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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO X

Llegan los colorados

Antes del amanecer siguiente, Fernando Silveyra, completamente vestido, vino a la habitación; con calma nos dijo que nos levantáramos, que los colorados ya venían. Juan Vallejo se rió:

- ¿Cuántos son, Fernando?

- Unos mil -contestó en voz baja, buscando su bandolera.

El patio estaba inusitadamente lleno de hombres gritando y ensillando caballos. Vi a don Petronilo, a medio vestir, en su puerta, su amante le ceñía la espada. Juan Santillanes se estaba poniendo los pantalones con una prisa furiosa. Había un estruendo constante de sonidos conforme los cartuchos se deslizaban en los rifles. Un piquete de soldados corría de un lado para otro sin rumbo fijo, preguntando a todos dónde estaba algo.

No creó que ninguno creyéramos realmente lo que pasaba. La placita de cielo tranquilo sobre el patio prometía otro día caluroso. Los gallos cantaban. Una vaca que había sido ordeñada se agachaba. Sentí hambre.

- ¿Qué tan cerca están? -pregunté.

- Cerca.

- Pero el puesto de avanzada, la guardia en La Puerta ...

- Están dormidos -dijo Fernando, mientras se enfundaba la canana.

Pablo Arriola entró con gran revuelo incapacitado por sus grandes espuelas.

- Un piquete de doce subió hasta aquí. Nuestros hombres pensaron que era sólo una patrulla de reconocimiento, por eso, después de que los rechazaron, la guardia de La Puerta se sentó a desayunar. Entonces Argumedo mismo y cientos ... cientos ...

- Pero veinticinco podían sostener el paso contra todo un ejército, hasta que el resto llegara ...

- Ya pasaron por La Puerta -dijo Pablo, empujó su silla y salió.

- ¡Los muy ...! -maldijo Juan Santillanes, girando las cámaras de su revólver- ¡Esperen a que los agarre!

- Ahora el míster va a ver algo de esos disparos que quería -gritó Gil Tomás-. ¿Qué tal míster? ¿Tiene miedo?

De alguna manera todo este asunto no parecía real. Me dije a mí mismo:

- Tú, tipo con suerte, vas a ver una pelea de verdad. Eso va a redondear la historia.

Cargué mi cámara y salí de prisa por el frente de la casa. No había mucho qué ver. Un sol cegador se levantaba justo en La Puerta. Por leguas y leguas de oscuro desierto hacia el Este nada vivía excepto la luz de la mañana. Ni un movimiento. Ni un sonido. Aun así en algún lugar ahi afuera un puñado de hombres estaban desesperadamente tratando de contener un ejército.

Un humo ligero flotaba en el aire sin movimiento desde las casas de los peones. Estaba tan quieto que la molienda del alimento de tortilla entre dos piedras se podía oír perfectamente, y el lento, suave, cantar de alguna mujer trabajando cerca de la casa grande. Las ovejas balaban para que las dejaran salir del corral. Sobre el camino a Santo Domingo, tan lejos que parecían acentos coloreados en el desierto, cuatro vendedores arreaban a sus burros. Pequeños grupos de peones se reunían enfrente de la hacienda, señalando, mirando hacia el Este. Alrededor del portal del gran encierro donde los soldados estaban acuartelados, unos cuantos soldados sostenían sus caballos por la brida. Eso era todo.

De vez en cuando la puerta de la casa grande vomitaba hombres montados, dos o tres al mismo tiempo, que galopaban hacia el camino de La Puerta con sus rifles en la mano. Los podía ver cómo subían y bajaban sobre las ondas del desierto, haciéndose cada vez más pequeños, hasta que la última fila montó, donde el polvo blanco que pateaban atrapaba la fuerte luz del sol y el ojo no lo podía soportar. Se habían llevado mi caballo; Juan Vallejo tampoco tenía el suyo. Estaba de pie junto a mí, amartillando y disparando su rifle vacío.

-¡Miren! -gritó de pronto.

La cara occidental de las montañas que flanqueaban La Puerta estaba todavía oscura. A lo largo de su base, hacia el Norte y también hacia el Sur, se formaban pequeñas líneas delgadas de polvo que se extendía lentamente. Al principio sólo había uno en cada dirección; después comenzaron otros dos más abajo, más cerca, avanzando sin obstáculos, como una corrida de media, como una grieta en un vidrio delgado. Era el enemigo, distribuyéndose alo ancho alrededor de la línea de batalla, ¡para tomarnos por un lado!

