Índice de Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro ObregónCAPÍTULO ICAPÍTULO III - Primera parteBiblioteca Virtual Antorcha

Ocho mil kilómetros en campaña

Álvaro Obregón

CAPÍTULO SEGUNDO


PREPARATIVOS DE CAMPAÑA

El tiempo que permanecimos en la Villa de Seris lo aprovechamos dando y recibiendo diariamente instrucción militar.

El día 2 de junio emprendimos la marcha bajo las órdenes directas del jefe de la Sección de Guerra, señor Gayou, llegando a Naco el día 3, y permaneciendo en aquella plaza hasta el día 5, fecha en que salimos, por tierra, a Agua Prieta, adonde nos incorporamos el día 6.

En Agua Prieta el señor Gayou dio comienzo a la reconcentración de tropas para formar la columna que debería marchar a Chihuahua.

Por Fronteras, Babispe y Nacozari había comisionados del general Garibaldi, encargados de reclutar gente para la campaña de Chihuahua.

A Agua Prieta se incorporaron fracciones del 47° Y del 48° cuerpos rurales, al mando del teniente coronel Heriberto Rivera, con cuyo contingente se formaba una fuerza de cerca de 500 hombres, incluyendo los del 4° Batallón Irregular de Sonora.

El día 12 se incorporó a Agua Prieta el general José de la Luz Blanco, llevando dos cañones Schneider Cannet, al mando del capitán Manuel Gaspar Ruiz y 29 oficiales salidos del Colegio Militar y de la Escuela de Aspirantes, los que habían sido incorporados para la organización de dichas fuerzas.

El día 19 recibimos órdenes de aprovisionar a nuestras tropas y alistarnos para salir. El día 20, a las 5:40 a. m., emprendimos la ruta, siguiendo como derrotero el camino que va de la plaza de Agua Prieta al rancho Las Cenizas, y de allí al cañón de Minitas y Rusbay hasta Colonia Morelos; punto éste adonde llegamos después de tres días de camino, acampando en el referido lugar para esperar la incorporación de las demás fracciones que deberían formar parte de 'la columna; así como también al general Sanginés, que había sido nombrado jefe de la misma columna.

El general Blanco había quedado en Agua Prieta arreglando algunos asuntos del servicio y, entretanto, nuestro jefe en Colonia Morelos lo era el teniente coronel Heriberto Rivera.

El día 23 se nos incorporó el mayor Salvador Alvarado con 150 hombres del Cuerpo Auxiliar Federal y 2 ametralladoras.

En Colonia Morelos se nos incorporaron, a la vez, algunas fracciones de tropa que desde Chihuahua se habían dirigido a Sonora al ser derrotados por los orozquistas. Esas fracciones, que eran de caballería, ascendían a 150 hombres.

El día 6 de julio s'e incorporó el general Sanginés y, desde luego, tomó el mando de la columna, nombrando al teniente coronel Rivera jefe de las infanterías, y a mí jefe de las caballerías.

Con el general Sanginés llegaron el general Blanco y los capitanes Rubio y Béjar. El general Blanco debería tomar el mando de las fuerzas que habían llegado procedentes de Chihuahua a nuestro campamento y otras que lo esperaban para incorporársele.

El día 9 quedó organizada la columna sonorense, en Colonia Morelos, con los siguientes elementos:

Cuartel General

General en jefe: brigadier Agustín Sanginés;

Jefe del E. M.: capitán Salvador Velasco;

Ayudantes: capitán Leobardo Manzano, capitán Arturo Alatorre, subteniente Carlos Islas, subteniente Pedro Olivares, subteniente Ignacio Gómez;

Preboste: capitán Rafael Cadena;

Proveedor: capitán Eduardo ponzález.

Infanterías

Comandante: teniente coronel Heriberto Rivera.

Jefe del E. M.: capitán Francisco Cota.

4° Batallón Irregular de Sonora.

Comandante accidental: capitán Eugenio Martínez.

40 Cuerpo Rural.

Comandante: coronel Guerrero.

Fracciones del 47° y del 48° Cuerpos Rurales.

Comandante accidental: capitán Lino Morales.

Batallón Auxiliar Federal.

Comandante: mayor Salvador Alvarado.

Caballerías

Comandante: teniente coronel Álvaro Obregón.

Jefe del E. M.: capitán Antonio A. Guerrero.

Infantería montada del 4° Batallón Irregular de Sonora.

Voluntarios de Chihuahua.

Comandante: capitán Candelario Cervantes.

1°, 2°, 3° y 4° Escuadrones de Voluntarios del Norte, comandados por los capitanes Béjar, Escajeda, Samaniego, Wilson y Corral.

Pagador de las Caballerías: mayor Miguel M. Antúnez.

Artillería

Sección de cañones Schneider Cannet de 75 mm.

Comandante: capitán Manuel Gaspar Ruiz.

Sección de ametralladoras Colt.

Comandante: teniente Maximiliano Kloss.

Sección de fusiles-ametralladoras Rexer.

Comandante: subteniente José Ramírez.

Tren de transportes

Ocho carros de transporte.

Comandante: Leocadio López España.

Hatajo para transportes a lomo.

Comandante: C. Bainore.

El mayor Díaz de León y el C. Mariano Rodríguez marchaban también incorporados a la columna, como conocedores del Estado de Chihuahua.

El general Garibaldi desistió de marchar con nosotros a la campaña, al frente de las fuerzas que había reclutado, porque, según lo declaró en la prensa de Douglas, no quería participar del fracaso que nos auguraba.

En el Cuartel General se habían recibido noticias, proporcionadas por algunos mormones que habían salido de Casas Grandes, indicando que el enemigo trataba de posesionarse del cañón del Púlpito, posición ventajosa que lo pondría en condiciones de entorpecer y detener nuestra marcha, aun contando con muy pocos elementos.


EN CAMPAÑA

Con tales noticias, y como nada teníamos ya que esperar, el general Sanginés ordenó la marcha, emprendiéndose ésta el mismo día 9 y continuándola hasta acampar en Colonia Oaxaca, en cuyo lugar permanecimos algunos días para tomar mayores informes sobre los movimientos del enemigo, pues para entonces ya se tenían noticias de que Orozco, con todos sus elementos, intentaba invadir el Estado de Sonora, en vista de su impotencia para contener el avance de la División del Norte, que al mando del general Victoriano Huerta lo venía rechazando del Sur.

En Colonia Oaxaca fue aumentado el efectivo de nuestra columna con la incorporación de los Voluntarios de Babispe, al mando del capitán Miguel Samaniego.

De Colonia Oaxaca se continuó la marcha, dirigiéndonos por el cañón del Púlpito, hasta salir por la cuesta que lleva el nombre de Cumbre de las Bolsas y atravesar la línea que divide a los Estados de Sonora y Chihuahua -el día 18 de julio-, acampando en la parte más elevada de la sierra, frente a un rancho denominado Las Varas.

El general Blanco, con trescientos hombres, había avanzado hasta el rancho El Coyote, a veinte kilómetros de nuestro campamento y con dirección al puerto de Palomas.

El Cuartel General ordenó a Blanco que marchara a la hacienda Ojitos; disponiendo, a la vez, que yo marchara a incorporarme a Blanco, con el resto de las caballerías.

De acuerdo con esas órdenes, las caballerías se reconcentraron en la hacienda Ojitos, la que está sitUada en una de las altiplanicies de la Sierra Madre, a 40 kilómetros de la línea divisoria entre Chihuahua y Sonora, en una inmensa pampa, sin más vegetación que zacate en abundancia.

