRIMERO del Libro IIIBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO IV

LOS PIRATAS EN LA ÉPOCA DE LOS CORSARIOS




El advenimiento de Jacobo I acarreó un profundo cambio en la política extranjera de Inglaterra. La larga guerra sostenida por Isabel contra España, primero sin declaración y luego con las debidas formalidades, había absorbido hacia fines del siglo todas las fuerzas del pueblo navegador. La paz hizo resurgir las dificultades habituales. Los buques estaban desarmados y licenciadas las tripulaciones, y el país se veía inundado de marinos sin empleo. La navegación comercial no podía utilizar más que una débil parte del excedente de la marina de guerra; el resto volvía a cruzar el mar por su propia cuenta, como único medio de existencia.

Un vivo resumen de la situación nos es ofrecido por el capitán John Smith, aventurero colonizador y escritor, que la observó con ojos inteligentes y a quien inspiró las siguientes frases llenas de inquietud:

A la muerte de nuestra graciosa reina Isabel, el rey Jacobo que desde niño había reinado en paz con todas las naciones, se encontró con que no tenía ya empleo para todos sus hombres de guerra, de suerte que los que eran ricos se sustentaron con lo que poseían, mientras que quienes eran pobres y debían vivir al día, se hicieron piratas: algunos, porque se veían abandonados por aquellos a quienes habían conseguido fortuna; otros, porque no podían obtener lo que les era debido; ciertos, que habían vivido opulentamente, no querían aceptar la pobreza; otros, por vanidad, para hacerse un nombre; y otros más, por venganza, envidia o aberración.

No era difícil encontrar trabajo aceptando las condiciones del patrón. Todavía no había sindicatos, ni gobiernos benévolos y ansiosos de vigilar las relaciones entre empresarios y obreros. Tal especulador invertía fondos adquiriendo un barco, lo equipaba y se ponía a recibir tripulantes sobre la base: Si no hay botín, no hay sueldo. No se necesitaba mucho tiempo para que el comercio inglés volviese a quedar tan paralizado como antes de la subida al trono de Isabel. El de España se hallaba en una situación aun más desastrosa, habiendo desaparecido prácticamente de los mares septentrionales. Los corsarios berberiscos, a su vez, se hacían más emprendedores, debido, sobre todo, a Danser y sus barcos de vela, y los buques moros corrían el Atlántico del Norte y hasta las costas de Inglaterra. Al mismo tiempo, los rápidos veleros de los piratas de Dunqtierque surcaban impunes las aguas del Canal.

El gobierno enviaba cruceros tras cruceros para capturar a los corsarios, a veces con éxito; pero habitualmente el apresador soltaba a los culpables después de haberles quitado el botín. Los pocos que eran llevados ante los tribunales, no se inquietaban sobremanera por su suerte, sabiendo que a lo sumo los esperaba un ratito de prisión sin ningún trabajo. Y pese a la creciente presión por parte del gobierno de Londres, los bandidos conservaban sus complicidades a lo largo de las costas de Devon y Cornualles. Cuando, por un momento, triunfaba en los puertos la autoridad, los corsarios se retiraban seguros de recibir una hospitalaria acogida en el sur de 1rlanda, donde incluso los buques berberiscos podían hacer escala para reparar averías o cargar víveres.

El mejor medio de obtener un cuadro revelador de las condiciones de la piratería durante aquella época, es recurrir a las descripciones de las carreras de algunos de sus más notorios artífices, tales como sir Henry Mainwaring, el capitán John Warde, sir Francis Verney, y otros.

La historia de Mainwaring presenta un interés particular. No solamente fue un pirata afortunado -sin igual en Inglaterra-, sino que aceptó posteriormente del rey la comisión de aniquilar a sus antiguos socios. Al publicar memorias completas de su pasado, enriqueció el mundo con uno de los más valiosos manuales de la piratería.

Mainwaring era uno de esos genios que se equivocaron de época. Si hubiese vivido cincuenta años antes, es indudable que su gloria hubiera igualado la de los grandes navegadores del rango de Drake o de Raleigh. Bajo el reinado mucho más pacífico y menos aventurero de Jacobo I, sus talentos peculiares se veían condenados a quedar estériles.

Nacido en Shropshire como vástago de una vieja familia del condado, fue educado en el colegio Brasenose, en Oxford, donde se inscribió a los doce años. En 1602, teniendo apenas quince, recibió el diploma de bachiller. Después de muchas vicisitudes, ejerciendo sucesivamente el oficio de abogado, de soldado y de marino, resolvió hacerse pirata. Compró un pequeño navío de ciento sesenta y seis toneladas, el Resistance, una embarcación admirablemente construída, rápida y fácil de maniobrar, y tripulada por una dotación de primer orden. Salió de Inglaterra aparentemente para dirigirse hacia las Antillas; pero no bien llegado a Gilbratar, el joven capitán reunió a su tripulación y le anúnció sus intenciones de atacar cuantos barcos españoles encontrase en su camino.

Casi todo pirata debe tener una base de operaciones. Mainwaring la encontró en la mal reputada Mannora, sobre la costa berberisca. Partiendo de este puerto, sus expediciones fueron coronadas por el éxito. Capturó unos tras otros gran número de mercantes españoles, hallándose pronto a la cabeza de una poderosa escuadra. Si no perdonaba un solo barco español, al menos se cuidaba estrictamente de molestar las embarcaciones inglesas, y había adquirido un poderío lo suficientemente grande para imponer a sus cofrades de Mannora la prohibición de saquear los navíos de su nacionalidad.

Su renombre se propagó rápidamente. Festejado en la costa berberisca, en el sur de Irlanda su riqueza y generosidad le valían el nimbo de un héroe legendario. El rey de España, comenzando con amenazas, pasó a promesas de grandes recompensas y mandos importantes con tal que el corsario entrase a su servicio; pero Mainwaring se hizo el sordo, de la misma manera que declinara las proposiciones del bey de Túnez, que le ofrecía una asociación a partes iguales si abjuraba del cristianismo.

En 1614, Mainwaring se trasladó a la zona donde. con mayor facilidad se reclutaban las tripulaciones de piratas, a saber, el banco de Terranova. Los documentos del Ministerio de las Colonias que contienen frecuentes referencias a sus hazañas en el mar, nos revelan lo siguiente:

El capitán Mainwaring llegó a Terranova el 4 de junio en compañía de algunos otros capitanes, conduciendo una flotilla de ocho veleros armados, de los cuales uno había sido capturado en el banco y otro frente a la costa de Terranova. En todos los puertos requisaron carpinteros, víveres de a bordo, pertrechos y todo cuanto necesitaban, quitándolo a la flota pesquera según la regla siguiente: de cada seis marinos tomaban uno y la quinta parte de los víveres; en cuanto a los navíos portugueses les quitaron todo el vino así como las demás provisiones, excepto el pan. A un barco francés en Harbour Grace, diez mil piezas de pescado. Hubo tripulantes de muchos barcos que desertaron reuniéndose con ellos. Los piratas capturaron un velero francés que pescaba en aguas de Carbonear; luego, habiéndose estacionado durante tres meses y medio en la región y pasado un buen rato a expensas de la flota pesquera, el 14 de septiembre de 1614 se hicieron a la mar llevándose cerca de cuatrocientos marineros y pescadores, unos por su voluntad y otros a la fuerza.

