Índice de Las grandes mentiras de nuestra historia de Francisco BulnesTercera parte - Capítulo VI Primera parteTercera parte - Capítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

LAS GRANDES MENTIRAS DE NUESTRA HISTORIA

Francisco Bulnes

TERCERA PARTE

Capítulo sexto

EL 5 DE DICIEMBRE

Segunda parte


La versión mexicana más exacta sobre los acontecimientos militares de Veracruz el 5 de Diciembre de 1838, es la del jefe Orta, testigo y actor principal en el triste drama que tendrá por desenlace la repopularización de Santa Anna.

Habla el señor Orta:

Cuando dirigí al supremo Gobierno de la nación con fecha 10 del último Agosto, una exposición en que le pedía mandase abrir un juicio sobre el vergonzoso suceso del 5 de Diciembre anterior, en la plaza de Veracruz, y me apresuré a darle la publicidad que merecía, más que exigir la recompensa debida a los servicios que entonces presté, mi ánimo fue excitar al ejecutivo a separar de la carrera gloriosa de las armas al cobarde e ignorante general a quien había confiado la defensa de aquel puerto y sus demás lugares comarcanos. Movióme a dar este paso la consideración de que habiéndose presentado una oportunidad para reparar las afrentas sufridas en el campo de San Jacinto, había vuelto a humillarse el pabellón nacional, consolidándose nuestro oprobio en el exterior por la ignominia de aquel día. Pero aún más me estimuló a hablar de aquella manera el ver que cuando lo restante de toda la América y toda la Europa sabían bien la humillación que pesaba sobre nuestras armas, a consecuencia de aquella jornada, la República mexicana era la única que la ignoraba y aun creía que podía ufana presentar al mundo una rama de laureles, adquirida por prodigios de valor. Así es, que haberla mantenido por más tiempo en la ignorancia de la vergüenza, que le había traído la impericia y cobardía de uno de sus más acreditados generales, era servir a éste y traicionarle a ella, sin que el silencio pudiese proporcionarla ni aun la más pequeña ventaja (1).

Sólo, pues, puede convenir a Santa Anna y sus parciales la ocultación de aquellos hechos y aun más bien desfigurarlos, en términos que les sirvan de apoyo para hacerse de nuevo del poder y continuar devastando la República por asesinatos y latrocinios. De allí es que si es disimulable en ellos trabajar en el sentido indicado, no tienen los demás títulos a la indulgencia nacional si callan pudiendo hablar sobre los verdaderos sucesos a que me refiero y mucho menos todavía si cooperan a sostener las imposturas de aquel malvado en la forma que pretende. Por lo mismo y por cuanto he sido el primero en dar la señal de guerra en este punto, no omitiré aprovecharme de cuantas ocasiones se me presenten para generalizar las especies que toqué en mi ya citada exposición y aclarar y purificar más los hechos que en ella indiqué. Así es que por esta vez voy a encargarme de la refutación del Manifiesto que abusando del nombre de la guarnición de Veracruz han publicado algunos oficiales de ella, con fecha 25 del próximo pasado Septiembre, agradeciéndoles yo la ocasión que me han proporcionado de justificarme de la nota de importuno en que incurría si sin estas excitativas hablara al público de mi asunto con la frecuencia que quisiera.

Pero antes de entrar en materia, debo hacer observar que acostumbrado Santa Anna a eludir los duros compromisos en que siempre lo han puesto sus indecorosos manejos, ha acudido esta vez al miserable artificio de que esciban a su favor oficiales que él mismo ha agraciado o que tiene bajo su inmediata dependencia. Los unos no han de haber querido destruir los títulos en que se han fundado sus ascensos, negando las supuestos glorias del 5 de Diciembre ni los otros provocar la irascibilidad siempre funesta de S.E. De consiguiente le ha sido bastante fácil conseguir su intento, de los unos y los otros aunque no ha podido ni podrá evitar el fallo imparcial de los hombres pensadores, que naturalmente deben extrañar no se hubiese querido sujetar al juicio purificativo, establecido por las leyes militares, para vindicarse de las acusaciones que le hago. ¿Por qué S.E., si tiene honor y delicadeza, no ha pedido al gobierno que se le juzgue en consejo de guerra de oficiales generales, como debió haberlo hecho desde que tuvo la primera noticia de la exposición que presenté? Por que está íntimamente convencido de que empezando por el parte que ha dado de la indicada jornada, hasta el reembarque de los franceses en el día referido, no hay cosa por la cual no deba ser despedido con ignominia del servicio de las armas a que es indigno de pertenecer por impostor, por cobarde, por inepto y por hombre sin pudor, sin fe, sin probidad, sin honor, bribón, ingrato depredador, sanguinario y tranquilo en el crimen.

Mas descendamos ahora a ver lo que hay de verdad en el referido Manifiesto. Después de hacer la pluma mercenaria que lo escribió, una ligera reseña del regocijo que se notó en las cámaras y sus galerías y del entusiasmo que hubo en Veracruz, cuando se supo el nombramiento del héroe de San Jacinto para aquella comandancia general, por las importantes ventajas que todos se prometían por entonces proporcionase a la patria, se hace decir a los firmantes:

El general Santa Anna mereció pues, una distinción de las que tanto honran en una República a un ciudadano, y ¡vive Dios! que corresspondió debidamente a las esperanzas de sus compatriotas.

