Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO SEGUNDO del Libro ICAPÍTULO CUARTO del Libro IBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO III

LOS SUCESORES DE BARBAROJA




Los sucesores inmediatos de los poderosos hermanos fueron sus tenientes, hombres elegidos por ellos y formados por su escuela. Ninguno de ellos igualó a sus maestros; ninguno poseía la imaginación de un Kair-ed-din, ni su talento de gran administrador; pero su grupo se distinguió por la misma audacia, y todos infligieron inmensos daños al comercio europeo.

El primero fue Dragut, oriundo de Anatolia, ciudad de Asia Menor, frente a Rodas. Era uno de los raros jefes de la marina turca, nacido musulmán. Sus padres eran labriegos, pero como esta vida oscura y penosa convenía mal al ingenio enérgico y ambicioso del joven Dragut, escapó a los doce años de edad, tomó servicio a bordo de un buque de guerra turco y pronto se ganó la reputación de buen piloto y notable cañonero. A poco tiempo, llegó a ser propietario de una goleta con la que emprendió expediciones felices por el Levante.

El rumor de sus hazañas no tardó en llegar a oídos de Kair-ed-din, el cual, pronto a juzgar el talento, invitó a Dragut a establecerse en Argel, le confió el mando de doce galeras y le envió al mar, a correr su propia fortuna y la del beglerbeg. Desde entonces, Dragut no pasó un solo verano sin estragar las costas de Nápoles y Sicilia, y no toleró nunca que los navíos cristianos cruzaran entre España e Italia, pues cada vez que lo intentaban, los interceptaba invariablemente y cuando no lograba capturar su presa, se exculpaba ante sí mismo con golpes de mano sobre el litoral, saqueando villorios y ciudades y llevando a cautividad multitudes de ribereños.

A la larga, sus éxitos se hicieron tan insoportables a Carlos V, que el emperador despachó en 1540 una orden especial a Doria, empeñado en aquel entonces en la caza general a los piratas que acabamos de describir en el capítulo anterior, intimándolo para que le sujetara y procurase por todos los medios purgar los mares de tan intolerable plaga. El almirante transmitió la orden a un sobrino favorito, Gianettino Doria, el cual salió inmediatamente en busca de Dragut, sorprendiéndole en tierra, sobre la costa de Córcega, en el momento en que discutía con su tripulación el reparto del botín.

Por una vez, el pirata había sido cogido de improviso, y tras una lucha salvaje, pero desesperadamente desigual, se vió obligado a entregarse. El joven Doria regaló el cautivo a su tío, y Dragut pasó los cuatro años siguientes encadenado junto a los remos de su propia galera.

El pirata recuperó su libertad durante el período de la alianza con Francia, mientras la armada de su patrón anclaba en la bahía de Tolón. Juan Parisot de la Valette, el futuro gran maestre de los caballeros de Malta, estaba haciendo una visita a Andrea Doria cuando reconoció al famoso corsario en medio de los esclavos de la galera. El propio La Valette había manejado el remo como prisionero a bordó de uno de los buques de Barbarroja y conocía de vista al más distinguido de los tenientes del gran capitán. Su propia experiencia le hacía sensible a la miseria del otro; era, además, un hombre amable y cortés, en suma, un caballero a la antigua.

- Signor Dragut -dijo saludando al prisionero-, esta es la ley de la guerra.

- La fortuna ha cambiado -replicó el jefe corsario.

El cristiano asumió el papel de negociador entre Doria y Kair-ed-din, y finalmente se impuso a Dragut un rescate de tres mil coronas. Fue un trato que toda la cristiandad y el mismo almirante hubieron de lamentar en días venideros. Ese género de tratos era cosa frecuente aun en los momentos en que la indignación ante los excesos de los berberiscos estaba en su clímax: Eran debidos, por una parte, a la codicia, ya que un hombre adinerado y con amigos producía mayor beneficio vivo que muerto; y, por otra, al temor a las represalias del enemigo. Aun durante el siglo siguiente, cuando todas las interpretaciones acerca de la piratería concordaban en ver en los corsarios nada más que a simples bandidos y cuando todas las naciones occidentales intentaban poner en pie una organización capaz de aniquilarlos definitivamente, la política exigía el reconocimiento del sistema de rescates.

El retorno de Dragut al mando coincidió con el retiro de Kair-ed-din a Constantinopla. Puesto a la cabeza de todas las escuadras de Barbarroja en el Mediterráneo, pronto se hizo merecedor, en los trabajos de un historiador turco, lleno de admiración, al título de espada amenazadora del Islam. Diríase que su temeridad no retrocedía ante ningún riesgo. Así, se apoderó de una galera maltesa a bordo de la cual encontró un caudal de sesenta mil ducados, destinado a trabajos de fortificación de Trípoli, por entonces en posesión de los Caballeros. Son raros los corsarios qua hayan osado atacar de frente a la valerosa Compañía de San Juan. Habiendo comprobado que Argel ya era una base conveniente, Dragut salió en busca de otra, mejor situada, y se lanzó sobre la isla de Djerba, en aguas tunecinas y frente a la isla de Malta, que durante doscientos años había sido propiedad de la familia Doria. El almirante, claro está, se mostró muy enojado, pero la isla quedó en manos de Dragut que la fortificó hasta el punto de convertirla en una de las madrigueras más inaccesibles que hayan abrigado jamás a pirata alguno. Luego, en una sola incursión, se posesionó de Susa, Sfax y Monastir, plazas que Doria acababa de reconquistar por cuenta de España durante el verano anterior. Por último, capturó, gracias a un ardid a la manera de Ulises, el puerto tunecino de Mahdia o Africa, nombre bajo el cual es mencionado por los autores cristianos de la Edad Media.

