Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO SEGUNDO del Libro IVCAPÍTULO CUARTO del Libro IVBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO CUARTO

CAPÍTULO III

LA COSTA DE LOS PIRATAS




La costa de Arabia confina hacia el Este con la extensa península de Omán. Al Norte la limita el Golfo Pérsico al que se entra desde el Mar Rojo por el angosto paso de Ormuz. El navegante, al acercarse a este estrecho por el lado del Golfo de Omán, advierte a su izquierda una ribera baja y recortada, conocida entre los marinos desde hace siglos bajo el nombre de la Costa de los Piratas.

Aquellos parajes fueron probablemente la cuna de la navegación y, consecuencia muy natural, de la piratería. Gracias a su posición geográfica, llegaron a ser el primer eslabón de las relaciones comerciales entlre Oriente y Occidente. Cuando comenzó el transporte de mercancías desde el Este hacia el Oeste, fueron los árabes de Omán quienes las encaminaron desde las Indias hasta Arabia. Este tráfico ya se halla mencionado en las inscripciones descubiertas en los monumentos de Nínive, de Babilonia y de Egipto, indicación que nos hace situar los primeros fletes marítimos en las proximidades del año 5000 antes de Jesucristo.

Los árabes de aquella costa, primitivamente pescadores, condujeron con el tiempo sus pequeñas embarcaciones de remo o de vela cada vez más lejos, manteniéndose en un principio junto a las riberas patrias. A medida que llegaban a ser más expertos en la construcción naval y en la navegación, los ribereños se aventuraron mar adentro y finalmente alargaron sus travesías hasta tierras lejanas.

Durante el siglo IX, los árabes de Mascota comerciaban con ciudades chinas tales como Cantón, fundando establecimientos comerciales en países aun más alejados: Siam, Java, Sumatra. Traían al Golfo Pérsico especias, incienso, sedas y gran número de otras rarezas de Extremo Oriente, y eran ellos quienes abastecían a los egipcios de mirra e ingredientes necesarios para embalsamar a sus muertos.

Las mercancías procedentes de las Indias se trasbordaban en Omani, y después remontaban el Golfo Pérsico y el Eufrates hasta Babilonia. Desde allí pasaban en caravanas a través del desierto hacia el Mediterráneo. La última etapa del transporte y el comercio estaba en manos de los fenicios, los cuales, aunque figuraban entre los primeros navegadores, han sido precedidos por los árabes en varios miles de años.

No fue sino mucho más tarde, tal vez cosa de quinientos años antes de nuestra era cuando el Mar Rojo comenzó a entrar en seria competencia con el Golfo Pérsico en cuanto ruta para el flete de productos del Oriente a Europa.

Hubo en la Costa de los Piratas diversas tribus entregadas a la navegación oceánica; pero la más poderosa entre ellas y la que desempeñaría el papel más importante en la piratería, fue la tribu de los joasmees, de la que los europeos no tuvieron conocimiento hasta que los mercantes portugueses principiaron a penetrar en el Golfo Pérsico por el estrecho de Ormuz, acontecimiento que se produjo en el siglo XVI.

No había nada extraordinario en que aquella costa, dentellada de un extremo a otro, rica en lagunas y arrecifes, y poblada, además, por una raza de fuertes instintos rapaces, llegase a ser un nido de ladrones del mar, tan pronto como hubiese barcos extranjeros que robar. La capital de los joasmees era Ras-al-Khyma que continuó siendo hasta épocas muy avanzadas del siglo XIX uno de los últimos centros del comercio de esclavos.

Las actividades de los joasmees pasaron por vez primera del cuadro local en diciembre de 1778. Fue entonces cuando seis de sus dhows atacaron en el Golfo Pérsico un barco inglés que llevaba despachos oficiales y tras un combate de tres días lo capturaron y lo condujeron a Ras-al-Khyma. Alentados por tal éxito, reanudaron sus proezas al año siguiente, haciéndose de otros dos navíos británicos. En octubre de 1797, los joasmees manifestaron su desprecio hacia los europeos, acometiendo por sorpresa, no un inerme mercante, sino un crucero inglés el Viper, que fondeaba en el puerto de Buchir. El buque de guerra acababa de anclar en medio de una flota de dhows joasmees, cuando el almirante de esta última se presentó ante el agente de la Compañía de las Indias Orientales en aquella ciudad y después de muchas protestas de amistad pidió que le abasteciera con pólvora y proyectiles. Demostrando una estupidez increíble, el agente dió órdenes al capitán Carruthers del Viper de entregarle los pertrechos.

