Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO PRIMERO del Libro IICAPÍTULO TERCERO del Libro IIBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO II

LOS PRIMEROS PIRATAS INGLESES




Puesto que la caza inglesa tiene en sus venas la sangre de los piratas más intrépidos de la historia, -normandos, sajones y daneses-, no es de extrañar que se convirtiera con el tiempo en la primera nación de corsarios. Pero mucho antes de la conquista y organización de su isla por los invasores llegados de allende el Mar del Norte y del Canal, los británicos gozaban ya, en el extranjero, fama de sobresalir en el arte al que habían de dar sus más ilustres representantes.

Es la maldad de las poblaciones ribereñas del sur de Inglaterra la que tiene la culpa de la invasión de Gran Bretaña por Julio César en el año 55 antes de nuestra era.

Los feroces piratas venecianos se habían hecho demasiado molestos al conquistador de Galia, pues gran parte de sus fuerzas era reclutaba al otro lado de la Mancha. César se dió cuenta de que el medio más seguro de someter a los venecianos consistía en aplastar primero a los británicos: y sobrevino la invasión. Esta es una enseñanza de la que Felipe II habría podido derivar gran beneficio dieciséis siglos más tarde, si hubiese invadido Inglaterra antes de agotarse en su tentativa de reducir las sublevadas provincias neerlandesas.

Tanto los navíos de los venecianos como los de los británicos eran de poco calado, construídos sólidamente de roble unido con pedazos de hierro y provistos de anclas sujetas con cadenas en vez de cuerdas. Aunque dotadas de remos, estas embarcaciones contaban principalmente con sus velas de piel curtida. Sus puentes tenían un pie de espesor y por pequeños que fuesen estos barcos, estaban construídos tan sólidamente que los romanos no podían echarlos a pique con su método favorito del acicate. No fue sino hasta el momento en que comenzó a destruir el aparejo de los piratas con ganchos acerados y encabadas sobre berlingas, cuando César logró derrotarlos en el mar.

Hacia el año 43 de nuestra era, la conquista de Inglaterra por los romanos quedaba terminada y durante más de trescientos años el país formó parte del Imperio. La piratería, sin embargo, continuó floreciendo aún bajo la dominación imperial y a despecho de la formidable classis britannica que poseía Roma. No fue sino durante el reinado del emperador Maximiliano, en 286, cuando se tomaron medidas eficaces para asegurar el control de los estrechos. Se organizó y se llevó a cabo una expedición con las características del famoso espíritu realista de los romanos. El mando fue confiado a Marco Aurelio Caurasio, que desde niño estaba familiarizado con las aguas cuya policía iba a asumir. Desde su base en Boloña, Caurasio patrullaba hacia Oeste y hacia el Norte a través del Canal, y a poco tiempo tenía arrinconados en sus respectivas madrigueras a los piratas francos y nórdicos.

Caurasio era no se sabe si escocés o belga. De joven había servido como piloto, y gozaba reputación de ser un marino de gran clase. Posteriormente pasó al ejército romano, donde su talento y fuerza de voluntad le llevaron rápidamente a la cúspide de la jerarquía.

Mas las recompensas que le valían su mérito profesional pronto le parecieron mediocres e hizo como tantos, otros antes y después de él: se puso de acuerdo con los piratas, ofreciéndoles protección a cambio de una parte de su botín. Enterado el gobierno de su traición, fue condenado a muerte; pero prevenido a tiempo, cruZó la Mancha y se refugió en Inglaterra. Allí se proclamó jefe independiente y vió adherírsele tanto la legión romana estacionada en la isla, como gran número de piratas francos. Durante siete años, asumió así un papel de rey de corsarios de Gran Bretaña, construyendo una flota suficientemente grande para derrotar la armada romana enviada para capturarle. Fue asesinado en 293, -según el modo practicado Con los emperadores romanos- por el prefecto de su propia guardia.

La caída del Imperio cogió a Inglaterra de improviso. Incapaz de defenderse contra las invasiones de los pictos y los escoceses, vió infiltrarse pronto en todo el país también a los piratas norteños. Estos últimos, durante varios siglos después de la salida de los romanos, utilizaron las desgraciadas islas como terreno de caza, devastándolas con golpes de mano y saqueos y estableciéndose allí cada vez más sólidamente.

