Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE SEGUNDA

EL CUERPO DE PAJES

(Primer archivo)


I.- Ingreso en el Cuerpo de pajes. - Los exámenes. - El coronel Girardot. - Ordenes y costumbres en el Cuerpo de pajes. II.- Reflejo del renacimiento de Rusia en el Cuerpo de pajes. - Los maestros: el capitán Sujovin, el profesor Klassovsky, Becker, Ebert, Ganz. - En beneficio. III.- Correspondencia con Sasha. - Seducida por la filosofía y la economía política. - La gran desilusión. - Las entrevistas secretas con el hermano. IV.- Feria en Nikólskoie. - El primer trabajo de estadistica. - El viaje con Koziol. - La casita blanca. V.- Tiempos tormentosos en el Cuerpo de pajes. - Funerales de la emperatriz Alexandra Feodorovna.




I

La tan anhelada ambición de mi padre se realizó al fin: había una vacante en el Cuerpo de pajes, que yo podía llenar antes de cumpir la edad en que queda cerrada la admisión, y me llevaron a San Petersburgo e ingresé en el colegio. Sólo ciento cincuenta niños, en su mayoria hijos de la nobleza de la Corte, recibían educación en este cuerpo privilegiado, en el que se hallaba combinado el carácter de una escuela militar, a la que se habían otorgado derechos especiales, y el de una institución cortesana agregada a la Casa Imperial. Después de haber pasado cuatro o cinco años en el Cuerpo de pajes, los que habían sufrido el examen final eran recibidos como oficiales en cualquier regimiento de la guardia o de otra arma cualquiera, sin tener para nada en cuenta el número de las vacantes que pudiera haber en los mismos; y todos los años, los primeros diez y seis alumnos más distinguidos eran nombrados pajes de cámara; esto es, estaban personalmente agregados a los varios miembros de la familia imperial: el emperador, la emperatriz, las grandes duquesas y los grandes duques, lo que, por supuesto, se consideraba un gran honor, y además, los jóvenes en quienes recaía se daban a conocer en la Corte y tenían muchas probabilidades de ser nombrados ayudantes de campo del emperador o de alguno de los grandes duques, y por consiguiente contaban con grandes fadlidades para hacer una brillante carrera al servicio del Estado. Los padres de las familias relacionadas con la Corte cuidaban mucho, por tal motivo, de que sus hijos no dejaran de entrar en el Cuerpo de pajes, aun cuando para ello hubiera que saltar por encima de otros candidatos que jamás veían llegar su turno. Ahora que yo estaba ya en este cuerpo escogido, mi padre podía dar rienda suelta a sus sueños e ilusiones.

Dicho cuerpo estaba dividido en cinco clases, de las que la superior era la primera y la inferior la quinta; se trató de que entrara en la cuarta; pero como resultó del examen que no me encontraba muy fuerte en la cuestión de los decimales, y la clase referida contenía aquel año más de cuarenta alumnos, en tanto que sólo veinte se habían matriculado para la quinta, ingresé en esta última.

Esto me disgustó sobremanera. Después de haber entrado con repugnancia en una escuela militar, ahora resultaba que tendria que permanecer en ella cinco años en vez de cuatro. ¿Qué había de hacer en aquella clase, cuando ya sabía lo que en ella se enseñaba? Con lágrimas en los ojos le hablé al dírector, pero éste me contestó en tono humorístico: Ya sabéis lo que dijo César: vale más ser el primero del pueblo, que el segundo de Roma. A lo que contesté con viveza, que me conformaria con ser el último de todos, con tal de poder dejar la escuela militar lo antes posible. Tal vez os guste pasado algún tiempo, me dijo; y desde aquel día me trató con afabilidad.

Al maestro de aritmética, que también trató de consolarme, le dí mi palabra de honor de que jamás fijaria la vista en su libro de texto; y sin embargo, tendréis que aprobarme con nota de primera -agregué-. Cumpli lo prometido; pero cuando pienso en estas escenas, comprendo que el discípulo no era de carácter muy dócil.

Y, sin embargo, cuando vuelvo la vista hacia ese pasado tan remoto, no puedo menos de congratularme por lo sucedido; pues no habiendo tenido en el primer año más que hacer que repetir lo que ya sabía, adquirí la costumbre de aprender mis lecciones con sólo atender las explicaciones del maestro; y una vez terminada la clase, tenía bastante tiempo para leer y escribir a mi gusto. Jamás me preparaba para los exámenes, y el tiempo que concedían para tal objeto, solia emplearlo en leer en alta voz a algunos amigos, dramas de Shakespeare o de Ostrovsky. Estaba también mejor preparado, al llegar a las clases superiores, para dominar las distintas materias que teniamos que estudiar. Además, pasé más de la mitad del primer invierno en la enfermería, pues, como todos los jóvenes que no han nacido en San Petersburgo, tuve que pagar un pesado tributo a la capital de las lagunas de Finlandia, bajo la forma de varios ataques de cólera local, y finalmente, de fiebre tifoidea.

Cuando ingresé en el Cuerpo de pajes, su organización sufria un cambio profundo: Rusia entera se despertaba entonces del pesado sueño y la terrible pesadilla del reinado de Nicolás I, y nuestro colegio sintió también los efectos de ese renacimiento. Verdaderamente, no sé lo que hubiera sido de mi si hubiera entrado en el cuerpo uno o dos años antes. O mi carácter se hubiera modificado por completo, o me hubiesen expulsado de la escuela en condiciones que no es posible calcular. Afortunadamente, el período de transición se hallaba en todo su apogeo en el año 1857.

