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SEXTA PARTE

CAPÍTULO II

Valle Alegre

Como era un día de fiesta, claro, nadie trabajaba en Valle Alegre. Habría peleas de gallos a eso del mediodía, al aire libre, atrás de la cantina de Catarino Cabrera, casi directamente frente a la casa de Dionisio Aguirre, donde descansaban las grandes recuas de burros de sus viajes por las montañas, mientras los arrieros se contaban sus chascarrillos tomando tequila. A un lado del asoleado arroyo seco que llaman pomposamente calle, los peones estaban alineados en hileras dobles, acuclillados, silenciosos, somnolientos, chupando sus cigarrillos de hoja de maíz, mientras esperaban. Los afectos a empinar el codo iban y venían de la casa de Catarino, de donde escapaba una nube de humo de tabaco y un fuerte hedor de aguardiente. Unos chiquillos jugaban a la una la mula con una puerca grande, amarilla; en los lados opuestos cantaban, desafiantes, los gallos que iban a pelear, amarrados de una pata. Uno de los propietarios, profesional que conocía su negocio, insinuante, calzando sandalias y con calcetines color cereza, se paseaba arrogantemente mostrando un fajo de sucios billetes de banco, gritando:

- ¡Diez pesos, señores! ¡Sólo diez pesos!

Era extraño; nadie parecía demasiado pobre para apostar diez pesos. Así pasó el tiempo hasta eso de las dos; pero nadie se movía, excepto el sol, que había avanzado unos cuantos metros, llevando la orilla oscura de la sombra al oriente. En la sombra hacía mucho frío, y en el sol éste abrasaba.

En la orilla sombreada estaba Ignacio, el violinista, envuelto en su raído sarape, durmiendo la borrachera. Cuando estaba ebrio tocaba una melodía: el Adiós, de Tosti. Y cuando estaba muy borracho, recordaba fragmentos de la Canción de Primavera, de Mendelssohn. En realidad, es el único músico de alta categoría en todo el Estado de Durango y poseedor de una celebridad merecida. Ignacio era brillante e industrioso, tenía un gran número de hijos, pero su temperamento artístico fue demasiado para él.

El color de la calle era rojo -rica, profunda, arcilla roja- y el campo abierto, donde estaban los burros, pardo olivo; morenas las paredes de adobe cayéndose y bajas las casas, en cuyos techos se amontonaban las cañas de maíz o colgaban hilos cubiertos de chiles rojos. Había un árbol gigantesco de mezquite verde, con raíces que recordaban las patas de una gallina, con una capa de paja seca y maíz. Abajo caía la ciudad por la cuesta hasta el arroyo; los tejados se juntaban como bloques, creciendo sobre ellos hierbas y flores; salían columnillas ondulantes de humo azul de las chimeneas y, de cuando en cuando, algunas palmeras que sobresalían entre ellas. Las casas se extendían hasta la planicie amarilla donde se hacían las carreras de caballos y, más allá, las áridas montañas se achataban, atezadas como leones, ya ligeramente azules, ora púrpura y rugosas, hendidas o dentadas, al través de un cielo brillante y ardoroso. En línea recta, abajo y en la lejanía, por el arroyo, se veía un valle inmenso, como la piel de un elefante, donde saltaban las oleadas de calor.

Flotaba en el ambiente un lánguido vaho de ruidos vivientes: gallos que cantaban, cerdos que gruñían, rebuznos interrumpidos de burros, rumores de cañas secas de maíz que se quiebran al quitarse de sobre los mezquites, una mujer cantando al moler su maíz sobre el metate, el lloriquear de una gran cantidad de niños.