Véase si es cierto lo que se acaba de decir. Las ordenanzas del ejército hacen responsable a todo oficial de la vigilancia de su tropa en el punto en que la tenga, del exacto cumplimiento de las órdenes particulares de sus jefes, y de las generales que aquellas explican, como la de tomar en todos los accidentes y ocurrencias que no le estén prevenidas el partido correspondiente a su situación, caso y objeto. Á nada de esto se arregló el general Santa Anna en el día tantas veces mencionado, pues que en lugar de haber tomado las precauciones señaladas en las ordenanzas para evitar sorpresas, el mismo Manifiesto que refuto prueba bastantemente que hizo todo lo contrario, y acrimina más bien que justifica la conducta del héroe que defiende.

S.E. llegó a Veracruz el día 4 de Diciembre por la mañana y tomó desde luego posesión del mando militar de aquel departamento, disponiendo que inmediatamente se cerrasen las puertas, porque creyó hacer allí prisionero al príncipe Joinville, a quien suponía que aún se hallaba en la ciudad. Le resultó su cálculo fallido, teniendo la ocasión de conocer que no todos tienen su temeraria imprevisión. Sólo se encontraron en la plaza dos oficiales franceses que al instante se embarcaron, llevando al contraalmirante francés el decreto de declaración de guerra a la Francia por parte del gobierno de la República. Esta circunstancia, unida a la de haberse reprobado los convenios celebrados con el Sr. general Rincón, al verificarse la rendición de la fortaleza de Ulúa, debió haber hecho entender a Santa Anna el riesgo que corría la plaza desde aquel momento, ofendido ya el orgullo del contraalmirante. Debió, pues, o abandonarla absolutamente si no la podía defender, o en caso de quedarse con ella, tener toda la vigilancia recomendada en nuestras leyes militares, y tomar además las providencias que indicaban las circunstancias. Era preciso, por lo mismo, y natural en el segundo extremo, que fue el que adoptó, que cubriese cada baluarte con los hombres necesarios para defenderlos y avisar con sus fuegos la aproximación del enemigo, mantener la vigilancia por rondines, rondas y patrullas, ya sobre las murallas, ya en el mismo muelle, ya a extramuros y en todas direcciones con partidas de caballería, y reservar la fuerza que quedase, después de hacer esta distribución del servicio, para acudir con ella al lugar o lugares que debieren ser socorridos. Y si para esto no bastaba la guarnición, lo que no podía ser así porque se componía de 700 a 800 hombres, suficientes para las atenciones indicadas, hacer venir a marchas forzadas la división del general Arista que se hallaba en Santa Fe. Pero nada de esto hizo el héroe de San Jacinto, no sé si por ignorancia de lo que debía practicarse en aquellas circunstancias, o porque su orgullo le hiciese presumir que su presencia sola haría arredrarse al enemigo. Si fue lo segundo, la estupidez de S.E. no tiene igual, porque debía suponer que el mundo todo sabía que los texanos lo derrotaron vergonzosamente con fuerzas inferiores a las suyas, y que lo sorprendieron en medio de la luz del día y a una hora en que sólo a Don Antonio se puede dar una sorpresa en los términos en que entonces se le dió. Mas continuaré mi asunto, de que ya me comenzaba a separar.

Santa Anna, como iba yo exponiendo, no dispuso cosa alguna de las que exigía su posición, sino que como dice el Manifiesto, concentró toda la fuerza en los cuarteles; y sin cuidar de que se vigilase en el muelle, murallas ni extramuros, dejó que la tropa del Sr. Arista pernoctase en Santa Fe, a donde había llegado por la tarde del día 4, pudiendo haberla situado en Veracruz en aquella noche, y reunir toda la gente de las inmediaciones, con todo lo cual le habría sido muy fácil oponer al enemigo una resistencia de 3 a 4000 hombres.

Sus defensores pretenden en su Manifiesto desvanecer este cargo, haciendo traslucir que S.E. había ordenado que la indicada división se aproximase a los Pozitos; y aun dicen claramente que si esto no se verificó, fue por haberse extraviado la orden en que al general Arista se le hacia semejante prevención. Pero además de las apariencias que hay de haberse inventado este arbitrio, para cubrir la indolencia vergonzosa del general Santa Anna, hay que observar que la situación peligrosa de la plaza demandaba que aquella orden no se expusiese a los extravíos que en tales casos deben precaverse, remitiéndose con oficiales de honor, y por tres, cuatro o cinco conductos diferentes, lo que nunca se podrá probar que se hizo. Hay más, el general Arista llegó a Veracruz por la tarde del día 4, como llevo dicho: si a él se dirigía la comunicación referida y no la recibió por el extravío que se supone, ¿por qué al saber este accidente no se libraron luego nuevas órdenes para hacer mover aquella división, la que sin duda alguna habría llegado a la plaza a las diez o las once de la noche a más tardar, supuesto que Santa Fe sólo dista de Veracruz tres leguas a lo más? ¿Será posible que S.E. hubiera llevado su negligencia hasta el extremo de no haber preguntado al Sr. Arista, al momento de presentársele, en qué parte dejaba sus fuerzas, y si había o no recibido la comunicación de que se trata? Pero no hay cosa razonable que pueda disculpar tan torpes y criminales omisiones.

