Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO CUARTO del Libro IICAPÍTULO SEGUNDO del Libro IIIBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO I

LOS BUCANEROS




La extraña y siniestra escuela de piratería, conocida bajo nombre de la Hermandad de la Costa, tiene sus orígenes en ciertos cambios peculiares de la política europea. España había perdido su posición de primera potencia del universo, y las otras naciones se mostraban cada vez menos dispuestas a respetar su reivindicación del monopolio sobre las Antillas y el Mar Caribe, ni a aceptar siquiera teóricamente la fórmula: No hay paz más allá de la Línea. (La línea era el meridiano de longitud fijado por el Papa Alejandro VI y que aseguraba a España su monopolio resultado de los descubrimientos de Colón).

El uso que hacían los españoles de su monopolio era no solamente en extremo estúpido sino algo peor que esto. Como todos los países en los comienzos de su expansión colonizadora, España se aferró a la vana empresa de impedir todo contacto entre sus colonias y el extranjero, convencida de que extraería un máximo de beneficio para sí misma, obligándolas a comerciar exclusivamente con la metrópoli, sin tener en cuenta el hecho de que no disponía de medios que le permitieran abastecer las poblaciones coloniales con más que tan sólo una pequeña parte de los productos que necesitaban a cambio de sus propias exportaciones. Y no era éste el único motivo que guiaba a los españoles al excluir las colonias del comercio universal. También intervenían razones religiosas: así se prohibía a todos, los herejes el acceso a las posesiones occidentales de Su Católica Majestad. Casi al día siguiente de las primeras conquistas ultramannas había sido promulgado un edictp prohibiendo dejar bajar a tierra a los corsarios luteranos en ningún establecimiento español, ni de venderles o comprarles allí productos, víveres o abastecimientos de ninguna especie.

Pero más fácil era promulgar tal edicto que hacerle respetar. Los colonos necesitaban de los géneros que les ofrecían los corsarios y, consiguientemente, se los compraban. Esta demanda fundamental explica el éxito de Hawkins y sus semejantes hacia mediados del siglo XVI. Y pronto asomó un peligro aun más grave que el contrabando: los sinvergüenzas extranjeros comenzaron a colonizar los territorios vedados y a establecer relaciones comerciales permanentes con sus vecinos españoles. La 'primera colonia fundada por los franceses en Florida, en 1562, fue destruída despiadadamente. Los españoles, en su afán de proteger su monopolio, no retrocedían ante ninguna crueldad. En diciembre de 1804, el embajador de Venecia en Londres escribía que en las Antillas, los españoles, al capturar dos barcos ingleses, habían cortado a los tripu1antes las manos, los pies, la nariz y las orejas; después los embadurnaron con miel, los ataron a los árboles y los entregaron así a la voracidad de los mosquitos y otros insectos. Esta información de fuente inglesa puede aparecer exagerada o excepcional; pero no sorprende leer que tal barbarie arranca lágrimas a nuestro pueblo y que había pocos crédulos cuando los españoles aducían que se trataba de piratas y no de mercaderes, y que ellos no estaban enterados de la paz.

A pesar de todo, continuaba la colonización. El primer establecimiento fijo de los ingleses en América fue el de Jamestown, en Virginia, fundado en 1607. En 1632, los ingleses pusieron pie en las Antillas, estableciéndose en Saint Kitts, aunque dos años más tarde hubieran de compartir la isla con los franceses. Fueran cuales fueren los primeros intrusos en las posesiones españolas: piratas, ladrones o mercaderes honrados, en todo caso no eran bucaneros. Un pirata era un criminal que se apropiaba los barcos de cualquier nación y en todas las aguas; en tanto que los bucaneros primitivos buscaban su botín exclusivamente a expensas de los españoles, y en las costas americanas. Su principal razón de ser era la estrechez de vista de aquellos, que no podían vender a los colonos lo que necesitaban o que se lo vendían a precios prohibitivos, fijados por las autoridades de Cádiz, en un momento en que los extranjeros introducían en las colonias toda clase de mercancías a precios razonables.

La primera base de aquellos mercaderes guerrilleros y cuna de la cofradía de los bucaneros fue La Española hoy llamada Haití o Santo Domingo, la segunda de las Antillas por su tamaño. Esta isla extensa y magnífica había sido poblada otrora por razas indias, virtualmente desaparecidas por guerras y emig¡raciones. Después de la conquista de México y el Perú, la mayor parte de los colonos españoles abandonaron las islas buscando fortuna en el continente y dejando tras sí numerosos rebaños de ganado medio salvaje y de marranos domésticos que vivían en libertad en las sabanas. Poco a poco habían llegado ingleses y franceses, para cazar animales silvestres, secar su carne y venderla a los barcos transeúntes.

Clark Russel, en su Vida de William Dampier, describe tal establecimiento primitivo e indica de paso el origen del nombre bucanero.

Hacia mediados del siglo XVII, la isla de Santo Domingo, o La Española como la llamaban en aquel entonces, se encontraba invadida por una singular comunidad de hombres salvajes, hirsutos, feroces y sucios, en su mayoría colonos franceses, cuyo número aumentaba de cuando en cuando con manadas de recién llegados procedentes de los bajos fondos de más de una ciudad europea. Estos hombres iban vestidos con camisa y pantalones de tela bastada, la cual empapaban en la sangre de las bestias muertas por ellos. Llevaban una gOrra redonda, botas de piel de cerdo que les cubrían la pierna, y un cinturón de piel cruda, en el cual metían sus sables y navajas. También estaban armados de mosquetes que disparaban un par de balas de dos onzas de peso cada una. Los sitios en que secaban y salaban la carne se llamaban boucans, y de este término procede su nombre de bucaneros. Eran cazadores por profesión y salvajes por costumbre. Abatían las bestias de cuernos y traficaban con su carne. Su alimento preferido era la médula cruda de los huesos de aquellos animales. Comían y dormían sobre el suelo desnudo; su mesa era una piedra, su almohada un tronco de árbol, y su techo el cálido y centelleante cielo de las Antillas.

Los primeros que violaron el monopolio español fueron los franceses. Aunque Scaliger, el cronista francés, escribiera a fines del siglo XVI: Nulli melios piraticum exercent quam angli, los filibusteros que operaban allende el Canal no eran nada menos que torpes en su oficio. Ya hacia mediados del siglo, los franceses de Dieppe, de Brest y del litoral vasco andaban saqueando por el Oeste, y los nombres tales como Jean Terrier, Jacques Sore y Francois Le Clerc, alias Pie de palo o Pierna de palo, sonaban tan mal a los oídos españoles como los de Francis Drake o de John Hawkins. Aquellos primeros piratas no se enfrentaron, por cierto, con una tarea difícil, pues la mayor parte de los establecimientos atacados por ellos, eran mal defendidos, casi no tenían cañones, y a menudo hasta carecían de pólvora. Los corsarios franceses se familiarizaron pronto con las rutas favoritas que seguían al regresar los galeones cargados de oro, adoptando la costumbre de cruzar frente a las costas de Cuba y de Yucatán, al acecho de ricas presas. Tan pronto como aparecía una flota de aquellas grandes, pero poco veloces carabelas, los ligeros y bajos navíos piratas, cerrándose con el viento, las seguían de cerca, esperando la ocasión de dar el salto sobre la que tuviese la mala suerte de quedarse atrás o de separarse del grueso; de modo que no nos extraña oír decir de ellos que habían acabado por convertirse en la pesadilla de los marinos españoles.

Aquellos hombres eran los precursores de los bucaneros, que no comenzaron a prospear hasta mediados del siglo XVII. Sus principios reales datan de su expulsión de La Española por los españoles. Esta gente celosa decidió desembarazarse de los bucaneros, inofensivos hasta entonces; mas desalojándolos, -operación que se llevó a buen término sin gran dificultad- convirtió a los derribadores de caza en derribadores de hombres.

Expulsados los colonos hallaron un seguro refugio en la pequeña y rocosa isla de la Tortuga, frente a la costa noroccidental de La Española. Allí se instalaron, fundando una especie de República y construyendo un fuerte. Durante un par de años, todo parecía haber prosperado en la nueva colonia, hasta que una escuadra española, llegada de Santo Domingo, un día se abatió contra ella, destruyéndola. Pero los españoles no se quedaron mucho tiempo, y después de su desaparición, los antiguos dueños comenzaron a volver a la isla. No fue, sin embargo, hasta 1640, varios años más tarde, cuando se establecieron allí los auténticos bucaneros, iniciando una era de constante progreso de casi ochenta años. Aquel año, un francés de Saint-Kitts, el señor Levasseur, calvinista, hábil ingeniero y gentilhombre intrépido, reunió una compañía de cincuenta compatriotas y correligionarios, y atacó por sorpresa la Tortuga.

El asalto fue coronado por el éxito, y los franceses, sin tropezar con grandes obstáculos, tomaron posesión de la isla. Lo primero que hizo el nuevo gobernador, fue construir un sólido fuerte sobre cierto promontorio, y armarlo con cañones. Dentro de esta fortaleza, edificó su propia mansión, a la que dió el nombre de El Palomar. La única manera de llegar al fuerte era trepando primero por una escalera tallada en la roca, y luego por una escala de hierro. Apenas terminado el castillo, se presentó en el puerto una escuadra española que se acercaba sin recelo, cuando fue recibida por un fuego fulminante desde El Palomar, fuego que echó a pique varios buques y ahuyentó el resto.

Bajo el sabio gobierno del caballero Levasseur, el pequeño establecimiento tuvo tiempos prósperos. Se congregaron allí aventureros franceses e ingleses de toda especie, plantadores, bucaneros y marinos desertores. Los bucaneros cazaban en la vecina isla de La Española, los plantadores cultivaban el tabaco y la caña de azúcar, en tanto que gran número de los primeros llegados, por entonces ya piratas cien por ciento, recorrían los mares adyacentes en busca de presas españolas.