El sol quemaba bastante. Mi amigo Atanasio estaba sentado en la acera sin pensar en nada, con los pies sucios, desnudos a no ser por sus huaraches, su enorme sombrero, de un descolorido color pálido, bordado con un galón dorado, ya sin lustre, su sarape color azul de loza que se ve en las alfombras chinas, adornado con soles amarillos. Se levantó cuando me vio. Nos quitamos los sombreros y nos abrazamos al estilo mexicano, dándonos palmaditas en la espalda, mutuamente con una mano, mientras nos estrechábamos con la otra.

- Buenas tardes, amigo -murmuró-. ¿Cómo te sientes?

- Muy bien; muchas gracias. ¿Y tú? ¿Cómo te han tratado?

- Deliciosamente. Muchísimas gracias. He deseado mucho volver a verte.

- ¿Y tu familia? ¿Cómo está? -Es mucho más discreto no preguntar por la esposa en México, debido a que poca gente está casada.

- Su salud es de lo mejor. Gracias. Muchas gracias ¿Y tu familia?

- ¡Bien, bien! Vi a tu hijo con el ejército en Jiménez. Me dio muchos, muchos recuerdos para ti ¿Quieres un cigarrillo?

- Gracias. Permíteme el fuego. ¿Hace ya muchos días que estas en Valle Alegre?

- Solamente para la fiesta.

- Espero que tu visita sea afortunada. Mi casa está a tus órdenes.

- Gracias. ¿Cómo es que no te vi en el baile anoche? ¡Tú, que fuiste siempre un bailador tan simpático!

- Desgraciadamente Juanita fue a visitar a su madre a El Oro, y ahora, por lo tanto, soy un platónico. Ya estoy viejo para las señoritas.

- Ah no. Un caballero de tu edad esta en la flor de la vida. Pero, dime. ¿Es cierto lo que he sabido, que los maderistas están en Mapimí?

- Sí. Villa tomará pronto a Torreón, dicen, y entonces será únicamente cosa de unos cuantos meses, antes de que la revolución esté consumada.

- Yo creo que sí. Pero, dime: tengo un gran respeto por tu opinión. ¿A cuál gallo me aconsejas que le apueste?

Nos acercamos a los contrincantes y los vimos de cerca, mientras sus dueños nos gritaban en los oídos. Estaban sentados en la orilla de la acera negligentemente, manteniendo apartados a sus animales. Eran casi las tres de la tarde.

- Pero, ¿habrá hoy pelea de gallos? -les pregunté.

- ¡Quién sabe! -dijo uno de ellos, arrastrando las palabras.

El otro apenas si balbuceó que posiblemente sería mañana. Lo que pasaba era que habían olvidado los espolones de acero en El Oro, y que habían enviado a un muchacho por ellos en un burro. El Oro se hallaba a cerca de diez kilómetros de camino de montaña.

Sin embargo, nadie se apuraba; de modo que también nosotros nos sentamos. Hizo su aparición entonces Caterino Cabrera, el dueño de la cantina, así como jefe político constitucionalista de Valle Alegre, muy borracho; iba del brazo de don Prisciliano Saucedes, el antiguo jefe bajo el gobierno de Díaz. Don Prisciliano es un buen mozo, un viejo castellano de cabello blanco, que prestaba dinero a los peones con el veinte por ciento de interés. Ferviente revolucionario, don Caterino, que había sido director de escuela, presta dinero a una tasa usuraria un poco menor a los mismos peones. Don Caterino no usa cuello, pero lleva un revólver al cinto y dos cartucheras. Don Prisciliano fue despojado de la mayor parte de sus propiedades durante la primera revolución por los maderistas de la ciudad, y después, desnudo, atado sobre su caballo y azotado por la espalda con el plano de una espada.

- ¡Ay! -dijo en respuesta a mi pregunta-. ¡La revolución! ¡Yo tengo la mayor parte de ella sobre la espalda!

Y entraron los dos en la casa de don Prisciliano, donde Caterino cortejaba a su bellísima hija.