Habiendo sacado de las flotás de pesca de Terranova todo cuanto deseaba, Maiwaring atravesó de nuevo el Atlántico, rumbo a su vieja madriguera de Marmora; pero no llegó a su base sino para descubrir que había sido tomada por los españoles y que se mantenían firmemente en ella. Entre tanto se había abierto a los piratas otro puerto, Villafranca, sobre la costa del Mediterráneo, que pertenecía en aquel entonces a la casa de Saboya. Fue allí donde Mainwaring instaló su cuartel general y donde se le unió otro pirata inglés, un aristócrata de nombre Walshingam.

En espacio de seis semanas, se hicieron gran número de presas y se capturaron quinientas mil coronas en moneda española, de modo que los españoles apenas osaban meter la nariz fuera de sus puertos. El rey, llevado a la desesperación, confirió comisiones a cuantos expresasen el deseo de dar caza a los buques ingleses, y por su parte envió una escuadra de cinco cruceros reales con la misión de aniquilar a los corsarios británicos y de traerle al pirata muerto o vivo.

Al salir de Cádiz, la armada real tropezó por ventura con Mainwaring que no tenía más que tres barcos. Hubo una enconada batalla que continuó hasta la caída de la noche. Los españoles se sintieron felices de poder salvarse, refugiándose en el puerto de Lisboa derrotados y maltrechos.

Dándose cuenta de que la fuerza no le salía bien, el rey de España ofreció a Mainwaring el perdón y veinte mil ducados si aceptaba el mando de una escuadra española. Pero por tentadora que debiera parecer semejante proposición a aquel soldado de la Fortuna, la rechazó rotundamente.

Por entonces los piratas se habían hecho tan insufribles que el embajador de España de acuerdo con el de Francia amenazaron al rey Jacobo con represalias si no ponía fin a las fechorías de Mainwanng.

Jacobo, que deseaba ante todo la paz, despachó un negociador hacia la costa berberisca con instrucción de ofrecer a Mainwaring el perdón si prometía abandonar la piratería, y de amenazarle con la expedición de una flota lo bastante poderosa para aplastarle, caso que se mostrara intransigente.

Mainwaring cedió luego, aceptando la primera alternativa, y se dirigió hacia Dovres con dos buques. El 9 de junio de 1616, el capitán Mainwaring, navegador, recibió su perdón bajo el gran sello de Inglaterra, con la extraña justificación de que no había cometido picardías graves. Al mismo tiempo se concedió una amnistía general a todos los miembros de su tripulación, los cuales, al regresar a Inglaterra, habían jurado no entregarse nunca a la piratería.

El corsario perdonado y arrepentido, ansioso de demostrar su gratitud y la sinceridad de su arrepentimiento, se lanzó a la mar para capturar a cuantos piratas encontrase. Y no anduvo escaso de trabajo, pues precisamente en aquellos momentos había multitud de berberiscos en el Canal, infligiendo grandes pérdidas al comercio y yendo tan lejos como para capturar toda la flota pesquera que regresaba de Terranova. La audacia de estos piratas era realmente asombrosa: ¡Mainwaring señala haber encontrado tres de sus buques en el Támesis, a la altura de Leigh! Los había tomado al abordaje y puesto en libertad a cierto número de cautivos cristianos, encontrados a bordo.

La enérgica conducta de Mainwaring impresionó al rey en tal grado que le nombró gentilhombre de cámara. Así pues, el marino se convirtió, por algún tiempo, en cortesano e íntimo del rey, el cual apreciaba tanto sus opiniones en materia de navegación, como su conversación.

La vida de corte se le hizo fastidiosa al inquieto lobo marino. Entonces le encontraron un cargo más conveniente, el de comandante del castillo de Dovres y gobernador suplente de los Cinco Puertos. A los cuatro años, en 1623, fue elegido miembro del Parlamento por Dovres.

Encontrándose en ruinas los fuertes de los Cinco Puertos, incluyendo a Dovres, el más importante, Mainwarden hizo cuanto pudo para restaurar las fortificaciones y devolverles su valor militar. Su descubrimiento de que un funcionario deshonesto había sustituído el contenido del polvorín por cenizas, demuestra hasta qué punto había llegado el abandono de la fortaleza.

En las horas de ocio que le dejaban sus numerosos deberes, el vicegobernador encontraba tiempo para escribir un libro, el primero de toda una serie. Este trabajo particular lo dedicó al rey, como prueba de gratitud por el perdón. El manuscrito original, que se encuentra en el Museo Británico, lleva el título siguiente:

SOBRE LOS COMIENZOS, COSTUMBRES Y LA SUPRESIÓN LOS PIRATAS

A mi muy gracioso soberano que representa al rey celeste, cuya clemencia sobrepasa todas sus obras.

Las cuarenta y ocho páginas escritas con letra muy clara contienen toda la historia de la piratería, bajo los Estuardos, y particularmente la de la piratería berberisca. El autor, deseoso de indicar la mejor manera de suprimir aquel azote desde la raíz, expone las razones que inducían a los marinos a hacerse piratas y explica cómo muchos marinos honestos se vieron empujados por el hambre y la falta de empleo a abrazar aquel oficio.

Dijo mucho sobre Irlanda, que puede llamarse la almáciga y el granero de los piratas, concordando así con sir W. Monson, el cual describía, algunos años más tarde, a Broadhaven, puerto de la costa occidental irlandesa, como fuente de toda la piratería. Irlanda constituía el gran banco de compensación, el lugar de cita y el terreno de operaciones de los corsarios desde Islandia y el Báltico hasta el estrecho de Gibraltar. En sus bahías y puertos apartados el pirata puede reparar sus barcos sin temer nada de la tierra ... También puede aprovisionarse allí ... Fue en aquel entonces cuando el vicepresidente de Munster, sir Richard Moryson, informó que había descubierto en Youghal once navíos piratas con cerca de mil marinos y que debido al aislamiento del lugar y al aspecto feroz de aquellos hombres no había osado hacer nada. En Irlanda -añade Mainwaring- los piratas encuentran todas las comodidades y ventajas que les ofrecen los demás sitios, e incluso, -punto no del todo desproVIsto de importancia- abundancia de rameras venidas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, que van a visitarlos allí, lo cual ejerce una fuerte atracción sobre los sencillos marineros.

No hay secreto profesional que hubiese omitido revelar el pirata arrepentido. En un capítulo consagrado a sugestiones tendientes a la estruccIón de aquella nobleza y después de haber indicado las rutas favoritas de las flotas mercantes, donde pueden acecharse ricas presas, y señalado las épocas del año en las que ya no hay buenas perspectivas de caza, el autor describe el principio habitual de un ataque:

Un poco antes del amanecer, (los piratas), arrían todas sus velas y permanecen así hasta que hayan descubierto la clase y el número de los barcos que se encuentran dentro de su campo de vista.

Si el enemigo se aproxima, los piratas aparentan huir, poniendo todo su velamen, pero remolcando al mismo tiempo algunos botes vacíos para detener la velocidad de su marcha, con objeto de hacerse alcanzar en el preciso momento en que el buque que se está acercando sin recelo puede ser sorprendido y capturado con mayor facilidad.

Enumera Mainwaring las diferentes fortalezas berberiscas. Explica cómo hay que tratar a los habitantes de Túnez, cuyo bey es un hombre justo y de palabra. En Tetuán, ciudad de la costa marroquí, un pirata tiene facilidades para hacer aguada, reparar averías y comprar cantidad de pólvora. Añade Mainwaring la reveladora información de que la pólvora era llevada allí por mercaderes ingleses y flamencos.

Terranova es considerada por el autor como el mejor lugar para rehacerse; es preciso, sin embargo, ser lo bastante fuerte para poder hacer frente a cualquier resistencia. En el banco de Terranova, resulta fácil conseguir pan, vino, sidra y pescado, así como todos los accesorios para la navegación, escribe ese Baedecker de los piratas.