No bien había sido trasbordada la pólvora a los dhows, cuando los joasmees la metieron en sus cañones y batieron el fuego sobre el crucero inglés. La tripulación del Viper se encontraba en este momento en la batería, desayunando; pero gracias a la rapidez con que los marinos saltaron al puente, se logró cortar a tiempo las amarras, permitiendo así al barco maniobrar. Hubo un furioso combate; uno de los primeros heridos fue el capitán Carruthers que recibió una bala en los riñones, pero apiCetando un pañuelo al talle, el capitán permaneció en el puente hasta el momento en que otro proyectil le atravesó la frente, derribándole. Un cadete, Salter, asumió entonces el mando y al fin ahuyentó a los dhows. De su dotación el Viper perdió treinta y dos hombres entre muertos y heridos, lo cual demuestra con qué heroísmo y perseverancia se había batido el buque y cuán cerca se había hallado de caer en manos de los árabes.

Hecho característico: el gobierno de Bombay no emprendió ninguna investigación sobre aquel acto de felonía, ni tomó medida alguna para castigar a los piratas. De haber dado apoyo a los héroes del Viper, habría podido acabar en un santiamén con los corsarios joasmees, puesto que la ruda lección administrada a los árabes en Bushir tuvo por sí sola un efecto saludable que operó durante algunos años. Pero la indiferencia de la Compañía y la falta de represalias hicieron que se olvidara aquella lección, siendo causa de la pérdida de muchos valiosos barcos y de gran número de vidas humanas.

El período de tranquilidad no duró más que siete años. El rey de Omán era un soberano enérgico, que se opuso a los actos de piratería de las indisciplinadas tribus ribereñas mostrando más celo que el mismo gobierno inglés de Bombay. Pero en 1804, el monarca, descendiendo el golfo durante una expedición marítima, se trasladó a una pequeña embarcación árabe con la intención de bajar a tierra en Basidora, a tiempo que sus buques proseguían su camino con reducida velocidad. De pronto, al aproximarse el rey a la playa; tres dhows joasmees saltaron de una ensenada y le atacaron, matándole a él y a tres personas de su séquito en el primer asalto y huyendo antes de que la flota de Mascata tuviese tiempo de acudir en ayuda de su soberano.

La muerte del sultán marcó la desaparición del orden y la seguridad en el golfo, y los joasmees, desenfrenados de nuevo, se hicieron más audaces que nunca. Hubo toda una serie de ataques y las destrucciónes de mercantes ingleses se multiplicaron, hasta que el capitán David Seton, residente británico de Mascata, persuadió al gobierno indígena para que enviara una expedición punitiva contra los joasmees. El capitán Seton condujo en persona la flota árabe, la cual bloqueó a los piratas atrincherados en la isla de Kishl, y así les obligó a entregarse. Tras prolongadas negociaciones entre Bombay y los joasmees, se firmó en 1806 un tratado que comprometía a los piratas a respetar el comercio británico a cambio de un permiso de comerciar con los puertos ingleses entre Surat y Bengala.

La futilidad de tamaño pacto no tardó en ponerse en evidencia cuando un barco de la Compañía se vió agredido por cuatro dhows piratas. Tres de los veleros fueron echados a pique y sus tripulantes hechos prisioneros y transportados a Bombay. Allí, los piratas, aunque declarados culpables, fueron puestos en libertad, sin que nadie pudiera explicarse el por qué. La respuesta de los joasmees a la increíble debilidad del gobierno de Bombay fue la captura inmediata de veinte embarcaciones indígenas. Llevados al golfo, estos navíos sirvieron ulteriormente a reforzar una flota de cincuenta dhows, destinada a una nueva operación sobre la costa de la India.

Para entonces, los piratas se habían librado por completo de su terror ante los buques de guerra de la Compañía, y ya no reparaban en modo alguno en atacarlos deliberadamente. De cuando en cuando, se vieron rechazados. Así, en abril de 1808, los joasmees intentaron tomar al abordaje el Fury, de seis cañones, mandado por el teniente Gowan. El reducido tamaño del barco los había inducido a creer que sería una presa fácil; pero el Fury se mostró a la altura de su nombre, ahuyentando a los atacantes pese a condiciones de aplastante inferioridad. Podría suponerse, después de tal proeza, que el teniente Gowan y su valerosa tripulación fueron recpmpensados por el gobierno. Sucedió todo lo contrario: a su regreso a Bombay, el comandante fue objeto de una severa censura.

