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SEXTA PARTE

CAPÍTULO I

El Cosmopolita

El Cosmopolita es el salón de moda en Chihuahua: un infierno de casa de juego. Fue propiedad de Jacobo La Touche, alias El Turco; un hombre gordo, tambaleante, que llegó sin zapatos a Chihuahua con un oso bailarín hace veinticinco años, y que se convirtió en multimillonario. Poseía una lujosa residencia en el Paseo Bolívar, la que era mejor conocida por el mote de El Palacio de las Lágrimas, porque fue construida con los productos de las concesiones de juego de El Turco, que habían dejado en la miseria a muchas familias. Pero el viejo inicuo se escabulló con el ejército federal en retirada al mando del general Mercado, y cuando Villa entró a Chihuahua obsequió El Palacio de las Lágrimas al general Ortega, como regalo de Navidad, y confiscó El Cosmopolita.

Cuando tenía unos cuantos pesos sobrantes de mi lista de gastos, acostumbraba frecuentar El Cosmopolita. Juanito Roberts y yo hacíamos escala en nuestro camino del hotel, para tomar unos cuantos ponches calientes en un bar chino, regenteado por un mongol canoso llamado Chi-Li. De allí proseguíamos a las mesas de juego, con la despreocupada apariencia de grandes duques en Montecarlo.

Se entraba primero a una habitación larga y baja, alumbrada con tres linternas ahumadas; era donde se jugaba a la ruleta.

Sobre la mesa había un letrero que decía:

Sírvase no poner los pies sobre la mesa de la ruleta.

Era una rueda vertical, no horizontal, erizada de espigas que tropezaban con una tira de acero flexible, y que detenía al fin la rueda sobre un número. La mesa tenía poco más de tres y medio metros de largo a cada lado de la ruleta, estando siempre atestada, cuando menos, con cinco hileras de muchachos imberbes, peones y soldados, muy excitados y gesticulando al tirar un río de billetes de poco valor sobre sus nÚmeros y colores y discutiendo sobre las ganancias. Aquellos que perdían lanzaban gritos terribles de cólera; al echar el gurrupié su dinero al cajón, la rueda estaba inmóvil a menudo durante tres cuartos de hora o una hora, mientras que algún jugador que había perdido diez centavos, agotaba su vocabulario contra el cajero, el dueño del negocio, sus antepasados y descendientes por diez generaciones anteriores y posteriores y sobre Dios y su familia por permitir que tamaña injusticia no fuera castigada. Al fin, salía murmurando amenazador:

- ¡A ver! ¡Ya veremos!, mientras los otros le hacían lugar para que se fuera, mascullando: ¡Ah! ¡Qué mala suerte!

Cerca de donde se sentaba el gurrupié había un sitio gastado en el paño, con un botoncito de marfil en el centro. Cuando alguien estaba más de lo debido en la ruleta, el gurrupié oprimía el botoncito, parando la ruleta para seguir jugando. Esto era visto por todos como un recurso legítimo, ya que ¡caramba!, ¡no tiene objeto tener una casa de juego para perder!

Se usaba la más sorprendente diversidad de monedas, dado que la plata y el cobre habían desaparecido de la circulación en Chihuahua hacía mucho, con motivo de la conturbada época revolucionaria. Pero todavía circulaban algunos billetes de banco mexicanos, además de la moneda de curso legal, impresa en papel de escribir ordinario por el ejército constitucionalista y que no valía nada; certificados emitidos por las compañías mineras, pagarés, notas de mano, hipotecas y un centenar de vales diversos de varios ferrocarriles, plantíos agrícolas y empresas de servicios públicos.

La mesa de ruleta no nos interesaba ya. No había suficiente campo de acción para nuestro dinero. De modo que nos abríamos paso hacia un cuartito, lleno de humo azulado, donde había una jugada perpetua de póker, en torno a una mesa en forma de abanico, cubierta con el clásico tapete verde. En una pequeña entrada, al lado derecho de la mesa, se sentaba el tallador; las sillas para los jugadores estaban distribuidas alrededor. Se jugaba contra la banca; el tallador sacaba un diez por ciento para la casa en cada apuesta. Cuando alguno comenzaba a volar mostrando una cartera bien provista, el tallador lanzaba un agudo silbido y aparecían dos caballeros afables, empleados de la casa, quienes tomaban parte en seguida en el juego. No había límite para apostar, mientras se tuviesen fichas, o el respaldo de billetes de banco a la vista. El caballero que hablaba primero tenía que decir si sería póker cerrado o abierto el que jugaría. El cerrado era el más divertido, porque para un mexicano es inconcebible que la próxima carta no sea la que necesita para tener una mano magnífica, y apuesta aumentando sobre cada carta con una excitación creciente, desatinada.