La parte del libro de Mainwaring, dedicada a las ventajas y desventajas de los innumerables puertos de Irlanda, Noráfrica, las Canarias, las Azores, Africa Occidental y Terranova, recuerda al lector moderno la guía del Automobile Club con sus hoteles recomendados y sus garajes, y casi espera uno ver indicados con asteriscos los lugares de cita más atractivos de los piratas.

Por lo que al castigo de los corsarios capturados se refiere, recomienda Mainwaring la clemencia; no, por cierto, partiendo de una llorona idea de conmiseración, sino porque opina que resultaría para el Estado harto más beneficioso aprovechar los indiscutibles talentos de aquellos navegadores, que ahorcarlos sin cumplidos. Aconseja emplearlos como galeotes, en recorrido de patrulla a lo largo del litoral, y en toda clase de servicios.

Mainwaring se sentía profundamente impresionado por el desarrollo de la piratería en su época: Desde que comenzó el reinado de Su Alteza hay diez veces más piratas que durante todo el reinado de la llorada Reina. Esta estimación parece un tanto sorprendente cuando se la compara con la estadística de los cuatrocientos piratas conocidos de las autoridades en 1563, momento en que todavía le quedaban a Isabel cuarenta años de gobierno. Tal crecimiento era debido principalmente a la turbulencia y el descontento de los irlandeses. Como dice Mainwaring: Irlanda, que considero la más importante entre todas, es la tierra favorita de los zorros; una vez inmovilizados éstos, es cosa fácil soltar los perros hasta darles muerte.

Este hecho, de sobra lo conocían las autoridades. El rey, ante las urgentes demandas de protección, lanzadas desde su país natal, Escocia, había tratado ya de remediarlo. En 1614, había enviado una flota al Mar de Irlanda, con la misión de interceptar a los merodeadores entre las costas de Irlanda y de Escocia. Una observación ulterior de Mainwaring demuestra que aquella tentativa no tuvo éxito.

Fue conducida, sin embargo, con energía y perseverancia. Mandaban la expedición sir William Monson, un almirante de mucha experiencia de la era isabelina, y sir Francis Howard. El relato de la empresa, escrito por el propio Monson, constituye uno de los documentos contemporáneos más interesantes y más valiosos, relativos a la supresión de la piratería. Vemos entre otros hechos mencionados ahí, que el sólo nombre del gran Henry Mainwaring le daba fácil acceso a la principal madriguera de piratas de todas las islas británicas.

La escuadra inglesa comenzó la expedición haciendo escala en Edimburgo para recoger informaciones. Al recibir la noticia de la presencia de una veintena de piratas en las Orcadas, sir William se apresuró a hacer rumbo al Norte, con la esperanza de sorprenderlos. De paso, se detuvo en Sinclair Castle, residencia del conde de Caithness, mal reputado incendiario. Sólo aprehendió allí a dos piratas; pero uno de ellos tenía para el almirante un interés especial, pues resultó ser un tal Clarke, uno de sus antiguos pilotos de maniobra. El señor Clarke era huésped del conde, cuyo castillo ofrecía una cordial hospitalidad a todos los salteadores y piratas.

A continuación, el almirante Monson se dirigió hacia las Orcadas, donde fue recibido de manera muy cortés. Dejó allí a sir Francis Howard para vigilar la costa mientras él avanzaba hacia las Hébridas. Su acogida allí resultó muy distinta, lo cual le hizo escribir que la brutalidad y grosería de las poblaciones de las Hébridas sobrepasa la de los salvajes americanos ... No puede haber diferencia más grande entre el día y la noche que entre la conversación de la gente de las Orcadas y la de los habitantes de las Hébridas.

El almirante decidió entonces navegar directamente a Broadhaven, fargosa fortaleza de filibusteros y demás piratas, situada sobre la costa occidental de Irlanda. Pero su pequeña escuadra de cuatro buques fue sorprendida por una tempestad tan terrible que sólo un poeta podría describirla. Uno de sus barcos zozobró y no volvió a ver los dos otros hasta su regreso a Inglaterra. Acabó por llegar a Broadhaven. Ninguno de los tripulantes había estado jamás allí; pero afortunadamente se descubrió que el único prisionero a bordo conocía bien la costa, y este hombre se declaró dispuesto a guiar el buque de Su Majestad al interior del puerto.

Llegado con felicidad a la fuente de toda la piratería, el almirante recurrió a la estrategia. Una cuidadosa pesquisa le valió la confesión de algunos de sus tripulantes que habían ejercido, en uno u otro momento de su vida, el oficio de piratas. Estos hombres recibieron la orden de bajar a tierra, después de previa instrucción acerca de la mentira que habrían de contar al jefe de la plaza, a saber, que el capitán Mainwaring -el célebre corsario todavía no había hecho acto de sumisión- se encontraba a bordo; que su buque estaba lleno de mercancías compradas; y que era tan generoso como decía su reputación, con respecto a quienes le servían de buen grado.

La historia de cómo el almirante inglés se las arregló para embaucar al irlandés, es tan divertida y tan humana que sería una lástima abreviarla:

El caballero del lugar (Mr. Cormat o Mac Cormac), cual un astuto zorro, se ausentó dejando que su mujer y sus hijas hicieran compañía y diesen una buena acogida a los nuevos huéspedes; luego, cuando juzgó llegado el momento propicio, volvió y deseoso de engrandecer su reputación y crédito ante el capitán Mainwaring, hizo alarde de los favores hechos por él a varios piratas no obstante los graves riesgos a que le exponía su nobleza; pero ello no tenía importancia, si se trataba de agradar al capitán Mainwaring. Su devoción creció aún cuando oyó ensalzar la riqueza del gran pirata, y para obligarle mejor prometió enviar a bordo, al día siguiente, a dos gentilhombres de confianza como prenda de su fidelidad. Mientras tanto, y para que no le faltasen víveres, propuso que enviase a tierra algunos hombres armados que aparentasen robar el ganado que él haría llevar a un lugar convenido, después de marcar una oreja a las bestias para distinguirlas del resto del rebaño.

Los mensajeros, encantados del buen resultado de su ardid, volvieron a bordo la misma noche. Al amanecer, comenzó el juego, pues era la hora convenida en que el lobo debía apoderarse de su presa. El capitán Chester y cincuenta hombres armados y con perfectos disfraces de aspecto desordenado, como convenía, bajaron a tierra y se pusieron a actuar tal como lo había aconsejado el irlandés. Sacrificadas las reses, Chester fue invitado de manera confidencial a presentarse ante el caballero, pero fingiendo ir, no como invitado, sino por su propia autoridad. Fue acogido y tratado con gran amabilidad por las hijas del amo de la casa, que le pedían noticias de sus enamorados piratas expresando el deseo de tener algún recuerdo de ellos; pero todas sentían grandes ganas de ver al capitán Mainwaring; pues no dudaban de que las hiciese ricas. El gentilhombre, señor Cormat, cumplió puntualmente con sus promesas; los dos representantes que había prometido enviar, se presentaron a bordo, declamando una alocución amistosa y protestando su admiración por el capitán Mainwaring y de su anhelos de servirle. Terminada esta ceremonia, sir William propuso enseñarles el buque y la a tripulación; así se convencerían por sí mismos de que trataban de veras con piratas, pues habían de ser buenos jueces en la materia, viviendo en medio de tales gentes.