Una vez más, el exasperado emperador se vió obligado a actuar. Ver a los moros atrincherados de nuevo sobre la costa de Túnez después de tantos trabajos y tantos gastos empeñados en reconquistarla y en protegerla con fortificaciones, era más de lo que podía aguantar el orgullo español. En Junio de 1550, fue enviada a Mahdia una expedición, siempre bajo el mando del viejo almirante Doria. Llegó ante el puerto mientras Dragut proseguía sus cacerías de verano en el golfo de Génova, la patria de Doria, habiendo conferido el mando de la plaza a su sobrino Hisar Reis. Hisar sostuvo un largo sitio, esperando la vuelta de Dragut y de su flota; pero finalmente, el 8 de Septiembre, un vigoroso asalto de los españoles expulsó a los defensores de la ciudad.

Dragut recibió lá noticia y huyó a Djerba. Creyéndose a salvo, puso sus galeras sobre la playa interior de la isla, para carenarlas. De pronto la escuadra de Doria hizo aparición ante el angosto paso que daba acceso al lago, embotellando así al corsario.

Inmediatamente, Doria envió mensajeros a Madrid y a otras capitales europeas, anunciando su triunfo; después estableció un bloqueo, seguro de coger al zorro en cuanto saliese por la abertura de la trampa. Esperó mucho tiempo. Finalmente, Doria se arriesgó hasta el interior del estrecho canal, pero cuando llegó al lago, fue solamente para descubrir que el zorro había desaparecido.

La explicación del espejismo era harto sencilla. Dragut, después de reunir a dos mil labriegos isleños con todos sus tripulantes y sus esclavos, los hizo cavar por el lado opuesto de la isla, un canal lo suficientemente largo para que las naves pudiesen ser haladas al mar; y mientras Doria contirtuaba vigilando, Dragut reasumía su interrumpida expedición, interceptando una galera procedente de Génova y que se dirigía hacia Djerba con refuerzos para el almirante español.

Dragut vivió quince años más. La última época de su vida comenzó y concluyó con dos furiosas tentativas del Gran Sultán de Constantinopla, de expulsar del Mediterráneo y hasta del mundo de los mortales, a sus viejos e irreconciliables enemigos, los caballeros de San Juan de Malta. Dragut, feliz de ajustar cuentas viejas, tuvo en ambas expediciones una parte importante; las dos fracasaron, sin embargo, y pereció en la segunda.

La hermandad aristocrática de los caballeros hospitalarios de San Juan, con sede en Jerusalén, había sido fundada en la época de la primera cruzada. La orden estableció entonces su cuartel general en la Ciudad Santa, donde sus miembros cuidaban a los enfermos con abnegación y combatían a los infieles con gallardía, hasta el día de su expulsión por Saladín en 1291.

Habiendo errando durante varios años en busca de un nuevo domicilio, los caballeros unieron sus fuerzas a las de un famoso pirata genovés, Vignolo de Vignoli, con el que conquistaron la isla de Rodas. Allí erigieron una serie de fortificaciones macizas, dentro de las cuales podían creerse al abrigo de los más violentos asaltos imaginables en aquellos tiempos. Fue el comienzo del segundo período de su existencia, tan rica en vicisitudes y en proezas.

Desde Rodas, los caballeros combinaron felizmente los dos oficios de mercaderes y de piratas. Su isla se hallaba en la encrucijada de las rutas de todos los buques mercantes que traficaban entre Alejandría, Constantinopla y los principales puertos del Mediterráneo Occidental. Su más lucrativo negocio era el transporte de esclavos; sin descuidar las oportunidades del paso de los barcos turcos o venecianos frente a su isla. No había nación cristiana que no se quejase a cada momento de sus excesos, cuando no prefería implorar su protección.

Los turcos hicieron varias tentativas para desalojarlos, pero fueron rechazados cada vez hasta que, en 1522, Solimán el Magnífico se arrojó contra la isla de una manera tan completa que después de un sitio de seis meses no les quedó a los hambrientos y maltrechos sobrevivientes otra salida que consentir en una honorable sumisión. Expulsados de Rodas, volvieron a la vida errante, vagando de plaza en plaza durante ocho largos años, período en que la Alta Puerta gozaba de una hegemonía absoluta en la cuenca oriental del Mediterráneo, en tanto que los hermanos Barbarroja amenazaban conquistar un predominio semejante sobre la mitad occidental.

El asilo siguiente de la hermandad fue Malta, que Carlos V les cedió en 1530 junto con la vecina ciudad de Tripoli. Al hacerlo, el emperador no era movido ni por la generosidad, ni por cristiana compasión hacia los vagabundos. Malta y Tripoli, por sí mismas, no tenían gran valor; pero una y otra constituían puntos estratégicos de vital importancia, protegiendo las aguas circundantes contra los turcos y los corsario&; Ahora bien, su Católica Majestad calculaba que los caballeros, habiendo perdido todos sus bienes, se estimarían felices de ganarse la vida en calidad de auxiliares de la policía de alta mar española.