En ese instante, con el estrépito de los cascos de un caballo, apareció como relámpago el alegre y galanteador Jesús Triana, que fue capitán a las órdenes de Orozco. Pero Valle Alegre está a tres días a caballo de la vía férrea y la política no es un asunto importante allí; de tal manera que Jesús monta su caballo robado, impunemente, por las calles. Es un joven de elevada estatura, con unos dientes brillantes, un rifle, bandolera y pantalones de cuero, sujetos a los dos lados con botones tan grandes como un peso y sus espuelas de doble tamaño. Dicen que sus modales atrevidos, y el hecho de que mató a Emeterio Flores por la espalda, le ganaron la mano de Dolores, la hija menor de Manuel Paredes, el contratista carbonero. Se lanzó arroyo abajo al galope, mientras su caballo arrojaba una espuma sanguinolenta por el despiadado freno de barbada.

El capitán Adolfo Meléndez, del ejército constitucionalista, deslucía a la vuelta de la esquina un uniforme nuevo, flamante, de pana verde botella. Llevaba una elegante espada dorada que perteneció alguna vez a los Caballeros de Pitias. Adolfo vino a Valle Alegre con una licencia de dos semanas, la que ha prolongado indefinidamente con el objeto de procurarse una mujer: la hija de catorce años del aristócrata de un pueblo. Dicen que su casamiento fue suntuoso, fuera de toda ponderación; que oficiaron dos sacerdotes y que los servicios duraron una hora más de lo acostumbrado. Pero esto puede haber constituido una buena economía para Adolfo, que ya tiene una esposa en Chihuahua, otra en Parral y una tercera en Monterrey y, desde luego, tenía que apaciguar a los padres de la novia.

Una gritería alborozada anunció a las cuatro y media la llegada del chiquillo que traía los espolones para los gallos. Se supone que se puso a jugar a las cartas en El Oro, olvidando de momento el objeto de su viaje.

Pero, claro, no se le hizo ningún reproche. Lo importante era que había llegado. Hicimos un gran círculo en el espacio abierto donde estaban los burros, para que los dos galleros comenzaran a echar sus animales. Pero a la primera embestida, el gallo al que todos habíamos apostado nuestro dinero extendió las alas y, ante el asombro de los espectadores, voló hasta el árbol del mezquite y desapareció finalmente rumbo a las montañas. Diez minutos después los dos galleros se repartían ante nosotros, indiferentes, los dineros recaudados, y todos nos fuimos a casa muy contentos.

Fidencio y yo fuimos a comer al hotel de Carlitos Chi. En todo México, en cada pequeña población, hay un chino que monopoliza los negocios de hoteles y restaurantes. Carlitos y su primo Fu estaban casados con hijas de familias respetables, de moradores pueblerinos. A nadie le parecía aquello inusitado. Los mexicanos parecen no tener ningún prejuicio racial. El capitán Adolfo, ataviado con un brillante uniforme caqui amarillo y espada, se presentó con su recién desposada novia: una muchacha lánguida muy morena; tenía el pelo cortado en un cerquillo sobre la frente y llevaba unos aretes relucientes, como arañas. Carlitos plantó delante de cada uno de nosotros un cuarto de botella de aguardiente y, sentándose a la mesa, se dedicó a flirtear muy cortésmente con la señora Meléndez, mientras Fu servía la comida, animada por alegre charla social en un lenguaje mexicano chapurreado.

Se hacían los preparativos para la celebración de un baile aquella noche en la casa de don Prisciliano, y Carlitos, muy atentamente, ofreció enseñar a la esposa de Adolfo un nuevo estilo de baile que había aprendido en El Paso, llamado el trote del pavo. Así lo había venido haciendo; pero Adolfo comenzó a ponerse hosco y anunció que no creía poder ir a la casa de don Prisciliano, ya que consideraba indebido que las esposas jóvenes se exhibieran demasiado en lugares públicos. Carlitos y Fu manifestaron su pesar, tanto más que varios de sus paisanos estarían aquella noche en el poblado, procedentes de Parral y, dijeron claro, querían armar juntos un pequeño holgorio chino.