Las depredaciones de los piratas nórdicos fueron detenidas pasajeramente bajo el reinado de Alfredo. Gracias a una administración enérgica, el país recobró la tranquilidad y fuerza necesarias para su defensa. En 897, Alfredo comenzó la creación de la primera marina inglesa. Si podemos dar crédito a la Crónica Sajona, sus navíos fueron de tipo nuevo y aproximadamente dos veces más grandes que los anteriores, siendo movidos por sesenta y aun más remos. Se promulgó una ley según la cual todos los normandos debían ser tratados como piratas y exterminados sin compasión. Así se puso fin al regateo que constituían las compras de extensiones temporales a cambio de tributos. La eficacia de las medidas decretadas por Alfredo se reveló bajo el reinado de su nieto Atelstán quien condujo la flota inglesa contra una fuerza de invasión danesa, que saqueaba Sandwich, y la derrotó en la primera auténtica batalla naval de la historia de Inglaterra. Nueve buques enemigos fueron capturados y el resto dispersado a los cuatro vientos.

La enseñanza pasó desaprovechada. Cuando en 991 volvieron los daneses, hallaron al rey Etelred ocupado en ganarse el título de mal aconsejado que añadiría a su nombre la posteridad. Los invasores saquearon la costa de Essex sin encontrar más que una resistencia blandísima; y fue preciso comprar su salida pagando diez mil libras, suma que fue recaudada mediante una contribución denominada el danegeld. Reaparecieron a poco tiempo, y hacia 1014, todo el país se hallaba en sus manos. El indolente Etelred se vió obligado a buscar su salvación fugándose a Normandía. Los nuevos amos traían por lo menos una ventaja: un poderío naval que durante mucho tiempo aseguró al país una inmunidad relativa frente a las incursiones ulteriores de los piratas.

Hacia fines de la Edad Media, mientras Inglaterra ocupaba un lugar cada vez más importante entre las naciones europeas, al mismo tiempo que su comercio se encontraba en pleno desarrollo, la piratería floreció como nunca en los mares contiguos y sobre todo en el Canal. Durante el reinado de Enrique II, los riesgos que los bandidos irlandeses, escoceses, valones y franceses hacían correr a los mercantes en las rutas entre Inglaterra y Francia, llegaban a ser tales que los barcos apenas osaban salir de los puertos. El fenómeno familiar de la desaparición del comercio y del alza de precios se acentuó. Bajo el reinado de Enrique y de sus sucesores Eduardo I y Eduardo II, se logró conjurar una vez más la peor de las calamidades gracias a una extensión de la flota y una enérgica política naval. Mas a la muerte de Eduardo II, el Rey del Mar, en 1327, la marina entró en decadencia; gran número de los mejores buques fueron vendidos, y volvió a comenzar la vieja historia. Finalmente, los mercaderes de las ciudades marítimas tuvieron que recurrir a sus propias fuerzas, imitando el ejemplo de la Liga Anseática, como único medio de evitar el estrangulamento de su comercio.

Tal fue el origen de la Liga de los Cinco Puertos. La coalición primitiva, que databa de más de un siglo, incluía las cinco ciudades de Hastings, Romey, Hythe, Dovres y Sandwich, a las que se unieron posteriormente las dos antiguas villas de Winchelsea y Rye. Su misión era proteger el litoral sudoccidental de Inglaterra y ejercer la policía en los mares circuridantes. A cambio de tales servicios les eran concedidos por la corona ciertos privilegios. El oficial más alto de la federación asumía el cargo de almirante de los Cinco Puertos, que hasta en nuestros días continúa teniendo su residencia en el castillo de Dovres.

Una de las prerrogativas más provechosas de la Liga consistía en el derecho de saquear todos los mercantes que navegaban por el Canal, salvo los ingleses. Es fácil adivinar las consecuencias. Los buques de guerra de los Cinco Puertos interpretaban tal privilegio a su manera, y pronto los barcos de las potencias amigas e incluso los ingleses comenzaron a resentirse de la protección asumida por la Liga. La situación en la Mancha y hasta en el Mar del Norte bajo el régimen de los piratas autorizados se convirtió en peor de lo que había sido antes. Los altos funcionarios de las ciudades mismas llegaron a ser capitanes de ladrones. En 1322, para citar un solo ejemplo, el alcalde de Winchelsea, Roberto Battayle, robó a dos mercaderes de Sherborne su barco con todo el cargamento. No transcurría un año sin que el Consejo de la Corona se viera abrumado de innumerables reclamaciones de ese género. Pronto el gobierno estuvo harto de sus propias criaturas y pasó a castigarlas con severidad. Vemos en 1435 a un tal William Morfote, miembro del parlamento de Winchelsea, implorando el perdón del rey por haberse escapado del castillo de Dovres, donde había sido encarcelado como culpable de actos de piratería, cometidos con un navío tripulado por cien hombres suyos.