Y no se equivocó: tomaron sus nuevos deberes muy en serio. Una vez más se les veía construir fortificaciones de inusitada solidez y poner a flote galeras que se convertirían en terror de los navíos musulmanes, regulares o no. Sus hazañas llegaron a ser proverbiales, y aun las embarcaciones turcas más grandes tenían escasas probabilidades de éxito frente a un número igual de galeras maltesas. De poseer los caballeros un número suficiente de buques, es casi seguro que los turcos habrían sido expulsados del Mediterráneo. Pero su flota no incluía más que siete galeras grandes, seis de las cuales estaban pintadas de rojo vivo, mientras que la séptima -la capitana- aparecía cubierta de un negro muy oscuro. Eran de un tamaño excepcional y estaban provistas de un armamento poderoso; sus remos eran manejados por esclavos musulmanes. Así es que durante muchm años los caballeros de San Juan se sustentaron con el saqueo de sus enemigos, llevando al mismo tiempo una existencia consagrada a la castidad, la piedad y la caridad.

La primera de las dos tentativas hechas por los musulmanes para tomar Malta, fracasó apenas comenzada. La armada conducida por Sinán, con Dragut como segundo, se aproximaba a la muralla de la ciudadela, cuando el Judío, habiendo examinado las defensas y cambiado algunas salvas, declaró que la plaza era inexpugnable y tomó curso al sur, hacia Trípoli. La fortaleza secundaria de los Caballeros no era guardada sino por cuatrocientos hombres, que fueron dominados rápidamente por los seis mil turcos de Sinán. Después, el pirata se hizo mar adentro, habiendo infligido a sus correligionarios pérdidas más severas que al enemigo.

El esfuerzo principal de los musulmanes fue emprendido en 1565. En este año, el sultán despachó una gran flota de ciento ochenta y cinco naves, más de cien de las cuales eran reales galeras llevando a bordo treinta mil combatientes bajo las órdenes de Piali Bajá, otro figurante en la larga lista de los tránsfugas que se pasaron de la Cruz a la Media Luna. Esta armada fue reforzada, frente a Malta, por Dragut, con una escuadra de galeras argelinas.

La expedición, como más tarde la de la Armada, requirió largos preparativos, y los caballeros, advertidos a tiempo, habían podido dirigir a Europa urgentes llamadas de socorro. La orden tuvo la súerte de tener por gran maestre, en la hora de mayor peligro, a un hombre de una sagacidad y valentía sin igual, a saber, a Juan de la Valette, un anciano de setenta años, que había pasado casi toda su vida en la hermandad y que había sido, treinta y cuatro años antes, uno de los defensores de Rodas. Era el cazador de piratas más experto de su tiempo. Habiendo vivido durante un año encadenado a un remo a bordo de una de las galeras de Barbarroja, conocía de vista a todos los jefes corsarios y a la mayor parte de ellos incluso de nombre. Fue él quien, hacíá veinte años, intercedió ante Doria en el asunto del rescate del mismo Dragut que ahora se disponía a desembarcar a sus temibles berberiscos con la radiante esperanza de escribir el último capítulo de las cruzadas con la sangre de los malteses.

Fue uno de los grandes sitios de la historia. Durante seis meses, los turcos minaron, practicaron brechas en las murallas, y precipitaron contra los baluartes a sus hordas de fanáticos ignorantes del temor a la muerte. Durante seis meses, los defensores, numéricamente muy inferiores al adversario, hicieron saltar contraminas, se lanzaron a furiosas salidas y resistieron con el valor de la desesperación cada vez que el enemigo penetraba en sus defensas. El resultado parecía depender únicamente de la llegada de los españoles. Languideciente transcurría el verano. Los españoles continuaban cometiendo imprudencias, como siempre, hasta que acabaron por perder la mitad del universo. Así el fin parecía inevitable: los caballeros llegaban al término de su resistencia, y la prometida ayuda no aparecía.

No llegó hasta que todo había terminado, y, sin embargo, fueron los españoles quienes salvaron Malta. Y es que cierto día, cuando lo que quedaba de los caballeros -un puñado de hombres heridos y hambrientos- iba a sucumbir, los turcos supieron que los refuerzos procedentes de España se aproximaban a la isla. Se produjo un pánico en pleno asalto; los musulmanes se precipitaron hacia sus barcos y huyeron mar adentro. El gran sitio había tomado fin, y los caballeros de Malta se habían hecho inmortales. La memoria del gran maestre sigue viva en nuestros días en el nombre de la capital de la isla defendida por él con tanta nobleza: La Valette.

El último entre los miles de hombres que perecieron en el curso del sitio fue Dragut que continuó luchando al lado de sus argelinos, mientras que el grueso de las fuerzas turcas huía presa de un pánico, provocado sólo por una mala noticia.

De la misma manera que Dragut había representado con distinción a los corsarios berberiscos en el sitio más impresionante del siglo XVI, así su sucesor tuvo el privilegio de representar la misma raza turbulenta seis años más tarde, en la batalla naval más formidable del siglo; una de las grandes batallas navales del mundo, y una de las batallas de la historia que han tenido consecuencias decisivas.