Habría sido una locura continuar simulando un minuto más. Y los dos hombres, aunque lo quisieran, no podrían traicionar las intenciones de sir William. Así pues, adoptando un tono tan rudo y brutal como había sido amable el de los dos gentilhombres al cumplir con su misión, les expuso que habían violado la Ley y que no podían esperar otra cosa que la muerte. Después les hizo encadenar separadamente, cuidando de que fuesen encerrados en un lugar oscuro, y ordenó que nadie bajase a tierra hasta que él mismo lo hubiese hecho.

Se aproximaba el momento de la visita anunciada por sir William. Para presentarle los debidos honores, habían enviado a la playa unos cuatrocientos o quinientos hombres. Al verlos, el almirante fingió sentir inquietud por el gran número, mostrándose indeciso de desembarcar por temor a alguna traición. Si se trataba de servirle con juramentos, votos y aclamaciones de toda especie -decía-, ya había recibido cuanto deseaba. Entonces, tres de los principales asistentes, viéndole convencido de su sinceridad y lleno de confianza, entraron en el agua hasta los sobacos, disputándose el honor de llevarle a tierra. Uno de los tres era un antiguo negociante de Londres, que se ocupaba de las llegadas de los barcos piratas. El segundo había sido maestro de escuela e iba vestido con tanto esmero que parecía un nuevo Apolo en medio de aquellos rudos hombres. El tercero era un mercader de Gallaway, pero su negocio principal consistía en comerciar con los piratas.

Los tres elegantes, cual ujieres, condujeron a sir William a la mansión del señor Cormat, acompañados por la jubilosa muchedumbre. A su llegada estimáronse felices aquellos a quienes se dignaba escuchar. Uno de ellos, lanzándose a pronunciar un discurso, le dijo que conocía a sus amigos y que aun cuando su nombre no hubiese revelado su personalidad, bastaba ver su rostro para saber que era un Mainwaring. En suma, le dieron a entender que podía disponer de ellos como de todo el país y que jamás hombre alguno había sido tan bienvenido como el capitán Mainwaring.

A su entrada en casa del señor Cormat, las tres hijas de este último se levantaron para recibirle; luego le condujeron al hall adornado con paja fresca -el embellecimiento más rico que podía ofrecer su imaginación o la mediocridad del lugar-. En un rincón se encontraba un arpista que tocaba aires insinuantes para dar a la recepción una nota tan cordial como lo exigían las circunstancias.

Una vez roto el hielo, las tres jóvenes se informaron acerca de sus parientes y amigos, manifestando ante todo su deseo de recibir los recuerdos que aquéllos habían prometido enviarles; después gastaron bromas sobre los dos mensajeros despachados a bordo, sin sospechar que habían sido hechos prisioneros, sino creyendo que estaban pasando un buen rato bebiendo y divirtiéndose en el barco, según era costumbre a la llegada de piratas. Luego las damas invitaron a bailar; una de ellas eligió a sir William, el cual se excusó, pero dando permiso a todo su séquito. El irlandés estaba tan contento y alegre que parecía que le había sido infundida una vida nueva; declaró a sir William que el cielo le había hecho nacer para servirle y acudir en su ayuda; le enseñó un pasaporte que había conseguido dd sheriff del país con falsos alegatos y que le permitía trasladarse de un sitio a otro para buscar los bienes que según pretendía le habían sido robados en el mar. Se reía a carcajadás de lo del pasaporte y no se cansaba de pintar las ventajas que podían sacarse de él cuando se trataba de ir y venir por el país sin despertar sospechas.

Ofreció a sir William los servicios de diez marineros conocidos suyos, emboscados en los aledaños para vigilar la llegada de buques de guerra, y sobre los que el irlandés afirmaba tener autoridad.

Su actitud bufa bastaba para llenar de buen humor al hombre más melancólico: en un momento representaba al sheriff, con todo el aire autoritario de este personaje; en otros, a sí mismo, mostrando con mucha gracia cómo engañaba al sheriff. Sir William aceptó el ofrecimiento de los diez marinos, prometiendo una recompensa para el caballero irlandés, y le hizo escribirles una esquela que decía así:

Honrado hermano Dick y compañía: nuestra fortuna está hecha, pues el valiente capitán Mainwaring y su gallarda tripulación han llegado a estos lugares. Mostraos serviciales, porque su riqueza es grande, y es el mejor de los hombres. ¡Adiós! y una vez más: que os mostréis serviciales.

Escrita la carta y encerrado en ella el pasaporte, sir William la tomó ofreciendo hacerla llevar por un mensajero suyo. Mas como se aproximaba la noche, sintió impaciencia por regresar a bordo ahora que había obtenido de aquella compañía cuantas confidencias deseaba, hizo callar el arpa y ordenó silencio para tomar la palabra.

Les dijo entonces que hasta aquel momento todos habían representado su papel y que sólo él no había tomado parte en la comedia; pero aunque su papel era el último y podía llamarse el epílogo, resultaría ser más trágico que los suyos. Disipó su ilusión de que era pirata y les reveló que era el azote de los piratas, habiendo sido enviado por Su Majestad para descubrirlos, suprimirlos y castigarlos a ellos lo mismo que a sus cómplices, y que Su Majestad los juzgaba indignos de figurar entre sus súbditos. Añadió que había recogido informaciones suficientes para demostrar la protección concedida a los piratas en ese pasaporte y especialmente por Cormat; que no habría podido imaginar expediente mejor para obtener la confirmación de cuanto le habían referido, que el de disfrazarse de pirata; que se habían traicionado a sí mismos sin que hubiese necesidad de formular otras acusaciones; y que ahora no quedaba más que proceder a su ejecución, de conformidad con su misión; en suma, que en tal intención había traído una horca en perfecto estado, y que iba a hacerla montar, siendo su propósito comenzar la danza macabra por aquellos dos hombres que dIos creían ocupados en danzar alegremente a bordo.

Hizo saber al irlandés que le tocaría morir en seguida, puesto que su crimen sobrepasaba al de los demás y dado que en realidad era súbdito inglés y que habría debido dar un buen ejemplo a aquellas poblaciones a las que hemos combatido desde el principio de nuestra posesión del país, deseosas de llevarlas a la civilización; y ya que se veía de manera manifiesta que la gente se sentía más tentada a imitar el mal ejemplo y no el bueno, no había otro remedio que ahorcarlo para estatuir un ejemplo.

Después dijo al maestro de escuela, que era un pedagogo nato para los hijos del diablo y que tenía unos discípulos perfectamente a la altura de su criminal enseñanza; y puesto que los miembros eran gobernados por la cabeza, la única manera de devolver la salud a sus miembros era quitarle la cabeza; conque deseaba que amonestase a sus discípulos desde lo alto del cadalso, el cual sería una cátedra hecha exactamente a su medida. Al negociante le preguntó si creía que podía haber ladrones si no hubiese a su vez encubridores. Puesto que el maquinador e instigador del mal era peor que el que lo ejecutaba, el cómplice encubridor debía ser castigado antes del ladrón. Le declaró que los piratas no podrían vivir de su oficio si no encontraran compradores de su botín, pues un humilde obrero no podría trabajar sin recibir sueldo; que el crimen era más odioso en un mercader que en cualquiera, porque su oficio debía sostenerse con medios pacíficos. Añadió que no le quedaba ya mucho tiempo por vivir y que haría bien en saldar sus cuentas con Dios, de manera que apareciese ante él como buen negociante y buen artesano aunque hubiese sido un malhechor ante la Ley.

Llegado allí, sir William puso fin a su discurso, tal vez sólo porque se le acabó el aliento; pues no podía dudarse que él mismo, si no sus oyentes, gozaba grandemente con lo que decía.