La Tortuga se convirtió pronto en puerto de depósito del boucan y las pieles de La Española, así como del botín arrebatado a los españoles, mercancías que se trocaban por aguardiente, cañones, pólvora y telas, traídas por los barcos holandeses y franceses que hacían escala en la isla.

A poco tiempo, la fama de la Tortuga se propagó por todas las Antillas, atrayendo enjambres de aventureros de toda clase, incapaces de resistir la tentación de expediciones de españoles con tan maravillosas perspectivas de rápido enriquecimiento. Tales extremos de la fortuna han atraído siempre a ciertas especies de hampones, y la situación en la isla de la Tortuga en aquella época ofrce gran parecido con la de California hacia 1849 o con el torrente de los buscadores de oro de Klondyke en 1897.

Es imposible, en un libro de carácter tan general como el presente, entregarse a un estudio detallado del desarrollo de los bucaneros, tanto más cuanto que su historia ya ha quedado establecida gracias a la obra de un historiador, salido de sus propias filas: Alexandre Oliver Exquemelin o Esquemeling, joven francés de Honfleur y que llegó a las Antillas en 1658. Su libro fue publicado por primera vez en 1678, en Amsterdam, y parece haber tenido un éxito inmediato. Tres años más tarde apareció una edición española, impresa en Colonia y traducida del original holandés por un tal señor de Buena Maison. La primera versión inglesa data de 1684. He aquí su título:

Bucaneros de América o relato verídico de las más notables agresiones cometidas durante los últimos años contra las costas de las Antillas por los bucaneros de Jamaica y la Tortuga, tanto ingleses como franceses

Esta edición fue tan bien acogida que en menos de tres meses se hizo una reimpresión; al mismo tiempo apareció un segundo tomo. Los dos volúmenes son hoy en extremo raros y cuando se ofrecen en venta, algunos buenos ejemplares alcanzan precios de cien libras y más.

El segundo tomo lleva el título:

Bucaneros de América. Segundo tomo. Contiene el peligroso Viaje y las hazañas del capitán Bartolomé Sharp y otras, cumplidas en las costas de los Mares del Sur durante un período de dos años, etcétera. Compuesto según el diario original de dicho viaje.
Escrito por el señor Basil Ringrose, Caballero, que se halló presente a bordo.

Estos dos tomos constituyen nuestra principal fuente de información sobre la vida de los bucaneros. Podría llamárseles un manual de la bucanería y creemos de buen grado que muchos jóvenes holandeses o ingleses de fines del siglo XVII han sido inducidos por su lectura a hacerse navegantes para ir a reunirse con sus héroes. En años recientes se han hecho varias buenas reimpresiones de aquella historia, de modo que los que así lo deseen encontrarán allí una descripción más detallada de las hazañas de los Hermanos de la Costa.

Cuenta el autor del libro, que salió muy joven para la Tortuga como aprendiz al servicio de la Compañía francesa de las Indias Occidentales. Prácticamente tal acto equivalió a convertirlo en esclavo durante cierto número de años. Al cabo de algún tiempo, el gobierno de la isla que le trataba tan cruelmente que su salud quedó quebrantada, lo vendió a vil precio a un cirujano. Su nuevo amo se mostró tan bondadoso como había sido inhumano el anterior, y poco a poco, el joven Exquemelin recobró salud y fuerzas, además de aprender de su patrón el arte de barbero cirujano. Al fin, habiendo recibido su libertad y en obsequio algunos instrumentos quirúrgicos, el flamante medicastro salió en busca de un sitio donde poder ejercer su profesión. Pronto se le ofreció una oportunidad de servir de barbero cirujano entre los bucaneros de la Tortuga, y el año 1668 le vió engancharse a bordo de un barco bucanero, donde se distinguió afeitando y sangrando a sus compañeros, a la vez que les curaba las heridas. Indudablemente llevaba durante todo este tiempo a bordo un diario secreto.

Fue en 1665 cuando se llevó a cabo una hazaña en extremo audaz y de la que puede decirse que marca el principio de la bucanería, dándole d aspecto que tenía a la llegada de Exquemelin. Hasta aquella fecha, los piratas habían navegado a bordo de pequeñas embarcaciones movidas por remos, con una vela auxiliar. Así vagaban a lo largo de las costas o se ocultaban en el interior de las ensenadas, al acecho de embarcaciones españolas de poco calado. A bordo de tal navío, Pierre Legrand se hizo a la mar con una tripulación de vcintiocho hombres. Durante muchos días buscó en vano alguna presa, y agotadas las provisiones, los hombres iban a morir de hambre cuando, cierta tarde, vIeron desfilar majestuosamente ante sus ojos una poderosa flota española. El galeón de cola se quédaba atrás, circunstancia que determinó a Pierre a capturar este buque o morir en el intento. Bajo los trópicos, la noche cae plena, de suerte que la pequeña embarcación pudo acercarse al galeón y esconderse por debajo de la popa sin ser vista.

Antes de intentar el abordaje, Legrand dió orden al cirujano -pues parece que los bucaneros ya se permitían el lujo de tal servicio anteriormente a la llegada de Exquemelin- de practicar agujeros en el casco de su propio barco, excluyendo así toda esperanza de salvarse en él si el proyecto fracasaba. Luego, los hombres, descalzos, y armados con pistolas y sables, treparon furtivos por los flancos del galeón y saltando a bordo, mataron al timonel soñoliento ante su barra. Después se precipitaron hacia la gran sala, donde sorprendieron al almirante y sus oficiales absortos en una partida de naipes. Legrand, apoyando una pistola en el pecho del almirante le ordenó entregar el barco. De seguro que este oficial tuvo buen motivo para exclamar, como lo hizo: ¡Jesús nos bendiga! ¿Son demonios o qué?

Mientras tanto, el resto de los piratas había tomado posesión de la armería, matando a todos los españoles que les oponían resistencia. En un abrir y cerrar de ojos lo increíble se había convertido en realidad y el poderoso buque de guerra se hallaba en manos de un puñado de rufianes franceses.

Pierre Legrand hizo entonces algo inaudito. En vez de regresar la la Tortuga y de malgastar sus riquezas como lo harían después de él todos los bucaneros, navegó directamente a Dieppe, en Normandia, su tierra natal, y se retiró, terminando sus días en paz y abundancia, sin volver jamás al mar.

El bucanero normal que acababa de hacer una buena presa, se vanagloriaba de derrochar su botín lo más pronto posible. Había qulenes gastaban en una noche dos o tres mil duros en tabernas, gantos o lupanares.

Exquemelin escribe al respecto:

En tales ocasiones, mi patrón compraba un barril entero de vino, lo depositaba en la calle y obligaba a todos los transeúntes a beber con él, amenazando con la pistola a los que se negaban. Otras veces, hacia lo mIsmo con toneles de cerveza o de ale. A menudo derramaba estos licores con ambas manos, regando las ropas de los transeUntes sin cuidado de estropeárselas, fueran hombres o mujeres.

Naturalmente, la noticia de la proeza de Legrand tuvo una formidable resonancia: después de este acontecimiento, cualquier cosa parecía permitida a los bucaneros, y los capitanes españoles de los ricos galeones que regresaban a la patria, vivían en perpetuo temor de ataques.

Para darse una idea de la forma en que se organizaban los bucaneros y de las reglas o leyes que observaban durante una expedición, no hay manera mejor que la de citar a Exquemelin, que hace la siguiente descripción de los hombres con los que vivía:

Antes de hacerse a la mar -escribe-, los piratas avisan a cada uno de los que deben tomar parte en la expedición, el día exacto en que se han de embarcar, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de traer la cantidad de pólvora y de balas que estimen necesario para la empresa. Una vez a bbrdo, todos se reúnen en consejo para discutir la cuestión del lugar adonde habrán de ir primero a fin de cargar víveres, sobre todo carne, pues casi no comen otra cosa, y la vianda más común entre ellos es el puerco. El alimento que sigue después es la tortuga, que acostumbran salar un poco. A veces se deciden a vaciar tal o cual porqueriza, donde los españoles suelen guardar hasta mil cabezas de ese ganado. Llegan al lugar elegido de noche y habiéndose introducido en la garita del guardián le obligan a levantarse amenaZando darle muerte, si no obedece a sus órdenes o si hace el menOr ruido. Incluso sucede que las amenazas se ejecutan, sin cuartel para los infelices porqueros o cualquier otra persona que intente oponerse al saqueo.

Una vez en posesión de la cantidad de carne suficiente para su travesía, regresan a bordo. La ración de cada cual comprende cuanto les cabe en la barriga; no se pesa, ni se mide. Y no se le ocurre al despensero dar al capitán una porción de carne o demás" alimento superior a la del más subalterno marino. Así aprovisionado el barco, se reúne otro consejo que va a deliberar sobre el lugar donde buscar fortuna. En esta ocasión, se acuerdan y se ponen por escrito ciertos artículos u obligaciones que cada uno debe respetar; y entonces son firmados por todos o bien por el jefe. Así se especifica de manera detallada la suma de dinero que cada cual recibirá por el viaje, siendo la fuente de los pagos el producto de la expedición pues obedecen a la misma ley que los demás piratas: ¡Si no hay botín, no hay sueldo!