Durante aquellos seis años y por mucho que haya sufrido en Malta el prestigio de los turcos, la marina otomana continuaba siendo temible, y mientras dominase el mar, cualquier tentativa de romper la organización argelina sólo podía contar con un éxito parcial. Durante el intervalo entre Malta y Lepanto, Uluj Ali, conocido por la cristiandad bajo el nombre de Ochiali, cruzaba el mar con la misma desenvoltura que sus predecesores. La intención primitiva de Ochiali había sido hacerse sacerdote católico; pero sus estudios fueron interrumpidos por una incursión de piratas sobre su país, el de Casteli en Calabria. El joven fue sometido a esclavitud. Su conversión al islamismo, su marcada personalidad y su aptitud para la navegación pronto le hicieron pasar del banco de remeros a la toldilla, donde sus progresos le valieron el mando de su propio barco. Durante muchos años, Ochiali sirvió bajo las órdenes de Dragut, gozando de su plena confianza. Tomó parte en el sitio de Malta, y sus hechos en aquella ocasión llamaron la atención del Gran Sultán, el cual le nombró berlerbeg de Argel a la muerte de Hasan, hijo de Kair-ed-din. Hasan, administrador experto, había interrumpido la tradición marítima de los bajás argelinos, prefiriendo, según el modo más característico de los musulmanes, la tierra firme en vez del mar. Ochiali, fiel a la manera antigua de los Barbarroja, optó por el mar, surcando las aguas mientras lo permitía el tiempo. Después de su nombramiento, principió su alta carrera con la reconquista de Túnez (pero sin Goleta) para Selim II que había sucedido en 1566 a su padre Solimán el Magnífico.

Un día de Julio de 1570, por poco borraba la mancha del fiasco de Malta. Cruzaba cerca de la costa de Sicilia, cuando de pronto tropezó con cuatro grandes galeras maltesas. Encantado del encuentro, Ochiali dió la orden de atacar. Tras una ruda batalla, tres de las galeras fueron capturadas, entre ellas la capitana que Saint-Clément, el jefe de los Caballeros había abandonado al escaparse con el tesoro hacia la playa de Montichiario. Resultaron muertoS o hechos prisioneros, sesenta caballeros y hermanos legos de la órden.

La meta siguiente de Ochiali fue Chipre. Esta isla pertenecía a Venecia y la principal ocupación de sus pobladores era la piratería. Tal práctica no tenía la aprobación de Ochiali. Chipre era el cuartel general de los corsarios cristianos que saqueaban la costa de Siria. Además, su situación la convertía en una base inestimable para la conducta de la guerra en el Mediterráneo oriental, como también en un depósito conveniente de tropas y aprovisionamientos. Después de un sitio de cuarenta y ocho días, el 9 de septiembre, la capital, Nicosia, cayó y Ochiali se apresuró a pasar a Creta, devastando todas las ciudades y aldeas de la isla. Desde allí, la flota tomó curso hacia el Adriático.

La conquista de Creta se completó en el mes de agosto del año siguiente. A fines de septiembre, el corsario, habiéndose reunido con la principal armada turca mandada por Alí Bajá, el sucesor de Piali, fondeaba en el golfo de Corinto, sin sospechar que no habrían de transcurrir quince días sin que se viese envuelto en la última gran batalla de la historia naval del Islam.

La captura de Chipre impresionó la imaginación de la cristiandad más que ninguna agresión anterior de los corsarios. Venecia no había mantenido siempre relaciones muy amistosas con las demás potencias cristianas; pero esta vez el mundo occidental respondió a sus lamentaciones con inusitada unanimidad, reuniéndose a fin dé dar a los turcos una lección que no olvidarían jamás. El Papa Pío V asumió la dirección espiritual de la causa; invitó a todos los cristianos a acudir en ayuda de un estado italiano que durante varios siglos había irritado más que ningún otro a la Santa Sede. La caballería errante de Europa se precipitó hacia Italia; desde la misma Inglaterra, cuya reina había sido excomulgada por el Papa el año anterior, vino el gallardo marino protestante Ricardo Grenville. Las adhesiones oficiales resultaron menos entusiastas. Sólo España suministró una gran armada bajo el mando de Giovani Andrea Doria, sobrino del difunto almirante. El mando supremo fue conferido a Don Juan de Austria, el hijo de Carlos V y de la bella Bárbara Blomberg, por entonces un joven de veinticuatro años y que ha sido el más romántico de todos los caballeros errantes del siglo XVI. Entre los miembros menores de su estado mayor figuraba Miguel de Cervantes que iba a expulsar del mundo a la caballería errante en medio de las carcajadas de sus contemporáneos.

La flota punitiva contaba doscientas seis galeras y cuarenta y ocho mil hombres. No obstante su fuerza superior, esta armada operó con extrema prudencia, pues temía que Ochiali se escapase para ir a estragar las costas de Italia a su retaguardia, mientras ella vigilaba la escuadra principal de Alí Bajá.

Al recibir la noticia de la salida de la flota cristiana, los almirantes turcos retiraron sus fuerzas más al interior del golfo, fondeándola en el estrecho de Lepanto. Los turcos, aunque superiores numéricamente a los aliados, se encontraban debilitados por su arcaico armamento. Sus soldados continuaban usando principalmente, el arco y la flecha, sustituídos, en el campo cristiano, por las más modernas armas de fuego, y su artillería era de tipo anticuado.

