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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO IX

La última noche

Los días en La Cadena eran muy agitados. En el frío amanecer, cuando una capa de hielo cubría las lagunas del río, un soldado galopaba por la plaza con un novillo bravo en el extremo de su lazo. Cincuenta o sesenta soldados harapientos, mostrando sólo los ojos entre los sarapes y el gran sombrero, comenzaban una corrida de toros de aficionados, para el deleite del resto de sus compañeros, quienes agitaban sus cobijas, gritando como se hace en una corrida normal. Uno retorcía la cola al furioso animal; otro más impaciente, lo golpeaba con la cara de su espada. En lugar de banderillas, encajaban dagas en su hombro; la sangre caliente del animal se les embarraba cuando cargaba, y cuando al final caía, el cuchillo piadoso penetraba su cerebro y la chusma caía sobre sus despojos, cortando, arrancando, llevándose pedazos de carne cruda a sus cuarteles. Entonces el quemante sol blanco se levantaba de pronto detrás de La Puerta, calando en las manos y la cara. Los charcos de sangre, los dibujos raídos de los sarapes, los límites lejanos del sombrío desierto, brillaban y resaltaban ...

Don Petronilo había confiscado varios coches en la campaña, que cinco de nosotros le tomamos prestados para excursiones. Una vez fue un viaje a San Pedro el Gallo para ver una pelea de gallos, bastante apropiada. Otra vez Gino Güereca y yo fuimos a ver las inmensamente ricas minas perdidas de los españoles, que él conocía. Pero nunca pasamos de Bruquilla; sólo nos tiramos bajo la sombra de los árboles y comimos queso todo el día.

Ya entrada la tarde, la guardia de La Puerta trotaba hacia su puesto; el suave sol tardío pegaba sobre los rifles y las cananas; y mucho después del anochecer, el destacamento relevado venía saliendo alegremente de la misteriosa oscuridad.

Los cuatro vendedores que había visto en Santo Domingo llegaron esa noche; traían cuatro cargas de burro, de macuche, para vender a los soldados.

- ¡Es el míster! -gritaron, cuando me acerqué a su pequeña hoguera.

- ¿Qué tal, míster? ¿Cómo le va? ¿No tiene miedo de los colorados?

- ¿Cómo va el negocio? -pregunté, aceptando el puñado de macuche que me ofrecieron.

Se rieron de esto a carcajadas.

- ¡El negocio! ¡Mucho mejor para nosotros si nos hubiéramos quedado en Santo Domingo! ¡Esta tropa no podría comprar ni un cigarro si juntaran todo su dinero! ...

Uno de ellos comenzó a cantar un corrido extraordinario: La canción de la mañana de Francisco Villa. Cantó un verso, después el siguiente hombre cantó otro verso, y así, cada hombre componía una narración dramática de los hechos del gran capitán. Durante media hora me quedé ahí, viendo los sarapes envueltos con libertad sobre sus hombros, y la luz roja alumbrando sus caras oscuras y sencillas. Mientras un hombre cantaba, los otros miraban con fijeza el suelo, abstraídos en la composición:

Aquí está Francisco Villa
con sus jefes y oficiales,
es el que viene a ensillar
a los mulas federales.

Ora es cuando, colorados,
alístense a la pelea,
¡pues Villa y sus soldados
les quitarán la zalea!

Hoy llegó su domador,
Pancho Villa el guerrillero,
¡pa' correrlos de Torreón
y quitarles hasta el cuero!

Los ricos con su dinero
recibieron una buena,
con los soldados de Urbina
y los de Maclovio Herrera.

Vuela, vuela, palomita,
vuela sobre las praderas,
diles que Villa ha llegado
a hacerles echar carreras.

La ambición se arruinará,
y la justicia ganará,
pues Villa llegó a Torreón
para castigar a los avarientos.

Vuela, vuela, águila real,
lleva a Villa estos laureles
que ha venido a conquistar
a Bravo y sus coroneles.

Ora hijos del Mosquito,
que Villa llegó a Torreón,
pa' quitarles lo maldito
a tanto mugre pelón.

¡Viva Villa y sus soldados!
¡Viva Herrera y su gente!
Ya vieron, gente malvada,
lo que puede un valiente.

Ya con esta me despido;
por la rosa de Castilla,
¡aquí se acaba el corrido
del general Pancho Villa!

Después de un rato me fui; dudo que me hubieran visto alejarme; siguieron cantando alrededor de la fogata por más de tres horas.