Mencionan, sin embargo, en primer lugar la suma que corresponde al capitán por prestar su barco. Después viene el sueldo del carpintero u obrero que haya carenado, reparado o aparejado el navío. El sueldo de éste asciende de ordinario a cien o ciento cincuenta duros, según se haya convenido. Luego para las provisiones, se apartan del total doscientos duros. Después se deduce un sueldo conveniente para el cirujano y su caja de medicamentos, estimado habitualmente en doscientos o doscientos cincuenta duros. Por último, estipulan por escrito la indemnización o recompensa que ha de recibir cada uno, si es herido o estropeado, o si pierde alguno de sus miembros durante la expedición. Así, se cobra por la pérdida del brazo derecho quinientos duros o cinco esclavos; por la del brazo izquierdo, cuatrocientos, o cuatro esclavos; por la pierna derecha, quinientos duros o cinco esclavos; por la pierna izquierda, cuatrocientoS duros o cuatro esclavos; por un ojo, cien duros o un esclavo; y por un dedo de la mano, la misma indemnización que por un ojo.

Todas estas sumas, como ya he dicho anteriormente, son apartadas del total constituí do por el producto de su piratería. Porque de lo restante se hace entre ellos un reparto estrictamente exacto y justo. Sin embargo, también en esta operación se toman en consideración el grado y posición de cada uno. Así, el capitán o jefe de la expedición recibe cinco o seis veces la parte de un sencillo marino; el segundo sólo recibe dos; y los demás oficiales en proporción con su cargo. Después de lo cual, se dan partes iguales a todos los marinos desde el más elevado hasta el más humilde, sin olvidar a los grumetes, pues incluso ellos reciben media parte por la razón de que, si se captura un barco mejor que el suyo, es deber de los grumetes prender fuego al navío o embarcación en la que se encuentren y regresar luego a bordo de la presa capturada.

Observan entre sí el orden más perfecto; pues al hacer alguna presa, se prohibe a quien quiera que sea apropiarse objeto alguno para él mismo. Todo cuanto se capture, es dividido en partes iguales, tal como acabamos de verlo. Es más: se comprometen unos frente a otros, bajo juramento, a no distraer, ni ocultar la menor cosa que hayan encontrado entre el botín. Si uno de ellos perjura, entonces es puesto inmediatamente en cuarentena y expulsado de la sociedad. Se muestran entre sí muy corteses y caritativos, y eso en tal grado que si uno necesita alguna cosa que posee otro, éste se apresura a dársela.

En cuanto los piratas se han apoderado de un barco, lo primero que hacen es intentar bajar a tierra a los prisioneros, conservando tan sólo algunos para su servicio, y a los cuales acaban por devolver la libertad al cabo de dos o tres años. Hacen con frecuencia escala en una isla u otra, para descansar, y con más regularidad en aquellas que se hallan sobre la costa sur de Cuba. Allí carenan sus naves y mientras se dedican a esta tarea, algunos van de caza, en tanto que otros cruzan en canoas buscando fortuna. A menudo se les ve prender a los humildes pescadores de tortugas a los que se llevan a sus habitaciones, donde les hacen trabajar a su gusto.

Es interesante comparar las recompensas pagadas por los bucaneros por las heridas recibidas en acción, con la escala de indemnización fijada por las compañías de seguros contra accidentes. Debo a la cortesía del señor T. W. Blackburn la siguiente tabla, publicada en la revista norteamericana Insurance Field:

Pérdida del brazo derecho ... 600 duros ... Equivalente en dólares= 579.00 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida del brazo izquierdo ... 500 duros ... Equivalente en dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de la pierna derecha ... 500 duros ... Equivalente en dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de la pierna izquierda .. 400 duros ... Equivalente en dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de un ojo ... 100 duros ... Equivalente en dólares= 96.50 ... Similar indemnización a un obrero= 280.00
Pérdida de un dedo ... 100 duros ... Equivalente en dólares= 96.50 ... Similar indemnización a un obrero= 126.00

Se advertirá que los bucaneros hacían una distinción entre la pérdida del brazo derecho y la del izquierdo, distinción que desconocen las normas de indemnización modernas. Evidentemente, los bucaneros atribuían al brazo derecho un valor superior al del brazo izquierdo. En el caso de la pérdida de un ojo, la compensación concedida por los bucaneros es más baja que la indemnización moderna; lo cual demuestra que tal pérdida no era considerada como impedimento serio, y eso a causa del gran número de piratas aptos y prósperos a pesar de ser tuertos.

No hay que olvidar que las condiciones descritas por Exquemelin, se refieren a los comienzos de los bucaneros, a lo que podemos llamar la era de la familia feliz, y que eran harto diferentes de las que prevalecieron en épocas posteriores, bajo los grandes capitanes, tales como Mansfield, Morgan y Grammont.

En el período más reciente, la gran era de la bucanería, el general o almirante reconocido hacía saber a los cuatro puntos cardinales, que iba a operar por su cuenta, indicando el lugar de cita para los dispuestos a tomar parte en la empresa. Entonces acudían de todas las islas y de todas las bahías hombres rudos, armados de mosquetes y puñales, ardiendo en deseos de alistarse bajo el mando de un jefe favorito o afortunado.

Si Pierre Legrand demostró a sus hermanos que ni siquiera los más grandes galeones españoles se hallaban al abrigo de sus golpes, a otro bucanero le pertenece haber encontrado y explotado un filón nuevo y más rico.

Fue también un francés, Francois Lolonois, probablemente el canalla más cruel y desalmado que haya cortado jamás el pescuezo a un español, y que se jactaba de no haber perdonado la vida a ningún prisionero.

Hasta entonces, los bucaneros habían concentrado casi toda su atención en los barcos españoles. La tierra recibía sus visitas sólo ocasionalmente, y el objeto de estas incursiones era la busca de víveres y de bebidas. Lolonois concibió un nuevo sistema. Luego de ceunir una poderosa fuerza de buques y hombres en la Tortuga, salió hada el golfo de Venezuela. La ciudad de Maracaibo, extensa y próspera, se levantaba a orillas de un vasto lago que comunicaba con el golfo por un angosto canal. Este paso era guardado por un fuerte que cayó en manos de los piratas tras una enconada lucha de tres horas. Despejado el camino, la flota, atravesando el canal, entró en el lago y se apoderó de la ciudad, sin encontrar resistencia por parte de los habitantes, los cuales habían huído presas de pánico, y se ocultaban en la cercana selva.

Al día siguiente, Lolonois envió un grupo de hombres armados hasta los dientes con la misión de registrar los bosques. El destacamento regresó la misma tarde con numerosos prisioneros, veinte mil duros y una caravana de mulas cargadas de objetos de valor y de mercancías. Había entre los prisioneros mujeres y niños, y algunos de ellos habían sido torturados para obligarlos a confesar el lugar en que tenían escondidos sus bienes.

Mientras tanto, un oficial que había hecho servicio activo en Flandes, reunió una tropa de ochocientos hombres armados e hizo cavar trincheras y colocar algunos cañones junto a la entrada al canal, en un intento de impedir la huída de los bucaneros. Estos atacaron y tomaron las fortificaciones por asalto. Para vengarse, el insaciable Lolonois decidió prolongar el saqueo de Maracaibo, dando órdenes a la flota de volver allí, con objeto de añadir al botín un par de miles de duros más.

Habiendo pasado algunas semanas en Maracaibo, los bucaneros se hicieron a la vela rumbo a la isla de las Vacas, donde repartieron el botín. Al hacer la cuenta, se llegó a la enorme suma de doscientos sesenta mil duros a los que hay que añadir alhajas de todo género, de suerte que cuando cada uno había recibido su parte en dinero, objetos de plata y joyas, todo el mundo resultó ser rico.

No seguiremos la carrera de Lolonois; nos contentaremos con decir que terminó de una manera horrible en manos de los indios de Darien.

Hemos mencionado a Pierre Legrand y a Lolonois como ejemplos notorios de los bucaneros del primer período. Pero hubo otros, de fama casi igual, que adquirieron renombre y riquezas a expensas del imperio español; hombres como Bartolomé el Portugués, Rock Brasiliano, y Montbars el Exterminador; como Lewis Scott, el inglés que algunos reivindicaban como el primer bucanero que buscara aun antes del sanguinario Lolonois su suerte en el continente, saqueando e incendiando la ciudad de Campeche. Esta desgraciada ciudad debía recibir poco después la visita de otro huésped indeseable, un holandés, el capitán Mansfields o Manswelt. Fue un bucanero de visiones más amplias que las del común de la Hermandad; pues soñaba con fundar un establecimiento o colonia de piratas en la isla de la Providencia, frente a la Costa de los Mosquitos. Pero pereció de muerte violenta antes de que su plan llegara a madurar.

Hubo también otro bucanero, Pierre Francois, que habiendo salido al mar con veintiséis compañeros, a bordo de una embarcación sin puente y casi desesperando de dar jamás con una presa, tuvo la idea de una hazaña particularmente original, a saber, una incursión sobre las pesquerías de perlas, golpe de mano que ningún bucanero había osado intentar hasta entonces. La flota de los pescadores de perlas, procedente de Cartagena, se componía de una docena de barcos, y cuando trabajaba en el banco, estaba protegida por dos buques de guerra españoles. Mientras los piratas se aproximaban a esta flota, Francois dió órdenes a sus hombres de arriar el velamen y de colocarse junto a los remos de manera de dar la impresión de un barco español llegando de Maracaibo.

Con una audacia increíble, los veintisiete bucaneros abordaron el más pequeño de los buques de guerra, el Vicealmirante, provisto de ocho cañones y que llevaba a bordo sesenta hombres bien armados. Una vez en el puente, ordenaron a la tripulación que se entregase. Los españoles hicieron una tentativa de defensa; mas a despecho de su superioridad numérica y de su poderoso armamento, fueron derrotados por los bucaneros. Hasta entonces, la operación había tenido un éxito que sobrepasaba las más atrevidas esperanzas de Pierre, pero éste no sabía detenerse a tiempo. En vez de alejarse con su nuevo barco, sus prisioneros y su botín de perlas, valuado por los españoles en la enorme suma de cien mil duros, el temerario bucanero trató de tomar también el otro buque de guerra más grande, fue rechazado, perdió su presa y pudo sentirse feliz de salvar su pellejo.