Las demás ciudades marítimas de Inglaterra manifestaban naturalmente un vivo resentimiento ante los privilegios de los Cinco Puertos y la desenvoltura con la que éstos los interpretaban. En cierta ocasión, su rencor se acaloró hasta el punto de hacer estallar una batalla entre la escuadra de Yarmouth y la de los Cinco Puertos en un momento en que una y otra luchaban contra un enemigo común; y la riña armada no finalizó hasta que veinticinco barcos de Yarmouth habían perecido presa de las llamas. El incidente dió lugar, durante cerca de doscientos años, a violentas recriminaciones, y el resultado de la creación de aquella policía del Canal fue hacer que la última fase de la piratería pareciera mucho más intolerable que las anteriores.

Los rivales más intratables de los Cinco Puertos eran, con mucho, las ciudades de Devon y de Cornualles. Las depredaciones de los hombres del Oeste se habían limitado, al principio, a las villas y aldeas vecinas y a mercantes que pasaban a poca distancia de sus puertos; pero muy pronto los marinos de aquellas dos comarcas se mostraron más audaces, extendiendo su radio de acción en busca de nuevas víctimas y llegando a saquear la costa francesa de enfrente. Los bretones no eran gente para aceptar sin respingo tamaño trato, y los asaltantes del Oeste no tardaron en darse cuenta de que tendrían trabajo de sobra para defender sus propias casas.

La actividad de los corsarios bretones sale del cuadro de este capítulo; pero uno de ellos, por ser el personaje tal vez más romántico que jamás haya mandado un buque pirata, merece una breve digresión. El 2 de agosto de 1343, el señor Olivier de Clisson, uno de los nobles más influyentes de Nantes, acusado de intrigas con los ingleses, fue llevado a París y decapitado. Su cabeza fue devuelta a Nantes y colgada de la muralla de la ciudad, -advertencia familiar en aquellos tiempos.

La viuda de Olivier, Jeanne de Belleville, célebre por su belleza en todo el reino de Francia, juró vengar la muerte de su marido. Hipotecó sus bienes, vendió sus alhajas y los muebles de sus castillos y con el dinero así reunido compró y equipó tres sólidos navíos. A la cabeza de esta escuadrilla, la Dama de Clisson -por ese nombre es conocida en los anales de la piratería- se puso a surcar el mar, concediendo una atención especial a la costa de Francia, no dando cuartel a ninguna de sus víctimas, cortando cabezas, hundiendo buques, y quemando aldeas. En los encuentros navales, siempre era la primera en subir al abordaje del enemigo, teniendo al lado a sus dos hijos, jóvenes tan gallardos y tan feroces como su madre. Desgraciadamente, su fin no nos es conocido.

Dartmouth fue una de las principales víctimas de las incursiones por parte de los corsarios franceses. En 1399, John Hawley, el héroe de la historia marítima de Dartmouth, decidió emprender una expedición contra aquella chusma pestilencial. Fletó todo el tonelaje disponible en el puerto de Dartmouth y se hizo a la mar, rumbo a las costas de Normandía y Bretaña. Esta guerra sostenida por capitanes mercaderes tuvo resultados felices para todo el mundo, menos para los franceses. Hawley capturó treinta y cuatro de sus barcos con los cargamentos que incluían, entre otras mercancías, mil quinientos barriles de vino; de suerte que, al festejar la victoria, Dartmouth se encendió bajo el efecto de los deliciosos vinos de Francia.

Hawley fue un típico ejemplo de los mercaderes aventureros que combinaban, y no sin resultados remuneradores, el comercio con la piratería. Se hizo en extremo rico y se distinguió al servicio de su país como suplente del almirante. Mientras cumplía con esta función, no desatendía sus negocios privados. Así es como, en 1403, salió con algunos buques armados, de Dartmouth, Plymouth y Bristol para una pequeña expedición estrictamente personal, de la que regresó enriquecido con siete galeras genovesas y españolas.

Harry Pay, de Poole, en Dorset, un contemporáneo de Hawley, se hizo aún más célebre que éste. A muchos respectos, Pay fue el precursor de los métodos practicados por Drake doscientos años más tarde. Llegó a ser el azote de los españoles, bajo el nombre de Arripay. Desde fines del siglo XIV hasta principios del XV, Pay devastó constantemente la costa de Castilla; pero lo que sublevó más que nada la indignación de toda España, fue el robo del Santo Crucifijo de la iglesia de Santa María de Finisterre.