Así que Fidencio y yo partimos, finalmente, no sin prometer solemnemente que volveríamos a tiempo para las festividades chinas después del baile.

Afuera, la luz de una hermosa luna inundaba todo el poblado. Los tejados, sin orden, semejaban aeroplanos plateados subiendo; las copas de los árboles resplandecían. El arroyo corría a lo lejos como si fuera una catarata congelada, mientras el valle inmenso se hundía en una suave y densa niebla. Los murmullos humanos se multiplicaban en la oscuridad: las risas excitadas de las jóvenes; el alentar de una mujer en una ventana, ante el vertiginoso torrente de palabras del hombre que se reclinaba en sus rejas; una docena de guitarras que se acompañaban sin saberlo; las espuelas sonando nítidamente de un joven que se apresuraba para ir a ver a su novia. Hacía frío. Al pasar por la puerta de la casa de Cabrera, sentimos un vaho alcohólico, como humo caliente. Más adelante se cruzaba el arroyo sobre unas piedras, donde unas mujeres lavaban sus ropas. Subiendo al margen opuesto vimos iluminadas las ventanas de la casa de don Prisciliano, al mismo tiempo que oíamos los acordes de la orquesta de Valle Alegre.

Las puertas y las ventanas abiertas estaban pletóricas de hombres, peones de talla elevada, morenos, silenciosos, envueltos en sus cobijas hasta los ojos, mirando el baile con ojos ansiosos y solemnes: era un bosque de sombreros.

Fidencio había retornado a Valle Alegre, después de una larga ausencia; estando afuera, lo vio un joven alto y, haciendo a un lado su sarape, girando, tal como si fuera un ala, abrazó a mi amigo, gritando:

- ¡Feliz regreso, Fidencio! ¡Te esperábamos ya hace muchos meses!

El grupo se arremolinó, se apretujaban como un trigal azotado por el viento; las trazadas oscuras volaban contra la noche. Repetían el grito:

- ¡Fidencio! ¡Aquí está Fidencio! Tu Carmencita está adentro, Fidencio. ¡Debías haber tenido cuidado de tu novia! ¡No podías estar ausente tanto tiempo y esperar que te siguiera fiel!

Los que estaban adentro repitieron los gritos haciéndose eco de los de afuera; el baile, que acababa de empezar, se suspendió repentinamente. Los peones hicieron una valla bajo la cual pasamos, dándonos palmaditas en las espaldas con amistosas palabras de bienvenida y afecto; en la puerta se apiñaba un docena de amigos para abrazamos, iluminados los rostros de alegría.

Carmencita era una indita regordeta, con un vestido de los que se compran hechos, azul chillón, que no le quedaba bien; estaba de pie cerca de un rincón al lado de un tal Pablito, su compañero, un joven mestizo como de dieciséis años, mal encarado. Ella simulaba no prestar atención a la llegada de Fidencio; estaba parada, muda, con la vista fija en el suelo, como corresponde a una mujer mexicana que es soltera.

Fidencio echó unas cuantas balandronadas entre sus compadres al verdadero estilo que lo hacen los hombres, durante unos minutos, intercalando en su conversación algunos términos viriles en voz alta. Y acto seguido, con aire de altivez, cruzó la pieza en línea recta adonde estaba Carmencita y la tomó por el brazo derecho, gritando:

- ¡Bueno, ahora vamos a bailar!

Y los músicos, sonrientes, sudorosos, dándose codazos, comenzaron a tocar una pieza.

Los filarmónicos eran cinco: dos violines, un cornetín, una flauta y un arpa. Ejecutaron Tres Piedras. Las parejas se alinearon, marchando solemnemente por la sala. Después de dar dos vueltas, comenzaron a bailar, saltando con dificultad sobre el áspero y duro piso de tierra, repleto de espuelas que resonaban; cuando habían bailado dos o tres veces, sin sentarse, paseaban otra vez, después bailaban nuevamente, y otro paseo; así cada periodo de baile tomaba como una hora.