La Tortuga constituía desde todos los puntos de vista un sitio tan ideal para la instalación del cuartel general de los bucaneros, que no podía permanecer mucho tiempo sin un ataque de los españoles. Sucesivamente, éstos se lanzaron al asalto de la isla, matando o expulsando a todos los franceses y británicos; pero los pintas volvían invariablemente. Al fin, sin embargo, los bucaneros se decidieton a hacerse un refugio más seguro y donde no solamente estuviesen al abrigo de ataques, sino pudiesen vender también su botín, emborracharse y, cuando lo hubieran gastado todo, encontrar un nuevo barco. Hallaron lo que buscaban en Jamaica, donde en el extremo de una angosta lengua de tierra se levantaba la pequeña ciudad de Puerto Real, la cual satisfacía de manera completa todas sus necesidades.

Algunos años antes, en 1655, Jamaica había sido tomada a los españoles por Penn y Venables, y los nuevos colonos se encontraban en una situación un tanto precaria. Pero después de pasar bajo la autoridad de centenares de los marinos más hábiles del mundo, la población se sintió más segura. Pronto una corriente de mercancías y de dinero comenzó a afluir a Puerto Real que lleg6 a ser una de las ciudades más ricas y probablemente más inmorales de su tiempo.

El hombre más célebre de. Puerto Real y el más grande de todos los bucaneros fue Henry Morgan, hijo de Robert Morgan, un pequeño terrateniente de Llanrhymny, en Glamorganshire. La historia que circuló durante toda su vida, a saber, que de niño había sido robado en Brístol y vendido como esclavo en la Barbada, es probablemente una leyenda. Sabemos que fue el motivo de un pleito por difamación, que inició Morgan contra el editor inglés de Exquemelin. El corsario ganó el proceso que le valió una indemnización de doscientas libras y excusas públicas. Lo que parece haberIe disgustado mucho más que el retrato hecho de él por aquel autor y que le representa como un perfecto monstruo y torturador de prisioneros, fue precisamente una versión de la mencionada historia, en la que aparece como vástago de una familia muy humilde, y vendido de niño por sus propios padres a gente que le hacia trabajar en las plantaciones de la Barbada.

Morgan parece haber pasado por la Barbada, antes de establecerse en Jamaica, donde se adhirió en seguida a los bucaneros. Habiendo desempeñado un papel bastante modesto en varias expediciones contra la costa de Honduras, remontó el Río San Juan con una flotilla de canoas y atacó Granada que fue saqueada y entregada a las llamas.

.Al ser nombrado gobernador de Jamaica, sir Thomas Modyford manifestó a los bucaneros una calurosa amistad. Confirió en 1666 al capitán Edward Mansfield, por entonces jefe de los bucaneros, la comisión de tomar el puerto de Curacao. Fue en esta expedición en la que el joven Henry Morgan tuvo por primera vez el mando de un barco.

Después de haber arrebatado Santa Catalina a los españoles, los bucaneros sufrieron un revés. Mansfield cayó en manos del enemigo y murió en el cadalso, y Henry Morgan fue elegido almirante en su lugar. Reuniendo una escuadra de diez buenos veleros, tripulada por quinientos piratas, el nuevo jefe apareció frente a Cuba, desembarcó en la isla y emprendió la marcha al interior, sobre Puerto Príncipe. Esta ciudad se hallaba tan lejos del mar que hasta entonces no había recibido ninguna visita de los Hermanos de la Costa. Fue tomada rápidamente y sometida a un saqueo. Habría sido quemada sin el pago de un tributo de mil bueyes.

Inmediatamente después, Morgan se lanzó a una empresa en extremo audaz y arriesgada. Se propuso sorprender y asaltar la plaza fortificada de Puerto Bello, desde donde, según se creía, las tropas españolas se aprestaban a atacar Jamaica. A todas luces, Puerto Bello sería una nuez dura de cascar, por lo cual los bucaneros franceses se negaron a tomar parte en la expedición, prefiriendo desertar.

Avanzando hasta una distancia de algunas millas de la ciudad, Morgan fondeó, y a las tres de la mañana del día siguiente desembarcó a sus hombres en canoas. La plaza estaba defendida por tres fuertes. Los dos primeros sólo ofrecieron una débil resistencia; pero el tercero, mandado por el propio gobernador español, se defendió valientemente. En el curso del asalto, los ingleses confeccionaron una docena de escalas lo suficientemente anchas para permitir a tres o cuatro hombres trepar en fila. Sin ninguna consideración de compasión ni de humanidad, Morgan obligó a gran número de sacerdotes y de monjas a transportar estas escalas y a colocarlas junto a la muralla. Algunos de los religiosos fueron derribados por los españoles que luchaban con desesperación; pero muerto el gobernador, la fortaleza se rindió. La ciudad fue invadida y saqueada. Indescriptibles fueron los suplicios a los que se sometió a la población para averiguar los escondrijos de sus tesoros.

Esto es lo que relata Exquemelin. Si queremos dar crédito al informe oficial de Morgan sobre el asunto, la ciudad y los castillos fueron dejados en tan buen estado como los habíamos encontrado al entrar, y la población recibió un trato tan humano que varias damas distinguidas, libres de trasladarse al campo del presidente, se negaron a hacer uso de su libertad, diciendo que eran prisioneras de una persona de rango y que había tenido miramientos tales por su honra que no creían encontrar iguales en el campo del presidente; y así se quedaron de buen grado con nosotros hasta nuestra salida.

A su regreso a Puerto Real, Morgan fue bien recibido por el gobernador Modyford, no obstante haberse extralimitado en los poderes que le confería su misión. Probablemente, el inmenso botín que traía hiciese mucho para temperar la ira de las autoridades. En todo caso, el dinero fue despilfarrado inmediatamente, y Morgan hizo anunciar que todos los que deseasen servir bajo su mando habían de presentarse en la isla de las Vacas, donde él mismo arribó en enero de 1669, encontrando allí gran número de bucaneros. Dió a sus oficiales un banquete a bordo de su gran fragata Oxford, que por un descuido estalló en plena fiesta, y pocos hombres lograron salvarse. Morgan fue uno de ellos.

El accidente no detuvo la empresa que motivó la convocatoria de los piratas a la isla de las Vacas y cuyo objeto era una nueva incursión contra la ya dolorosamente castigada ciudad de Maracaibo. Morgan forzó el angosto paso que conducía al lago; la plaza fue tomada y comenzó lo de siempre: una sucesión de torturas aplicadas a los infelices prisioneros, acompañada de matanzas, estupros, rapiñas y demás excesos, durante cinco semanas.

Una vez más regresó Morgan a Puerto Real con un botín impresionante; de nuevo el gobernador le hizo reproches por haberse extralimitado en su misión, y de nuevo le confió, al mismo tiempo, otra comisión: la de poner en pie una gran flota y de ir a infligir toda clase de mermas a los barcos, villas, emporios y almacenes españoles. Se esperaba que estas severas medidas harían decrecer los cada vez más audaces ataques de los españoles contra el comercio inglés a lo largo de la costa septentrional de Jamaica.

Tal comisión confería sin duda alguna cierta apariencia de respetabilidad a algo que en realidad no era más que piratería pura y simple; y es harto significativo ver concluir el texto de la orden con la siguiente frase: Puesto que no habrá otro sueldo para alentar la flota, se concederán a las tripulaciones todas las mercancías y demás bienes que produzca la expedición; los cuales serán repartidos entre ellas según sus propias reglas.

Aquella expedición fue el coronamiento de la carrera de Morgan. Después de haber hecho rumbo al istmo de Darien, desembarcó en la desembocadura del Río Chagres un fuerte destacamento que atacó y tomó el castillo de San Lorenzo. Morgan dejó allí una guarnición para cubrir su retaguardia; luego, a la cabeza de ochocientos hombres, remontó el río con una flotilla de canoas, saliendo de San Lorenzo el 9 de enero de 1671.

El cruce del istmo a través de la jungla tropical fue abominablemente penoso, tanto más cuanto que los españoles habían tenido cuidado de llevarse o de destruir todos los aprovisionamientos, de suerte que los bucaneros, en vez de encontrar víveres como lo habían esperado, por poco se morían de hambre, cuando por fin al sexto día tropezaron con un granero lleno de maíz. En la tarde del noveno día, los exhaustos hombres recobraron ánimo: un espía acababa de ver el campanario de una de las iglesias de Panamá.

Guiado por esa inspiración original del genio, que tan a menudo le había dado el triunfo, Morgan atacó la ciudad por el lado donde no le esperaban; en consecuencia, los españoles se encontraban con que habían colocado su artillería en mala posición, viéndose obligados a actuar exactamente como lo deseaba Morgan, es decir, a salir de sus atrincheramientos y acometerIe en campo raso.

El enemigo principió el ataque, soltando un rebaño de varios cientos de toros, con la intención de lograr así la desbandada de los bucaneros; mas el ingenioso plan fracasó, pues las espantadas bestias se volvieron atrás y se esparcieron por entre la caballería española que avanzaba, creando el mayor desorden. Durante dos horas, la batalla continuó indecisa entre los valientes defensores y los no menos valientes, pero casi extenuados bucaneros. Cuando finalmente los españoles abandonaron toda resistencia y huyeron, los bucaneros no tenían ya fuerza para explotar su éxito; lo cual dió tiempo al enemigo para sacar de la ciudad y poner a salvo a bordo de un navío, gran cantidad de objetos de plata de las iglesias, así como muchas otras alhajas.