Ellas dieron al fin el resultado que debían naturalmente producir: el general Santa Anna fue sorprendido el día 5 al amanecer, siendo lo más vergonzoso, que en una plaza murallada hubiese penetrado el enemigo sin ser sentido, y que hubiese llegado hasta la casa del general en jefe, situada en lo interior de ella, sin que éste supiese lo que pasaba ni aún en la calle en que vivía. Algunos tiros disparados por la guardia que custodiaba al héroe, en tiempo que una columna enemiga estaba ya encima de su morada, fueron los primeros anuncios que tuvo del peligro que corría, y los que le hicieron salir violentamente aturdido y sobresaltado, sin casaca y sin sombrero. S.E. dirigió entonces sus trémulos y precipitados pasos, como se lo exigían las circunstancias, hacia el campo; no á la cabeza de su guardia, según asegura el Manifiesto, porque ésta desde luego se dispersó a la carrera que dió su capitán Don José María Campos, quien arrojándose por el baluarte de San Mateo, huyó despavorido hasta los Pozitos, sino sólo y sin pensar en otra cosa que en salvar su interesante persona.

Y no fue difícil que el general Santa Anna hubiese podido escapar pasando por en medio de las tropas enemigas, porque habiendo salido en el traje que he indicado, no pudieron los agresores figurarse que pudiese presentarse así el caudillo que buscaban. Habiendo conseguido, pues, allanar aquel primer embarazo, se dirigió precipitadamente al cuartel Landero, a donde llegó al tiempo que iban a cerrar. De allí pasó al de Hidalgo, que tiene con el otro una comunicación subterránea, y por una escalera de mano se tiró al campo, yéndose a situar al Matadero, sin duda alguna con el objeto de aprovecharse de una porción de arbustos que hay en las inmediaciones de aquel lugar , y en que muy fácilmente se habría podido esconder S.E., si los invasores hubiesen seguido sus huellas.

Abandonada así la plaza por la vergonzosa fuga del general en jefe, y sin haberse antes tomado ninguna medida para su defensa, la mayor parte de la guarnición no sabía qué hacer en el desconcierto en que se hallaba, y tuvo que echarse a vagar en diferentes direcciones sin presentar resistencia alguna al enemigo a excepción de un corto número de valientes, que por sí y sin la combinación que expresa el Manifiesto en su página 6 se defendieron en el cuartel. Yo que sin embargo de no tener entonces ningún empleo militar, había ofrecido mis servicios para repeler la agresión injusta de la Francia, salí de la casa de mi habitación a los primeros tiros, buscando las filas de la patria, como lo verifiqué al primer cañonazo de la escuadra, el día 27 del próximo pasado Noviembre, y se acredita por los documentos que van marcados al fin de esta refutación con los números 1 y 2. Desgraciadamente no hallé sino confusión y desorden, lo que me obligó a salir al campo, después de haber querido en vano penetrar al cuartel, que se hallaba ya cerrado y con el enemigo encima.

Al salir noté que los dispersos tomaban diferentes direcciones, habiendo yo podido descubrir entre ellos al capitán Don Mateo Aragón y al teniente coronel Don Mariano Jaime, que al trote pasaba huyendo con todo su escuadrón. Al encontrarme con el último le supliqué hiciese alto, viese el modo de formar con los dispersos una columna, situarla en la puerta nueva, resistir allí al enemigo, y en caso preciso, retirarse en orden en busca del general. Pero nada pude conseguir: Jaime, lleno de pavor, creía que le daba alcance el soldado francés, y volteando a ver de cuando en cuando hacia la plaza, picaba el buen caballo gue tenía con mucha anticipación preparado para la fuga. Este, sin embargo, se presenta en el Manifiesto, hablando de sucesos que su cobardía no le dejó presenciar. Bien es verdad que lo mismo han hecho el sargento mayor de la plaza Don Miguel G. de Castilla y el coronel Don José María Flores; porque si Jaime se fue a situar a los Pozitos sin volver a Veracruz, Castilla marchó desde el Matadero con una comisión a Santa Fe, de donde no regresó sino hasta el día siguiente, y Flores fue a parar en su fuga presurosa a dos leguas de la plaza, y no se le volvió a ver la cara hasta al cabo de los tres días después. En iguales circunstancias se hallan algunos otros de los más que firman el impreso que refuto; pero no quiero avergonzar á miserables subalternos.

Viendo yo pues, que Jaime se resistió al proyecto que le indiqué, quise volver al cuartel y me dirigía para allá, cuando S.E. el general Santa Anna me llamó para el Matadero, en donde estaba todavía. Con efecto, me le incorporé, y poco después se fueron reuniendo muchos dispersos de la plaza, a los que llama el Manifiesto en su página 6 cuerpo de reserva, y que realmente no era otra cosa que un hacinamiento de cobardes que habían elegido aquel lugar para salvarse, empezando por su general que no tuvo valor ni para quedarse en el cuartel que se defendió con dignidad y denuedo.