El resultado de esta política era harto evidente. Aquel mismo año, el Sylph, una velero de setenta y ocho toneladas, navegaba hacia Bushir con dos cruceros que escoltaban a sir H. I. Brydges hacia su nuevo puesto de embajador en Persia. Al quedar rezagado de los otros buques de guerra, el Sylph vió acercarse a él varios dhows indígenas; mas el comandante, teniente Graham, ateniéndose estrictamente a las órdenes del gobierno de Bombay, se abstuvo de disparar hasta que las embarcaciones árabes le hubiesen estrechado. Entonces, cuando ya era demasiado tarde para actuar, los dhows lanzaron una lluvia de proyectiles y sin experimentar grandes dificultades se apoderaron del Sylph, que no había podido disparar un solo cañonazo. Como de costumbre, los joasmees asesinaron a los veintidós hombres de la tripulación, cortándoles el cuello sobre el baorandal en nombre de Alá. El teniente Graham se salvó, gracias al hecho de que, gravemente herido en la refriega general del abordaje, y habiendo caído en la escotilla de proa, se había arrastrado hacia un pañol, donde permaneció escondido durante toda la lucha. Los piratas partieron triunfalmente hacia Ras-al-Khyma, pero fueron sorprendidos en camino por la fragata Nereída, que rescató a Graham y su barco.

Fue igualmente en el año 1808 cuando se produjo el más inesperado y conmovedor de todos los incidentes que ocurrieron jamás entre ingleses y joasmees. El bergantín Fly, de catorce cañones, al servicio de la Compañía de las Indias Orientales y mandado por el teniente Mainwaring, fue apresado frente a Kais por un famoso corsarió francés, el capitán Lememe, del Fortune. Antes de que el enemigo se lanzara al abordaje, el oficial inglés tiró al mar sus despachos y el tesoro; también le quedó tiempo para marcar en el mapa el lugar, caso que se presentara la ocasión de ir en busca de ellos. Mainwaring y dos de sus oficiales y la tripulación, desembarcados en Bushir, recuperaron su libertad. Los oficiales que se hallaban en Bushir, sabiendo la gran importancia de aquel correo de Inglaterra, compraron por su cuenta un dhow indígena, lo equiparon y se hicieron a la mar rumbo a Bombay, cruzando a lo largo del golfo.

En Kais, los oficiales se detuvieron y tras grandes dificultades lograron pescar el correo, después de lo cual se pusieron de nuevo en camino. Pero al llegar cerca del estrecho de Ormuz su embarcación fue capturada por una flota de dhows joasmees después de una vigorosa resistencia en el curso de la cual resultaron heridos algunos de los ingleses.

Los piratas llevaron a sus prisioneros a Ras-al-Khyma. Allí quedaron detenidos en espera de su rescate.

Durante su estancia en Ras-al-Khyma, los árabes los exhibían ante los habitantes como curiosidades, pues no recordaban haber visto seres semejantes. Las damas joasmees se mostraban tan minuciosas en sus investigaciones que deseaban averiguar en qué detalles un infiel no circunciso difería de un verdadero creyente.

Al cabo de varios meses de cautiverio en manos de los árabes y habiendo perdido los ingleses toda esperanza de verse rescatados, sus aprehensores decidieron ejecutarlos a fin de desembarazarse de unos enemigos de los que no se podía sacar ningún provecho. El deseo de defender su vida condujo entonces a los cautivos a un subterfugio para prolongar al menos su duración. A tal efecto, dijeron al jefe de los piratas que habían hundido en aguas de la isla de Kais un maravilloso tesoro y que habían marcado el lugar en cuestión con señales lo bastante claras para volver a encontrarlo con tal que les dieran buenos buzos. Ofrecieron comprar su libertad permitiendo así a los joasmees recuperar en beneficio suyo aquel caudal; y recibieron la solemne promesa de liberación a cambio de un leal cumplimiento de su compromiso.