Ocupada la ciudad, Morgan reunió a todos sus hombres y les prohibió terminantemente beber vino, diciendo que acababa de recibir por vías secretas la información de que todo el vino había sido envenenado por los españoles antes de su salida. Era un ardid para impedir que sus hombres se embriagasen, entregándose a merced del enemigo, así como ya había sucedido con frecuencia durante los asaltos anteriores de los bucaneros. Estos se lanzaron entonces al saqueo de la ciudad, rica en calles bordadas de hermosas casas de madera de cedro. De una manera u otra se declaró un incendio, y a poco tiempo una parte extensa de Panamá quedaba convertida en cenizas, sin que se haya podido saber si el fuego se debía a una orden de Morgan o del gobernador español. La ocupación de la ciudad duró tres semanas, durante las cuales los piratas pasaban el tiempo explorando por toda la región en busca de botín y de prisioneros. Después, emprendieron el camino de vuelta a través del istmo, llevándose una caravana de doscientas mulas cargadas de oro, de plata y de objetos preciosos de todo género, además de gran número de cautivos.

A la llegada al Río Chagres, se repartió el botín, pero no sin violentas disputas, pues los marinos declararon haber recibido menos de lo que les correspondía. Mientras continuaban las discusiones, Morgan se eclipsó en su buque, con la mayor parte del botín, dejando a sus fieles partidarios sin víveres, sin barcos y con sólo diez libras por cabeza.

Cuando Morgan llegó a Jamaica, el Consejo de la isla le dirigió una arenga de agradecimiento por el éxito de su expedición, pasando por alto el hecho de que apenas un par de meses antes se había firmado en Madrid un convenio entre España e Inglaterra, comprometiéndose ambas partes a poner fin a las depredaciones y a establecer la paz en el Nuevo Mundo.

Al recibir la noticia de la destrucción de Panamá, el gobierno español protestó tan intempestivamente ante el rey Carlos II que éste reaccionó: en abril de 1672, Morgan fue llevado prisionero a Inglaterra, a bordo de la fragata Welcome, para ser juzgado por el crimen de la piratería. Mas ningún juez, ni jurado, osaría condenar al hombre que era idolatrado como héroe popular. Tal cosa hubiera sido tan imposible como condenar a Drake después de haber dado la vuelta al globo. El rey, cuyo favorito era el acusado, le armó caballero y le envió de nuevo a Jamaica, no como reo, sino como vice-gobernador de la isla.

Pero el saqueo de Panamá no por eso dejaba de ser un asunto fastidioso, y el gobernador se sentía alarmado, viendo que se habían dejado ir tan lejos las cosas. Retirado de su puesto y nombrado gobernador de Jamaica lord Vaughan, con severas instrucciones para suprimir a los bucaneros, la ironía de las cosas quiso que tuviese por ayudante al nuevo vicegobernador. La idea de convertilr al ladrón en policía resultó feliz. Morgan parece haber cumplido honorablemente con sus nuevas funciones. Terminó como notable de Jamaica y plantador riquísimo y continuó hasta su muerte siendo presidente del Consejo y comandante jefe de las fuerzas armadas de la isla. A diferencia de la mayor parte de sus semejantes, sir Henry murió en su cama en su propia casa y fue sepultado en la iglesia de Santa Catalina, en Puerto Real.

El éxito de la expedición de Panamá había puesto en movimiento la imaginación de toda la Hermandad, orientando los espíritus hacia las posibilidades de enriquecimiento, que ofrecía el Pacífico. Esta lDspiración marca el comienzo del segundo período, en el curso del cual los bucaneros alcanzaron el punto culminante de su prosperidad y poderío.

Mientras tanto, el gobierno había publicado numerosas proclamas, asegurando el perdón a todo filibustero que abandonase el mal camino, volviendo a ponerse bajo la Ley, al mismo tiempo que se veían amenazados con los castigos más duros aquellos que rechazaran tal ofrecimiento. Algunos de los vagabundos del mar hicieron acto de sumisión; pero gran número de ellos, los más crápulas, prefirieron persistir en sus errores. Al mismo tiempo se produjo un cambio completo de los sentimientos hacia los bucaneros por parte de los colonos de Jamaica, los mismos que tanto los habían alentado en días anteriores. Hasta entonces, no habían escatimado su apoyo a los piratas; pero ahora se daban cuenta de que ningún tráfico regular sería posible mientras los bucaneros continuasen aterrorizando el Mar Caribe.

La primera expedición hacia el Pacífico salió de Puerto Morant (Jamaica) en enero de 1680. Figuraban entre sus jefes, bucaneros tan reputados como Bartolomé Sharp y John Coxon. La flota se dirigió hacia Porto Bello. El desembarco se verificó a cosa de veinte millas de la ciudad, después de lo cual comenzó una marcha extenuadora que tomó a los marinos cuatro días, cayendo gran número de ellos en un estado de gran debilitamiento por haber quedado sin comida durante tres días y teniendo los pies heridos por el suelo rocoso, debido a la falta de calzado. Así llegaron a la vista de la importante plaza.

La sorpresa resultó completa, y la villa fue tomada tan rápidamente como saqueada después, habiéndose recibido la noticia de que importantes refuerzos españoles se hallaban en camino. En esta expedición, a cada hombre le tocaron cien duros. Los bucaneros, presurosos de verse de nuevo a bordo de sus navíos, se retiraron hacia la playa del desembarcadero; después salieron con rumbo al Norte, hacia Boca del Toro, donde carenaron sus barcos e hicieron aguada. Allí encontraron un destacamento mandado por Richard Sawkins y Peter Harris, el soldado gallardo y sólido. En abril, esta tropa hizo tierra en el istmo de Darien y se puso en marcha hacia el Pacífico, sin detenerse en el camino más que para atacar la pequeña ciudad de Santa María.

Hacía mucho calor y la marcha era ruda, circunstancias a las que deben atribuirse en parte las querellas que estallaron entre los jefes de la expedición. Coxon, hombre irascible, provocó primero una disputa con el joven Sawkins al que tenía celos por su popularidad entre la tropa; luego se lanzó a otra riña, esta vez con Harris, la cual terminó en pelea.

Fuera lo que fuere, los zafarranchos quedaron allanados y los aventureros descendieron el río en treinta y cinco canoas, llegando finalmente al Océano Pacífico. La suerte los favoreció: tropezaron con dos pequeñas embarcaciones ancladas junto a la playa, se posesionaron de ellas y las armaron. A continuación, embarcados en los dos veleros y algunos otros navíos, los intrépidos exploradores hicieron rumbo a Panamá.

En el momento en que se aproximaban a la ciudad -era el día de San Jorge, patrón de Inglaterra- se dió el alerta y tres pequeños buques de guerra españoles salieron a su encuentro. Los bucaneros, sin impresionarse, avanzaron hacia los barcos enemigos, los abordaron y trepando por sus flancos, se abalanzaron sobre los estupefactos españoles. La lucha fue encarnizada. Finalmente, los bucaneros quedaron dueños de los tres navíos. Inmediatamente, pasaron a atacar un gran crucero español, la Santísima Trinidad, capturándolo, después de lo cual el capitán Sharp transportó a bordo de esta presa a sus heridos. Así pues, aquellos diablos de piratas se habían mudado en un par de horas, de canoas a barcos, de los barcos a pequeños barcos de guerra, y de éstos a un poderoso crucero de batalla. Fue sin duda una de las proezas más memorables de la historia de los bucaneros.

Desde aquel día, Sharp y sus hombres se hallaban en condiciones de hacer cuanto les viniera en gana a lo largo del Pacífico, indefenso en toda su extensión; pero el pendenciero de Coxon que había sido acusado de cobardía en Panamá, tuvo otro choque con sus compañeros y volvió a atravesar el istmo a la cabeza de un grupo de descontentos.

Entre los sediciosos se encontraban dos personajes sumamente interesantes, que escribieron y publicaron, uno y otro, un relato de sus aventuras. El primero fue el célebre bucanero y naturalista William Dampier; el otro un cirujano, Lionel Wafer. Coxon acabó por regresar a Jamaica, y aunque tuvo que hacer frente a una orden de arresto lanzado contra él por el gobernador como también por Morgan, parece que se las arregló para reconciliarse con el Consejo, y eso hasta el punto de ser enviado por este último en persecución de un famoso pirata francés de nombre Jean Hamelin.

Contentémonos por ahora con seguir la fortuna de los bucaneros que se quedaron en el Pacífico, ávidos de tomar parte en aquellas audaces y arriesgadas hazañas en las costas de los Mares del Sur. La historia original de sus aventuras, escrita por el señor Basil Ringrose, Caballero, fue publicada en 1684, y, según ya hemos señalado, reimpresa en fecha reciente.

Ido Coxon, las tripulaciones eligieron jefe al popular capitán Sawkins. Durante muchas semanas, los bucaneros cruzaron por el golfo de Panamá, capturando los barcos que se dirígían al puerto y entregándose a un tráfico clandestino con mercaderes españoles poco escrupulosos, los cuales salían en botes para venderles víveres y pólvora, a cambio del precioso botín encontrado en los buques de sus compatriotas.

El 15 de mayo, la expedición se hizo a la vela rumbo al sur. Algunos días más tarde fondeó frente a Pueblo Nuevo, donde Sawkins y Sharp desembarcaron con una tropa de sesenta hombres armados en una tentativa de tomar la plaza. Pero ahora los españoles les esperaban listos detrás de parapetos y trincheras recién construídas. Sawkins, el más querido de toda nuestra compañia, cayó víctima de una bala al conducir el asalto.