Aquí no regían las reglas estrictas del juego norteamericano, que restringen toda la acción. Juanito y yo levantábamos las cartas por una punta para mostránoslas, tan pronto como las daban. Y, cuando yo parecía en camino de ligar una buena mano, Juanito, simplemente, empujaba todo lo que tenía delante hacia mí; pero si la próxima carta para Juanito prometía una mejor perspectiva que mi mano, entonces yo empujaba todo lo de Juanito y lo mío, hacia él. Al tiempo de darse la última carta, todas las fichas de los dos estaban apiladas en medio de nosotros, neutrales, y cualquiera de los dos, el que tenía la mejor mano, apostaba todo nuestro capital conjuntamente.

Por supuesto que nadie objetaba esta manera de jugar; pero a fin de hacerle contrapeso, el tallador echaba su silbido a los dos jugadores de la casa y les daba a cada uno disimuladamente, una mano de abajo de la baraja.

Mientras tanto, un chino corría desaforadamente entre la mesa y el mostrador de un fonducho situado enfrente, al cruzar la calle, trayendo emparedados, chile con carne y tazas de café a los jugadores que comían y bebían ruidosamente durante el juego, derramando el café y la comida entre las apuestas.

En algunas ocasiones se levantaba un jugador de aquellos que han viajado mucho por países extranjeros y daba una vuelta en torno a su silla, para sacudirse una racha de mala suerte; o bien, pedía una baraja nueva, adoptando un aire derrochador, sin ceremonias ni cumplidos. El tallador se inclinaba ceremoniosamente; arrojaba la baraja en uso al cajón y presentaba una nueva. La casa tenía solamente dos juegos de naipes. Ambos como de un año de uso y profusamente decorados con las comidas de todos los jugadores, pasados y presentes.

Claro que se jugaba al juego norteamericano. Pero algunas veces entraba un mexicano que no estaba bien familiarizado con los artificios de la baraja norteamericana. Por ejemplo, en la mexicana no hay ochos, nueves ni dieces. Una de las personas, un mexicano fatuo, presuntuoso, jugaba allí una noche, precisamente, cuando pedí que se jugara una mano de póker abierto. Antes de qué el tallador pudiera silbar, el sujeto había sacado un gran rollo de dinero de todas denominaciones, y comprado cien pesos de fichas. Siguió el juego. Recibí tres corazones sucesivamente, obtuve el dinero de Roberts y empecé a jugar para ligar color. El hombre contempló sus cartas por un buen rato, como si fueran algo nuevo para él. En seguida se puso rojo y con una gran excitación apostó quince dólares. Al recibir la carta subsiguiente palideció y apostó veinticinco dólares; al ver su última carta, enrojeció intensamente otra vez y apostó cincuenta dólares.

Por algún milagro yo había ligado color. Pero la forma desorbitada de apostar del hombre me había amedrentado. Sabía que un color era bueno para casi cualquier cosa en póker abierto, pero no pude sostener ese ritmo de apostar, y le pasé la mano para que lo hiciera. Se sublevó ante el hecho y protestó airado:

- ¿Qué quiere usted decir: paso? -gritó, sacudiendo ambos puños. Se le explicó y se calmó.

- Muy bien; entonces -dijo-, ya no tengo más que estos quince dólares, y no permite comprar más fichas, los apuesto todos -y los empujó al centro de la mesa.

Los pagué.

- ¿Qué tiene usted? -casi gritó al inclinarse temblando sobre el tapete.

Extendí mi color. Con una risa de triunfo, dio un palmetazo sobre la mesa.

- ¡Escalera! -exclamó, extendiendo cara arriba un cuatro, un cinco, un seis, un diez y una sota.

Había extendido ya un brazo para recoger el dinero, cuando toda la mesa prorrumpió clamorosamente:

- ¡Está equivocado!

- ¡Eso no es escalera!

- ¡El dinero pertenece al gringo!

Se extendió sobre la mesa, con ambos brazos alrededor del dinero.