Los pequeños grupos de soldados salían de la casa grande y se alejaban a galope tendido. Pablo Arriola y Nicanor, partieron saludándome con viveza al pasar junto a mí. Longino Güereca salió disparado sobre su caballo tordillo, a medio domar; el gran bruto agachó la cabeza, relinchó y se encabritó cuatro veces a través de la plaza.

- Mañana a las minas -gritó Gino sobre su hombro-. Estoy muy ocupado hoy, muy rico, las minas perdidas de ...

Se alejó demasiado para que lo oyera. Martínez lo siguió gritándome con una sonrisa que le tenía miedo a la muerte. Recuerdo que la mayoría de ellos usaba lentes para automóvil contra el polvo. Don Petronilo montó en su caballo, con lentes de campo sobre los ojos. Volví a mirar las lineas de polvo, se iban encorvando ligeramente, el sollos glorificaba, como cimitarras. Don Tomás pasó a galope. Gil Tomás le pisaba los talones. Pero alguien venía. Un caballito apareció corriendo al amanecer y se encaminó hacia nosotros; el jinete sobresalía en contraste con el polvo radiante. Iba a una gran velocidad, hundiéndose y subiendo por el quebrado terreno ... y al hincar las espuelas para subir la pequeña colina donde estábamos, vimos una cosa horrible. Una cascada de sangre chorreaba de toda la parte de su frente en forma de abanico; la parte inferior de su boca había sido casi arrancada por una bala de nariz chata. Dirigió las riendas hasta llegar al coronel, trató con mucho esfuerzo, terriblemente, de decir algo; pero nada inteligible brotaba de la herida. Las lágrimas corrieron por las mejillas del pobre hombre. Dio un grito ahogado, aguijoneando con las espuelas al caballo y voló por el camino de Santo Domingo. Otros venían, también, a galope tendido, aquellos que habían estado de guardia en La Puerta. Dos o tres pasaron a través de la hacienda sin parar. El resto se arrojó sobre don Petronilo, en un arranque de furia.

- ¡Más municiones! -gritaron-, ¡más cartuchos!

Don Petronilo volteaba hacia otro lado.

- ¡No hay!

Los hombres enloquecían, maldiciendo, arrojando las pistolas al suelo.

- Veinticinco hombres más para La Puerta -le gritaron al coronel.

En unos cuantos minutos la mitad de los hombres nuevos salieron galopando del cuartel y tomaron el camino del Este. Los extremos cercanos de las líneas de polvo ahora se habían perdido de vista detrás de un montículo de tierra.

- ¿Porqué no los manda a todos, don Petronilo? -le grité.

- Porque, mi joven amigo, toda una compañía de colorados está bajando por el arroyo. Usted no los puede ver desde aquí, pero yo sí.

No había terminado de hablar cuando un jinete dio vuelta a la esquina de la casa, señalando por detrás de su hombro hacia el Sur, por donde venían.

- También vienen por ese lado -gritó-, ¡cientos! ¡Por el otro paso! ¡Redondo sólo tenía cinco hombres de guardia! ¡Lo tomaron prisionero y entraron al valle antes de que él se diera cuenta!

- ¡Válgame Dios! -exclamó don Petronilo.

Miramos hacia el sur. Por encima del ominoso amanecer del desierto se divisaba una gigantesca nube de polvo blanco, brillando al sol, como una columna bíblica de humo.

- ¡Los demás salgan y sosténganlos lejos! -gritó a los últimos veinticinco que brincaron a sus sillas y se encaminaron hacia el Sur.

Entonces, de repente, el gran portal de la plaza amurallada arrojaba hombres y caballos, hombres sin rifles, ¡la gente desarmada de Salazar! Se arremolinaban como si tuvieran pánico.

- ¡Denos rifles! -gritaron- ¿Dónde están nuestras municiones?

- Sus rifles están en el cuartel -contestó el coronel-, pero sus cartuchos están ahí afuera matando a los colorados.

Un gran clamor se levantó.

- ¡Se llevaron nuestras armas! ¡Quieren asesinarnos!