Al siguiente día, una de nuestras avanzadas, al mando del capitán Cervantes, descubrió y rechazó a una exploración enemiga en Salto de Ojo, rumbo a Guzmán, dando cuenta de esto al general Sanginés por la vía telegráfica, la cual estaba ya reparada; y en previsión de que el enemigo intentara atacarnos en aquel lugar procedimos a construir algunas fortificaciones en el pequeño cerro, a cuya falda se encuentra sitUada la hacienda Ojitos.

El día 26 se incorporó a Ojitos el general Sanginés con el grueso de la columna.

Nuestro cónsul en El Paso, Texas, que lo era entonces el señor Enrique Llorente, contaba con agentes muy activos entre el enemigo, y de esta manera suministraba constantemente informes al general Sanginés sobre los movimientos que hacían o intentaban los orozquistas.

Un día, el general Sanginés nos llamó a su Cuartel General al teniente coronel Rivera, al mayor Alvarado y a mí, y ya reunidos, nos dijo:

Todos los informes que tengo, tanto de Llorente como de los espías que he mandado, indican que seremos atacados por un fuerte núcleo enemigo que se está reconcentrando en Casas Grandes, y quiero conocer la opinión de ustedes.

Yo guardé silencio, porque era el menos autorizado para opinar. El mayor Alvarado propuso que se construyeran bordes circundando la hacienda y se formaran trincheras en el cerro. El teniente coronel Rivera opinó porque se hicieran zanjas circundando también la hacienda; y entonces, como particularmente se me pidiera mi opinión, manifesté que consideraba acertadas las disposiciones de Rivera y Alvarado, porque podrían ser igualmente útiles para la defensa las zanjas y los bordes; pero que, en mi concepto, no contábamos en aquella hacienda con los elementos suficientes para construir toda clase de fortificaciones y que, por lo tanto, podríamos prescindir de las zanjas y los bordes, supliéndolos con loberas (Llamamos loberas a una excavación a manera de foso con capacidad suficiente para que un soldado quede en ella a cubierto de los fuegos y pueda de allí dirigir los suyos a discreción), que podrían cavarse a tres metros de distancia una de otra, circundando la hacienda y abarcando dentro del círculo, el cerro, que ya tenía algunas trincheras arriba.

El general Sanginés aprobó mi iniciativa; y cada uno de los jefes procedimos a colocar nuestra gente, a fin de que se llevara a cabo la excavación de dichas loberas. Al día siguiente estábamos preparados para resistir cualquier ataque.

En las trincheras del cerro habían quedado colocadas las fracciones del 47° y del 48° Cuerpos Rurales y el cuartel del teniente coronel Rivera, más dos ametralladoras al mando del teniente Kloss.

La colocación de las demás fuerzas era como sigue: al Oriente, el Cuerpo Auxiliar Federal; al Norte, soldados de mis caballerías, y al Poniente, el 4° Batallón Irregular de Sonora.

En el centro quedaba la casa de la hacienda, e instalado allí el Cuartel General.

Yo tenía la costumbre de ir diariamente, a primeras horas de la mañana, al Cuartel General, tanto para rendir mi parte reglamentario, como para inquirir noticias sobre el enemigo, distrayéndome algunas veces en conversación con el general Sanginés a quien había cobrado gran afecto, porque había descubierto en él una acrisolada honradez y un amplio espíritu de compañerismo.

Cierto día, después de rendir mi parte de novedades a las seis de la tarde, el general Sanginés me invitó a que tomara con él asiento en un mecedor que había en el centro del pequeño parque, que existe frente a la casa de la hacienda; y cuando estuvimos ya en aquel sitio, después de conversar un rato sobre la sitUación, me preguntó: ¿Cuánto tiempo piensa usted servir al Gobierno en el Ejército?; a lo que le contesté: Estaré en el Ejército solamente el tiempo que el Gobierno necesite mis servicios. A esto replicó el general: Prepárese, pues, mi teniente coronel para servir en el Ejército cuatro o cinco años, porque este indio de Huerta va a darnos un dolor de cabeza.

Disimulé la mala impresión que aquella profecía me causara, pues la consideré sincera.


BATALLA DE OJITOS

El 31 del mismo mes, siguiendo mi costumbre, me trasladé al Cuartel General a las seis de la mañana, y, después de rendir mi parte, me invitó el general Sanginés a tomar asiento cerca de él, lo que hice en seguida, entablándose luego una conversación entre ambos, sobre diversos tópicos.

No había transcurrido media hora, cuando empezamos a oír toques de clarín de las fuerzas que estaban en el cerro, indicando ¡Enemigo al frente!

El general mandó a uno de sus oficiales que subiera al cerro para que observara lo que estuviera ocurriendo; pero en seguida el mismo clarín daba los toques de ¡Enemigo al frente, a derecha e izquierda!

El general en jefe llamó a sus oficiales de Estado Mayor, y dándoles algunas instrucciones, emprendió el ascenso al cerro; ordenándome que con toda rapidez alistara mi fuerza, cuya caballada, por escasez de forrajes en la hacienda, tenía que pasar la noche suelta en los p0treros inmediatos.

Con los toques de los clarines, todo el campamento estaba en movimiento.

Se trataba de librar un combate con un enemigo desconocido, cuyo número se ignoraba también.

La plaza más cercana que teníamos, adonde poder replegarnos en caso de una derrota, era Agua Prieta y, de ésta, nos separaba una distancia que para salvarla, era necesario hacer diez días de marcha a través de la Sierra Madre, que limita los Estados de Sonora y Chihuahua.

El enemigo fue desplegándose y avanzando por nuestros flancos, denunciando con estos movimientos su intención de sitiarnos.

Como yo tenía que salir con las caballerías, quedando allí el 4° Batallón de Sonora que había sido organizado por mí, y que se componía, en su mayor parte, de hombres que habían salido a la campaña atendiendo a mi invitación, quise explicarles por qué no me verían al frente de ellos durante la batalla; y a ese fin me trasladé adonde el batallón estaba acampado, encontrando al capitán MartÍnez con sus tropas formadas y listas para todo movimiento. Subí a una eminencia de aquel terreno, y desde alh dirigí la palabra a mis compañeros, eXplicándoles la causa por la cual estaría ausente y exhortándolos, a la vez, a que cumplieran con su deber, ya que las circunstancias les eran tan propicias.

En los momentos en que terminaba de hablar, se escuchó el primer disparo del cañón enemigo y, a continuación caía, precisamente donde estaba formado el batallón, el proyectil disparado, sin causar daño alguno.

Aquel disparo, precursor del combate, llenó de entusiasmo a mis compañeros del 4° Batallón, y con ello regresé satisfecho adonde estaban mis dragones, comunicando de nuevo órdenes para que se activara el alistamiento de la caballería.

Ya empezaba el fuego de la fusilería enemiga, siendo contestado por la nuestra; ya el capitán Ruiz había entablado un verdadero duelo de artillería con el enemigo, y ya comenzaban a funcionar también nuestras ametralladoras emplazadas en el cerro.

El general en jefe ordenó el avance por nuestra izquierda; y entonces el mayor Alvarado, con el Cuerpo Auxiliar Federal y algunas otras pequeñas fracciones, emprendió un movimiento enérgico; que el enemigo no pudo resistir, empezando éste a dar media vuelta.