Era una habitación larga, de techo bajo, con paredes blanqueadas y el cielo rosa de vigas entrelazadas con barro arriba; en un ángulo estaba la inevitable máquina de coser cerrada y convertida en una especie de altar, cubierta con una tela diminuta bordada, sobre la cual ardía la llama de una vela perpetua, ante una estampa impresa en colores, muy charra, de la Virgen, que colgaba de la pared. Don Prisciliano y su esposa, que amamantaba a un niño, rebosaban de alegría en sus sillas, al otro extremo de la pieza. Había gran cantidad de velas ardiendo a un lado y metidas en el muro en todo el derredor, desde donde dejaban huellas de hollín por encima de ellas en lo blanco de la pared. Los hombres producían un prodigioso pataleo y retintín con las espuelas al bailar, vociferando ruidosamente entre sí. Las mujeres no hablaban; tenían los ojos clavados en el suelo.

Hasta mí llegaban fragmentos de la conversación de los peones:

- Fidencio no debió haber estado ausente tanto tiempo.

- ¡Caramba! Vean de la manera que Pablito pone mal gesto allá. Creyó seguramente que Fidencio había muerto y que Carmencita era suya.

En seguida la voz de uno que esperaba:

- ¡Tal vez habrá pelea!

El periodo de baile terminó al fin, y Fidencio llevó a su prometida correctamente a su asiento contra la pared, al concluir de tocar la música. Los hombres salieron apresuradamente a la calle donde, al resplandor de una antorcha, vendía botellas de licor fuerte el gallero perdidoso. Brindamos a nuestra salud alborozadamente en el parque de las trampas galleras. Las montañas alrededor resplandecían con la luna. Y así, poco después, porque los intervalos entre los periodos de baile eran muy cortos, oímos la música empezar de nuevo como una erupción volcánica, exuberante, tocando un vals. Fidencio volvió a la sala de baile, siendo el centro de atracción de veinte jóvenes curiosos y entusiastas, porque él había viajado ... Se fue derecho a Carmencita; pero en el momento en que la sacaba a la sala, Pablito se deslizó detrás de ellos, sacando un enorme y anticuado pistolón. Se oyeron una docena de gritos:

- ¡Cuidado Fidencio!

Se volvió rápidamente, encontrándose el revólver apuntando a su estómago. Durante unos segundos nadie se movió. Fidencio y su rival se miraban con ojos iracundos. Se oyó el piñonear amortiguado de las automáticas por todas partes, al sacar los caballeros sus armas y amartillarlas, porque algunos de ellos eran amigos de Pablito. Oí algunos que dijeron en voz baja:

- ¡Porfirio, vete a casa y trae mi escopeta!

- ¡Victoriano! ¡Mi rifle nuevo! Está sobre la cómoda en el cuarto de mamá.

Un enjambre de chiquillos como nube de peces voladores se dispersaron a la luz de la luna, para traer las armas de fuego. Mientras tanto, se conservó el status quo. Los peones se habían encuclillado fuera de la zona de peligro; pero de tal modo, que pudieran atisbar por arriba de los antepechos de las ventanas, por donde vigilaban los acontecimientos con un interés regocijado. La mayor parte de los músicos buscaban refugio, orillándose hacia la ventana más próxima. Sin embargo, el arpista se había colocado detrás de su instrumento. Don Prisciliano y su esposa, quien amamantaba todavía su niño, se levantaron y encaminaron majestuosamente hacia alguna parte del interior de la casa. Esto no era asunto suyo; además, no deseaban interponerse en los placeres de la gente joven.