- ¿Cómo podemos pelear, hombre? ¿Qué podemos hacer sin rifles? -gritaba un hombre en la cara de don Petronilo.

- ¡Vamos, compañeros! ¡Salgamos y estrangulémoslos con nuestras propias manos! -exclamó uno.

Cinco hincaron las espuelas a sus monturas, volaron con furia hacia La Puerta, sin armas, sin esperanza; ¡era sublime!

- ¡Nos van a matar a todos! -dijo otro-. ¡Vamos!

Y los otros cuarenta y cinco salieron atropelladamente por el camino a Santo Domingo.

Los veinticinco reclutas a los que se les había ordenado sostener el lado sur habían cabalgado por medio kilómetro, se habían detenido, parecía que no sabían qué hacer. Vieron a los cincuenta desarmados que galopaban hacia las montañas.

- ¡Los compañeros están desertando! ¡Los compañeros están desertando!

Por un momento hubo un fuerte intercambio de gritos. Vieron la nube de polvo que se erigía sobre ellos. Pensaron en el poderoso ejército de despiadados demonios que lo componían, vacilaron, rompieron la formación y huyeron a todo galope a través del chaparral en dirección a las montañas.

De pronto me percaté de los disparos que por algún tiempo ya estaba oyendo. Sonaban a una gran distancia, ni siquiera tan fuerte como el tecleo de una máquina de escribir. Aún cuando llamó nuestra atención iba creciendo. El pequeño y trivial chasquido de los rifles se ahondó y se hizo serio. Enfrente ahora era prácticamente continuo, casi como el redoble de un tambor.

Don Petronilo estaba un poco pálido. Llamó a Apolinario y le dijo que enganchara las mulas al coche.

- Si algo ocurre que no nos toque a nosotros -dijo apenas a Juan Vallejo-. Llama a mi mujer y tú y Reed vengan con ella al coche. ¡Vengan, Fernando, Juanito!

Silveyra y Juan Santillanes salieron espoleando; los tres se esfumaron hacia La Puerta.

Ahora los podíamos ver; cientos de pequeñas figuras negras a caballo, por todos lados a través del chaparral; el desierto hervía con ellos. Los gritos salvajes de los indígenas llegaron hasta nosotros. Una bala perdida voló encima de nosotros, después otra; después una no perdida, y un ejambre silbando ferozmente. ¡Pás! Cayeron las paredes de adobe como pedazos de barro. Los peones y sus mujeres corrían de casa en casa, distraídos por el miedo. Un soldado, con la cara negra por la pólvora, y llena de odio por la matanza y el terror, pasó galopando, gritó que todo estaba perdido ...

Apolinario apresuró a las mulas con su arnés al lomo y comenzó a engancharlas al coche. Sus manos temblaban. Tiró una rienda, la recogió, la volvió a tirar, temblaba. De pronto tiró todos los arneses al suelo y echó a correr. Juan y yo corrimos. Justo entonces una bala perdida mató a una mula. Ya nerviosos, los animales se jaloneaban con fuerza. La punta del cambiavía del vagón voló de una carga de rifle. Las mulas corrieron en tropel hacia el norte perdiéndose en el desierto. Después llegó la chusma, una horda de soldados salvajes en masa, fueteando a sus aterrorizados caballos. Pasaron junto a nosotros sin detenerse, sin darse cuenta, todos llenos de sangre, sudor y negrura. Don Tomás, Pablo Arriola, después de ellos el pequeño Gil Tomás, su caballo tembló y cayó muerto de miedo en frente de nosotros. Las balas rozaban el muro por todos lados.

- ¡Vámonos míster! -dijo Juan- ¡Vámonos!

Comenzamos a correr. Cuando tomé la pendiente opuesta al banco del arroyo, miré hacia atrás. Gil Tomás iba justo tras de mí, con su sarape rojinegro alrededor de los hombros. Don Petronilo se alcanzó a ver; contestaba el fuego sobre su hombro; Juan Santillanes iba a su lado. Adelante corría Fernando Silveyra, agachándose sobre el cuello de su caballo. Por toda la hacienda había un círculo de galopes, disparos y gritos de hombres.

Tan lejos como la vista podía distinguir, por sobre cada montículo del desierto, venían más.

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