Hubo que elegir otro capitán y resultó electo el marino artista y gallardo comandante Bartolomé Sharp. A continuación se convino emprender una incursión contra Guayaquil, plaza donde, al decir de un prisionero, podríamos deslastrarnos de nuestra plata y cargar nuestros barcos con oro.

Primero, los bucaneros se fueron a carenar el gran crucero, la Santísima Trinidad, a Gorgona o Isla de Sharp, donde quitaron todas las esculturas de madera de la popa y repararon los mástiles. Relata el señor Ringrose cómo mataron una enorme serpiente de once pies de largo y catorce pulgadas de contorno, y cómo todos los días veían llegar ballenas y focas zambullirse por debajo del buque. Les dispárabamos a menudo encima, pero nuesm-as balas rebotaban sobre su piel. En Gorgona, los bucaneros encontraban abundancia de las mejores provisiones, y a las horas de las comidas, los comensales han debido experimentar gran satisfacción al ver en su plato guisados dé conejo, de mono, de serpiente, ostras, almejas y demás mariscos, o bien pequeñas tortugas, así como otras clases de pescado. También cogimos un perezoso, animal que merece bien su nombre; pero el señor Ringrose no nos dice si tomó el camino de la marmita.

Pasaron allí un rato tan cuajado de festines y de cacerías que decidieron abandonar el proyecto de sorprender Guayaquil e intentar mejor la misma operación contra Arica, plaza altamente recomendada por cierto anciano, el cual afirmaba que toda la plata procedente de las minas del interior se llevaba allí para transbordarla hacia Panamá, no dudaba de que pudiéramos sacar así un botín de dos mil libras cada uno.

De manera que arrancaron para iniciar el largo viaje hacia aquella ciudad chilena; viaje durante el cual fueron escasos los acontecimientos interesantes que vinieron a distraer el aburrimiento de los bucaneros; a lo sumo se capturó ocasionalmente un barco español. De prisa se retiró todo el botín que necesitaban, y los prisioneros de cierta posición social fueron trasladados a bordo de la Santísima Trinidad. Algunos de los cautivos se mostraban particularmente charlatanes y confiados, de suerte que los crédulos bucaneros se tragaron la mar de informaciones, de las que algunas, aunque no muchas, resultaban ser verídicas.

Entre los más locuaces figuraba el capitán Peralta, quien, después de su apresamiento en Panamá, parece que había llegado a ser persona grata a bordo. Al emprender el barco su ruta hacia el Sur, el español hizo, en cierto modo, las veces de piloto para el Perú y Chile. Así, pasando a la vista de un pequeño establecimiento llamado Tumbes, el capitán Peralta recordó la siguiente ocurrencia.

Aquél fue el primer punto de penetración de los españoles en esta región, después de Panamá ... Por entonces, un sacerdote bajó a tierra con una cruz en la mano, mientras diez mil indios le contemplaban. No bien había puesto el pie en la playa, cuando salieron de la selva dos leones. Pasó dulcemente el crucifijo sobre su lomo. En seguida se echaron adorándole. Lo mismo le acaeció con dos tigres, que imitaron el ejemplo de aquéllos. Por lo cual estos animales daban a entender a los indios la excelencia de la fe cristiana, que estos últimos no tardaron en aceptar.

Con agradables anécdotas de ese género el capitán Peralta se hizo popular entre sus compañeros piratas, ayudándoles a vencer la monotonía del fastidioso viaje a Arica. Finalmente, el 26 de octubre, la Santísima Trinidad llegó a la altura del puerto, y los bucaneros bajaron a los botes para desembarcar y atacar la plaza. Mas, con gran decepción, encontraron la playa negra con españoles armados que ya los esperaban.

Decepcionados por Arica, los bucaneros desembarcaron más lejos, sobre la costa de La Serena, ciudad muy grande y orgullosa de sus siete iglesias. Pero también allí los habitantes habían sido prevenidos y habían tenido tiempo de huir a la montaña con sus objetos de valor. De modo que los bucaneros tuvieron que contentarse con un mísero botín, quemando la ciudad hasta los cimientos.

Mientras se entregaban a esta última operación, por poco perdían su barco; pues durante la noche, un chileno subido sobre una piel de mula hinchada con aire, se acercó furtivo a la Santísima Trinidad, se instaló por debajo de la popa, y después de introducir estopa y azufre entre el codaste y el timón, lo encendió. Nuestros hombres, a la vez alarmados y estupefactos al ver el humo, registraron toda la nave, sospechando que nuestros prisioneros eran los que le habían prendido fuego para recuperar su libertad y asegurar nuestra destrucción. El fuego, descubierto a tiempo, fue apagado, y los bucaneros prosiguieron en viaje hacia el Sur.

El día de Navidad, llegaron a la vista de Juan Fernández, la isla de Robinson Crusoe, y a tempranas horas de la mañana, se dispararon tres salvas para dar solemnidad a aquella gran fiesta. La tripulación se dedicó a cazar cabras cuya carne salaron, y a llenar los depósitos de agua. Entonces estalló un conflicto, pues los hombres estaban divididos en dos partidos: aquellos que habían conservado su parte del botín y deseaban dar la vuelta al Cabo de Hornos y regresar a las Antillas, y los que habiéndolo jugado todo insistían en continuar por el Pacífico. Finalmente prevaleció este último partido, destituyendo del mando al capitán Sharp e incluso poniéndole grilletes, y eligiendo jefe a John Watling, viejo pirata endurecido, pero sólido marino, cuyo nombre ha sido dado al sitio en que Colón pisó por vez primera el suelo del Nuevo Mundo.

Una de las razones aducidas por la tripulación, al quitarle el mando a Sharp, era su impiedad. Bajo el nuevo capitán vemos las cosas cambiadas. El domingo 9 de enero, Ringrose hace en su diario la siguiente inscripción:

Este día fue el primer domingo que nos hallábamos de común acuerdo desde la muerte de nuestro valiente jefe, el capitán Hawkins. Aquel hombre de noble carácter tiraba al mar los dados cuando veía que los usaban en día como éste.

El propio señor Ringrose parece haber sido acometido por aquella ola de religioso fervor; pues se escurrió a tierra y allí grabó con su navaja una cruz y sus iniciales en el tronco de un árbol. Mas a despecho de sus buenas intenciones, el capitán Watling no trajo suerte a la expedición: obedeciendo su consejo, los bucaneros volvieron a Arica, atacaron y fueron rechazados en condiciones desastrosas. El nuevo comandante recibió una bala que, le destrozó el hígado; herida de la que murió poco después. Muchos otros piratas habían caído durante el asalto.

Derrotados y debilitados, con gran número de heridos, los vagabundos del mar apenas habían arrancado sus canoas de la playa, cuando aparecieron los caballeros españoles. Por desgracia, los tres cirujanos se habían emborrachado hasta el punto de no poder correr hasta los botes, de modo que fueron hechos prisioneros.

Fue una asamblea de bucaneros harto tristes y humillados la que se presentó entonces ante el capitán Sharp, suplicándole que reasumiera el mando. En un principio el ofendido marino se negó rotundamente; pero ante la insistencia de la tripulación, nuestro buen comandante aceptó.

La mayor parte del mes de mayo se dedicó a duros trabajos; tratábase de adaptar la construcción de la Santísima Trinidad a las condiciones del viaje por el Cabo de Hornos. Se quitó el puente superior, se acortaron los palos y el bauprés, y se pusieron en perfecto estado el aparejo y el velamen. Se les dió a los prisioneros españoles una pequeña embarcación para que pudieran volver a casa, y sólo se conservaron a bordo algunos negros e indios necesarios para el servicio. Desde aquel momento, el diario de Ringrose contiene apenas más que la anotación cotidiana de la latitud y longitud, así como indicaciones sobre la dirección y fuerza del viento; excepto en las ocasiones en que los bucaneros tuvieron la suerte de hacerse de alguna presa.

Tal fue el caso el 1° de julio, cuando vieron una vela e inmediatamente le dieron caza. Al alcanzarla hacia las ocho de la noche, descubrieron que era el San Pedro, barco que ya habían saqueado un año antes. Esta vez encontraron a su bordo veintiún mil duros cerrados en arcas de roble, y dieciséis mil guardados en costales, más cierta cantidad de plata. Una semana después, los piratas capturaron un barco de adviso o correo, a cuyo bordo navegaban tres pasajeros, un fraile y dos mujeres blancas. El señor Ringrose no nos habla de la suerte reservada a estas últimas.

Al día siguiente mismo, tropezaron con un gran navío español, que al principio tomaron por un buque de guerra, enviado en su persecución. Al disparar sobre él una salva con sus pequeñas piezas de artillería, tuvieron la suerte de matar al capitán, accidente que condujo a la rendición del barco. Resultó ser el Santo Rosario y llevaba en su bodega mucha plata y piezas acuñadas, así como seiscientas barricas de aguardiente; estas últimas constituían sin duda un hallazgo en extremo bienvenido a los marinos ingleses. También fue capturada la mujer más hermosa que me ha sido dado ver en el mar del Sur. Pero el señor Ringrose nada añade a esta observación.

Al proceder a una selección del cargamento del Santo Rosario, les ocurrió a los bucaneros un trágico error. Habiendo encontrado en la bodega cientos de galápagos de cierto metal, lo habían tomado por estaño y no concediéndole valor alguno, lo habían tirado al mar. Uno de los marinos, sin embargo, conservó uno solo con la intención de utilizarlo para fundir balas, y cuando regresó a Inglaterra, supo por boca de un joyero que era dueño de un lingote de plata pura. Un cálculo hecho reveló que el valor de la plata tirada al mar por los ignorantes bucaneros pasaba de ciento cincuenta mil libras.