Fidencio empujó con cuidado a Carmencita con un brazo, para llevársela, mientras tenía la otra mano suspendida como una garra. Y, en medio de un sepulcral silencio, dijo:

- ¡Tú, cabroncito! ¡No te quedes ahí apuntándome con eso, si tienes miedo de disparar! ¡Jala del disparador ahora que estoy desarmado! ¡No tengo miedo a morir, aun si es a manos de un mentecato, enclenque, que no sabe cuándo utilizar una pistola!

La cara del muchacho se contrajo en un gesto de rencor; creí que iba a disparar.

- ¡Ah! -mUrmuraron los peones-. ¡Ahora! ¡Ahora es cuándo!

Pero no lo hizo. Después de unos cuantos segundos, vaciló su mano, y lanzando una injuria, volvió la pistola a su bolsillo. Los peones se incorporaron, así como la multitud que estaba en las puertas y ventanas, todos contrariados. El arpista se levantó y comenzó a templar su arpa. Todo era guardar revólveres y pistolas en sus fundas; la vivacidad del charloteo social creció nuevamente. Cuando llegaron los chicos con un arsenal completo de rifles y escopetas, ya se había reanudado el baile. De modo que las armas fueron apiladas en un rincón.

Fidencio permaneció allí mientras Carmencita reclamaba sus atenciones amorosas y hubo alguna posibilidad de fricción. Se contoneaba entre los hombres y recogía la admiración de las señoras, ganando a todos a bailar en velocidad, languidez y algazara.

Pero pronto se cansó de aquello; el estímulo del encuentro con Carmencita perdió su atractivo para él. De modo que salió del salón, a la luz de la luna, encaminándose por el arroyo a tomar parte en la fiesta de Carlitos Chi.

Al aproximamos al hotel nos dimos cuenta de un sonido curioso, como quejidos apenas perceptibles, que parecían música. La mesa había sido retirada del comedor y llevada a la calle; en la habitación se hallaba el troteador del pavo, Fu y otro celestial. En un rincón, sobre un bastidor, habían colocado un barril de aguardiente, debajo del cual estaba tendido el mismo Carlitos, que tenía en la boca un tubo de cristal, con el cual extraía -a la manera de un sifón- el licor del barril.

Había una gran caja de cigarrillos mexicanos, abierta a golpes por un lado; los paquetes de cigarrillos estaban regados por el suelo. En otras partes de la pieza estaban dos chinos más, durmiendo el profundo sueño de los extremadamente borrachos, envueltos en unas cobijas. Los dos que habían bailado, cantaban, mientras tanto, su propia versión de la que fuera popular canción y pieza de baile en los Estados Unidos, llamada Ojos Soñadores. En contraste con esto, un fonógrafo, instalado en la cocina, tocaba la espléndida marcha del Tannhauser, El Coro de los Peregrinos. Carlitos se quitó el tubo de la boca, le puso un dedo encima, y nos dio la bienvenida con un himno que cantó así:

¡Tira para la playa, marinero,
tira para la playa!
¡No hagas caso al humilde lavandero,
sino tira para la playa!

Nos examinó con un ojo lagañoso, y nos previno:

- ¡Cuidado ustedes, que Carlitos está aquí con nosotros esta noche!

Después de lo cual volvió el sifón a su boca.

Participamos en aquellas festividades. Fidencio ofreció la exhibición de los pasos de un nuevo fandango español, según lo bailaban los condenados langostas -como llaman los mexicanos a los españoles-. Zapateó berreando por todo el salón, chocando con los chicos y bramando La Paloma.

Finalmente, se desplomó, sin respiración, sobre una silla, y empezó a comentar acerca de los muchos encantos de la novia de Adolfo, a quien había visto por primera vez aquel día. Manifestó que era una vergüenza que un alma tan joven y alegre estuviera atada a un hombre de edad madura; dijo que él representaba a la juventud, la fuerza y la gallardía, y que él estaba mejor dotado para ser su compañero, que Adolfo. Agregando que, según avanzaba la noche, sentía que la deseaba más y más. Carlitos Chi, con su tubo de vidrio en la boca, asentía comprensivamente a cada una de esas aseveraciones. Tuve una idea afortunada. ¿Por qué no enviar por Adolfo y su mujer e invitarlos a que nos hicieran compañía en la fiesta? Fueron levantados a puntapiés los chinos que dormían en el suelo, a fin de pedirles su opinión. Dado que no hablaban inglés ni español, dieron su respuesta en chino. Fidencio hizo la traducción.