- ¡Cómo! -gritó ásperamente, mirando para arriba-. ¿No es escalera? ¡Véanla! ¡Cuatro, cinco, seis, diez y sota!

El tallador interrumpió:

- Pero debía ser cuatro, cinco, seis, siete y ocho -dijo-. En la baraja norteamericana hay ocho, nueve y diez.

- ¡Qué ridiculez! -expresó con desprecio el hombre-. ¡He jugado naipes toda mi vida y nunca he visto ocho, nueve o diez!

Pero ya entonces casi todo el gentío de la ruleta se había amontonado en la puerta, agregando su clamor al nuestro.

- ¡Claro que no es escalera!

- ¡Sí que lo es! ¿No hay aquí un cuatro, cinco, seis, diez y sota?

- ¡Pero la baraja norteamericana es diferente!

- ¡Pero no estamos en los Estados Unidos! ¡Estamos en México!

- ¡Oye, Pancho! -grito el tallador-. ¡Ve en seguida y llama a la policía!

La situación no cambiaba. Mi opositor continuaba echado sobre la mesa con el montón de dinero bajo sus brazos. El lugar se había convertido en un verdadero pandemónium lleno de voces que discutían acaloradamente, llegándose en algunos casos a insultos personales; ya algunos buscaban algo en la cintura. Acerqué mi silla contra la pared, prudentemente. Al fin llegó el jefe de la policía con cuatro o cinco gendarmes. Era un hombre alto, sin rasurar, cuyos bigotes retorcidos le llegaban hasta los ojos, vestido con un uniforme sucio, holgado, y con charreteras de felpa roja. Al llegar, todo el mundo le comenzó a explicar inmediatamente el caso. El tallador hizo una bocina con las manos y gritó a través del ruido ensordecedor; el hombre que estaba sobre la mesa se puso lívido, insistiendo a gritos que era un ultraje el que las reglas gringas vinieran a echar a perder un juego mexicano, perfectamente bueno, como lo era aquel juego de póker abierto.

El jefe escuchaba retorciéndose el bigote; se le hinchaba el pecho por la importancia que adquiría al ser factor decisivo en una averiguación que envolvía tan grandes cantidades de dinero. Me miró. No dijo nada, pero me incliné con toda cortesía. Me devolvió el saludo, inclinándose. Entonces, volviéndose a su policía, señaló con un dedo dramáticamente al hombre de la mesa.

- ¡Aprehendan a este cabrón! -dijo.

Fue un final apropiado. Chillando y protestando, el infeliz mexicano fue llevado a un rincón, donde quedó de pie frente a la mesa.

- El dinero pertenece a este caballero -prosiguió el jefe de policía-. En cuanto a usted, seguramente no tiene nociones de lo más elemental de este juego. Tengo para mí que ...

- Quizá -dijo Roberts, cortésmente, dándome un codazo-, ¿el señor capitán quisiera enseñar al caballero ...?

- Yo tendría sumo agrado en prestarle unas fichas -agregué, recogiendo el montón de dinero.

- ¡Oiga! -me dijo el jefe-. Me gustaría mucho hacerlo. ¡Muchísimas gracias, señor!

Acercó una silla y con toda cortesía le fue entregada la mano.

- ¡Abierto! -dijo, con el aplomo de un veterano.

Nos pusimos a jugar. El jefe de la policía ganó. Recogía sus fichas igual que un jugador profesional, pasando la mano a su vecino, y jugando nuevamente.

- Ve usted -dijo el jefe de la policía-, esto es fácil si se observan las reglas.

Se retorció el bigote, barajó las cartas y mandó veinticinco dólares. Ganó otra vez.

Después de un buen rato, uno de los policías se aproximó respetuosamente y le dijo:

- Perdone, mi capitán, ¿qué debemos hacer con el preso?

- ¡Oh! -exclamó el jefe, mirando fijamente. Agitó su mano, distraído-. Déjenlo en libertad y vuelvan a sus puestos.

Mucho después que había girado la última rueda en la mesa de la ruleta, que se habían apagado las luces y echado a la calle al jugador más apasionado, nosotros seguíamos jugando en el departamento del póker. A Roberts y a mí nos quedaban como tres pesos a cada uno. Bostezábamos y cabeceábamos de sueño. Pero el jefe de la policía se había quitado la chaqueta y se agazapaba como un tigre sobre sus cartas. Ahora perdía constantemente ...

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