Acompañados por algunos buzos pescadores de perlas en el banco de Bahrain, los oficiales se trasladaron al lugar del tesoro hundido y habiendo anclado en el punto indicado por las señas, pusieron manos a la obra. Los primeros buzos que bajaron tuvieron tanta suerte que toda la tripulación echó a zambullirse, resultando que en un momento determinado la embarcación se encontró casi abandonada. Viendo a los marinos ocupados en cosechar oro, los ingleses estimaron el momento propicio para intentar huir. Por desgracia, cuando ya habían ocupado sus puestos, listos para reducir a la impotencia a los pocos guardias que se habían quedado a bordo, cortar el cable y hacerse a la vela, sus movimientos fueron notados, o adivinados, por los buzos que se apresuraron a subir a bordo, frustrándose el plan.

A despecho de esta tentativa de fuga, los joasmees cumplieron con su palabra y devolvieron la libertad a los ingleses quienes se encaminaron a pie hacia Bushir, siguiendo por la costa. Tuvieron que aguantar toda clase de sufrimientos y privaciones. Ninguno de ellos sabía una palabra del idioma del país y como todo su dinero y una parte de sus prendas les habían sido quitados, a poco tiempo se encontraron exhaustos por el hambre y el clima. Los primeros en morir fueron los marinos hindúes y los criados indígenas del Fly. Luego, uno tras otro, los europeos se dejaron caer sobre el borde del camino, abandonándose a la conmiseración de los nativos. A través de todos aquellos trabajos, los valientes oficiales habían logrado conservar su correo; mas cuando el grupo llegó maravillosamente a Bushir, el número de sus miembros se había reducido a dos, un oficial de la marina mercante, de nombre Jowl, y un marino inglés, llamado Pennel.

Los dos sobrevivientes llegaron a Bombay, pero en vez de verse agradecidos y recompensados por su heroísmo y sufrimientos, el gobernador Duncan dió prueba de una gran ingratitud y sequedad de corazón.

La historia más extraordinaria de la vida de un europeo entre los joasmees es sin duda alguna la de Thomas Morton, cuyo relato fue publicado por vez primera en Colburn's United Service Magazine, de 1868, con el título: La carrera de un renegado.

En 1818, la honorable Compañía de las Indias Orientales envió al Golfo Pérsico su corbeta de guerra Hope en misión de proteger contra los piratas el comercio inglés, dando órdenes al capitán de hacer escala para pagar el tributo anual al poderoso jeque de Kirman. El llamado tributo se paga en apariencia por los servicios prestados por el jeque en la supresión de la piratería; en realidad, se trataba de obsequios destinados a impedir que tomase parte en actos de piratería en detrimento de la Compañía de las Indias Orientales.

Por desgracia, el Hope encalló sobre un arrecife submarino en aguas de isla de Kismah, sufriendo graves averías. No bien hallábase el barco a salvo cuando apareció en la playa una compañía de soldados árabes con un mensaje al capitán del Hope: nadie debía bajar a tierra sin una autorización escrita del jeque. El capitán envió al potentado una carta, explicando que no había tenido otra alternativa que infringir la prohibición dadas las circunstancias, y a los tres días recibió una respuesta graciosa del jeque, acompañada de una invitación a trasladarse con sus oficiales a la capital y a gozar de su hospitalidad mientras sus hombres reparasen el buque. Los ingleses no se atrevían a rechazar la invitación. A su llegada a la capital, se vieron recibidos amablemente por el augusto personaje y hospedados en su palacio.

Como ninguno de los oficiales hablaba el árabe, todas las conversaciones con el jeque se sostuvieron por intermedio de un dragomán. Se comprende, pues, la sorpresa de los huéspedes al enterarse de que su anfitrión era tan inglés como ellos mismos. Otro detalle curioso: mientras sus invitados no le dirigían la palabra en su idioma natal, el jeque era la cordialidad misma.

Se hizo todo lo posible para asegurar la comodidad de los oficiales y cuando el jeque supo que la tripulación del Hope ascendía a ciento veinte oficiales y marinos, envió graciosamente a bordo, a título de regalo, un número igual de jóvenes esclavas.

Naturalmente, estas muchachas se mostraron encantadas de escapar así de su esclavitud, pero los sentimientos del capitán fueron de índole muy distinta, pues no ignoraba los estragos que puede causar una mujer a bordo de un barco, y se preguntaba qué sería del suyo con ciento veinte.