Yo había logrado alistar cerca de 200 dragones, formándolos a retaguardia del mayor Alvarado, con el objeto de esperar órdenes del general en jefe. Un oficial de órdenes del Cuartel General llegó corriendo y me dijo: Por orden de mi general, destaque usted un oficial de confianza con 50 hombres para que cargue sobre un cañón que está atorado en un barranco, y que el enemigo trata de sacar.

Contesté al oficial: Diga usted al general Sanginés que me permita personalmente cumplir su orden; mas como el oficial tardara en regresar con la respuesta del general en jefe, ordené a mi ayudante, el capitán Antonio A. Guerrero, que diera parte a Sanginés de que salía yo personalmente a cumplir la orden; y emprendí entonces la marcha con cerca de cincuenta dragones.

Cuando esto acontecía, el combate se mostraba reñido por todo nuestro flanco derecho.

El general Sanginés ordenó al teniente coronel Rivera que tomara la ofensiva, haciendo abandonar las trincheras por su infantería.

La orden fue cumplida con todo celo, y el 4° Batallón de Sonora y les demás fracciones de infantería, al mando directo del teniente coronel Rivera, hacían su avance a paso acelerado hasta obligar al enemigo a retirarse, batiéndose hacia los cerros de San Pedro.

El teniente coronel Rivera continuó su avance, y yo, con mis dragones, llegué al lugar donde había estado atorado el cañón; pero los orozquistas ya habían conseguido sacarlo y retirado por el camino de Janos, junto con dos cañones más, protegiendo la retirada de su artillería con una extensa línea de tiradores, cuyo número sería difícil precisar.

Al percatarse el enemigo del número reducido de hombres que yo llevaba, empezó a cargar con decisión sobre mi fuerza; y entonces ordené que todos desmontaran y ocultaran los caballos en un pequeño barranco, para resistir pecho a tierra el ataque del enemigo.

Al mismo tiempo destaqué uno de mis oficiales de órdenes para que violentamente fuera a notificar a los demás jefes de caballería la orden de avanzar, a paso veloz, para evitarme la pena de huir.

La situación se había hecho casi insostenible cuando, por nuestro flanco derecho, empezaron a aparecer algunos infantes de los 47° y 48° Cuerpos Rurales; los cuales entraron a tomar parte en el desventajoso combate que estábamos sosteniendo.

En los mismos instantes se incorporaban algunas otras fracciones de caballería al mando del general Blanco, ocupando una loma alta a nuestra izquierda, y entrando desde luego en acción.

El enemigo empezó a replegarse; y entonces pudimos observar, a simple vista, que la artillería iba en retirada por el camino que conduce al rancho El Cuervo, y de allí a Casas Grandes.

El general Blanco mandó pedir al general Sanginés un cañón para emprender la persecución; mas yo le supliqué me permitiera continuar inmediatamente, porque, de lo contrario, podía el enemigo ganar distancia; a lo cual accedió el general Blanco, marchando juntamente con nosotros.

El enemigo, al darse cuenta de nuestro avance, se dividió en dos columnas; una de las cuales hizo alto y se desplegó en tiradores, desmontando y colocándose pecho a tierra para resistirnos.

Cuando estuyimos a una distancia en que sus fuegos comenzaron a ser efectivos, hicimos alto y, desmontando también, nuestros dragones se pusieron a contestar el fuego del enemigo.

El combate fue de muy poca duración, lográndose la retirada de los contrarios, que en un principio pretendieron contener nuestro avance, pero la artillería había tomado ya alguna distancia.

La columna que iba con la artillería hizo alto entonces, y comenzó a proteger, con sus fuegos, a la que se retiraba perseguida por nosotros.

Cuando esto sucedía, se escuchaba a la izquierda de nuestra retaguardia, y con dirección al rancho de San Pedro, un fuego nutrido de fusilería y detonaciones de bombas Martín Hale.

Estábamos ya como a quince kilómetros del campamento cuando nos dio alcance el mayor Díaz de León, quien me comunicó órdenes del general Sanginés para que me reconcentrara al campamento de Ojitos. Con el mismo mayor mandé recado al expresado general, diciéndole que teníamos todas las probabilidades de capturar la artillería enemiga y que, por esta circunstancia, continuaba la persecución, anunciándole que al terminarla me incorporaría.

Continuábamos en seguimiento del enemigo hasta el rancho El Cuervo, donde los orozquistas intentaron hacerse fuertes, obligándonos a seguir nuestro avance por un arroyo que llega hasta las casas del rancho, para hacerlo con menos peligro. Con este movimiento quedaron divididas las columnas enemigas, y nosotros en el centro.

En aquel rancho se quedó el general Blanco, reconociendo un carro que el enemigo había dejado abandonado; y yo continué el avance con unos cuantos hombres solamente, pues una parte de la fuerza se había quedado a retaguardia con los caballos cansados.

En esta vez el enemigo emplazó los tres cañones que le quedaban y, con ellos, abrió fuego sobre nosotros; y yo, al ver esa resolución, ordené dejar los caballos y avanzar pie a tierra sobre los cañones.

Hicimos el avance en la siguiente forma:

Pagador Miguel Antúnez y capitanes Corral y Gálvez, con 17 dragones, por el frente; yo con los capitanes Guerrero y Márquez y mi asistente Rafael Valdez con 23 soldados por el flanco izquierdo, y el capitán Cervantes y el subteniente Buendía, con 20 dragones, por el flanco derecho. Los atacantes, por el frente y el flanco derecho, entrarían de caballería, y nosotros, pie a tierra, por tener que avanzar en terreno más plano.

Tan pronto como iniciamos nuestro movimiento, el enemigo abrió fuego de artillería; pero nosotros continuamos resueltamente el avance y dimos el asalto en la forma convenida, desconcertando de tal modo al enemigo, que en unos cuantos minutos nos habíamos apoderado de dos de sus cañones y de algunos carros de víveres, haciéndole algunos heridos y habiendo muerto a algunos artilleros y herido a otros.

En tales momentos se incorporó el capitán Rubio, a quien ordené que con sus dragones avanzara dos kilómetros más, a fin de que cubriera nuestra retaguardia cuando nosotros hubiéramos dado media vuelta; pues consideré conveniente suspender allí la persecución y regresar al rancho El Cuervo, donde el general Blanco nos esperaba.

El capitán Rubio, de acuerdo con mis instrucciones, hizo su avance, y, en la marcha, descubrió que el enemigo trataba de inutilizar, en una pequeña sinuosidad, el cañón que le quedaba, logrando capturárselo también.

A las tres de la tarde nos habíamos reconcentrado al rancho El Cuervo, con la artillería, los carros y demás elementos quitados al enemigo. En el mismo rancho se habían reconcentrado igualmente los soldados que en nuestro avance quedaron atrás con los caballos cansados.

Nos preparábamos ya para emprender la marcha con rumbo al campamento de Ojitos, cuando un oficial, a quien había ordenado subir por la escala de un papalote (molino de viento) que servía para proveer de agua al rancho, nos avisó que se avistaba una columna de caballería por nuestra retaguardia.

Al recibir aquel aviso, destaqué al pagador Antúnez y al capitán Corral con órdenes terminantes de salir a reconocer aquella fuerza, y no regresar al campamento sin haberse cerciorado si aquélla pertenecía o no al enemigo; y al mismo tiempo, por vía de precaución, distribuí a la tropa en los corrales, en las casas y en los bordes de la presa.