Todos los cautivos, incluyendo probablemente a la hermosa mujer, fueron trasladados a bordo del Santo Rosario, uno de cuyos árboles había sido ciado, impidiéndose así que el barco llegase demasiado pronto a algún puerto para dar la alarma; tomada esta precaución, se les dejó a los prisioneros libres de dirigirse hacia donde quisieran o pudieran.

La visita siguiente de los bucaneros tuvo por objeto cazar cabras en la isla de Plata; mas estos astutos animales tienen buena memoria y, por consiguiente, no se dejaron prender. Pero aun haciendo a un lado la decepción causada por la conducta de la especie cabruna, la visita a aquella isla no fue un acontecimiento feliz. Escribe el señor Ringrose: Fue allí donde nuestro maestre y yo nos batimos en duelo en la playa. Pero una vez más el narrador excita inútilmente nuestra curiosidad olvidando mencionar el desenlace del asunto, distraído tal vez por la subsiguiente confusión, pues en, la noche de aquel día nuestros esclavos se confabularon con el propósito de degollarnos a todos, sin dar cuartel a nadie, mientras nos entregásemos al sueño.

El sueño de los bucaneros parece que fue profundo, pues Ringrose añade: Se daban cuenta de que aquella noche les proporcionaba la mejor oportunidad, puesto que todos nos hallamos llenos de bebida, debido quizás al aguardiente descubierto en la bodega del Santo Rosario. Por fortuna, el impío del Capitán Sharp había permanecido sobrio y así se percató a tiempo del complot. El instigador del que sospechó, un indio de nombre Santiago, capturado en Iquique, se arrojó de pronto al mar y se puso a nadar vigorosamente; pero fue muerto a manos de nuestro capitán y castigado así por su traición. Luego todo se arregló de manera amigable: Los demás le echaron la culpa a aquel esclavo y aceptamos la excusa, pues no sentíamos ganas de llevar la investigación más lejos y, ¿quién dudará de ello?, estábamos demasiado contentos de poder continuar nuestro sueño.

Después de aquel episodio, los bucaneros navegaron directamente, sin distracción alguna, hacia Cabo de Hornos. Se hallaban ya bastante cerca del temible paso, cuando casi se estrellaron contra un arrecife y sólo se lo debieron a la gran misericordia de Dios que no había dejado de asistirnos en aquel viaje, el que escapasen a la muerte. Capturaron a un joven nativo de Tierra del Fuego, el cual salió a su encuentro en una canoa, enseñándoles una tea ardiente. El hombre y la mujer que le acompañaban, saltaron al agua. Al perseguirles, nuestros hombres mataron al várón, por accidente, pero la hembra se salvó. El mozo, un gran diablo de unos diciocho años, tenía una cara de pocos amigos y ojos bizcos. El señor Ringrose concluyó de su aspecto que debía ser antropófago.

Cuando la Santísima Trinidad llegó a la vista del cabo, el tiempo empeoró; fuertes ráfagas y borrascas de nieve asaltaron el barco y lo rechazaron lejos hacia el sur. No encontramos nada digno de ser señalado hasta el 7 de diciembre, fecha en que el señor Ringrose anota:

Hoy nuestro digno comandante, el capitán Sharp, parece que recibió información de que nuestra compañía, o al menos una parte de ella, se proponía matarlo, aprovechando que había fijado desde hace tiempo esta fecha para celebrar una fiesta. Enterado del plan, hizo distribuir vino, pues daba por seguro que los hombres no harían tal cosa sino en ayunas.

Observación muy conmovedora, pero poco lógica. El señor Ringrose tal vez haya redactado su nota después de haber recibido su parte de vino, que fue generosa; tres grandes jarros.

A continuación, les sorprendió un tiempo nublado, de violentas ráfagas. El 19 de diciembre, nuestro cirujano cortó un pie a un negro, por tenerlo helado. Al día siguiente, el pobre Beafaro murió y con él otro negro.

El día de Navidad parece que transcurrió apacible:

El día de hoy siendo el del nacimiento de nuestro Señor, matamos anoche una cerda, para celebrar la gran solemnidad. La habíamos traído del golfo de Nicoya cuando no era más que un lechón de tres semanas apenas, y ahora pesaba cerca de noventa libras. La carne de esta marrana constituyó nuestra cena de Nochebuena y era la única que habíamos comido desde que dejamos regresar nuestras presas a los trópicos.

Tras terribles trabajos, los bucaneros doblaron Cabo de Hornos, remontaron el Atlántico del Sur y al fin, el 28 de enero, llegaron a la vista de la Barbada. El bienvenido panorama les fue estropeado por la presencia de una de las fragatas de Su Majestad, el Richmond, por lo cual decidieron largarse sin pérdida de tiempo.

Pese a su desengaño, el señor Ringrose exclama: Me es difícil describir aquí la infinita alegría que se apoderó de nosotros aquel día a la vista de nuestros compatriotas. Por desgracia, los compatriotas no compartían su emoción.

Ahora todas las querellas y malas inteligencias estaban olvidadas a bordo de la Santísima Trinidad. Los bucaneros pusieron en libertad a un zapatero negro, como recompensa de los servicios profesionales prestados a la tripulación durante la travesía. Obsequiamos también a nuestro buen jefe, el capitán Sharp, un joven mulato, regalo consentido libremente por toda la comunidad, en testimonio del respeto que nos había inspirado a todos la seguridad con la que el capitán nos condujera a través de tantas peligrosas aventuras. A continuación, se procedió al reparto del botín que aún no había sido distribuído; operación que produjo veinticuatro libras por cabeza.

El 30 de enero, los bucaneros llegaron a Antigoa; pero sus pruebas todavía no habían tocado a su fin. Una canoa enviada a tierra, para comprar tabaco y pedir permiso de entrar en el puerto, se encontró con una rotunda negativa por parte del gobernador, aunque la sociedad de la plaza y el pueblo no hubieran deseado onca cosa que acogernos.

La única solución que les quedaba a los cansados viajeros era bajar a tierra en Nevis, donde obtuvieron permiso de desembarcar. Allí el grupo se dispersó. Muchos de los tripulantes habían perdido todo el botín en el juego. Así pues se decidió regalarles el barco, en tanto que los provistos de dinero se fueron cada uno por su lado. El señor Ringrose y otros trece miembros del grupo tomaron pasaje a bordo del Lisbon Merchant, conducido por el capitán Robert Porteen, y llegaron sin incidente a Dartmouth el 26 de marzo de 1682. En cuanto al arrogante y gallardo capitán Sharp y su primer piloto John Cox, regresaron también a Inglaterra, con la intención según dice Cox en su diario, de informar al Rey de sus descubrimientos; pero en realidad para verse metidos en chirona a consecuencia de una queja del embajador de España. Fueron enjuiciados, en efecto, bajo acusación de piratería; pero salieron absueltos, ya que naturalmente no se había presentado ningún testigo directo.

Al dejar Puerto Real de ofrecer hospitalaria acogida a los bucaneros, los aventureros de las islas tuvieron que buscar otras plazas para vender el botín y reparar las averías. Después de Jamaica, no había sitio más propicio que las Bahamas. Este grupo de islas de todas las formas y todas las dimensiones, ocupa una posición de primer orden en cuanto a empresas de piratería, y dió la casualidad que poseyera un gobernador en extremo indulgente en la persona del señor Robert Clarke, el cual tenía su palacio en la isla de la Nueva Providencia. El gobernador Clarke se encontraba siempre dispuesto a conferir -a cambio de recompensas- comisiones a los piratas desocupados. Más de un bucanero que no quería o no osaba hacer acto de sumisión en Jamaica, conducía su barco a la Nueva Providencia y allí se procuraba una carta de contramarca que le permitía vengarse de los daños reales, o, en los más de los casos, imaginarios, que le habían infligido los españoles.

Si se quiere dar crédito a Dampier, ciertos gobernadores, entre otros el de Petit Guaves, en La Española, solían extender las comisiones en blanco, y los propios capitanes piratas las llenaban luego a su antojo. También afirma Dampier que muchas de las comisiones franCe6as sólo concedían al portador el permiso de pesca y de caza.

Ha quedado establecido de manera manifiesta que tal filibustero que robaba mercantes españoles, saqueaba iglesias y quemaba ciudades, se valía de una comisión extendida por el gobernador de una isla danesa, él mismo antiguo pirata. El precioso documento, concebido en floridos párrafos y adornado con un sello de aspecto impresionante, estaba escrito en lengua danesa. En una ocasión, alguien que entendía este idioma, tuvo la oportunidad o la curiosidad de traducirlo y entonces descubrir que el único derecho que confería al detentador era el de cazar cabras y puercos en la isla.

Otros nidos piratas brotaron particularmente en las Carolinas y en Nueva Inglaterra, donde los corsarios estaban siempre seguros de ser bien acogidos y de sacar un buen precio por su botín. Michel Landresson, alias Breha, pirata que devastaba durante mucho tiempo las costas de Jamaica, solía presentarse en Boston para vender el producto de sus robos: oro, plata, joyas y cacao a los píos mercaderes de Nueva Inglaterra, que se estimaban afortunados de poder enriquecerse con un comercio tan fácil y que le abastecían gustosos de cuanto necesitaba para la incursión siguiente. Breha prosperó durante varios años, hasta 1686, cuando tuvo la mala suerte de caer en manos de los españoles, los cuales le ahorcaron junto con algunos compañeros suyos.

Encontrábanse al servicio de los bucaneros los oficios y tipos humanos más diversos: médicos, exploradores, criminales, y desarraigados, que habían poseído en otros días grandes fortunas y altos títulos. Nadie parecía fuera de su lugar en esta extraña compañía. El más extraordinario de todos tal vez fuera el futuro arzobispo de York, Lancelot Blackburne.