Sin embargo, no osó rechazar el regio regalo, de suerte que habiendo presentado al jeque sus más calurosos agoradecimientos, se llevó las damas a Bombay, donde se vió libre de aquellos ángeles de ébano.

Una indagación posterior reveló gradualmente la historia del jeque de Kismah; reunidos todos los elementos dispersos, no quedaba ya duda alguna de que se trataba de Thomas Horton, antiguo ladrón, timador, pirata y asesino.

Nacido en 1759 en Newcastle del Tyne, el joven Tom tenía doce años cuando entró de aprendiz en el taller de un sastre y cortador de calzones, Sandgate. Habiendo pasado cinco años cortando y cosiendo, descubrió un procedimiento más expedito y fácil de ganar dinero. Cierto día su maestro le envió al banco a cobrar un cheque de seis libras. Tom modificó el número añadiendo un cero al seis, se hizo pagar el cheque y entregó muy honradamente seis libras al maestro antes de tomar pasaje en un barco carbonero que salía para Estocolmo.

El dinero no le duró mucho, y Tom se enganchó en el ejército sueco donde, no obstante ser soldado raso, su juventud y buen aspecto le valieron los favores de la mujer de su capitán. Este último murió súbitamente y su viuda se casó con Horton que a poco tiempo ascendió a teniente en el mismo regimiento. Pero ciertos rumores acerca de la causa de la inopinada muerte del capitán asumieron una consistencia tal, que Horton presentó su dimisión y partió con la señora Horton hacia el interior de Rusia, donde abrió una taberna a orillas del Volga. Esta aventura le fue muy provechosa: vendiendo, por una parte, refrescos a los viajeros y desarrollando, por otra, un intenso tráfico de contrabando, Horton se hizo rico pronto.

Por desgracia para Horton, un saco que contenía el cadáver de su mujer asesinada fue hallado tres días después del crimen por algunos pescadores. El posadero fue arrestado y al comprobarse su culpabilidad, condenado a muerte.

Sobornando generosamente a su carcelero, Horton logró huir y le vemos poco después en Crimea como miembro de una gavilla de bandoleros tártaros. Tras diversas aventuras, juzgó prudente abandonar Rusia; con treinta mil rublos en el bolsillo, llegó a Basora, puerto del Golfo Pérsico, disfrazado de mercader musulmán. Una peregrinación anterior a la Meca le había conferido el derecho de llevar el turbante del Hadjü, distinción que le aseguraba el respeto de todos.

A continuación, el antiguo sastre asesinó al gobernador de Basora y entonces, para escapar al verdugo, corrió a ponerse bajo la protección del jeque de Kismah. Allí, Horton se instaló, compró tierras y esclavos, construyó navíos, y, finalmente, fue nombrado almirante de la armada del jeque. Dueño de esta flota y de siete veleros de su propiedad, el aventurero se encontró a la cabeza de una fuerza aprovechable, aunque reducida, y la utilizó sin tardanza merodeando de un extremo a otro del golfo. En cierta ocasión, Horton capturó un bergantín armado de la honorable Compañía de las Indias Orientales y asesinó a toda la tripulación.

A medida que Horton veía crecer su riqueza y su influencia, comenzaba a soñar con nuevos honores. Llegado el momento propicio, provocó una sublevación, salió victorioso y estranguló con sus propias manos al jeque reinante, su amigo. Después, como ya lo había hecho en otra ocasión, desposó a la mujer de aquel que acababa de asesinar, y dió orden al Diván de proclamarle jeque, lo cual fue hecho. Así, pues, el ladrón se había encumbrado al poder supremo. Pero por mediocre que hubiese sido como sastre de calzones, resultó ser un excelente soberano. Reformó primero las leyes del país acentuando su rigor, y luego supo hacerse popular entre el pueblo que gobernaba. Cuando el Hope encalló en su territorio, hacía ya veinte años que era rey y, según la opinión general, respetado y querido de sus súbditos por su misericordia y justicia.

En aquella época, tenía cuatro esposas y diez concubinas, pero ninguna le había dado hijos. Llevaba la vida de un austero musulmán, habiendo renunciado por entero a su país y religión de origen, y nadie le había oído pronunciar jamás una palabra en su idioma materno. Su fin no es conocido; podemos suponer que exhaló el último suspiro en medio de sus riquezas, rodeado de su familia, y provisto de todas las consolaciones de la fe por él aceptada.