Entre tanto, los franceses posesionados ya de la ciudad y de todos los baluartes, a excepción del único punto indicado, desmontaban y clavaban nuestra artillería, destruían los montajes de los bastiones, el parque y demás útiles de guerra y maestranza, sin que por nuestra parte hubiese quien osase oponerse a este escarnio de la República. Me ocurrieron entonces mil reflexiones tristes al ver frustradas las esperanzas que la nación se había prometido cuando confió su defensa al que suponía que era capaz de salvarla. Mirando de hito en hito a Santa Anna, decía entre mí: he allí al que ha pasado por el primer general de los mexicanos, al que a título de valiente ha destruído sus leyes, los ha asesinado, saqueado y ultrajado, sin que nadie se hubiese atrevido a castigarlo, porque todos le temen. ¿Es posible, exclamaba yo interiormente, que éste cobarde, sin saber, sin virtudes, sin mérito de ningún género, hubiese sido el ídolo, á cuya presencia hubiesen temblado todos los generales de la República, y se hubiesen posternado los pueblos? No me pasaba entonces por la imaginación suponer que pudiese volver a figurar, como después figuró, ni menos me persuadía que se atreviese a llevar posteriormente su insolencia al extremo de hacer callar a las cámaras, al Poder Conservador y demás funcionarios públicos, en los términos en que lo ha hecho. Esto es sin embargo lo que después he visto con el mayor asombro, habiendo admirado todavía más de que su misma cobardía hubiese sido desfigurada, abusándose de nuestra imbecilidad, para elevarlo de nuevo al poder en que nos ha insultado, como antes no se había atrevido a hacerlo. Sólo los mexicanos hemos podido tener paciencia para haber tolerado tanto baldón y tanto oprobio.

Santa Anna en el Matadero permanecía rodeado de más de 30 jefes y oficiales inservibles, sin ningún ayudante de los que habla el Manifiesto en su página 7. Por eso tuvo tanta necesidad de valerse de mí para que fuese á Vergara, una legua distante de aquel punto, a disponer se incorporase a S.E. un piquete de tropa que allí existía. Cumplí con este encargo y a mi tránsito por los Pozitos previne a los capitanes Aragón y Gama, se reuniesen en el cuartel general. A mi regreso se me ordenó abriese una brecha hacia el cuartel que se defendía, y de cuya operación fue preciso desistir por carecer de los útiles necesarios. Entonces fuí destinado a sostener el baluarte de Santa Bárbara, único que el enemigo no había tomado, porque no había querido, y que servía de defensa al flanco izquierdo del cuartel.

Hecho esto se notó que los franceses ponían bandera blanca, señal que sin duda hicieron para hacer cesar los fuegos, poder entretanto recoger sus heridos y emprender su retirada. Esta noticia fue comunicada al general por un sargento mandado por el coronel Don Cristóbal Tamariz, que era el que mandaba el cuartel, y no el coronel Cadena, como suponen los firmantes del Manifiesto. La contestación dada a semejante mensaje fue la de ordenarse a Tamariz por toques de clarines, redoblase los esfuerzos de su resistencia. Sin embargo, el enemigo verificó su retirada, y así que el general se informó bien de que ya se hallaba en el muelle, fue cuando se aproximó al cuartel, y dispuso que de los dispersos que traía, unidos a los defensores de este punto, se formase una columna para cargar a los agresores en su retirada. Ordenada ella me le reuní y marchamos a las órdenes del general hasta el convento de Santo Domingo, en donde se hizo alto. Desde allí se me ordenó practicase un reconocimiento sobre el muelle, lo que verifiqué acercándome a él por el flanco derecho, hasta llegar a treinta varas del embarcadero. Pude entonces observar que el enemigo tenía una emboscada en el cuarto destinado en aquel punto al servicio del oficial de la guardia, la que habría acabado conmigo, a no habérselo impedido los oficiales que la mandaban; que los demás se embarcaban con violencia, y que sobre el muelle no quedaban más que de 70 a 80 hombres, con una pieza abocada a la puerta principal. Reunidos estos datos contramarché a gran galope a dar cuenta de mi observación, e impuesto de ella el general, dispuso que avanzásemos. En este momento desertó el teniente coronel Don Bartolomé Arzamendi, por lo que quedó a la cabeza de la columna el de igual clase Don José Francisco López. Llegamos pues a la plaza del muelle, y se mandó que para presentar el frente al enemigo, se hiciera un medio cuarto de conversión sobre la derecha, en cuyo acto se guareció el general en la esquina o ángulo que forma la comandancia del puerto dejando casualmente descubierta una pierna. Del movimiento resultó que se entrase por mitades, frente al muelle, y al instante disparó el enemigo la pieza cargada a metralla, que fue la que hirió la parte del cuerpo de S.E. que se hallaba en descubierto, mató dos oficiales y algunos granaderos, me lastimó la cara y acabó con mi caballo. El tiro fue tan certero que desordenó la cabeza de la columna, la que ya no volvió a cargar a la bayoneta como dice el Manifiesto página 8, sino que por la muralla dirigió algunos tiros al enemigo. Éste al fin se reembarcó, llevándose sus heridos y muertos, y dejando solamente en la ciudad la consternación y el sobresalto.