Antúnez y Corral, con un arrojo digno de encomio, llegaron hasta el lugar donde se encontraba la columna y cambiaron algunas palabras con su vanguardia, volviendo a toda prisa a darme parte de que aquella fuerza era enemiga. Los orozquistas no sospecharon la comisión que habían llevado aquellos hombres, a quienes creyeron compañeros suyos.

Aquella columna enemiga era precisamente la que nos había atacado en nuestro campamento de Ojitos, por el Poniente, y que había sido rechazada por el teniente coronel Rivera, con parte de la infantería de la columna.

El enemigo, al descubrir en el rancho El Cuervo sus carros y sus cañones, tuvo la certeza de que la fuerza que allí estaba acampada pertenecía a la misma que había atacado Ojitos y replegándose después hasta aquel rancho; y en esa creencia emprendieron su avance a incorporársenos, en completo desorden y sin sacar siquiera sus armas de las respectivas fundas. Y cuando estuvimos a un distancia conveniente, abrimos fuego sobre ellos, poniéndose desde luego en fuga, sin intentar ninguna resistencia.

Emprendimos la marcha hacia el campamento, adonde llegamos al siguiente día, a las dos de la madrugada, después de hacer una persecución de cerca de 40 kilómetros, en la que habíamos capturado al enemigo toda la artillería que intentaba salvar, y en cuya jornada pasamos 32 horas sin tomar alimento alguno.

Ya en el campamento, fuimos informados de que el teniente coronel Rivera, en su avance sobre el flanco izquierdo del enemigo, lo había obligado a huir con tal precipitación que abandonó dos cañones.

La columna orozquista fue dispersada completamente, habiéndosele hecho regular número de bajas, entre muertos y heridos, y 11 prisioneros.

Nosotros tuvimos un número tan reducido de bajas, que apenas es creíble; pues no llegaron a veinte, entre muertos y heridos, contándose entre los últimos, el teniente coronel Rivera, que resultó herido de una mano, y el soldado Casimiro Valdez, del 4° Batallón de Sonora, quien fue atravesado de un muslo por un proyectil enemigo, a pesar de lo cual continuó combatiendo y avanzando un kilómetro más.

El general Sanginés no trataba de ocultar su satisfacción; él tenía una perfecta comprensión de lo aventurado que había sido nuestra expedición al internarnos en un territorio completamente hostil.

Al enemigo se le recogieron también algunos carros de harina, cuya mercancía se distribuyó entre la tropa, que desde hacía dos días carecía enteramente de ella.

El general Sanginés, al siguiente día, me confesó el constante temor que había tenido de que fueran a cumplirse las profecías de Garibaldi, y que tal cosa le había hecho pasar algunas noches sin conciliar el sueño.

El avance de la División del Norte continuaba por el Noroeste, y nosotros hacíamos nuestros preparativos para avanzar a Casas Grandes y, de allí, a Ciudad Juárez, último reducto del orozquismo.

El día 10 de agosto se emprendió la marcha, habiendo acampado a las seis de la tarde en el rancho El Cuervo.

El día 11 marchamos a acampar a la hacienda de Ramos, y el día 12 se continuó el movimiento, llegando por la tarde a Colonia Dublán, frente a Casas Grandes, plaza esta última que había sido ocupada por la división al mando de los generales Téllez y Rábago.

Como la artillería quitada al enemigo en el combate de Ojitos era precisamente la que en Rellano habían quitado los orozquistas al general Téllez, en este jefe se despertó algún celo hacia nosotros, y empezamos a notar de parte de él algunos signos de hostilidad, aunque hábilmente ejecutados.

El general Téllez ordenó que se nos recogiera aquella artillería y la que desde antes teníamos, disponiendo que quedáramos guarneciendo las plazas de Dublán y Casas Grandes y la vía del ferrocarril al Norte, y él marchó a ocupar Ciudad Juárez; en la que días después hizo su entrada, anunciando la prensa de El Paso, Texas, que el general Téllez había entrado triunfalmente a Ciudad Juárez con la artillería quitada al enemigo.

Yo había pasado a guarnecer Casas Grandes con 100 hombres. Había en la ciudad más de 300 orozquistas amnistiados; y, a inmediaciones, grupos de rebeldes de alguna importancia.

Posteriormente recibimos órdenes de reconcentrarnos en Pearson, y en esos días, cerca de Cumbre, al sur de Pearson, el mayor Salvador Alvarado, con el Cuerpo Auxiliar Federal, atacaba y dispersaba a un grueso núcleo de rebeldes.

Los prisioneros hechos en la batalla de Ojitos fueron puestos en absoluta libertad, por orden del general Sanginés.

De Casas Grandes, se nos ordenó avanzar por el Noroeste con rumbo a Ciudad Juárez, teniendo que reparar algunos puentes destruidos por el enemigo en Santa Sofía y Sabinal. Hechas las reparaciones, llegamos a Sabinal el día 31.

Nos encontrábamos acampados en dicha estación, cuando el general Sanginés nos advirtió que debíamos estar preparados para hacer los honores a nuestro general en jefe, Victoriano Huerta, que debería pasar por aquella estación, en su viaje del Sur a Ciudad Juárez.

El día 1° de septiembre a las 12 a.m. se dejó ver el tren explorador y, pocos momentos después, llegaba éste a la Estación Sabinal, seguido del tren especial del general Huerta. Nuestras tropas presentaron armas y el general Sanginés nos llamó a los jefes para presentarnos con Huerta.

Sanginés estuvo muy galante al presentar a cada uno de nosotros; y al llegar a mí, dirigiéndose a Huerta, le dijo: Mi general: tengo el gusto de presentarle a usted al teniente coronel Obregón, quien quitó la artillería en la batalla de Ojitos. Huerta, tendiéndome la mano, replicó: Ojalá que este jefe sea una promesa para la patria.

Terminados los honores de ordenanza, los trenes se pusieron en marcha, y nuestras tropas continuaron el avance hacia Guzmán, en donde hicimos alto al llegar, y después de una corta estancia en aquel punto continuamos la ruta hasta Ciudad Juárez, adonde llegamos el día 7.

Los orozquistas habían formado un grueso núcleo invadiendo con él a Sonora, persiguiendo como objetivo inmediato la plaza de Agua Prieta. Los informes recibidos hacían ascender la columna enemiga a más de 1,000 hombres, y en Agua Prieta estaba como jefe de la línea el teniente coronel Begné, con menos de 300 hombres.

El gobernador Maytorena había hecho algunas gestiones ante el general Huerta para que las tropas de Sonora volvieran a su Estado a activar la campaña contra el orozquismo; y como nada consiguiera, hizo salir a su secretario particular, Ismael Padilla, a El Paso, Texas, de donde estuvo éste conferenciando telegráficamente con el señor Madero, en compañía del cónsul Llorente; consiguiendo, al fin, que el Presidente ordenara a Huerta la inmediata salida de la columna de Sonora para aquel Estado.

Se habían hecho ya las gestiones necesarias para que pudiéramos hacer la marcha por territorio norteamericano, y obtenido el permiso para ello, cuando se recibió la noticia de que había sido pedida la plaza de Agua Prieta por José Inés Salazar, Emilio Campa, Antonio Rojas y otros jefes orozquistas, que intentaban atacarla con 1,500 hombres.

Recibí orden del general Sanginés para proceder a embarcar toda mi tropa y caballada esa misma noche, en trenes que con tal objeto habían sido puestos a mi disposición en la estación del ferrocarril.

El día 12, a las tres de la madrugada, estábamos embarcados, y emprendimos la marcha rumbo a Agua Prieta, adonde llegamos el mismo día, teniendo al enemigo ya a la vista.