Después, como se hacía muy noche, el almirante se retiró a su buque, dejando en tierra a su carpintero para que colocase la horca. A la mañana siguiente, muy temprano, los culpables fueron conducidos al lugar de las ejecuciones y sus guardias se disponían a encadenarlos al pie del cadalso, cuando llegó sir William, el cual, con gran sorpresa y júbilo de todos, les anunció que les perdonaría la vida, con tal que diesen su solemne promesa de no volver a tener trato alguno con piratas, cualesquiera que fuesen. Los prisioneros, que habían pasado la noche cargados de cadenas y con lamentaciones, se mostraron en extremo empeñados en prestar el juramento que les comprometía a abandonar su mala vida, y acto seguido se vieron en libertad.

El inglés -prosigue sir William- fue expulsado, no solamente de aquella costa, sino de toda la región marítima de Irlanda. Una copia de su pasaporte se envío al sheriff con la advertencia de mostrarse en adelante más circunspecto al extender salvoconductos.

Antes de salir de Broadhaven, el astuto almirante capturó gracias a otro ardid un barco lleno de piratas cuyo capitán, perdonado dos veces, fue ahorcado como ejemplo para los demás, y -no es aventurado suponerlo-, para poner a prueba la horca traída de Inglaterra.

Esta severa justicia aterrorizó a la gente del país -continúa Monson- de modo que los piratas abandonaron para siempre el puerto de Broadhaven y poco después todo el territorio de Irlanda; hecho que fue atribuído a la ejecución de aquel hombre; pues en días anteriores se prefería prestarles ayuda en vez de castigarlos.

Pero el testimonio de Mainwaring demuestra que Monson sobreestimaba los resultados de su energía y habilidad.

Otro pirata de aquella época y cuyos principios se parecen a los de la carrera de Mainwaring, fue el capitán Peter Easton o Eaton, alias Cason, apodado El Superpirata por los pescadores de Terranova.

Encontramos su nombre por vez primera en 1610, año en que logró verse pintado como pirata de prestigio. En aquel entonces, su flota de cuarenta barcos tenía en jaque todo el tráfico desde el Canal de Bristol hasta la desembocadura del Avon, y sus incesantes saqueos habían obligado a los mercaderes de Bristol a implorar el auxilio del lord almirante, conde de Nottingham.

Un año después, Easton se dirigía hacia la costa de Terranova a la cabeza de diez buques de guerra. Lo mismo que Mainwaring, iba con la intención de completar sus aprovisionamientos y tripulaciones. Encontramos algunos detalles sobre sus actividades allí, en el libro de sir Richard Whitbourne: Discourse and Discovery of Newfoundland. No existía en aquellos tiempos ningún poder, ni civil, ni militar, capaz de refrenar a la turbulenta población de Terranova, que durante el verano ascendía a quince y hasta a veinte mil pescadores.

Llegado a Harbour Grace en 1612, Easton robó cinco veleros, cien cañones y diversas mercancías por valor de diez mil cuatrocientas libras. Obligó a la fuerza, o enganchó, a quinientos pescadores ingleses a pasar a su servicio haciéndose piratas. A los barcos franceses les quitó mercancías, sobre todo pescado, valuadas en seiscientas libras; a un gran mercante flamenco, mil libras, y a doce embarcaciones portuguesas, tres mil libras.

Los piratas causaban igualmente grandes estragos en tierra, robando a los plantadores, incendiando los bosques, y cometiendo asesinatos y otras violencias. Los capitanes errantes ingleses, como por eufemismo los llama Whitbourne, eran, con mucho, los más canallas; y añade el autor que todas las demás naciones, al entregarse a la piratería, se adaptan mucho mejor al buen orden que los ingleses.

Whitbourne, que pasó gran parte de su vida en Terranova, perdiendo toda su fortuna al intentar colonizar la isla con galeses, fue hecho prisionero por Easton, el cual le mantuvo once semanas bajo la Ley. Aquel cautivo se mostró muy distinto de los que el Superpirata había encontrado hasta entonces, pues amonestó a Easton con tanta persuasión y severidad haciéndole ver la maldad de su existencia, que el pirata acabó por implorar a Whitbourne para que se fuera a persuadir a sus buenos amigos a hacerse humildes peticionarios de su perdón ante el rey. Whitbourne aceptó, pero rechazó las grandes riquezas que Easton le ofrecía como recompensa de sus servicios. Convinieron en que el pirata arrepentido le seguiría a pequeñas jornadas, de manera que su perdón quedase concedido antes de su regreso a Inglaterra.

Mientras tanto Easton decidió darse un último gusto antes de convertirse en marino honrado. Se hizo a la vela, rumbo a las Azores, para interceptar una de las flotas de oro españolas. Después, con sus catorce naves cargadas hasta reventar con el botín, se puso a cruzar frente a la costa berberisca en espera del anhelado perdón. Finalmente desesperando de obtenerlo, se dirigió a Villafranca, lugar de cita favorito de los piratas. Allí compró un palacio, almacenó su botín estimado en dos millones de ducados en oro y se entregó a una vida de lujo durante el resto de sus días, siendo el primero de una interminable serie de magnates que se retiraron a la Cóte d' Azur.

Durante la era isabelina y los reinados de los primeros Estuardos, algunos hombres del más alto rango se hicieron piratas, ya sea por necesidad o por amor a las aventuras. Uno de ellos, sir Francis Verney, cedió, al alistarse en la piratería, a la atracción suplementaria de una fuga ante el autoritarismo de su esposa.

Casado desde muy niño, por una suegra intrigante, con su hija de carácter dominador, fue enviado al Trinity College de Oxford, donde se inscribió en 1600. Se hizo notar por su buen parecido, una gran valentía personal y un modo de vestir suntuoso. Tan pronto como hubo llegado a mayor edad, Verney se dirigió al Parlamento pidiendo la revocación de ciertas disposiciones legalizadas por su suegra y mediante las cuales ésta le privaba del uso de su fortuna. Al ver rechazada su petición, disputó con su dominante mujer, vendió sus tierras y desapareció de Inglaterra.

Durante los años siguientes, Francis Verney, vagó por Europa, se batió varias veces en duelo, y derrochó su fortuna. Gastado el último penique, se reunió con un pariente suyo, el capitán Philip Gifford que mandaba una compañía de doscientos aventureros ingleses al servicio de Muley Sidan, pretendiente al trono de Marruecos.

Después de la aplastante derrota de Sidan, Philip Gifford se hizo pirata a bordo de un buen barco, el Fortune. Sir Francis Verney tomó parte en sus empresas, molestando a sus propios compatriotas y llevando a Argel barcos arrebatados a mercaderes de Poole y de Plymouth. Verney no hace nada a medias. Una vez en Argel, se hizo turco y llevó el turbante y el traje de los moros.

Finalmente, fue derrotado en un combate contra algunos sicilianos, y, hecho prisionero, remó durante dos años como esclavo a bordo de una galera. El fin de su vida fue trágico. Si, podemos dar crédito al explorador William Lithgow, éste encontró al grande y valiente inglés, sir Francis Verney, enfermo y en el estado más lamentable, en el hospital de Santa María de la Piedad de Mesina, donde murió el 9 de septiembre de 1615. Un mercader inglés, John Watchin, expidió a Claydon, la residencia de Verney en Buckinghamshire, todo cuanto poseía y entre otros objetos, su retrato. Estos recuerdos se conservan en aquel castillo.

Algunos años después de su muerte, surgió otro pirata que debía de causar infinidad de disgustos a las autoridades inglesas. Fue el capitán John Nutt de Lympston, en Devon, sobre el cual encontramos muchas informaciones en la Vida de Sir John Eliot por John Forster.