Sus enemigos, -pues tuvo en el curso de su larga vida tantos enemigos como buenos amigos-, decían que el recién ordenado graduado de Christ Church había corrido, en 1681-1682, el continente español y las Antillas como miembro de la Hermandad de la Costa. Lo cierto es que fue a las Antillas en 1681 y que a su regreso a Inglaterra recibió la suma de veinte libras a título de servicios secretos.

Una de las historias que de él circulaban cuenta que cierto día volvió a Inglaterra un bucanero y preguntó qué había sido de su viejo compinche Blackburne. Recibió entonces la respuesta que era arzobispo de York. Horace Walpole creía, o aparentaba creer, que Blackburne había sido bucanero, cuando escribía sobre el viejo diablo de arzobispo de York que tenía modales de hombre distinguido no obstante haber sido bucanero y ser clérigo. Pero de hecho nada le había quedado de su primer oficio, como no fuese su serrallo.

Hace poco, se hizo donación a Christ Church de la espada de Blackburne. Esta reliquia es considerada como objeto interesante aunque sujeto a desconfianza, pues le acompaña una tradición que dice que la desgracia se abatirá sobre áquel que saque la espada de su vaina, y creo saber que hasta hoy día ningún miembro de aquella antiquísima y docta cofradía ha querido correr el riesgo.

De cualquier modo y de ser exactas más informaciones, no es costumbre que un arzobispo, ni tampoco un obispo, lleve espada; lo cual permite la conclusión de que la conservada en Christ Church debe haber sido manejada por su clerical propietario en el continente español.

Permítaseme la audacia de repetir una historia atribuída al actual arzobispo de Canterbury que fue en otro tiempo arzobispo de York. Dice la anécdota que el arzobispo Blackburne tenía por escanciador al famoso salteador de caminos Dick Turpin, y que los vecinos no tardaron en descubrir que todas las noches en que el prelado y su escanciador salían de Bishopsthorpe, era detenida y robada la diligencia del Norte.

A quienes no hayan estudiado de cerca eSe género de cuestiones, debe parecer grotesco e increíble el que un antiguo pirata o bucanero pueda llegar alguna vez a una posición tan elevada y en un gremio por demás venerable, como han sido los asumidos por Lancelot Blackburne. Pero se conocen otros casos, más seguros, por ejemplo el del salteador de caminos John Popham, el cual llegó a ser Lord Chief Justice, o sea, presidente del tribunal supremo, bajo Jacobo II. El antiguo bandolero ejerció esta función durante quince años, adquiriendo una reputación de extrema severidad, sobre todo frente a los prisioneros acusados de asaltar a mano armada, los cuales tenían escasas perspectivas de ser absueltos al parecer ante Popham.

Cierta historia debida a la pluma del padre Labat, jesuíta que es autoridad en la descripción de la vida cotidiana de los bucaneros, es significativa por la luz que arroja sobre la curiosa tendencia religiosa, observada a menudo en los más salvajes de aquellos merodeadores del mar. Volveremos a encontrar este sorprendente fenómeno en forma imprevista en los retratos de los piratas del siglo XVIII. Labat, que alcanzó celebridad hacia fines del siglo XVII, era un sacerdote jovial, que hacía amistades por doquiera que pasase y en todos los medios sociales. Abrigaba simpatías entrañables hacia los bucaneros aunque solía designarlos por el nombre un tanto ambiguo de piratas.

Cuenta aquella historia que el capitán Daniel, conocido pirata, viéndose escaso de víveres, fondeó cierta noche frente a las Santas, grupo de pequeñas islas al sur de La Española. Fue desembarcada una tropa, la cual se apoderó, sin encontrar resistencia, de la parroquia. El cura y toda su servidumbre fueron llevados a bordo del barco pirata, mientras cada rincón de su casa se registraba en busca de vino, aguardiente y gallinas. Durante esta operación se le ocurrió al capitán Daniel que el tiempo estaría bien empleado diciendo misa a bordo en provecho espiritual de la tripulación. El pobre sacerdote no osó rehusar, de suerte que mandaron a buscar los receptáculos sagrados y se improvisó un altar en la toldilla, debajo de una tienda. El principio de la misa fue saludado por una descarga de los cañones; otras salvas resonaron al Sanctus, a la Elevación, a la Bendición, y, finalmente, al Exaudiat antes de concluir el servicio con una oración por el rey. Y ¡Viva el Rey!", gritado por los bucaneros congregados.

Un desgraciado incidente oscureció un poco la serenidad de la ceremonia. Durante la Elevación, uno de los piratas adoptó una actitud inconveniente y, reprendido con aspereza por el capitán, contestó con una abominable blasfemia. Entonces, rápido como un relámpago, Daniel sacó la pistola y le rompió el cráneo, jurando por Dios hacer lo mismo con cualesquiera que faltase de respeto al sagrado Sacrificio.

El tiro había sido disparado muy cerca del sacerdote que naturalmente se mostró muy alarmado; pero el capitán, volviéndose hacia él, le dijo:

- No es nada, padre. Un bribón que acaba de faltar a su deber y al que castigué para reprenderle.

He aquí -anota Labat- un método eficaz para impedir que vuelva a repetir su falta.

Terminada la misa, el cuerpo del difunto fue arrojado al mar, y el sacerdote se vió recompensado por su sermón con varios obsequios, entre los cuales figuraba un esclavo negro.

La última aparición de los bucaneros se produjo en 1697, coincidiendo con el estado de guerra entre Francia, por un lado, e Inglaterra y España, por otro. El señor de Pointis, Jean Bemard Desjeans, había sido enviado por el rey de Francia a la cabeza de una poderosa flota, con la misión de atacar Cartagena, en Colombia. El señor Ducasse, gobernador del puerto francés de La Española, amigo y soporte de los bucaneros, recibió orden de llamar a todos os flhbusteros a combatir bajo el mando de De Pointis.

El 18 de marzo, las flotas combinadas del rey y de los bucaneros salieron de Cabo Tiburón, y el día 13 del mes siguiente echaron ancla a dos millas al Este de Cartagena. El contingente bucanero, fuerte de seiscientos cincuenta hombres, era capitaneado por Ducasse; pues se había negado a servir bajo el mando del altivo De Pointis, el cual no hacía el menor esfuerzo para ocultar el desprecio que le inspiraban sus aliados.

Después de un cañoneo de dos semanas, la ciudad se rindió. Fue inmenso el tesoro que cayó en manos de los vencedores: al decir de algunos, su valor ascendía a veinte millones de esterlinas. Al día siguiente de la victoria, resurgieron los conflictos entre De Pointis y los bucaneros. El primero se negaba obstinadamente a conceder a sus compañeros de armas más que la pequeña parte del botín otorgada a las tropas reales, en tanto que los bucaneros exigían que el producto total del saqueo fuese repartido a partes iguales entre todos los combatientes, tal como había sido costumbre en todo tiempo.

Al fin, tras mucho regateos, De Pointis aceptó ceder cuarenta mil coronas a los bucaneros, los cuales, sin la intervención de Ducasse, habrían acabado por amotinaorse. Allanado el litigio, el almirante francés reembarcó sus tropas y se apresuró a regresar a Francia, feliz de alejarse de los turbulentos y revoltosos bucaneros y ansioso, también, de escapar a la flota inglesa que, según sabía, se aprestaba a cercarle en aquellos parajes.

Los bucaneros salieron también, aparentando hacer rumbo a la Española. En el camino, sin embargo, decidieron volverse atrás, con la intención de resarcirse de la forma mezquina en que habían sido tratados al repartirse el botín.

Ducasse, el único hombre qUe ejercía alguna influencia sobre los rudos marinos, se hallaba demasiado enfermo para protestar, y sus oficiales no eran escuchados. Al cabo de pocos días, los bucaneros estaban de nuevo en Cartagena. Durante cuatro días, no hubo más que saqueos y torturas, expropiando a los desgraciados habitantes los últimos objetos de valor y despojando las iglesias y abadías de todo el oro y la plata por valor de algunos millones más. Provistos de tal viático, los piratas emprendieron el camino de su vieja madriguera, la isla de la Vaca, para hacer allí el reparto del botín. Mas el castigo los alcanzó bajo la forma de una flota combinada anglo española. De los nueve buques bucaneros, los dos que transportaban la mayor parte de los tesoros, fueron capturados, y otros dos encallaron sobre la costa. El resto se salvó penosamente, refugiándose en la Española.

Ducasse envió una misión a la corte de Francia para protestar contra los malos tratos de que él y los bucaneros habían sido objeto por parte del señor de Pointis, pidiendo su revocación. Deseoso de restablecer la paz, el rey lo elevó a caballero y le envió un millón cuatrocientos mil francos con instrucción de repartirlos entre los bucaneros. Huelga decir que la parte leonina de esta suma no llegó nunca a posesión de estos últimos, pues había pasado por demasiadas manos.

La toma de Cartagena en 1696 marca el punto final de la historia de los bucaneros.

Su gran importancia histórica -escribe David Hannay- reside en el hecho de que abrieron los ojos al mundo, y particularmente a las naciones que los han visto nacer, sobre la naturaleza del sistema de gobierno y el comercio hispanoamericano, poniendo al desnudo el estado podrido del primero y revelando las posibilidades que abriría el segundo en otras manos. Fue, entre otras causas, la aparición de los bucaneros la que hizo nacer las posesiones holandesas, inglesas y francesas en las Antillas.

Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO CUARTO del Libro IICAPÍTULO SEGUNDO del Libro IIIBiblioteca Virtual Antorcha