- Dicen -manifestó que Carlitos debe llevar la invitación.

Estuvimos de acuerdo. Carlitos se levantó, tomando Fu su lugar con el tubo de vidrio. Hizo la declaración de que los invitaría en los más irresistibles términos y, fajándose su revólver, desapareció.

Diez minutos después oímos cinco disparos. Analizamos la cuestión pormenorizadamente, sin llegar a comprender por qué había salvas de artillería a aquellas horas de la noche, con la posible excepción de que probablemente dos de los asistentes, al salir del baile, se estuvieran dando de balazos antes de irse a dormir. Carlitos tardaba; entretanto ya estábamos considerando la viabilidad de enviar una expedición para buscarlo, cuando llegó.

- Bueno, ¿qué pasó, Carlitos? -le pregunté-. ¿Vendrán?

- No lo creo así -contestó dudosamente, bamboleándose en el umbral de la puerta.

- ¿Oíste el tiroteo? -interrogó Fidencio.

- Sí, muy cerca -dijo Carlitos-. Fu, ¿si fueras tan amable de quitarte de abajo de ese tubo ...?

- ¿Qué sucedió? -preguntamos.

- Bueno -dijo Carlitos-, toqué a la puerta de Adolfo y le dije que teníamos aquí una fiesta y queríamos que viniera. Me disparó tres tiros y yo le disparé dos.

Y al decir esto, Carlitos tiró de una pierna de Fu, sacándolo, y tranquilamente se echó otra vez debajo del tubo de vidrio.

Debimos haber permanecido allí algunas horas después de eso. Recuerdo que ya amaneciendo llegó Ignacio y nos tocó el Adiós, de Tosti, al compás del cual bailaron todos los chinos muy seriamente.

Como a las cuatro de la mañana apareció Anastasio. Abrió la puerta, de golpe, y se plantó allí con una pistola en la mano.

- Amigos -exclamó-, ha ocurrido algo muy desagradable. Mi esposa, Juanita, regresó de la casa de su madre como a la medianoche, en un burro. Fue detenida en el camino por un hombre embozado en un poncho, que le dio una carta anónima en que se detallaban todas mis pequeñas diversiones cuando fui la última vez de paseo a Juárez. He visto la carta. ¡Y es sorprendentemente exacto lo que dice! Relata cómo fui a cenar con María y después la acompañé a su casa. Dice cómo llevé a Ana a los toros. Describe el pelo, el cutis y el carácter de todas las otras mujeres y lo que gasté con ellas. ¡Caramba! ¡Y es rigurosamente exacto, al centavo! Cuando llegó a casa, yo estaba tomando una copa en la cantina de Catarino con un viejo amigo. El forastero misterioso se presentó en la puerta de la cocina con otra carta en la que decía que yo tengo tres esposas más en Chihuahua lo que, Dios lo sabe, no es cierto, ¡porque sólo tengo una! No es que me preocupe, amigos, pero esas cosas han trastornado horriblemente a Juanita. Claro, yo he negado esos cargos, pero ¡válgame Dios! ¡Las mujeres son tan poco razonables! Contraté a Dionisio para vigilar mi casa, pero se fue al baile; con tal motivo, levanté y vestí a mi pequeño, para que me avisara de cualquier nuevo atentado; he venido aquí en busca de ayuda para proteger a mi hogar de esta desgracia.