Concluída, pues, aquella refriega, en que quedó muy mal puesto el honor militar de la República, se evacuó la plaza por nuestras tropas, situándose el campo en los Pozitos, cuando no había necesidad alguna de que se hubiese adoptado aquella providencia. Porque si S.E. se hallaba en imposibilidad absoluta de continuar en la ciudad, esta circunstancia no hacía indispensable el abandono de ella, como que confiado el mando a cualquiera otro, lo habría sostenido en aquel punto con más pericia y valor que lo había hecho el que hasta entonces pasaba por el primer general de la nación.

De todo lo dicho que estoy dispuesto a probar en juicio, como lo tengo pedido al gobierno, y no se ha querido acceder a mi demanda, resulta: primero, que la plaza de Veracruz fue sorprendida en la mañana del 5 de Diciembre del año pasado, de una manera vergonzosa para el general Santa Anna; segundo: que S.E. huyó después de la sorpresa, yéndose a situar a extramuros en lugar donde podía fácilmente continuar su fuga, o esconderse, si los franceses le hubiesen seguido; tercero: que no volvió a la plaza sino cuando ya supo, de una manera positiva, que el enemigo se hallaba de retirada en el muelle, y embarcándose para sus buques; cuarto: que no se aproximó a este punto sin haberse cerciorado plenamente de que ya era poca la fuerza francesa que estaba en tierra, y que ésta se apresuraba a meterse en sus buques y lanchas; quinto: que S.E., en la supuesta carga, que se dice se dió en el muelle, procuró colocarse bien, dándose el competente resguardo, y que sólo por casualidad pudo haberlo herido la metralla de los invasores; sexto: que no se obligó a éstos a evacuar la plaza, sino que se retiraron cuando quisieron, y ya que habían inutilizado la mayor parte de nuestros trenes y municiones de guerra; y séptimo: que no se hizo a los franceses ningún prisionero, ni se les cogió ninguna pieza, como lo asegura S.E. en el parte que entonces dió; y que la que figuró haberse quitado al enemigo en el muelle, era de uno de nuestros baluartes, de donde la bajaron los agresores para hostilizarnos y dejar á S.E. memorias desagradables.

Francisco de P. Orto

Don Miguel Lerdo de Tejada, Rivera y Zamacois, están enteramente de acuerdo con Don Francisco Orta en los hechos, que no quisieran calificar ...

dispuso Baudin que se retiraran y marcharan todos hacia el muelle para embarcarse, no habiendo sido su intención como he dicho antes apoderarse de la ciudad ...

Sabido esto por Santa Anna que en aquel momento se hallaba fuera en el punto llamado el Matadero quiso ir a batirlos en su retirada ... y poniéndose al frente"de una columna de trescientos hombres marchó hacia el muelle, siguiendo el costado interior de la muralla; pero al presentarse frente a la puerta de ésta, los franceses que para tal evento habían colocado en la punta del muelle un cañón que estaba en la calle de San Agustín, cargado a metralla, lo dispararon sobre la fuerza de Santa Anna y aquel tiro fue de un efecto funesto para ella (2).

Este desgraciado contratiempo causó naturalmente algún desorden en la tropa, que por supuesto no pensó ya en ir sobre el muelle, pero usando los soldados de las aspilleras de la muralla inmediata a aquel punto, continuaron el fuego sobre los setenta u ochenta franceses que estaban embarcándose.

Tal fue la señalada victoria de Santa Anna contra los franceses relatada por Don Miguel Lerdo de Tejada. Rivera, en su Historia de Jalapa, tomo III, narra enteramente los mismos hechos que Lerdo de Tejada, Zamacois dice:

Como el objeto de los asaltantes no había sido otro que el de apoderarse por sorpresa de Santa Anna y destruir algunas obras de defensa de la plaza, se retiraron para reembarcarse. Santa Anna al ver al movimiento retrógrado de sus contrarios, se puso a la cabeza de una fuerza y fue siguiendo hasta el muelle. Los franceses habían colocado en éste un cañón cargado con metralla previendo que serían atacados al retirarse y haciendo fuego en el momento en que los mexicanos se acercaban fue herido Santa Anna en la pierna y mano izquierda y muerto el caballo que montaba. A los estragos hechos por la pieza de artillería, la columna se desordenó y los franceses se reembarcaron sin ser molestados más que de las aspilleras de la muralla que estaba próxima al muelle (3).

En cuanto a hechos son los que refiere Orta, de acuerdo con las versiones oficial e histórica del enemigo. Orta no hace más que calificar y lo hace correctamente.

El hecho de que Santa Anna estuviera fuera de la ciudad mientras los franceses atacaban la plaza que el gobierno le había ordenado defender, es una cobardía. El comandante de una plaza está obligado a mantenerse dentro de ella cuando la atacan y si sólo hay un punto que se defienda como sucedió en Veracruz, está obligado a estar en dicho punto.

Es un hecho reconocido por los historiadores citados, que Santa Anna esperó a tener noticia de que los franceses se reembarcaban para ir a hostilizarlos, cuando su deber era atacarlos cuando estaban ocupados en atacar el cuartel de la Merced. Santa Anna no prestó pues auxilios a los defensores de la Merced y en consecuencia se portó como un jefe cobarde que es lo que dice Orta.

Santa Anna esperó a que sólo hubiese un puñado de franceses setenta u ochenta en el muelle, para atacarlos con trescientos, los que al primer disparo de cañón, se desordenaron y como dice Lerdo de Tejada ya no pensaron más en ir sobre el enemigo conformándose con tirotearlo detrás de una muralla. Esto nada tiene de heroico ni de valiente y con justicia Orta lo califica de cobarde.