En las primeras horas de la mañana del 7 de octubre, las dos armadas se enfrentaron una a otra. El enemigo fue señalado por el vigía de la galera de Don Juan: una vela aparecía a lo lejos, luego otra y otra, hasta que todo el horizonte se encontraba cubierto de siluetas. El almirante cristiano ordenó izar rápidamente el pabellón blanco, señal de batalla. Los esclavos recibieron carne y vino, indicio seguro de que les esperaba una ruda faena. Algunos oficiales destacados de la flota aliada propusieron celebrar un consejo de guerra; pero Don Juan rechazó su sugestión observando que había pasado la hora de los consejos y que en adelante no habían de pensar en nada más que en batirse. Luego hizo en una embarcación una ronda de galera en galera, y cada vez que pasaba ante la popa de una de ellas, mostraba a los tripulantes un crucifijo, prodigándoles palabras de aliento; los marineros contestaban con vítores. Regresado a su puesto en la toldilla, el almirante hizo desplegar el estandarte bendito con la imagen del Redentor y, cayendo de rodillas, encomendó su causa a Dios.

Eran cerca de las doce y el mar parecía inmóvil bajo la calma, cuando las dos armadas entraron en contacto. No hubo tentativas de maniobra, y tal cosa no habría sido posible: las dos flotas se encontraban flanqueadas por las orillas. Bruscamente, los buques se lanzaron los unos sobre los otros, en medio de ensordecedores rugidos: las detonaciones de la artillería que estallaron con una violencia como se las había oído nunca antes. Los barcos se abordaron aplastando los remos como si fuesen palillos de fósforos.

Los turcos se batían con furia, subiendo incansablemente al abordaje con sus cimitarras y sus espadas, para hacerse segar por el mortífero granizo de los mosquetes; pero finalmente, la superioridad del armamento de los occidentales produjo su efecto. A la caída de la noche, la resistencia de los turcos flaqueó, y la disciplina de las tropas aliadas acabó por convertir la derrota en desbandada.

Aquel día de octubre, el poderío naval de los ótomanos quedaba aplastado para no volver a levantarse nunca más. Durante varios siglos, los corsarios africanos continuaron estorbando y saqueando a los cristianos ribereños del Mediterráneo; pero ya no eran más que pandillas aisladas de bandidos, en vez de auxiliares de una potencia marítima de primer orden.

Ochiali salió ileso de la batalla llevándose el estandarte de los Caballeros, capturado en la capitana del almirante maltés, y fue exhibido en la mezquita de Hagia Sofía. Vivió hasta 1580. Con él murió la raza de los reyes piratas. Hubo poderosos corsarios después de él -la especie no se extinguió en Argelia hasta el siglo XIX y su número fue probablemente más grande en el siglo XVII que en el XVI-, pero no detentaban ninguna autoridad fuera de la que les confirieran sus capacidades personales.

El primero de los grandes capitanes independientes fue Murad que había aprendido el oficio bajo las órdenes de Kair-ed-din y de Ochiali. Como tantos representantes de su especie, había nacido cristiano (de padres albaneses), raptado de niño y llevado a la cautividad. Su amo, Kara Alí, un corsario argelino, se mostró encantado de su prisionero de doce años y le adoptó. Advirtiendo en el mozalbete un ingenio vivaz y lleno de audacia, sintió hacia él un profundo afecto y a poco tiempo le confió el mando de una galeota, pues Murad mostraba en toda ocasión una inteligencia sorprendente a su edad.

El joven tomó parte en el sitio de Malta en 1565; pero después del desastre sintió repugnancia hacia la disciplina y la monotonía del servicio en la marina otomana. Abandonó la flota y comenzó a trabajar por cuenta propia a bordo del navío de su patrón. Su ciencia náutica no resultó tan brillante como se había creído, porque metió a su barco sobre las rocas y lo perdió, pero salvó su tripulación, sus esclavos y sus armas, poniéndolos a salvo en la orilla de un islote frente a la costa de Toscana. Allí los náufragos permanecieron hasta que los recogieron algunos barcos argelinos.

Murad fue llevado a Argel, donde tuvo que presentarse ante un Kara Alí en extremo irritado y que, para manifestarle su descontento, le quitó los esclavos y lo despidió. Murad, herido en lo vivo y sintiendo a pesar de todo una violenta vocación para la marinería, logró apoderarse de una pequeña galera de quince remos con la que desapareció rumbo a la costa de España. Una semana después, volvió trayendo a remolque tres bergantines españoles y ciento cuarenta cristianos. Su golpe feliz le aseguró una buena reputación y le reconcilió tan completamente con su patrón que éste le dió otra galera. Murad se hizo inmediatámente a la mar, ansioso de tentar su suerte a bordo de su nuevo barco; pero esta vez obró con más prudencia, colocándose bajo las órdenes de un corsario más viejo que él y conocido como marino consumado. Era Ochiali. Aquella expedición redundó en la captura de tres galeras maltesas en aguas de Sicilia.

En enero de 1578, Murad adquirió una escuadra de varias galeotas, que pasó a ser de su propiedad. Ahora navegaba como capitán debidamente calificado. Aquel año no le ocurrió nada digno de mención, excepto que dejó deslizársele entre los dedos al duque de Tierra Nueva, virrey de Sicilia que se retiraba a la vida particular. Mas el año 1580 le vió héroe de una hazaña que había de hacer su nombre tan célebre como el de Francis Drake que acababa de regresar de su viaje de bucanero en torno al mundo.