Ocasionalmente, y lo mismo que Drake, Pay tuvo dificultades con su propio gobierno; pero se las arregló siempre para salir del atolladero, sobre todo en los momentos en que aquél necesitaba de sus notables talentos de navegante. Entonces reasumía tranquilo sus habituales actividades. Es así como en 1405 sirvió bajo el mando del lord almirante Thomas Berqueley, y como en el año siguiente, según revelan los relatos, capturó con quince barcos por su propia cuenta veinte mercantes franceses. Era el héroe de Poole, como Drake sería el de Plymouth, y cuando regresaba con sus presas, se celebraba una fiesta general. En cierta ocasión, Pay volvió de una expedición sobre la costa bretona con más de cien embarcaciones capturadas (no se nos dice cuántos barcos de pesca figuraban en aquellos notables totales de las crónicas primitivas), y entonces la rica ciudad mercantil se entregó a una jarana en el curso de la cual fueron abiertos gran número de barriles de Oporto y de aguardiente ... de suerte que pronto no hubo un solo hombre en ayunas en toda la ciudad, y en vez de atender los negocios ya no se pensaba más que en beber y alborotar.

Pero el pirata no era para su ciudad natal una bendición sin mancha. Si las principales víctimas de Pay no pertenecían todas a la primera potencia de Europa, no por eso dejaban de ser de una raza varonil y orgullosa. En 1406, durante el mismo año en que daba caza a los barcos franceses frente al litoral bretón, los españoles irrumpieron en el bien guardado puerto de Poole sometiéndolo a aquel trato vigoroso que infligirían periódicamente a los puertos de la costa berberisca, en el curso del siglo venidero. Cierto Philipot, prócer de la ciudad, reclutó un millar de hombres y los envió a la mar a buscar desquite. La venganza fue obtenida hasta cierto punto con la captura de quince mercantes españoles con su cargamento; mas este éxito no representaba sino una escasa compensación de los estragos que pusieron fin a la importancia comercial de la buena ciudad de Poole.

Difícil es imaginarse que la pequeña villa de Fowley, hoy caída en profundo sueño, haya gozado alguna vez de un esplendor marítimo análogo, y sin embargo es un hecho que Fowley desempeñó durante los siglos XIV, XV y XVI, entre los puertos ingleses, un papel tan grande como Dartmouth, Poole y Plymouth. El historiador John Leland la describe en el apogeo de su prosperidad debida en parte a hechos de guerra y en parte a actos de piratería; y así, haciéndose rica, la ciudad se entregó toda entera al comercio, de modo que era frecuentada por los barcos de diversas naciones, y los suyos iban a todos los países.

Ninguno de los puertos de Cornualles tenía tan mala reputación por sus proezas de piratería como aquella pequeña ciudad cuyos marineros, que se llamaban a sí mismos los valientes de Fowley, quemaban y saqueaban la costa normanda durante el reinado de Eduardo III. En aquellos días de la Guerra de los Cien Años, el rey estaba demasiado contento de poder contar con su ayuda contra los franceses. Pero en tiempos de paz los Valientes de Fowley diezmaban a los hombres de los Cinco Puertos, enemigos naturales de los marinos de la comarca de Devon. En cierta ocasión, los Valientes se negaron a descubrirse ante los señores de aquellas ciudades, con el resultado. de que los varones de los Cinco Puertos, enfurecidos por el insulto, salieron hasta el último hombre para castigarlos; pero su rabia fue más grande que su éxito, pues los de Fowley les dieron a guisa de saludo tal soba que se estimaron felices de poder escapar sin otra despedida.

Cada puerto del Oeste de Inglaterra tenía sus jefes piratas que iban y venían a su antojo, siempre en connivencia con los caciques locales y los terratenientes del condado. Exmouth se ufanaba de llamar suyo al capitán William Kyd, nombre llevado trescientos años más tarde por el tal vez más célebre de todos los piratas; Portsmouth, a su vez, se enorgullecía de Clay Stephen, corsario temido a muchas millas más allá de la isla de Wight. A Saint-Ives le sobraban los representantes de esta nobleza, y su reputación de bebedores igualaba su prestigio en cuanto piratas. Celebrában famosas orgías en las tabernas del muelle cada vez que un barco de Saint-Ives volvía del canal de Brístol. Mucho tiempo después de que el último de los piratas de Saint-Ives hubo terminado sus días, sea en el cadalso o como consecuencia de las cantidades excesivas de ron, las muchachas de la ciudad seguían fieles a la costumbre de cantarse unas a otras ciertas baladas en las que se ponía en guardia a las niñas contra las poderosas tentaciones de aquel puerto de COrnualles.