Los historiadores citados están de acuerdo y nunca hubo militar que lo contradijera, que no hubo tal carga a la bayoneta y que el cañón que dispararon los franceses era mexicano, encontrado por ellos en la calle de San Agustín. Luego Orta, tiene razón en calificar a Santa Anna de impostor.

Por último, en conjunto los hechos, tales como los relatan Lerdo de Tejada, Zamacois y Ribera, significan no una brillante victoria, sino una vergonzosa sorpresa, por la que 1500 franceses, toman casi sin resistencia todos los fuertes y fortificaciones de una plaza, clavan sus cañones y destruyen el montaje, la desarman y hacen huir a su guarnición excepto a los que se refugian en el cuartel de la Merced, y hacen prisionero al general segundo en jefe Arista. Razón tiene Orta en decir que decretando el Congreso honores, ascensos y recompensas por tanta ineptitud y cobardía; las naciones extranjeras nos declaran pueblo imbécil que no sabe distinguir el heroísmo de la indignidad.

No se necesita de historiadores, ni de testigos presenciales, y actores el 5 de Diciembre en Veracruz, para irritarse o reirse del parte oficial de Santa Anna, que le devolvió su rango en la napoleonería de los grandes capitanes y en la cúspide del patriotismo. El parte de Santa Anna hace desde luego el efecto del de un hombre herido que sabiendo ya que no corre peligro su vida, finge creer que está a orillas de la tumba, para que sus palabras adquieran tono elevado de verdad, solemnidad y positivo valor. El estilo del parte no es el de un héroe, ni el de un valiente, ni siquiera el de un hombre que ha cumplido cuarenta años de edad; es el género de Flor de un Día y la Dama de las Camelias sin el talento de Campoamor y Dumas. Pero dejando a un lado el estilo que tanto conmovió y en que casi Santa Anna, dice a los mexicanos enternecidos: Si oís contar de un náufrago la historia ... vamos al grano vacío y podrido del parte de la victoria del 5 de Diciembre.

Santa Anna después de confesar que fue sorprendido como toda su guarnición, tan completamente como en San Jacinto por los texanos, lo que indica que teniendo la especialidad de dejarse sorprender, todo podía ser menos militar; relata que rechazó la invasión sin poder negar que el enemigo tomó todos los fuertes y destruyó la artillería. Al público no se le ocurrió informarse cómo puede ser rechazada una invasión después de haber sido consumada: una doncella es sorprendida dormida y violada por un bandido. El padre o hermano, o defensor cualquiera de la doncella aún cuando lograra matar al bandido violador nunca tendría derecho a decir: rechacé la violación. Santa Anna después de que los franceses hicieron en Veracruz, lo que se habían propuesto, conforme a la orden del día anterior, firmada por su jefe, tenían consumada la invasión puesto que ya se retiraban, luego es ridículo que Santa Anna pretenda haber rechazado lo consumado, que él mismo no niega ni puede negar.

¿Cómo rechazó Santa Anna la invasión según su parte? En el muelle, es decir fuera de las puertas de la ciudad. ¿Cómo es posible rechazar a una banda de ladrones, fuera de la casa que acaban de robar y cuando ya se retiran?

Pero lo más ridículo e inverosímil es que los obligó a embarcarse con una carga a la bayoneta. Las cargas a la bayoneta sirven para matar, herir, hacer prisioneros o arrojar al agua a los que no tienen más retirada que el mar, aun cuando en ese mar tengan embarcaciones. Es imposible que una tropa pueda embarcarse bajo la acción de una carga a la bayoneta; apenas un número insignificante lograría hacerlo, pero la gran mayoría tendría que morir por las bayonetas, por arrojarse al mar o quedar prisionera. Sólo la noticia de que se habían reembarcado los franceses bajo la acción de una carga a la bayoneta, bastaba a los mexicanos para decir: el traidor de Texas miente.

Federico el Grande, fue el inventor de la bayoneta y decía: es una arma que sólo pueden manejar mis granaderos porque no está hecha para tropas que sólo sean buenas (4). Napoléon I decía: sólo a soldados de primer orden se les puede ordenar una carga a la bayoneta contra soldados de igual calidad. La infantería conquista su puesto más elevado cuando es capaz de usar de sus bayonetas (5).

En el parte oficial de Gaona y del general Rincón, se dice que la fortaleza de Ulúa, tenía que ser débilmente defendida porque los soldados casi todos eran bisoños que no conocían el manejo de su arma. Sólo un Santa Anna puede tener el atrevimiento de burlarse de los mexicanos noticiándoles que soldados bisoños han dado una triunfante carga a la bayoneta, a tropas viejas, aguerridas, de primera calidad, especialistas en el manejo de la bayoneta y justamente reputadas en aquella época como las primeras del mundo. Esto nunca ba sucedido, la historia de la guerra desde que hay bayonetas, no consigna un solo caso de carga triunfante de reclutas que no saben manejar las bayonetas a tropas de primer orden.