Habiendo salido de Argel en abril de 1580 con sólo dos galeotas, Murad cruzaba tranquilamente frente a la costa toscana, cuando de pronto vió aparecer por encima de un promontorio rocoso los altos mástiles de dos galeras ancladas. Estas naves eran propiedad de Su Santidad el Papa Gregorio XIII y una de ellas resultó ser la capitania o sea la galera del almirante papal.

Ante este espectáculo, se le volvió agua la boca, pero a despecho de toda su intrepidez, vacilaba en atacar con un par de ligeras embarcaciones de remo, a dos buques poderosamente armados. En el preciso momento en que se estaba preguntando qué debía hacer, tuvo la suerte de ver llegar a otras dos galeotas argelinas del mismo tipo que las suyas, es decir, movidas por remos y provistas de una vela auxiliar. Inmediatamente se le ocurrió al ladino corsario un buen medio para servirse de ellas. Las galeras papales desconfiarían de cuatro barcos, pero no de dos, pues estarían seguras de dominarlos. Murad tomó, pues, a remolque los recién llegados, les hizo bajar sus mastlles y se aproxImo remando a las confiadas galeras.

El plan le salió bien. Las tripulaciones papales no vieron a las galeotas remolcadas hasta que el enemigo desembocó por detrás del promontorio y se lanzó sobre ellas. Sus oficiales superiores se hallaban en tierra, y se produjo un pánico a bordo de las poderosas galeras al surgir por encima de los barandales las cabezas enturbantadas de los piratas. Después de un rápido y violento combate, ambas galeras fueron capturadas.

Fue una redada fabulosa para Murad, pues las galeras resultaron tan cargadas de tesoros como de cristianos. Los vencedores hallaron encadenados a los remos un centenar de esclavos turcos y moros y, además, cierto número de criminales cristianos que purgaban su pena, en su mayoría -relata con malicia el protestante Morgan-, sacerdotes, monjes y demás frailes que no habían sido metidos allí precisamente por sus virtudes. Hubo entonces un importante movimiento de cadenas: los esclavos musulmanes abandonaron sus asientos a la explotación de las galeras. En cuanto a los sacerdotes, monjes y hermanos legos, cambiaron de carcelero, pero sin cambiar de calabozo.

Los ininterrumpidos éxitos de Murad suscitaron celos muy comprensibles en sus rivales. El propio almirante de Argel, Arnaut Memi, se hizo a la mar con catorce galeras, deseoso de demostrar que aquella hazaña no era cosa difícil para un hombre competente. Arnaut se ausentó durante dos meses y después de haber barrido todo el Mediterráneo, regresó a su base para enseñar el resultado de su trabajo de verano: un cristiano ciego, capturado en la isla de Tursia.

El concurso no fue favorable a los competidores, y el nuevo gobernador bajá, recién llegado de Constantinopla y quien, en virtud de su cargo, tenía derecho a un décimo de todo el botín traído por los corsarios, no tardó en mostrarse disgustado al ver disminuir el producto de las incursiones. La décima parte del precio de un mísero ciego no enriquecía al bajá. Este, habiendo convocado a todos los capitanes piratas, les declaró crudamente que no eran más que una gavilla de cobardes, perezosos y fanfarrones, y que ninguno de ellos, con excepción de Murad Reis, no valía la cuerda para ahorcarle. Concluyó anunciando que iba a enseñarles cómo se hacía una expedición.

Dicho y hecho. Ordenando, con fines de instrucción, a los patrones de treinta y dos galeotas y galeras, que unieran sus navíos a los suyos, se puso a la cabeza de la escuadra y tomó curso hacia Cerdeña.

La primera lección no resultó muy convincente. El bajá ocultó a sus corsarios en la pequeña isla de San Pietro y esperó allí con intención de sorprender la ciudad de Iglesia. Por desgracia, fue descubierto; se dió el toque de alerta, y la playa sobre la cual pensaba desembarcar, se encontró ocupada inmediatamente por tantos sardos feroces y armados hasta los dientes, que el bajá juzgó preferible transferir su demostración a otro lugar y a otro momento.

Entonces se alejó hacia el Norte y apareciendo en aguas de Oristano, desembarcó mil quinientos fusileros, los cuales marcharon sobre una ciudad sita a cuarenta millas al interior, guiados por un esclavo remero oriundo de Cerdeña, y al que llevaban sólidamente sujeto a cuatro vigorosos marinos. Lanzáronse al ataque, se apoderaron de setecientos de lós vecinos, a los que condujeron a la isla Mal di Ventre. Allí, los piratas izaron un pabellón de tregua e invitaron a los sardos a que vinieran a rescatar a sus compatriotas. La propuesta fue aceptada; llegó una delegación y comenzaron las negociaciones. Tras prolongados regateos, el corsario acabó por rebajar su precio hasta treinta mil ducados; pero los isleños rehusaron pagar más de veinticinco mil. El moro se desconcertó; los sardos rompieron las negociaciones, y el bajá furioso por no poder obligar a aquellos insulares a que satisficiesen su demanda, partió reducido a vender a sus prisioneros al precio que obtuviera en el mercado libre.