De cuando en cuando, un gobierno fuerte hacía cuanto podía para poner término al azote nacional; pero habitualmente sus esfuerzos se veían contrarrestados por los terratenientes locales. Prácticamente todos los squires de las riberas occidentales participaban en aquellas grandes empresas y muchos de ellos convertían las ordenanzas de la Corona en una farsa, pues siendo jueces de paz, actuaban con esta investidura como miembros de laS comisiones encargadas de investigar sobre los actos de piratería invocados, y había muy poca probabilidad de que llevasen a la horca a sus propios empleados que tanto los enriquecían. Y hay que tener en cuenta, además, las casi permanentes guerras de los siglos XIV y XV, que hacían indispensables los servicios de los piratas, por ser éstos los mejores marinos de Inglaterra.

Enrique V logró prpgresos decisivos aplicando el método más sentimental de tratados con Francia y España, según los cuales cada país se comprometía a no recurrir a los servicios de los piratas y a aniquilarlos mancomunadamente. El convenio proveía que ningún buque armado podía recibir permiso de salir de un puerto, sin una licencia apropiada, ni sin previo depósito de una cuantiosa fianza que garantizase la buena conducta del capitán. A fin de reforzar el efecto de estas medidas, Enrique promulgó leyes severas contra el bandidismo en alta mar, introduciendo un sistema de salvoconductos para los barcos que se atenían a la ley. Resultó de ello un ligero mejoramiento; pero antes de veinte años, la marina real había vuelto a decaer, y una vez más los mercaderes se vieron obligados a desquitar sus pérdidas recurriendo a la fuerza bruta.

Durante el reinado de Enrique VI, el mal se hizo peor que nunca; pues los piratas ingleses pasaron a saquear los mercantes de su propio país sin sombra de vacilación o escrúpulo. La situación llegó a tal extremo que el mar, esa ruta natural y la más económica para el transporte de mercancías, se halló casi desierto y fue realmente menos costoso enviar mercancías de Londres a Venecia, por tierra, subiendo por el Rin y atravesando los Alpes, que por mar. Estos gastos suplementarios eran debidos únicamente al costo enorme de la defensa contra los piratas. Cierto capitán veneciano que había tenido la audacia de aventurarse por la ruta marítima, contaba, al llegar a Londres, que había embarcado cien hombres más y veintidós cañoneros por temor a un ataque; temor harto justificado, pues no había podido terminar el viaje sino después de haber rechazado a un pirata normando.

Bajo el reinado de Enrique VII, se imaginó otro método del que se esperaba que pusiera fin a la piratería. Pero aquello sólo tuvo el efectco de hacer más desastrosa la situación. Se trataba de un sistema de cartas de represalias, que fue practicado durante varios siglos y que concedía al portador el derecho de ejercer su propia justicia. Cuando, por ejemplo, un mercader inglés era despojado por un pirata francés de mercancías valuadas en quinientas libras, la víctima se procuraba una carta del gobierno que le autorizaba para apoderarse de bienes por el mismo valor a bordo de cualquier barco francés.

La historia de las actividades de sir Andrew Barton, mercader, pirata y héroe escocés, nos ofrece un magnífico ejemplo de las consecuencias de ese género de legislación.

Habiendo alegado que su padre, hacía varios años, había sido víctima de un saqueo por parte de los portugueses, Barton recibió una carta de represalias, del rey Jacobo IV de Escocia. Provisto de este documento, se hizo a la mar con dos poderosos buques, el Lion y el Jennet Purwyn, dirigiéndose hacia la costa de Flandes. Allí saqueó los mercantes de todas las naciones, que traficaban con los puertos flamencos, y especialmente los ingleses. Finalmente, el escándalo adquirió proporciones tales que Enrique VII se vió obligado a enviar a los dos hijos del conde de Surrey, Eduardo y Tomás Howard, para apoderarse del maleante. Tras una encarnizada lucha frente a los Goodwin Sands, Barton fue muerto; los piratas escoceses, derrotados, huyeron y el 2 de agosto de 1511 sus dos buques fueron llevados triunfalmente a Blackwell para ser incorporados a la marina inglesa; acto por el cual el rey Jacobo IV se mostró extraordinariamente furioso.

Aquella gran victoria dió origen a toda una serie de baladas. Una de ella, de noventa y dos coplas, figura entre las publicaciones de la Navy Records Society.

Con el tiempo y a medida que se construían embarcaciones más grandes, crecían también la audacia y experiencia de los marinos ingleses, y los vemos aventurarse cada vez más lejos. Aunque era indudable -escribía un contemporáneo- que la hez de los marineros se hacía pirata, y por funestos que fuesen para el comercio aquellos combates y saqueos, no por eso dejaba de ser cierto que engendraron la raza de navegantes maravillosos, fueren piratas o no, que compartieron con la reina y sus poetas la gloria del reinado de Isabel.

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