Con la incorporación de nuestra columna a la plaza de Agua Prieta y los preparativos que el general Sanginés ordenó tomar desde luego, el enemigo desistió de su empresa y acampó a distancia de algunos kilómetros de nosotros.

El efectivo de fuerza que entonces tenía la plaza, era de 1,200 hombres, con 8 ametralladoras, 4 fusiles Réxer y 2 morteros de 80 mm., que a cambio de nuestra artillería nos había dado el general Huerta, y que estaban al mando de un sobrino suyo.

El enemigo, al considerar empresa difícil la toma de Agua Prieta, hizo un movimento rápido y atacó el mineral El Tigre, apoderándose de aquella plaza y procediendo a hacerse de todos los elementos que allí había, contándose, como principal producto de su entrada, 60 barras de plata que se llevaron consigo.

Al recibir el general Sanginés el aviso de la toma de El Tigre, ordenó que de Nacozari salieran fuerzas al mando del teniente coronel Villaseñor y del mayor Trujillo a recuperar aquella plaza, disponiendo, al mismo tiempo, que de Agua Prieta se movilizara el mayor Alvarado con el Cuerpo Auxiliar Federal, por ferrocarril hasta Estación Esqueda, para que, de allí, continuara su marcha por tierra a reforzar las tropas que debían atacar y recuperar El Tigre. Este movimiento se efectuó el día 15.

Al siguiente día recibí orden del general Sanginés para salir yo con 150 hombres del 4° Batallón Irregular de Sonora y una ametralladora, al mando, esta última, del teniente Maximiliano Kloss, con el objeto de reforzar a Nacozari, plaza que, según noticias recibidas en el Cuartel General, estaba seriamente amagada.

Obedeciendo esas órdenes, preparé mi tren, y salí un día después que el mayor Alvarado, a quien encontré a mi paso por Fronteras, incorporándome a Nacozari a las seis de la mañana del día siguiente.

En Nacozari permanecimos todo aquel día (17), y parte del siguiente; mas como en la tarde de este último día tuviera conocimiento de que el enemigo había evacuado El Tigre y se aproximaba al pueblo de Fronteras sobre la misma línea del ferrocarril de Nacozari a Agua Prieta, pedí permiso al general en jefe para marchar en mi tren hasta aquel pueblo, permiso que obtuve ya muy tarde.

Al emprender el avance nuestro tren, fui informado de que las líneas telegráficas habían sido cortadas, quedando, por lo tanto, incomunicado con el Cuartel General.

Esa misma noche llegamos a Fronteras, acampando con toda clase de precauciones.


BATALLA DE SAN JOAQUIN

El día siguiente lo pasábamos sin novedad, pero a la una de la tarde se presentó una de nuestras exploraciones, dando parte de que una columna enemiga, cuyo número se aproximaba a 900 hombres, acababa de acampar en San Joaquín, 9 kilómetros al norte de nuestro campamento y 4 al oriente de la vía del ferrocarril.

Desde luego ordené que se formara mi tropa, la que se componía de 8 oficiales y 180 soldados, con una ametralladora al mando del teniente Kloss, y les hablé en estos términos:

Tenemos al enemigo acampado a 9 kilómetros de nosotros en número aproximado de 900 hombres; nuestro tren está listo y en unos 40 minutos podríamos llegar, retrocediendo, a Nacozari, donde estaríamos enteramente seguros con la guarnición que hay en la plaza; pero debemos recordar que no hemos venido a dar la espalda al enemigo, y, por lo tanto, espero que todos los que estén dispuestos a ir al combate en estas condiciones, den un paso al frente.

El movimiento fue general y simultáneo, no habiendo un solo soldado que no demostrara el mejor ánimo.

Como el hecho antes relatado se desarrolló en presencia de algunos vecinos de aquel pueblo, éstos se sintieron inspirados del mismo entusiasmo que embargaba a los soldados, y, momentos después, se me presentaban 34 vecinos armados, trayendo como jefe al señor Aniceto Campos, presidente municipal del pueblo, ofreciéndose desde luego para acompañarme al combate.

Agradecí aquel ofrecimiento, y separé del grupo al presidente municipal, y cuando estuvimos a una distancia que nos permitía hablar sin ser oídos, le dije:

Yo no llevaré a ustedes al combate, porque tengo la seguridad de que voy al sacrificio, y si nosotros como soldados estamos obligados a sacrificarnos, no debemos sacrificar a hombres que no tienen el compromiso nuestro, y cuyas familias tendrían que sufrir las vejaciones y atropellos de que serían objeto por parte del enemigo, después de que ustedes hubieran quedado en la lucha. Deben, pues, permanecer ustedes en el pueblo, cuidando sus hogares y reforzando la pequeña guarnición que tiene la plaza.

Dicha guarnición se componía de 25 hombres del 5° Batallón.

El tren estaba listo, y a las 3 p. m., emprendimos la marcha, llevando emplazada la ametralladora sobre el caboose.

El enemigo, que había hecho una jornada pesada, había juzgado conveniente tomar un descanso y algún alimento, para atacarnos por la noche en Fronteras; y, seguros como estaban de que no había más fuerza que la mía y siendo a la vez conocedores del reducido número de hombres que la formaban, consideraron innecesaria toda precaución.

Cuando el enemigo, con sorpresa, notó el movimiento nuestro, destacó 100 hombres sobre la vía para detener el avance de nuestro tren; pero el convoy, en unos cuantos minutos, se ponía frente al campamento enemigo, a tiempo que ordenaba yo el desembarco de toda la tropa, y esto cuando ya la avanzada enemiga hacía sus primeras descargas.

Ordené al teniente Pioquinto Castro quedara custodiando el tren con 30 hombres, y los demás emprendimos el avance, todos pie a tierra, porque ni yo ni los oficiales teníamos caballo.

La ametralladora del teniente Kloss se había descompuesto y hubo que dejarla en el tren, avanzando también aquel oficial, haciendo fuego con su fusil.

Yo no podía, con el escaso número de hombres con que iba a entrar al combate, tomar otro dispositivo que no fuera desplegados en tiradores, y avanzar de frente sobre el centro del núcleo enemigo.

El terreno en San Joaquín, en la parte en que acampaba el enemigo, es plano; pero tiene algunas ciénagas y muchas cercas de alambre, obstáculos que hacían muy desventajosa la situación de la caballería, y de esta arma era toda la fuerza del enemigo.

Fue tal la sorpresa que logramos dar a los orozquistas, que en menos de una hora estábamos en el centro de su campamento, capturándoles una ametralladora sin darles tiempo a que la emplazaran siquiera.

El combate se hizo reñido; pues aunque la sorpresa había sido completa y el enemigo estaba desconcertado, su número era abrumador, y encontrábamos siempre una resistencia superior a nuestros elementos.

El instinto de conservación, que en muchos casos suple ventajosamente al valor, probablemente acudió en este caso en auxilio de nosotros, obligándonos a hacer esfuerzos que quizás, en otras circunstancias, no habríamos podido desarrollar.

Habíamos logrado desalojar al enemigo de todo el valle, obligándolo a replegarse a los cerros que están al oriente de San Joaquín, lugar en el que se había hecho fuerte, pretendiendo, al parecer, reorganizarse.

Entonces el teniente Kloss, en compañía de dos soldados, empezó a avanzar sobre el cerro por el flanco derecho del enemigo. Este movimiento, que había sido hijo de la propia iniciativa de Kloss, nos había colocado en situación difícil, ya que el enemigo, al darse cuenta de él, cargaba sobre aquellos tres hombres casi aislados; mas dejarlos perecer, cuando su conducta era tan heroica, era para mí doloroso, y protegerlos era comprometer el combate, cosa también de pensarse.