En nuestro cuartel había otro entretenimiento. La habitación estaba llena del humo de una hoguera en el piso, a través de él pude distinguir vagamente a unos treinta o cuarenta soldados en cuclillas o desparramados a todo lo largo, en perfecto silencio, pues Silveyra leía en voz alta la proclamación del gobernador de Durango expropiando para siempre las tierras de las grandes haciendas para dividirlas entre los pobres. Leyó:

Considerando que la causa principal de descontento entre la gente de nuestro Estado, que los ha forzado a levantarse en armas en el año 1910, es la falta absoluta de propiedad individual; y que las clases rurales no tienen medios para subsistir en el presente, o ninguna esperanza para el futuro, excepto el servir como peones en las haciendas de los grandes terratenientes, que han monopolizado la tierra del Estado;

Considerando que la rama principal de la riqueza nacional es la agricultura, y que no puede haber verdadero progreso en la agricultura sin que la mayoría de los granjeros tengan un interés personal en que la tierra produzca ...

Considerando, por último, que los pueblos rurales se han reducido a la peor miseria, debido a que las tierras comunes que alguna vez les habían pertenecido fueron a aumentar la propiedad de la hacienda más próxima, en especial bajo la dictadura de Díaz, con lo que los habitantes del Estado perdieron su independencia económica, política y social, y pasaron de la categoría de ciudadanos a la de esclavos, sin que el gobierno fuera capaz de levantar el nivel moral a través de la educación, debido a que la hacienda donde vivían era propiedad privada ...

Por lo tanto, el gobierno del Estado de Durango declara necesidad pública que los habitantes de las ciudades y pueblos sean los propietarios de las tierras agrícolas ...

Cuando el pagador terminó penosamente los ordenamientos que seguían, y dijo la manera en que la tierra se solicitaría, etc., hubo un silencio.

- Eso -dijo Martínez-, es la Revolución mexicana.

- Es sólo lo que Villa está haciendo en Chihuahua -dije-. Es maravilloso, ahora todos ustedes pueden tener una granja.

Un chasquido divertido se escuchó por todo el círculo, entonces, un pequeño hombre calvo, con patillas amarillas y manchadas, se sentó y habló.

- Nosotros no -dijo-, los soldados no; después de que termine la Revolución ya no quieren soldados. Son los pacíficos quienes obtendrán la tierra, aquéllos que no pelearon, y la siguiente generación ...

Hizo una pausa y extendió sus mangas rasgadas cerca del fuego.

- Yo era maestro de escuela -explicó-, por eso sé que las revoluciones, como las Repúblicas, son desagradecidas. He peleado por tres años; al final de la primera revolución el gran hombre, el padre Madero, invitó a los soldados a la capital; nos dio ropa, comida, corridas de toros ... regresamos a nuestros hogares y encontramos a los ambiciosos otra vez en el poder.

- Terminé la guerra con cuarenta pesos -dijo un hombre.

- Tuviste suerte -continuó el maestro de escuela-, no, no son los soldados, los muertos de hambre, los no alimentados, los soldados comunes que hacen ganancia con la Revolución. Los oficiales sí, algunos; pues engordan con la sangre de la patria; pero nosotros no.

- ¿Por qué pelean entonces? -pregunté.

- Tengo dos hijos, pequeños -contestó-. Ellos tendrán su tierra. Y tendrán otros pequeños hijos, que tampoco tendrán necesidad de comida ...

- El hombrecito sonreía-, tenemos un dicho en Guadalajara: No uses una camisa de once metros pues aquel que quiere ser redentor siempre sale crucificado.

- Yo no tengo hijos pequeños -dijo Gil Tomás de 14 años entre risotadas-. Peleo para tener un rifle treinta-treinta de un soldado federal y un buen caballo que haya pertenecido a un millonario.

Sólo por divertirme pregunté a un soldado con una fotografia de botón de Madero pegada a su saco, que quién era ése.

- ¡Pues, quién sabe, señor! -respondió-. Mi capitán me dijo que era un gran santo. Yo peleo porque no es tan duro como trabajar.

- ¿Qué tan seguido les pagan?

- Nos pagaron tres pesos hoy hace nueve meses -dijo el maestro de escuela y todos asintieron-. Todos somos voluntarios en realidad. La gente de Villa es profesional.

Entonces Luis Martínez sacó una guitarra y cantó una hermosa cancioncilla de amor, que, según él, una prostituta había compuesto una noche en un burdel.

La última cosa que recuerdo de esa noche memorable fue a Gino Güereca acostado cerca de mí en la oscuridad, platicando.

- Mañana -dijo- te llevaré a las minas de oro perdidas de los españoles; están escondidas en un cañón en las montañas occidentales, sólo los indígenas saben de ellas, y yo. Los indígenas a veces van ahí con sus cuchillos y sacan oro en bruto de la tierra. Seremos ricos ...

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