En 1623, el rey Jacobo tuvo necesidad de marinos para su armada. Sir John Eliot, vicealmirante de Devon, recibió órdenes de reclutar a la fuerza tripulantes para la marina de guerra. Parece seguro que Nutt barruntó esta orden antes de que fuera hecha pública, y lo advirtió a la región del Oeste. Cuando los odiados agentes del enganche forzoso pusieron manos a la obra, cientos de marineros habían huído a Terranova, alistándose en la flota pesquera; otros muchos se ocultaban en el interior del país.

El pirata Nutt mandaba algunos buques que surcaban el Canal y las aguas de Irlanda. Al principio había navegado como cañonero a bordo de un barco de Dartmouth, con destino a Terranova; pero llegado a esta isla, se unió a un grupo de otros tránsfugas de los agentes de reclutamiento, se apoderó de un navío francés y comenzó a trabajar por su cuenta. La fortuna no tardó en sonreír a los flamantes piratas; pues apenas salidos del nido, capturaron un gran velero de Plymouth, así como una goleta flamenca de doscientas toneladas. Con esta pequeña escuadra Nutt y sus tripulantes saquearon las flotas de pesca, y luego se trasladaron a aguas inglesas. La fama de que gozaba y su reputación de ser favorecido por la suerte, atraían a su servicio multitud de navegantes descontentos o necesitados. Sus robos y excesos en la Mancha y en el Mar del Norte provocaron un alud de reclamaciones; pero desde su seguro retiro de Torbay, Nutt sólo se reía de las amenazas proferidas por las autoridades de Londres.

Sir John no tardó en darse cuenta que mientras Nutt dispusiese de plena libertad de acción, no habría paz en el mar, ni posibilidad de encontrar marinos para la Armada Real. La principal razón de que así fuera, residía en que Nutt pagaba a sus hombres sueldos decentes y con puntualidad; mientras que el común de los marinos que tenían el privilegio o la desdicha de servir a su rey, recibían un alimento infecto y podían sentirse felices si alguna vez llegaban a cobrar.

El vicealmirante se desvivió para coger a Nutt. Imaginó toda clase de trampas, con la esperanza de capturarlo cuando fuera a tierra a ver a su mujer e hijos. Pero el pirata no bajaba sin una sólida escolta de guardias armados, y se necesitaba todo un regimiento para dominarlo.

El rey despachó una orden urgente de detener a Nutt sin tardanza. Mas ella sólo aumentó las dificultades del vicealmirante. Y es que por un lado Su Majestad publicaba órdenes de arresto contra el pirata, mientras por otro, cediendo a la presión de ciertos altos personajes de la Corte, pagados por Nutt, le prometía constantemente el perdón a cambio de algunas concesiones.

En mayo, Nutt, animado con la esperanza de escapar al encarcelamiento y de obtener el prometido perdón, escribió desde su buque de guerra anclado en Torbay, una carta al vicealmirante, ofreciéndole por su indulto la suma de trescientas libras. Eliot corrió a Torbay; pero el pirata, dudando en el último momento, le hizo decir por medio de un mensajero que sabía que sería bienvenido en tierra, pero que sus hombres no le permitían bajar y que por lo tanto pedía se le excusara. El único medio que le quedaba a Eliot para inducir a Nutt a bajar a tierra, era ir a verle a bordo de su buque. Era evidentemente un paso arriesgado, pues se entregaba el vicealmirante a merced de la más despiadada gavilla de matones que surcaba los mares.

El encuentro tuvo lugar, y Eliot supo en seguida que Nutt, mientras negociaba su perdón, había capturado un mercante de Colchester con un cargamento de azúcar. Los enemigos de Eliot le acusaron ulteriormente de haber rechazado con desdén una demanda de restitución por parte del propietario de aquel barco; pero Eliot explicó que había deseado hacer de la restitución de aquella presa una condición esencial de la continuación de las negociaciones con el pirata, pero que éste había recibido su intención con una ola de invectivas tal que el vicealmirante se dió cuenta de la inutilidad de insistir en ese punto.

Tras prolongados regateos y muchas consultas con la botella de vino colocada entre los dos sobre la mesa, se acordó que Nutt se trasladaría a tierra, que haría acto de sumisión y que recibida su perdón mediante el pago de quinientas libras. El día convenido, su buque llegó a la entrada del puerto; pero parece que Nutt olfateó -y con mucha razón- alguna trampa; pues hizo saber a Eliot que no bajaría a tierra mientras el vicealmirante no se presentase a bordo. El astuto sir John, sabiendo muy bien que la fecha del perdón que llevaba en su bolsillo había expirado, rehusó, recordando los riesgos de su primera aventura, el día en que había subido a bordo en Torbay; y ahora que llevaba consigo un perdón caducado, tenía aún menos motivo para confiarse una vez más a gente de aquella especie.

Finalmente, el pirata bajó a tierra y fue arrestado hasta que llegase de Londres la decisión sobre su suerte y la de su tripulación. Mientras esperaban en el muelle de Dartmouth, los piratas, ataviados con magníficos trajes, se pavoneaban -escribía el burgomaestre al Consejo de la Ciudad- haciéndose los fanfarrones y sin manifestar la menor vergüenza al pasear ante los ojos de los pobres espectadores las prendas que les habían robado pocos días antes; jamás se ha visto representar entre nuestra nación un papel tan des fachatado y cruel.

Por fin, tras un vaivén de innumerables órdenes y contraórdenes, llegaron instrucciones de Londres disponiendo que Nutt fuera enviado a la capital como prisionero, al mismo tiempo que su tripulación debía ser encarcelada en los calabozos de la ciudad. Sir John embargó, además, el botín del pirata. En el minucioso inventario que con tal motivo redactó, se encuentra esta tentadora inscripción:

Una arca que recuperé ayer y en la que pensaba hallar un tesoro; pero estimo su contenido tan poco propio de figurar aquí que no me atrevo a mencionarlo.

Mientras tanto, un amigo de Nutt, sir George Calvert, personaJe del séquito de lord Baltimore, principal secretario del rey, se ocupaba activamente en Londres en favor de su libertad. Calvert, propietario de una plantación en Terranova, había recibido del capitán de piratas ciertos favores, mientras este último se hallaba allá abajo, y ahora se apresuraba a pagarlos. Valiéndose de una falsa acusación, el caballero hizo arrestar a sir John Eliot, el cual fue encerrado en la prisión de Marshalsea para esperar allí su juicio, y mientras el vicealmirante se hallaba encarcelado en espera de que regresase de España su patrón -el omnipotente favorito del rey, el duque de Buckingham-, el pirata obtuvo su perdón, y, puesto en libertad, se vió recompensado con un obsequio de cien libras.

Apenas libertado, Nutt volvió a las andadas. De nuevo apacecieron órdenes del rey disponiendo su detención, y un tal capitán Plumleigh fue enviado a la costa de Irlanda con un buque de guerra y dos guardainfantes para capturar al pirata. Plumleigh le encontró a la cabeza de veintisiete veleros berberiscos, y así se explica que el cazador se convirtiera en cazado y que le costara mucho trabajo salvarse. Observa un historiador de Nutt: ¡Con qué maldad ha pagado aquel miserable favorito de la Fortuna, durante tres años y con una serie de humillaciones como ésta, la clemehcia del Rey y la protección del Estado, los cuales, ¡ ay!, le salvaron del cadalso que le había preparado Eliot. Y es que Nutt se había convertido en la más terrible plaga que había azotado hasta entonces las posesiones de Su Majestad. Nadie le resistía en el mar, y su determinación de asestar golpes mortíferos no conocía vacilación alguna.