Opté al fin por lo segundo, y destaqué al teniente Francisco González, ayudante mío, con 6 hombres, para que se parapetaran en una cresta de piedra que está en la falda del cerro, y desde allí protegieran a Kloss.

Un soldado vino a comunicarme que Kloss había recibido una herida en una rodilla y que continuaba con dificultad avanzando sobre el cerro.

Destaqué entonces al capitán Rocha con unos cuantos hombres más en apoyo del movimiento de Kloss, mientras que yo, por el frente, con los capitanes Martínez y Guerrero sosteníamos, con el resto de la tropa, el fuego del enemigo.

El capitán Rocha se incorporó a los tenientes Kloss y González en los momentos más críticos, y empezaron a rechazar al enemigo por su flanco derecho.

Ordené entonces el avance al capitán segundo Francisco Bórquez con otra pequeña fracción a reforzar a Rocha, y el avance por el frente al capitán Martinez.

Una hora después, el enemigo había sido completamente desalojado de los cerros y dispersado en todas direcciones.

A las siete de la noche cesó el fuego completamente, y empezamos a tocar reunión en las casas de la hacienda de San Joaquín.

Hice salir al capitán Guerrero a Fronteras a traer a los vecinos que al mando del presidente municipal se habían presentado armados ofreciendo sus servicios, para que, agregando la pequeña fracción del 5° Batallón que estaba de destacamento en aquella plaza, se hiciera la persecución con aquella gente descansada; pero como este contingente llegara ya tarde, completamente de noche, consideré inútil y aventurado cualquier movimiento con tan reducido número de hombres, máxime cuando todos eran de infantería.

Por la mañana del siguiente día se reconoció el campo donde se había librado el combate, y fueron encontrados 33 muertos del enemigo y recogidos 228 caballos ensillados; entre éstos el que montaba José Inés Salazar, jefe de la columna enemiga, quien resultó herido de un brazo en aquel combate. Se recogieron también más de 150 armas, un telémetro y un regular lote de objetos varios, probablemente de los que habían saqueado de la tienda de raya del mineral El Tigre.

Se rescataron a los orozquistas a cuatro ciudadanos norteamericanos que los rebeldes habían hecho prisioneros en el mineral ya citado.

Las 60 barras de plata que los rebeldes robaron en El Tigre las habían ocultado antes de librar el combate, y días más tarde fueron encontradas.

Por nuestra parte, tuvimos que lamentar 10 muertos y 16 heridos.

Terminado ya de levantar el campo, me trasladé con mi gente a Fronteras, donde atendimos a los heridos, habiendo prestado muy importantes servicios en esta labor el norteamericano Thinker.

Dos días después, o sea el 22 de septiembre, nos incorporamos a Agua Prieta con todo el botín recogido al enemigo.

Con este golpe terminó el orozquismo en Sonora. Salazar, que era el jefe de la expedición, resultó herido, habiendo logrado cruzar la línea divisoria para curarse en los Estados Unidos. Campa hizo igual cosa.

La dispersión fue completa, y después de diez días, tiempo que se tomaron los demás grupos de dispersos para salir del Estado, Sonora había quedado enteramente libre de reaccionarios.

Pocos días más tarde, el general Sanginés sufrió una caída de su caballo, fracturándose dos costillas, motivo por el cual tuvo necesidad de dejar el mando de la columna, siendo sustituido por el general de brigada Miguel Gil.

Poco tiempo después recibí orden de marchar para Hermosillo y emprendí la marcha, habiendo acampado con mi batallón en Anivácachi y continuado de allí a Naco, donde nos embarcamos por ferrocarril para proseguir a Hermosillo, plaza a la que nos incorporamos a mediados de diciembre.

Al día siguiente se me comunicó mi ascenso a coronel, habiendo sido ascendido también el teniente coronel Rivera y los capitanes Cota y Guerrero.

El 25 del mismo mes el gobernador Maytorena había regresado a Guaymas, procedente de México.

En Hermosillo estUvimos acampados algún tiempo, y considerando que el orozquismo se había extinguido, pedí mi baja para retirarme a atender a mis pequeñas propiedades en el río Mayo, baja que me fue concedida por el señor Ismael Padilla, secretario de Gobierno del Estado de Sonora, verbalmente, a reserva de que me fuera ratificada en forma debida por el gobernador cuando este funcionario llegara a aquella ciudad.

Al separarme del servicio, hice entrega de mi batallón al mayor Antonio A. Guerrero.


CUARTELAZO DE LA CIUDADELA

Maytorena, al tener conocimiento de mi separación, me llamó para tratar un asunto de carácter confidencial, y llegado que hube el día 10 de febrero a Guaymas, me enteré de que había sido comunicado de México el pronunciamiento y la muerte de Reyes, así como la situación en que se encontraba Félix Díaz en la Ciudadela.

Ocurrí a la casa particular del señor Maytorena, a quien encontré en su oficina, acompañado de Carlos Randall, tesorero general del Estado, y de su secretario particular, Francisco R. Serrano (hoy general de brigada).

El gobernador Maytorena estUvo informándome del curso que seguían los acontecimientos en la capital, por las noticias que le comunicaba el presidente Madero, manifestando confianza en que sería sofocada la rebelión por las tropas leales que había en la capital.

Pasamos, después, a tratar de otros asuntos, y Maytorena llevó la conversación a las elecciones de diputados al Congreso del Estado, que se aproximaban ya; manifestándome sus deseos de que lanzara yo mi candidatUra para diputado por el distrito de Álamos, ofreciéndome para tales trabajos su apoyo. A ello me rehusé, diciéndole que como mi criterio estaba en pugna con la política seguida por él, mi labor en el Congreso tendría que ser de oposición, y que en aquellos momentos no consideraba oportuna ninguna obstrucción a su Gobierno, en tanto que, por otra parte, no podía yo renunciar a mi criterio para sostener su política. Sobre este tema discutimos por algún rato y, al final, ofrecí al gobernador Maytorena que me trasladaría al distrito de Alamos y hablaría con algunas personas que yo juzgaba populares y de honorabilidad reconocida, para ver si se conseguía llevar al Congreso de Sonora una representación que dejara satisfechas las aspiraciones de nuestro distrito.

Durante cuatro días consecutivos estuve visitando al gobernador Maytorena para informarme del desarrollo de los acontecimientos de la capital. Todas las noticias que se recibían del Centro, y que el señor Maytorena me comunicaba, tenían el sello del más completo optimismo.

Con respecto a las elecciones, el señor Maytorena aceptó, por fin, mi proposición de trasladarme al distrito de Alamos y trabajar para que la representación del mismo en el próximo Congreso recayera en persona de honorabilidad reconocida y miembro, además, del partido antirreeleccionista.

Aceptada que fue mi proposición, me trasladé a Hermosillo el día 14, para volver en seguida con destino a Navojoa, adonde nos dimos cita algunos amigos; entre los que figuraban como principales: Ignacio Mendívil y su hijo del mismo nombre, Zenón Castro, Severiano A. Talamante, Fermín Carpio, José J. Obregón, hermano mío, y otros cuyos nombres no recuerdo.

A Navojoa llegué el día 18, y allí hablamos extensamente sobre el asunto que me llevaba, sin llegar a un acuerdo definitivo.