Prosiguiendo su ruta hacia el Norte, logró un golpe de mano o dos más; pero enterándose en aquellos momento de que Andrea Doria le estaba dando caza con diecisiete galeras, estimó que la proximidad de Cerdeña y Córcega se hacía demasiado peligrosa para él, y sé volvió atrás, tomando curso a España. De paso, casi capturaba con todo su estado mayor y su barco, al virrey de Sicilia, el sucesor del duque que había escapado a Murad; y tanta mala suerte hizo que el bajá, menos dueño de sí mismo que aquél, se mordió las uñas y regó su barba con lágrimas, manifestando así su decepción.

Su siguiente desembarco, un golpe de mano en los aledaños de Barcelona, le valió cincuenta prisioneros españoles, pero amotinó de tal manera la comarca que tuvo que optar una vez más por buscar suerte en otra parte.

Eligió entonces una localidad vecina de Alicante y desde la cual, poco tiempo antes, algunos moros le habían enviado un mensaje, ofreciéndole una cuantiosa recompensa si consintiese en ir a libertarlos. Presentándose de noche frente a la costa, el bajá despachó una embarcación a tierra a fin de advertir a los moriscos de que había llegado ayuda y que habían de estar listos para salir. A poco tiempo, un sólido grupo de soldados, remando con todas las fuerzas, se aproximó a la playa; luego volvió con más de dos mil hombres, mujeres y niños, cargados de bienes, y embarcados rápidamente los fugitivos, la flota se hizo mar adentro sin haber perdido un solo soldado o pasajero.

Ahora las galeras se encontraban tan atestadas que amenazaban hundirse con los cautivos, los pasajeros y el botín. El bajá se dirigió, pues, directamente hacia Argel, deteniéndose una sola vez para recoger un mercante cargado de trigo, procedente de Ragusa y que se arrojaba a sus brazos. Tres meses después de haber salido de Argel, el gobernador regresó con un botín y un número de prisioneros, que representaban una fortuna. Apenas llegado a tierra, convocó de nuevo a los corsarios profesionales y los invitó a contestar a la siguiente pregunta: ¿Quién era el mejor pirata, él o ellos?

Mientras tanto, Murad Reis seguía su camino, igualmente indiferente hacia los competidores y los bajás. Tres años después de la vuelta de su superior de una expedición que, a fin de cuentas, no habría sido para él más que una excursión de recreo, el gran Reis llevó a feliz término la empresa más espectacular de toda su carrera. Hizo lo que ningún argelino había hecho antes: cruzó el estrecho de Gibraltar y se fue a merodear por el Atlántico. Hasta los más temerarios piratas se habían limitado a navegar a la vista de la tierra, excepto cuando tenían que hacer las travesías inevitables de una costa a otra del Mediterráneo. Murad salió de Argel en 1585, con tres galeotas de combate. Al hacer escala en Salé, nido de piratas en pleno desarrollo, situado en el litoral de Marruecos, y que había de llegar un par de años más tarde, a ser tan importante como Bugie o Argel, el corsario fue reforzado por algunos bergantines. La bien formada escuadra franqueó entonces el estrecho de Gibraltar y se lanzó a través de las setecientas millas de océano, que la separaban de las Islas Canarias; camino tan desconocido a los musulmanes como lo había sido a los occidentales hacía dos siglos. Murad, habiendo capturado a un hombre que pretendía conocer la ruta, le nombró piloto. Mas cuando, después de varios días de duro azoque sobre los remos y con la ayuda ocasional de las velas (no habían explorado todavía los misterios del voltejeo), llegaron a la vista de algunas islas, el piloto no reconoció su destino y confesó a Murad sus temores de que la escuadra hubiese dejado muy atrás a las Canarias. A eso, Murad contestó:

- Aunque no estuve nunca allí, declaro que lo que tú me dices es imposible. Así, pues, sigue el mismo curso.

Tenía razón y el piloto se equivocaba: a los pocos días vieron surgir en el horizonte calentándose apacible al sol estival, la isla de Lanzarote.

Apenas vista la tierra, los piratas arriaron las velas y bajaron los mástiles para no arriesgar ser descubiertos por los isleños. Caída la noche, se pusieron en marcha. Remando suavemente y en silencio, desembarcaron doscientos cincuenta fusileros en los aledaños de la ciudad principal. La sorpresa fue completa. Los habitantes no tuvieron tiempo de defenderse. Los piratas saquearon la plaza y se llevaron trescientos prisioneros. El gobernador consiguió escapar, pero su madre, su esposa y su hija se vieron arrastradas hacia una de las canoas.

Al despuntar el día, Murad echó anclas junto a la playa e izó el pabellón de fregua, invitando a los habitantes a venir a rescatar a sus amigos y parientes. El gobernador vino primero. Mediante un duro rescate pudo llevarse a su familia. Los demás miembros de la alta sociedad imitaron su ejemplo de suerte que sólo los humildes y los solitarios tuvieron que resignarse en su lamentable situación.

Murad partió sin pérdida de tiempo; mas poco faltaba para que nunca volviese a ver su país. La noticia de sus hazañas le había precedido, y Don Martín Padilla, a quien los vientos tratarían con tanta desenvoltura una docena de años más tarde cuando Felipe II le enviara a tomar represalias contra Inglaterra por los actos cometidos por Essex y Raleigh en las Azores, acechaba al corsario en el estrecho de Gibraltar.