Poco después de su encuentro con Plumleigh, Nutt capturó un barco cargado con el bagaje, los muebles, el guardarropa y la vajilla de plata de lord Wenworth, el nuevo vicegobemador de Irlanda, en Dublín. Fue aquella la manera de manifestar su gratitud a Calvert, cuyo íntimo amigo era el lord.

Desde el punto de vista de la publicidad literaria, hay pocos corsarios que superen al famoso capitán John Warde, que fue también el héroe de numerosas baladas populares. El Museo Británico posee dos raras obras sobre sus hazañas de pirata.

La primera vez que se oyó hablar de John Warde es representado como un harapiento borrachín que frecuentaba las tabernas de Plymouth, donde tenía reputación de un rufián brutal y grosero, al que raras veces se veía sobrio y que pasaba el tiempo quejándose ruidosamente de sus infortunios y maldiciendo la buena suerte de los otros. Habiendo principiado su carrera marítima como pescador, aparece a fines de la era isabelina en las filas de los corsarios. Al subir al trono el rey Jacobo, obseso de ridículas ideas de paz con España, Warde se halla entre los innumerables individuos de su especie, condenados a la miseria.

Finalmente su situación se hace tan desesperada que se ve obligado a entrar al servicio de la Marina Real, último recurso de los marinos hambrientos, y es embarcado a bordo de la pinaza de Su Majestad Lion's Whelp.

Como marino, Warde no fue un modelo. La disciplina convenía poco a su carácter; el sueldo no bastaba para asegurarle la forma de vida a que aspiraba; y suscitó el descontento de sus camaradas recordando con pesar los buenos tiempos de Isabel, cuando podíamoS cantar, jurar, apalear y matar tan libremente como vuestros pasteleros lo hacen con las moscas. El mar entero era nuestro imperio, donde podíamos saquear a nuestras anchas, y el mundo era nuestro jardín que nos daba gusto recorrer.

Con esa clase de discurso, Warde influyó en algunos de sus compañeros sublevando sus malos instintos, de modo que aceptaron la idea de participar en todas sus bribonerías.

Pronto se presentó una ocasión. Sujeto a lo largo de su barco se encontraba un pequeño bergantín, comprado -fue Warde quien lo descubrió-, por un católico disidente que acababa de vender sus tierras de Pietersfield y embarcaba todos sus bienes temporales con destino a Francia. Ahora bien, el plan de Warde y sus amigos consistía en introducirse, al amparo de la noche, a bordo del bergantín. Una vez allí, la pandilla se haría a la mar llevándose el caudal del emigrante.

Habiendo obtenido permiso de ir a divertirse a tierra, los treinta bribones se reunieron en una cervecería, donde eligieron capitán a Warde, arrodillándose en torno suyo con sus vasos en las manos. Llegada la noche, robaron una embarcación y abordaron el bergantín; y una vez a bordo, huyeron con el barco al mar.

Inmensa fue su decepción a la mañana siguiente, cuando una inspección de la presa reveló que no había a bordo ningún objeto de valor, salvo algunas provisiones de viaje. Al parecer, un suspicaz amigo dd propietario lo había advertido; pues el disidente se apresuró a poner sus bienes a salvo, transportándolos a bordo del Golden Líon, buque de guerra que fondeaba por entonces en el puerto de Portsmouth. Los pícaros, comprendiendo que no había que pensar en volver a su barco, se consolaron con las excelentes provisiones e hicieron vela rumbo a la entrada del Canal.

A la altura de las Islas Scilly, tropezaron con un navío francés de ochenta toneladas, que lograron capturar gracias a una hábil estratagema. Lo bautizaron Líttle John, nombre del teniente de Robin Hood. Regresando luego al sur de Plymouth, completaron sin dificultad la tripulación con la clase de hombres que necesitaban. Los nuevos piratas se dirigieron entonces hacia el Mediterráneo, haciendo de paso un par de presas.

Llegado a Argel, Warde pidió al bey permiso de servir a sus ordenes; pero éste lo rechazó. Entonces el pirata se presentó en Túnez, donde recibió una acogida calurosa por parte del bey, el cual e permitió servirse de su puerto a cambio de la mitad del botín que trajese. Mientras tanto se había establecido en Argel Simón de Danser, el renegado holandés, y los corsarios ingleses firmaron con él la alianza que ya hemos mencionado en las páginas anteriores. Con esta pareja de maestros del oficio, los piratas berberiscos aprendieron rápidamente a construir y maniobrar barcos de vela en vez de sus pequeñas galeras de remo.

Warde, combatiendo bajo el pabellón de Túnez, no sentía escrúpulo alguno en atacar los mercantes cristianos; y tuvo tanto éxito que no había transcurrido un año desde el comienzo de sus operaciones, cuando ya el rey de Francia juzgó necesario despachar a Túnez una misión especial para protestar contra las agresiones de los piratas ingleses. La protesta parece haber sido eficaz; pues Warde dejó en adelante tranquilos a los franceses, consagrando sus innegables talentos a la captura y el saqueo de los barcos venecianos, así como de los que llevaban el pabellón de los caballeros de San Juan, de Malta.

Fue dentro de los cascos de las naves venecianas donde halló Warde la mayor parte de la fortuna que le permitió construir en Túnez un palacio cuya grandeza podía rivalizar con la de la residencia del propio bey -un noble edificio, lleno de esplendor y suntuosamente adornado con mármol y alabastro ... Hecho para un príncipe, más que para un pirata-, si se quiere dar crédito a alguien que lo vió con sus propios ojos.

En 1611, el viajero William Lithgow, de paso en Túnez, almorzó y cenó en varias ocasiones como huésped de Warde. Hablando de él, afirma que se había hecho turco por haber sido desterrado de Inglaterra.

El encarcelamiento de Eliot constituye un ejemplo harto típico de las luchas que había de sostener un funcionario concienzudo. Una vez puesto en libertad, el vicealmirante reanudó sus esfuerzos para dar fuerza a la Ley; mas la inercia y la deshonestidad de Whitehall hicieron fracasar su celo. Todos los años, mientras reinaba Jacobo, se recaudaban nuevas sumas bajo forma de tasas especiales, con objeto de armar buques y construir fortificaciones; y todos los años, la mayor parte de estos fondos era dilapidada o gastada en otros fines. Los piratas berberiscos volvieron a infestar la Mancha, atacando incluso en pleno día las aldeas de la costa y arrastrando hacia sus barcos poblaciones enteras. Los pescadores ya no osaban salir mar adentro. Se estancaba el comercio, y subían los precios. En qué medida la debilidad del gobierno frente al terror ejercido por los piratas, ha contribuído a la impopularidad de los Estuardos, es cosa que ofrecería un interesantísimo tema de estudios históricos.

Hubo en el Parlamento ataques indignados contra el duque de Buckingham en su calidad de lord almirante. Las acusaciones fueron lanzadas por sir Robert Mansell, almirante que había mandado hacía algunos años una infeliz expedición contra Argel. Declaró en su discurso que los turcos continuaban merodeando por el oeste, y la gente de Dunquerque, en el Este, y que en todas partes se alzaban gritos. Las pérdidas de los ingleses eran importantes, los peligros que corrían, más grandes todavía, y sus temores sobrepasaban todo.