Al siguiente día me trasladé a Huatabampo, llegando a mi casa a las 9 a. m.

Es ocioso describir el efecto que causó mi llegada al seno de mi familia. Mis tres hermanas y mis dos chamacos me recibían de regreso de la campaña contra el orozquismo; y al circular la noticia de mi arribo todos mis hermanos residentes en el pueblo y los amigos de más intimidad que allí tenía se reunieron en mi casa para saludarme y felicitarme.

Había transcurrido apenas una hora de mi estancia, tiempo insuficiente aún para desvanecer la emoción que a todos nos embargaba, cuando un mensajero llegó a entregarme un telegrama de carácter Urgente.

Aquel telegrama había sido depositado en Hermosillo, y estaba firmado por el gobernador Maytorena; telegrama por el cual me llamaba con urgencia, diciéndome que acontecimientos importantes demandaban mi presencia en Hermosillo.

Inmediatamente ordené que fueran remudadas bestias al coche que me había conducido desde Estación Navojoa a mi casa, y, media hora después, me despedí de mis hermanas y de mis hijos, emprendiendo la marcha de regreso.

A Estación Navojoa llegué a las cuatro de la tarde y pasé al hotel Ortiz, donde nuevamente nos reunimos los señores Ignacio Mendívil, José J. Obregón, Fermín Carpio, Severiano A. Talamante, Ignacio Mendívil hijo, Zenón Castro, algunas otras personas, que no recuerdo, y yo; y ya allí, precisamente en la reunión, confirmamos las noticias telegráficas que se habían recibido sobre la aprehensión de los señores Madero y Pino Suárez.

Todos los en aquellos instantes reunidos sentimos la indeclinable obligación de salvar al país de la usurpación artera encabezada por Victoriano Huerta, y los señores Fermín Carpio, Severiano A. Talamante y mi hermano José J. Obregón quedaron resueltos a acompañarme para ofrecer también sus servicios, con las armas en la mano, al gobernador Maytorena.

El señor Ignacio Mendívil habló conmigo en tono confidencial, y me dijo: Yo marcho mañana a Sinaloa para levantar el Distrito de El Fuerte, en donde creo ejercer una influencia directa sobre las clases trabajadoras.

La reunión se disolvió, y quedamos listos los que marcharíamos a Hermosillo en tren de pasajeros, que pasaría en la madrugada del día siguiente. Este viaje tenía algunos peligros, pues el Cuartel General de las fuerzas federales en Sonora estaba en Torin, río Yaqui, y algunas estaciones del ferrocarril a lo largo de la región del Yaqui, hasta Empalme, estaban guarnecidas por federales, y nosotros éramos ya bien conocidos por éstos como decididos partidarios del señor Madero.


EN HERMOSILLO.
ANTE EL GOBERNADOR

Por la tarde del siguiente día llegamos a Hermosillo mi hermano, Carpio, Talamante y yo, y en la noche pasé a hablar con el gobernador Maytorena, a quien encontré en un estado que inspiraba lástima. Se quejaba con amargura de la situación en que estaba colocado, sin que la indignación se manifestara en ninguna de sus palabras, limitándose a decir: Yo se lo decía al señor Madero.

En la plática que tuve con Maytorena le hablé de las personas que iban conmigo a ofrecerle sus servicios, después de decirle que contara conmigo para sostener su Gobierno y defender la dignidad nacional. Maytorena me contestó: No son hombres de armas los que necesito en estos momentos; lo que necesito es que me ayuden a guardar el orden.

Ya bastante avanzada la noche me retiré, muy desconcertado, sin poder aclarar cuál sería la actitud de Maytorena.

Al día siguiente volví a la oficina del Gobernador, haciéndome en esta vez acompañar de las personas que de Navojoa habían ido conmigo para ofrecer a aquél sus servicios.

Al hacer a Maytorena la presentación de mis acompañantes, descubrí en su rostro algunos signos que denunciaban el esfuerzo que tenía que hacer para mostrarse amable. Yo expresé a Maytorena que aquellos eran los señores de quienes le había hablado en nuestra entrevista de la noche anterior y los cuales estaban dispuestos a empuñar las armas para defender la legalidad de su Gobierno y la dignidad nacional; que eran hombres de reconocido prestigio en el distrito de Álamos y los más apropiados para encabezar el levantamiento en aquella región. Mis acompañantes afirmaron, ante el Gobernador, su resolución de encabezar el movimiento contra Huerta en el distrito de Álamos, agregando que, para el efecto, sólo esperaban la anuencia de él. Maytorena les contestó, con una voz desprovista de energía: Agradezco a ustedes su buena intención; pero en estos momentos no debemos alterar el orden. Mis acompañantes y yo abandonamos la oficina del señor Maytorena, profundamente decepcionados de aquel hombre.


CRECIENTE INDIGNACIÓN EN SONORA.
MAYTORENA SIGUE VACILANTE

El Gobernador ordenó la reconcentración de las fuerzas irregulares del Estado en Hermosillo, por vía de precaución quizás, y debido a la constante labor que hacíamos el coronel Benjamín G. Hill Y yo en tal sentido, para evitar que los federales de Guaymas y de Torin fueran a apoderarse de la capital del Estado, sin esfuerzo alguno.

El coronel Hill demostró, desde luego, la más completa entereza para combatir a la usurpación, así como la intransigencia más radical para tratar con el grupo científico que en Hermosillo encabezaba José María Paredes.

De todas las ciudades y pueblos del Estado, Maytorena recibía protestas de adhesión, en términos altivos y resueltos, para defender su Gobierno.

Era entonces comandante militar de la plaza de Hermosillo el coronel Rivera, del ejército federal; y aun cuando su honorabilidad era reconocida, empezó a dudarse de su lealtad; siendo entonces designado yo para desempeñar aquel puesto, en sustitución de Rivera, a quien se le encomendó una comisión en el Norte.

Por aquellos días se incorporaron el coronel Juan G. Cabral y el mayor Salvador Alvarado, quienes también manifestaron estar resueltos a sostener la legalidad del Gobierno, con las armas en la mano.

El día 22 del mismo mes el telégrafo nos llevó la noticia de los asesinatos del presidente y del vicepresidente; y, a continuación, la de la exaltación a la Primera Magistratura de la República del traidor más abominable, que ha tenido nuestra patria, Victoriano Huerta.

La indignación que esas noticias despertaron en todo el Estado de Sonora es una nota que debe enorgullecemos: En el pueblo de Nacozari, Bracamontes y el teniente Macías; en Agua Prieta, el comisario de policía, Plutarco Elías Calles (hoy general de brigada); en Fronteras el presidente municipal, Aniceto Campos (hoy teniente coronel), y en Cananea, el presidente municipal Manuel M. Diéguez (hoy general de división), empezaron a sublevarse ...

Entretanto, el Gobernador no tomaba ninguna resolución y continuaba cruzándose telegramas con Rodolfo Reyes.

Maytorena había hecho salir a su secretario de Gobierno, señor Ismael Padilla, a Coahuila, para conferenciar con el Gobernador de aquel Estado, C. Venustiano Carranza, con quien Maytorena había tenido una larga conferencia durante su última estancia en México, sin que ninguno de nosotros supiera cuál era el objeto de aquella comisión conferida a Padilla.

Al mismo tiempo, Maytorena enviaba en comisión cerca de Felipe Riveros, Gobernador de Sinaloa, al padre Esparragoza.

Maytorena empezó a telegrafiar a la frontera, calificando de bandoleros a los que se habían levantado en armas contra el llamado gobierno de Huerta.