El escándalo de los joasmees acabó por asumir proporciones tales y las quejas se hicieron tan numerosas, que el gobierno superior de Calcuta se vió obligado a intervenir. Lord Minto, en aquel entonces gobernador general de las Indias, dió instrucción al gobierno de Bombay de preparar una expedición destinada a pacificar el golfo. La fuerza puesta en pie en septiembre de 1809 bajo el mando del coronel Lionel Smith fue importante: se componía de dos fragatas, nueve cruceros, un regimiento y medio de tropas regulares y de cerca de nueve mil soldados indígenas. La flota se dirigió primero rumbo a Mascata, donde el coronel Smith obtuvo la cooperación de los dos soberanos de Omán, y luego hacia la capital de los joasmees, Ras-al-Khyma, ante la cual se presentó el 11 de noviembre. Las tropas, desembarcadas en la costa, expulsaron a los piratas a punta de bayoneta, y pronto se hicieron dueñas de la ciudad, que saquearon con el beneplácito del mando, antes de arrasarla con el fuego. Fueron destruidas en el puerto sesenta embarcaciones piratas, y se devolvió a su legítimo propietario un navío capturado. La flota salió entonces hacia otra fortaleza joasmee, Shinas, que fue tratada de la misma manera.

La expedición había obtenido un éxito inaudito, mas no pudo completarlo: recibió la orden de regresar, consecuencia de la política indecisa y estúpida del gobierno de Bombay, que ataba las manos a sus oficiales y que veía en los piratas unos árabes inocentes e inofensivos, para citar las palabras del gobernador. Un año después, naturalmente, los joasmees habían organizado sus flotas y reinaban de nuevo soberanamente sobre el golfo en toda su extensión.

Y no se contentaban con tal resultado. Fijaron su atención en el Mar Rojo y se lanzaron a interceptar el tráfico entre las Indias y Mokka. En 1816, los piratas se hicieron de cuatro mercantes de Surat con cargamentos valuados en doce lacs de rupias, degollando las tripulaciones indígenas. Bombay envió una expedición para exigir reparación; pero el jeque Hasan de Ras-al-K.hyma, después de enredar a los ingleses en interminables negociaciones, no solamente rehusó el pago de cualquier indemnización, sino que reclamó como un derecho natural, el privilegio de saquear las embarcaciones hindúes, aduciendo que si los ingleses las protegían, entonces no quedaría a los árabes nada que robar.

Al año siguiente, los joasmees devastaron metódicamente las costas indias, interceptando los barcos de cabotaje y algunos incluso a menos de setenta millas de Bombay. Habían vuelto los días de Angria. Aquel año, los piratas hicieron más presas que nunca. Su flota alcanzaba proporciones impresionnates: sesenta y cuatro dhows de guerra, sin contar las numerosísimas embarcaciones pequeñas, y esta fuerza naval era tripulada por un total de siete mil hombres. Los más grandes de los dhows se habían convertido en formidables instrumentos de combate, con proas elevadas que permitían dominar los barandales de las fragatas; ventaja que ofrecía a los piratas la posibilidad de capturar hasta los buques poderosos mediante su método favorito del abordaje. La mayor parte de los dhows llevaban en el puente un cañón largo, con el que podían barrer el puente del enemigo.

La redúcción final de los joasmees tuvo lugar en 1819, al asumir sir W. Grant Keir el mando de una escuadra que incluía el Liverpool, de cincuenta cañones, el Edén, de veintiséis, y media docena de cruceros de la Compañía. Las fuerzas terrestres se componían de mil seiscientos europeos y mil cuatrocientos soldados indígenas. Seyid Saed, rey de Omán, contribuyó a esta flota con tres buques de Mascata y un contingente de cuatro mil árabes.

La expedición obró con rapidez y obtuvo un éxito completo. La prontitud con que Keir arrasó las fortalezas y destruyó los barcos de la Costa de los Piratas fue un testimonio de la criminal blandura que había permitido a los joasmees prolongar su existencia por tanto tiempo. Por cierto que aun en lo sucesivo se produjo una que otra agresión; pero se trataba de incidentes en torno al tráfico de esclavos, practicado por los joasmees entre Africa y Asia, más que de acometidas deliberadas contra los buques ingleses, y estos asaltos eran seguidos e invariablemente de severas represalias por parte de un gobierno de las Indias que supo ser fuerte.

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