Ya no hay mercader que ose aventurarse al mar; la gente ya no se siente segura en tierra. Algunos han afirmado que si las poblaciones se enfrentan a tal situación es porque los buques del Rey han sido impedidos de acudir en su ayuda, a despecho de los órdenes dadas por el consejo. Se les ha visto cruzar frente a los puertos y costas, cercanos a su base; pero nunca allí donde aquellos bribones se han mostrado más agresivos. Aun más: ha sido probado en ciertOs casos, que los mercantes fueron robados a la vista de los buques de guerra, y que el capitán, suplicado para que les diera auxilio, se lo negó diciendo que sus instrucciones no le permitían tal cosa.

Estas acusaciones pesaron más por las peticiones debatidas ante el Parlamento el 11 de agosto de 1625, y cuyos firmantes eran el gran jurado de Devon, el alcalde de Plymouth y algunos reputados negociantes del Oeste. Los quejosos alegaban que el almkante de su base naval, Sir Francis Stewart, había dejado capturar algunos barcos ingleses ante sus propios ojos sin oponer a los piratas el menor obstáculo. El diputado por Hull, señor Lister, llamó a su vez la atención sobre los daños causados a la navegación por los piratas de Dunquerque, declarando que el tráfico en la costa oriental estaba punto menos que paralizado. Pero la sesión del Parlamento fue levantada -como ocurría con frecuencia durante la era de los Estuardo- sin que se tomara una decisión frente a un problema de una importancia tan grande para el país.

La reanudación de la guerra bajo Carlos I puso de manifiesto hasta qué punto Jacobo, en veinte años apenas, había dejado descender la gloriosa marina de Isabel. Fracasado el inútil ataque contra Cádiz en 1625, se supo, por las investigaciones emprendidas, que los barcos y sus aparejos se deshacían literalmente. Los oficiales no sabían navegar y se mostraban incapaces de mantener la disciplina entre sus tripulaciones, las cuales, a su vez, además de mal nutridas, harapientas y enfermas, se componían de la hez de los puertos. Levet en su Informe sobre el viaje a Cádiz a bordo del Cope, refiere que la confusión en la flota inglesa, en camino hacia las costas de España, adquiría proporciones tales que los buques eran abordados constantemente. Sucedía incluso que un barco daba caza a otro, tomándolo por un enemigo, no obstante la gran diferencia de construcción entre los cruceros ingleses y los españoles; diferencia que no habría escapado al ojo de un marino experto. Para colmo, dos unidades de la armada, oreyendo poder encontrar mejor suerte en otra parte -suposición muy acertada, como lo había de demostrar la batalla posterior-, desertaron durante la travesía y se hicieron piratas. Penoso contraste con la expedición de 1597, cuando la flota inglesa bajo el mando de Howard y Essex había entrado al puerto de Cádiz con todas las velas puestas, destruyendo en un día y una noche cuantos buques allí había, y apoderándose de la ciudadelá misma.

Durante el nuevo reinado, la ola de peticiones de auxilio que contra los piratas llegaban de Turquía o de Dunquerque, y las patéticas llamadas procedentes de esclavos ingleses, cautivos en los puertos berberiscos, no dejaron de ser más numerosos. Pero no había mucho que hacer. Ejecutar a los prisioneros era peligroso, dado el exceso de cautivos ingleses en manos de los moros, resultando el peligro de represalias en proporción de diez por uno. De mala gana se hicieron proposiciones respecto a un intercambio de prisioneros, y aun se aceptó la demanda de pagar el rescate, en ciertos casos, con cañones, los cuales algún día habrían de volverse contra los ingleses. Procedimiento lamentable -observa el señor Oppenheim-, pero el único camino abierto, puesto que las expediciones no lograban limpiar el Canal.

Si la costa sudoccidental sufría el azote de los piratas berberiscos, no era mejor la situación de la oriental, pues los corsarios de Dunquerque sometían todo el litoral desde Northumberland hasta Suffolk a un severo bloqueo. Newcastle se lamentaba gritando que su comercio de hulla se encontraba a punto de desaparecer, y Norwich se veía imposibilitada para cualquier tráfico teniendo anclados en su puerto cincuenta y ocho mercantes que no se atrevían a salir, habiendo sufrido en aquel mismo año pérdidas por la suma de cuatro mil libras. En Lynn, las cosas andaban tan mal, cuando no peor, que en los citados puertos; un millar de marinos estaban sin trabajo, mientras que los piratas desembarcaban cuando y donde les daba la gana, saqueando y quemando las casas.

Del orgullo de los antiguos Cinco Puertos no quedaba más que el recuerdo, y tenían que recurrir a urgentes peticiones, implorando auxilio contra el poderío y la furia de la gente de Dunquerque, por la que se sentían oprimidos miserablemente, hasta el punto de no osar emprender travesías a plazas tan cercanas como Scarborough o Yarmouth, ni pescar en el Mar del Norte.

Habían de transcurrir varios años hasta que Carlos I y sus consejeros se dicidieron a tomar medidas eficaces. En 1637, sin embargo, se hizo una primera tentativa: el almirante Rainborow fue enviado con una fuerza punitiva a Salé, hecho que produjo una mejora instantánea, aunque pasajera, despejando por fin la costa inglesa, de piratas berberiscos. Esta fue la única ocasión durante tOdo el reinado, en que se dió un paso realmente comprensivo. Pero sus efectos no sobrevivieron a la vuelta de Rainborow: a poco tiempo, los piratas invadieron de nuevo sus antiguos terrenos de caza.

La muerte de Carlos I y la proclamación de la República dieron lugar a una rápida regeneración de la marina. Sin tardanza, se tomaron dos medidas benéficas: los buques de guerra fueron reparados y puestos en condición de navegar; y -hecho aún más importante- se concedió un poco de consideración a los tripulantes, hasta entonces explotados despiadadamente. Los marinos recibieron sueldos convenientes, pagados con puntualidad; su alimento, aunque modesto, llegó a ser de calidad y cantidad muy superiores a lo que había sido durante el gobierno anterior. Todos estos hechos, a los que debe añadkse la introducción de medallas, por Oliverio Cromwell, alentaron a los buenos marinos a devolver su antigua combatividad a la armada.

Los primeros en sentir el cambio ocurrido fueron los piratas. Al cabo de poco tiempo, tanto los turcos como los merodeadores de Dunquerque se hallaban expulsados del Canal. Bien se veía aun aquí y acullá a uno u otro ladrón del mar al acecho en el Canal de Bristol o frente a Jersey, en las islas anglonormandas; pero en 1651 los corsarios fueron desalojados también de este último reducto, por el almirante Blake.

La primera guerra con Holanda creó empleos para los marinos ingleses, y la mayoría de los pintas británicos acudieron de buen grado en ayuda a su país, luchando por doquiera que fuese preciso dar batalla. A fines de esta guerra, en 1654, Blake fue enviado Con una poderosa flota contra los corsarios de Túnez.

El fin de la República originó una nueva caída del poderío naval británico y, como consecuencia de ella, una recrudescencia de la piratería en el Canal. Después de la Restauración, Carlos II envió a Sir Thomas Allen a la costa berberisca. Allen bombardeó Argel, y lo mismo hizo en 1671 sir Edward Spragge con Bugie. Diez anos más tarde, con motivo de la interrupción del comercio francés en el Mediterdneo, el almirante Duquesne se hizo a la mar con una escuadra que aniquiló en el puerto de Scio ocho galeras piratas, derrota que determinó a los argelinos a ceder.

Desde aquel momento, según hemos referido en el capítulo sobre los corsarios berberiscos, la amenaza mora en el Atlántico cesó bruscamente y su presencia ya no fue más que un problema del mediterráneo.

Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO TERCERO del Libro IICAPÍTULO PRIMERO del Libro IIIBiblioteca Virtual Antorcha