La situación en Hermosillo se hacía cada vez más difícil y desconcertante para nosotros, por la actitud ambigua y cobarde de Maytorena, quien ya insinuaba su propósito de renunciar al Gobierno.

Ninguna influencia era posible ejercer sobre aquel hombre.

Hill, Alvarado, Cabral y yo constantemente trabajábamos para conseguir que Maytorena definiera su actitud, haciéndole ver la inconveniencia de su renuncia en aquellos momentos tan difíciles, y demostrándole que siendo él el Gobernador Constitucional del Estado, sería para nosotros la mejor bandera.

Una vez que Maytorena consideró inútiles sus esfuerzos para convencernos de que no debía alterarse el orden, nos presentó un telegrama trasmitido de Piedras Negras, Coahuila, por su secretario de Gobierno, Ismael Padilla, en que le comunicaba que Carranza había reconocido a Huerta, y que Sonora ya era el único Estado de la República que continuaba sin definir su situación.

En nuestro empeño porque Maytorena tomara la digna resolución que le insinuábamos, llegué yo, en cierta ocasión, a hablar en los siguientes términos:

Señor Maytorena: yo no necesito su persona para salir a la campaña; necesitamos solamente su apellido, que en estos momentos representa la legalidad. Protesto a usted que tomaré cualquiera de las plazas fronterizas que usted me indique, para que en ella establezca usted su Gobierno y de allí pase la línea internacional cuando no quede otro recurso para salvar su vida.

Aquel hombre fijó en mí sus ojos; pero tengo la absoluta seguridad de que no me miraba: sus palabras y sus movimientos denunciaban el más completo agotamiento moral, y casi con disgusto me contestó:

De abolengo traigo ligas, que no podré romper, con todos los hombres que ustedes llaman científicos; no tengo carácter para andar huyendo por las sierras, comiendo carne cruda, y, por último, estoy enfermo y mi agotamiento es tal que ya no puedo prolongar esta situación.

Aquellas terminantes declaraciones me dejaron convencido de que nada podíamos esperar de aquel pobre hombre, y me retiré de allí.

Con el telegrama que nos mostró Maytorena, firmado por Padilla, en el que se notificaba que el señor Carranza había reconocido a Huerta, quedaba ya confirmado el reconocimiento del Gobierno de Huerta por todos los Estados, a excepción del nuestro: (Posteriormente hemos sabido que el secretario de Gobierno de Sonora, enviado especial de Maytorena para conferenciar con el señor Carranza, manifestó a éste que Sonora había reconocido a Huerta, y que todo estaba en completa calma).


RENUNCIA Y HUIDA DE MAYTORENA

El Congreso de Sonora, el día 26 de febrero, concedió a Maytorena una licencia que éste había solicitado para separarse temporalmente del Gobierno, nombrando Gobernador interino al señor Ignacio L. Pesqueira (hoy general de brigada), quien tomó posesión de su cargo el mismo día.

En la misma fecha de la licencia, Maytorena emprendió su huida de Hermosillo al Norte, llegando en tren hasta cerca de Magdalena, donde ocurrió un descarrilamiento, y, de allí, continuó en coche y en automóvil hasta ganar la frontera e internarse en los Estados Unidos, con destino a Tucson, Arizona, población donde fijó su residencia.

Maytorena, antes de solicitar permiso para separarse del Gobierno, hizo extraer de las cajas de la Tesorería General del Estado la cantidad de Doce mil pesos, que había por toda existencia, suma que recogió a pretexto de pagarse con ella, por adelantado, sus sueldos de seis meses que duraría su licencia, y distribuir el resto entre las personas que lo acompañaban, que eran también funcionarios de la administración, a título, igualmente, de sueldos por el tiempo que estarían ausentes.


ESTALLA LA REVOLUCIÓN

El presidente municipal de Cananea, Manuel M. Diéguez, se había ya lanzado resueltamente a la lucha en rebelión contra el usurpador; el presidente municipal de Fronteras, Aniceto Campos, valiéndose de una hábil estratagema desarmó a' la guarnición de aquel pueblo el día 23 de febrero; mientras Bracamontes había atacado y tomado la plaza de Nacozari, y Calles se había salido de Agua Prieta con las fuerzas del Estado.

Ya era necesario, pues, emprender contra los federales una ofensiva rápida, porque el tiempo que nosotros perdíamos podía ser aprovechado por ellos para tomar con éxito una ofensiva contra los grupos rebeldes que con muy pocos elementos se habían levantado en la frontera.

En tales circunstancias, y antes de que se resolviera un plan de campaña, decidí emprenderla con mi batallón para la frontera Norte del Estado, dirigiendo, con tal motivo, con fecha 27 de febrero, la siguiente carta a mi pequeño hijo Humberto, quien entonces contaba cinco años de edad:

Hermosillo, febrero 27 de 1913.

Señor Humberto Obregón. Huatabampo, Son.

Mi querido hijo:

Cuando recibas esta carta, habré marchado con mi batallón para la frontera del Norte, a la voz de la patria que en estos momentos siente desgarradas sus entrañas, y no puede haber un solo buen mexicano que no acuda. Yo lamento sólo que tu cortísima edad no te permita acompañarme. Si me cabe la gloria de morir en esta causa, bendice tu orfandad, y con orgullo podrás llamarte hijo de un patriota. Sé siempre esclavo del deber: tu patria, tu hermana y esas tres mujeres que les han servido de madres, deberán formar un conjunto sagrado para ti, y a él consagrarás tu existencia. Da un abrazo a María, a Cenobia y a Rosa, y tú, con mi querida Quiquita, reciban el corazón de su padre.

Alvaro Obregón.

El día 5 de marzo se declaró solemnemente, por el Gobierno de Sonora, que no reconocía a Victoriano Huerta como Presidente de la República. El documento en que se hizo constar esa declaración aparece reproducido en seguida:

IGNACIO L. PESQUEIRA, Gobernador interino del Estado Libre y Soberano, a sus habitantes, sabed:

Que el Congreso del Estado ha tenido a bien decretar lo que sigue:

Número 122

El Congreso del Estado, en nombre del pueblo, decreta lo siguiente:

LEY QUE AUTORIZA AL EJECUTIVO PARA DESCONOCER AL C. GENERAL VICTORIANO HUERTA COMO PRESIDENTE DE MÉXICO

ARTiCULO PRIMERO. La Legislatura del Estado Libre y Soberano de Sonora, no reconoce la personalidad del C. general Victoriano Huerta como Presidente interino de la República Mexicana.

ARTiCULO SEGUNDO. Se excita al Poder Ejecutivo del Estado para que haga efectivas las facultades que le concede la Constitución política del mismo.

TRANSITORIOS

PRIMERO. Comuníquese al Ejecutivo la presente Ley para su sanción y promulgación.

SEGUNDO. Asimismo, comuníquese, con inserción de la parte expositiva del dictamen, y por el conducto del propio Poder Ejecutivo, al Tribunal Superior de Justicia y a las prefecturas y ayuntamientos de esta entidad federativa, así como a los poderes federales y a los demás Estados.

Salón de Sesiones del Congreso del Estado.
Hermosillo, 5 de marzo de 1913.

Alberto B. Piña,
D. P. Garduño,
D. S. M. F.
Romo,
D. S.

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento.

Palacio de Gobierno del Estado.
Hermosillo, marzo 5 de 1913.
El Secretario de Estado interino,
Lorenzo Rosado.

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