¿Y quiénes eran esos soldados bisoños? Los capitulados de San Juan Ulúa, que según el considerando 4° de la Acta de la Junta de Guerra que decidió la capitulación, no estaban en estado de cumplir con los deberes que les imponía el honor y la ley militar, por el notable decaimiento en que se encontraba su espíritu.

¿Y esos soldados desmoralizados que rehusan batirse detrás de fortificaciones y en número de 300, son los que dan una carga triunfante a la bayoneta a sus 1500 vencedores de la víspera?

Una carga a la bayoneta es siempre sangrienta y una carga triunfante dada contra soldados que no tienen más retirada que el mar, produce gran captura de prisioneros y deja en el campo gran número de muertos y heridos. Santa Anna no explica porque no quedó en su campo de victoria ni un solo francés muerto, herido o prisionero. ¡Carga de bayoneta original verdaderamente!

Hay un hecho que prueba que Santa Anna no se atrevió con sus trescientos hombres a atacar a los franceses en el muelle hasta que sólo allí quedaban por embarcar setenta u ochenta hombres, y es que los franceses tuvieron tiempo para embarcar sesenta heridos que habían tenido en conjunto al atacar la casa de Santa Anna, los fuertes y el cuartel de la Merced. Recoger sesenta heridos diseminados en diversos puntos de una ciudad y embarcarlos es operación que no puede ser violenta e imposible de efectuar bajo una carga a la bayoneta.

Pero aun suponiendo que lo de la carga hubiera sido cierto respecto de los 70 u 80 que quedaban por embarcar cuando apareció Santa Anna al frente de los 300, supongamos que los 80 mueren. ¿Es esto triunfo? 1500 hombres desembarcan en una ciudad, la sorprenden, hacen prisionero al segundo en jefe y a varios oficiales, toman todos los fuertes, los desarman y al retirarse voluntariamente el enemigo alcanza a un resto de 80 hombres y los extermina. ¿Quién ha obtenido la victoria? Indudablemente los 1500 asaltantes.

Pero lo más original es que Santa Anna había sido aclamado como el salvador de la patria cuando las galerías del Congreso escucharon que el gobierno le había confiado la defensa de Veracruz y es curioso que Santa Anna triunfe y desocupe la plaza que el gobierno le había ordenado defender; perdiendo toda su artillería y dejando a Veracruz a discreción del enemigo. ¿Era esto cumplir con la orden que le habían dado? ¿Triunfar del enemigo es abandonarle un punto que se tiene obligación de defender? Zamacois sorprendido nos dice sobre este asunto:

Todos al leer el parte recibido, llegaban a persuadirse que había obtenido (Santa Anna) una importante victoria sobre el enemigo, y nadie se fijaba en aquellos momentos de entusiasmo, inspirado por la lectura conmovedora, en la consideración de que era verdaderamente extraño haber permanecido en la plaza antes de que fuera atacada, y haberla abandonado después de asegurar que habían sido rechazados los contrarios a los cuales se les debía suponer más temerosos de emprender un nuevo desembarco (6).

Esta credulidad que espanta y entristece y que aseguraba en el extranjero la burla para nuestras victorias y en el país el triunfo de un cobarde, dispuesto a tiranizar al pueblo que es organismo civil, en virtud de las frases que dijo temblando a Houston: Yo aborrezco á los civiles, no tenía origen en la ofuscación disculpable que produce un ardiente patriotismo; porque si hubiese habido patriotismo, Santa Anna hubiera sido hecho pedazos al presentarse cínicamente en el país que tanto había ultrajado y no hubiera sido cobarde ante los franceses, como lo fue ante los voluntarios norteamericanos. Si hubiera habido patriotismo se hubieran encontrado los $150,000 que no pudieron dar en cinco meses los siete millones y medio de los habitantes para poner bajo un pie imponente las fortificaciones de Ulúa y Veracruz como lo ofrecía el general Rincón. Si hubiera habido patriotismo no hubieran ido a defender la patria, como los soldados rasos y a fuerza, los tahúres,los vagabundos,los asesinos cogidos de leva y llevados en cuerda al terreno del honor, sino que se hubieran presentado voluntariamente a morir o vencer, los honrados, los virtuosos, los industriosos, los jóvenes entusiastas, los viejos venerables, las mujeres heroicas. Si hubierá habido patriotismo no se hubiera abandonado la guerra de Texas en que se jugaba el más rico territorio de la República, la verdadera dignidad nacional y el porvenir completo de toda la patria; por negarse a pagar deudas justas, por negarse a hacer justicia, por no entender que no hay soberanías absolutas de naciones que puedan cometer atentados bárbaros contra los extranjeros; porque contra una soberanía absoluta, la civilización ha inventado la fuerza absoluta.

Si hubiera habido patriotismo no se hubiera decretado el sacrificio frío, seco, horrendo de Veracruz, bombardeado por quinientos cañones, mientras los patriotas se quedaban en México a esperar las bombas de la escuadra, en las calles de Plateros. Y si Veracruz, la única ciudad que manifestó espíritu público, que entregó dinero, víveres, aliento, verdadero entusiasmo y 580 voluntarios no fue reducida a escombros mientras los partidarios de la guerra tenían miedo al vómito, a los mosquitos, a los alacranes y a otros azotes que con arrogancia despreciaban los franceses; fue por la generosidad del contraalmirante, por el espíritu francés caballeresco, por la humanitaria y valiente decisión de desarmar la ciudad sin hacerla polvo. El partido santanista había resuelto con tal de levantar de nuevo a su hombre darle por pedestal de su lúgubre grandeza las ruinas de Veracruz, con la certidumbre de que al enemigo no se le podía causar ya ni el más leve rasguño en ninguno de sus barcos, ni el más leve mal a ninguno de sus hombres.