Manifestamos que haríamos cuanto fuera necesario por Atanasio -cualquier cosa- esto es, que lo ameritara. Declaramos que eso era terrible, y que a ese forastero perverso había que exterminarlo.

- ¿Quién puede ser?

Atanasio repuso que probablemente era Flores, que había tenido un niño con su señora antes de que él se casara con ella, pero que nunca había podido conquistar sus afectos. Lo obligamos a tomar aguardiente y bebió muy pensativo. Carlitos Chi se desprendió del tubo, picado en su afán de investigar, tomando su lugar Fu, a quien envió a buscar armas. Volvió en diez minutos con siete revólveres cargados, de diferentes marcas.

Casi inmediatamente golpearon furiosamente la puerta, entrando como tromba el pequeño hijo de Atanasio.

- ¡Papá! -gritó, mostrando un papel-. ¡Aquí hay otro! El hombre tocó por la puerta de atrás, y cuando mamá fue a ver quién era, pudo ver solamente una gran manta roja, que lo cubría completamente, hasta el pelo. Le dio una nota y corrió, llevándose un pan grande por la ventana.

Con manos trémulas Atanasio desdobló el papel y leyó en voz alta:

- Su esposo es el padre de cuarenta y cinco niños en el Estado de Coahuila. (Firmado: Alguno que lo conoce).

- ¡Madre de Dios! -gritó exasperado Atanasio, poniéndose de pie, en un gesto de pesar y cólera-. ¡Eso es mentira! ¡Siempre me han calumniado! ¡Adelante amigos míos! ¡Defendamos nuestros hogares!

Cogiendo nuestras armas nos lanzamos afuera, en la oscura noche. Tambaleando, jadeantes, por la escarpada cuesta hacia la casa de Atanasio, muy juntos, para que así ninguno pudiera ser confundido por los otros con el forastero misterioso. La esposa de Atanasio estaba en la cama, llorando histéricamente. Nos dispersamos entre la maleza y hurgamos por los callejones alrededor de la casa, pero no resultó nada. En un rincón del corral estaba tirado Dionisio, el velador, profundamente dormido, con su rifle al costado. Pasamos por arriba del cerro hasta llegar a la orilla de la ciudad. Ya despuntaba la aurora; un coro interminable de gallos era lo único que se oía, además de la inefable música del baile en la casa de Don Prisciliano, que probablemente seguiría todo ese día y la noche siguiente. A distancia, el inmenso valle era como un gran mapa, tranquilo, claro, enorme. Todos los ángulos de las casas, las ramas de los árboles y la brizna de hierba en los tejados, resaltaban con la maravillosa claridad de la luz al romper el alba.

A lo lejos, sobre una ladera de la montaña rojiza, iba un hombre cubierto con un sarape rojo.

- ¡Aja! -grito Atanasio-. ¡Allá va!

Y abrimos el fuego unánimemente sobre la manta roja. Éramos cinco, y teníamos seis cartuchos cada uno, que repercutieron pavorosamente entre la casa y retumbaron de montaña en montaña, repitiéndose cada uno centenares de veces. De pronto, el poblado arrojó una multitud de hombres, mujeres y niños a medio vestir. Seguramente pensaron que había estallado una nueva revolución. Una anciana arrugada, muy vieja, salió de una pequeña y oscura casa a la orilla del pueblo, restregándose los ojos.

- ¡Oigan! -gritó-. ¿A qué le están tirando?

- ¡Tratamos de matar a ese hombre maldito de la frazada roja, que está emponzoñando nuestros hogares y haciendo de Valle Alegre un lugar imposible para que viva una mujer decente! -gritó Atanasio.

La anciana esforzó sus ojos legañosos sobre nuestro blanco.

- Pero -dijo tranquilamente-, ése no es un mal hombre. Es mi hijo que va a cuidar las cabras.

Entretando, el sujeto de la cobija roja, sin mirar atrás siquiera, seguía su apacible camino hasta desaparecer.

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