Murad fue advertido a tiempo para evitar caer en manos de Padilla, pero no lo bastante temprano para poder cruzar el estrecho antes de que el español hubiese ocupado su puesto. Forzar el paso era cosa imposible: Padilla disponía de quince galeras de línea. Murad se escurrió hacia un oscuro puerto de la costa marroquí, donde se mantuvo escondido durante un mes, al final del cual aprovechó una noche de tormenta para pilotar su minúscula escuadra a través del bloqueo, llevándola a sus aguas natales.

La proeza siguiente de Murad fue realizada cuatro años más tarde. Esta vez, el pirata cruzaba en alta mar con una sola galera: ¡qué significativo contraste con la era de Barbarroja y de Dragut! Después de haber hecho un par de presas frente a la costa de Córcega, Murad se dirigió hacia Malta, donde encontró un barco francés de aquellos fieles amigos del turco -cuyo amable capitán le proveyó de informes sobre una real galera de Malta, La Serena, que se hallaba camino a Tripoli.

Murad se apostó junto a cierta isla, seguro de que la galera maltesa debía pasar por allí. Sus subordinados le decían, que iba a perder su tiempo; pero Murad, adicto a la magia negra como todos los hombres de su época, consultó su libro hechicero (una ilusión verdaderamente diabólica, dice Haedo, el sabio cronista español), y supo por el oráculo que debía seguir esperando un poco más. Lo cierto es que a la mañana siguiente, la gran galera apareció atravesando su campo de vista; llevaba a remolque una presa turca. El libro hechicero había resultado verídico; pero el tamaño de la víctima suscitaba ciertas dudas acerca de la amabilidad del capitán francés.

El éxito parecía inseguro, -una pequeña galeota contra una galera de primera clase, de alto bordaje-, de modo que Murad estimó prudente dar aliento a su tripulación. Conque reunió a sus hombres en torno suyo y les hizo una arenga concluyendo con la siguiente peroración destiriada a inspirarles:

- No temáis la muerte puesto que habéis dejado vuestro país para buscar fortuna y gloria y para servir a nuestro gran profeta Mahoma.

El discurso fue muy aplaudido, y la tripulación vitoreó a su capitán. Mientras tanto, el maltés había huído, y la persecución comenzó a grandes latigazos sobre las espaldas de los esclavos. Los Caballeros eran los últimos en querer huir ante el enemigo; pero el comandante de La Serena no podía creer que la galeota fuese el solo barco que le daba caza. Antes de aceptar el combate, ordenó al vigía le señalase el número de las demás embarcaciones que le siguieran. Cuando tuvo la seguridad de que no había ninguna, tomó las disposiciones necesarias para virar a bordo y capturar al insolente corsario. Súpose más tarde que los Caballeros, al descubrir que la galeota navegaba sola, habían exclamado como una sola voz: ¡No puede ser nadie más que el demonio de Murad Reis!

Una vez más la fortuna tomó el partido de la temeridad. A la primera descarga del cañón del corsario, la mediocre arma repartió sus proyectiles con tanta precisión que todos los artilleros cristianos cayeron muertos o heridos en sus puestos. Este imprevisto despliegue de artillería decidió inmediatamente de la suerte del combate. Indefensos desde un principio, los cristianos tuvieron que entregarse media hora después de comenzada la lucha.

Murad, que tenía motivo para estar contento de sí mismo, se dirigió hacia Argel, mientras sus prisioneros remaban tristemente, obligados a acelerar la llegada al destino que significaba para ellos la esclavitud. Disponiéndose a aterrizar en la costa africana, los argelinos tropezaron en el momento de dar la vuelta a una punta, con un pirata mallorquín que se encontraba allí al acecho, ocupado en lo mismo a que se dedicaban ellos. Esta forma de competencia ante sus propias puertas, a la manera de salteadores de caminos, era un asunto demasiado grave para pasarlo por alto cerrando los ojos. Murad se apoderó del mallorquín y procuró proporcionar trabajo a sus tripulantes asignándoles cuarenta y cuatro vacantes en los bancos de remo de la real galera maltesa. A los dos días, el corsario entró en el puerto de Argel con sus dos presas, -las cuales llevaban la bandera puesta a media asta, según prescribía la costumbre en tales casos-, recibido por repetidas salvas de los cañones grandes y pequeños. Toda la ciudad se había lanzado a la calle para aclamar a su hijo más distinguido, y el bajá no solamente le dió una escolta de jenízaros, sino que le hizo objeto del honor más grande que podía imaginarse, enviándole su propio caballo para conducirle a Palacio.

Murad concluyó su carrera como almirante de Argel, cargo al que fue nombrado en 1595. Dejaba el cumplimiento de la mayor parte de sus funciones oficiales a un substituto, e invariablemente se hacía a la mar por su cuenta, tan pronto como comenzaba la temporada. Desaparece de la crónica después de haber sido herido cinco veces por los proyectiles de los Caballeros. Se sabe que regresó a Argel luego de su último encuentro; pero la historia no nos dice si murió de sus heridas o si llegó a la edad provecta después de haberse retirado.

Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO SEGUNDO del Libro ICAPÍTULO CUARTO del Libro IBiblioteca Virtual Antorcha