No, no era el patriotismo la causa eficiente de una credulidad pública que aterra, porque si al cobarde se le rendía homenaje como a héroe, cuando volviera a tiranizar tenía que creérsele benemérito y divino. La credulidad era efecto de la vanidad que tantos males nos había causado y que mayores debió causarnos. La independencia nos hizo romper con los españoles, ¡muera todo lo español! fue el grito patriótico; pero quedamos con su justo e inconmensurable orgullo militar. Como hijos de españoles hemos arrebatado por testamento falso toda la herencia de las glorias militares de España. Creemos que somos nosotros los dominadores del mundo en el siglo XVI, los que estuvimos a punto después de Pavía de reconstituir el Imperio de Carlo Magno; creemos ser los dueños de Flandes, de la mitad de Italia, los conquistadores en Asia, África y América; sin pensar en que las glorias españolas no pueden ser nuestras desde que dejamos de ser españoles y al constituir una nación mexicana hay el deber de constituir glorias mexicanas. La independencia nos desheredó de las glorias militares españolas y nos impuso el deber de crearlas. Las glorias españolas no pueden ser ya glorias mexicanas, esto es absurdo.

Es frecuente este razonamiento en los discursos cívicos que tanto mal causan a la moral pública y sobre todo a la historia. España venció a Napoleón I, nosotros vencimos a España, luego militarmente valemos un grado más que España y dos más que Napoleón. Esto es simplemente estúpido. En primer lugar España no ha vencido militarmente a Napoleón, muy pocas son las batallas ganadas por los españoles a Napoleón y son muchas las derrotas que el ejército francés ocasionó al ejército español. Napoleón tenía que luchar contra toda Europa y no pudo concentrar sus elementos sobre España. España venció a una parte del ejército de Napoleón por la guerra irregular, de guerrillas, nunca por la guerra regular militar. Napoleón I, ni fue, ni pretendió nunca ser guerrillero. El duque de Wellington venció a Napoleón I frente a frente y militarmente en Waterloo, esto nunca lo hizo ningún militar español.

No se entiende por potencia militar la que puede pelear y vencer por una lucha incesante de guerrillas que tienen por principio hacer la guerra casi sin combate, mientras que la guerra militar tiene por objeto exclusivo combatir. La vanidad nacional de 1838, se empeñaba en creer y sostener que éramos una gran potencia militar, capaz de batirnos con la seguridad de triunfar a número igual, con los primeros soldados del mundo.

Nunca derrotamos a la mayoría del ejército de España en la guerra de independencia. Nunca la colonia Nueva España luchó sola con toda la potencia militar de la metrópoli que por otra parte no era la misma que la que tuvo durante todo el siglo XVI. Hemos luchado contra un gigante militar en la guerra de independencia cuando ya este gigante estaba viejo, decadente, pobre, maltratado, humillado, desalentado, entristecido bajo su rey Fernando VII. Todavía más, no hemos luchado contra toda la fuerza de ese coloso casi agonizante, sino contra una parte pequeña de su fuerza, 20 000 soldados españoles odiados por seis millones de colonos y sin recibir un centavo de su país, han sostenido diez años de insurrección y al fin la dominaron. La independencia fue consumada por el partido español y el partido insurgente tuvo que conformarse con el príncipe español estipulado en el Plan de Iguala.

La insurrección de las colonias españolas se inició y desarrolló cuando España luchaba contra Napoleón I y esa lucha agotó sus hombres y sus recursos y después España agotada y a dos mil leguas de distancia, sostuvo siempre la guerra con actitud valiente contra todas sus colonias americanas continentales. Supongamos que ocho o diez muchachos toman cada uno un garrote y atacan a un viejo valiente, resuelto, que acepta el combate. El viejo cae vencido. ¿Quién de los ocho muchachos tiene el derecho de decir yo solo he vencido a ese viejo? Ninguno, y menos para jactarse de haber vencido al viejo cuando fue joven, sano, vigoroso, dominador y heroico.

Es inútil decir que el partido santanista dominante en el Congreso en Diciembre de 1838 y en 1839 colmó de honores, condecoraciones, diplomas, cintas, placas, pensiones y ascensos a Santa Anna y a la legión de cobardes que el 5 de Diciembre en vez de batirse permanecieron en el Matadero, para después prescindir de atacar a 70 u 80 franceses debido al cañonazo único que éstos dispararon en el muelle.



NOTAS

(1) Orta, Refutación al Manifiesto de la guarnición de Veracruz, Biblioteca Nacional.

(2) Lerdo de Tejada, Apuntes históricos de Veracruz, tomo II, pág. 416.

(3) Zamacois, Historia de México, tomo XII, pág. 165.

(4) L 'art de la guerre, traducido del general Van der Goltz. pág. 36.

(5) Decker, l'Infanterie, pág. 14. Traducción del alemán.

(6) Zamacois, Historia de México.

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