El director del cuerpo era un anciano excelente, el general Zheltujin, pero su cargo era puramente nominal; el verdadero jefe de la escuela era el coronel. El coronel Girardot, un francés al servicio de Rusia. Las gentes decían que era un jesuita, y así debía ser, según creo: sus procederes, al menos, estaban en armonía con las doctrinas de Loyola, y sus sistemas de educación eran los de los colegios franceses de los jesuitas.

Imaginaos un hombre pequeño y extremadamente delgado, con ojos obscuros y penetrantes y mirada furtiva, con un bigote recortado que le daba el parecido de un gato; no de notable inteligencia, pero sí muy astuto; un déspota por temperamento, capaz de odiar, de una manera intensa, al alumno que no se sometiera a su fascinación, y de expresar ese sentimiento, no por medio de ridículas persecuciones, sino constantemente, por su conducta general; por una palabra soltada al parecer al acaso, un gesto, una sonrisa, o una interjección. Al andar parecia que se deslizaba, y las miradas exploradoras que acostumbraba a lanzar a su alrededor sin mover la cabeza completaban la ilusión. En sus labios se hallaba siempre impreso un sello de gravedad fria, aun en los momentos en que procuraba aparecer todo lo afable posible; expresión que se marcaba más aún cuando se veía su boca contraída por una sonrisa de disgusto o de desprecio. Nada de esto le daba el aspecto de un jefe: a primera vista, cualquiera lo hubiera tomado por un padre bondadoso que hablaba a sus hijos pequeños como si ya fueran adultos; pero pronto se echaba de ver que todos y todo tenia que inclinarse ante su voluntad. Desgraciado del muchacho que no se considerara contento o disgustado, según los grados de buena o mala voluntad que el coronel le hubiere demostrado.

Las palabras el coronel se encontraban continuamente en todos los labios: a otros oficiales se les conocia por sus motes; pero nadie se atrevía a ponerle ninguno a Girardot. Le rodeaba una especie de misterio como si fuera omnisciente y se hallara presente en todas partes. Verdad es que se pasaba el día y parte de la noche en la escuela: hasta cuando estábamos en clase lo recorría todo, registrando nuestros pupitres, que abría con sus mismas llaves. En cuanto a la noche, una buena parte de ella la empleaba en escribir en pequeños libros, de los que tenía una buena colección, en columnas separadas, con signos especiales y en tintas de diferentes colores, todas las faltas y buenas cualidades de cada uno.

Los juegos, las bromas y las conversaciones se suspendían desde el momento que lo veíamos avanzando lentamente a través de nuestros espaciosos salones, acompañado de alguno de sus favoritos, y balanceándose de delante atrás y viceversa; sonriendo a uno, mirando con ternura a otro, lanzando una mirada indiferente sobre un tercero, y contrayendo ligeramente el labio al pasar ante el cuarto: lo cual queria decir, que le agradaba el primero, que el segundo le era indiferente y mucho más el tercero, y que el cuarto le disgustaba. Esto último bastaba para aterrar a la mayoría de sus víctimas, con tanto más motivo, cuanto que no había razón alguna que lo justificara. Algunos jóvenes impresionables eran presa de desesperación, por esa aversión muda y constantemente manifiesta, y esas sospechosas miradas; en otros, el resultado ha sido un total aniquilamiento de la voluntad, como uno de los Tolstoi, Teodoro, alumno también de Girardot, ha mostrado en una novela autobiográfica titulada: Las enfermedades de la voluntad.

La vida interna en este colegio era bien triste bajo la férula del coronel: en todas las escuelas los novatos son objeto de bromas más o menos ligeras. Se trata de poner a prueba al recién venido; saber hasta dónde llega su valor, y si conservará la dignidad y la energia. Además, los antiguos quieren hacer ver a los nuevos la superioridad de un bien establecido compañerismo. Tal sucede en todos los colegios y prisiones, pero bajo el dominio de Girardot estas persecuciones tomaban un aspecto más violento, y procedían, no de los compañeros de la misma clase, sino de los de la primera, de los pajes de cámara, que no eran oficiales en comisión, y a quienes aquél había colocado en una posición superior, completamente excepcional. Su sistema era darles carta blanca; hacerse el desentendido, hasta de los horrores que cometían a cada momento, y mantener por medio de ellos una severa disciplina. El contestar a un golpe recibido de un paje de cámara, hubiera bastado en tiempo de Nicolás I para ser enviado a un batallón de hijos de soldados, si el caso se hubiese hecho público; y el rebelarse, de cualquier modo, contra un mero capricho de uno de aquéllos, habria sido motivo suficiente para que los veinte que formaban la clase, armados de sus pesadas reglas de roble, se reunieran en un local cualquiera, y con la tácita aprobación de Girardot, administraran una soberbia paliza al que hubiera mostrado semejante espiritu de insubordinación.

De este modo, la primera clase se despachaba a su gusto, y todavia el invierno anterior uno de sus juegos favoritos consistia en reunir a los novatos por la noche, con sólo la camisa de dormir, y hacerlos correr como los caballos en el circo, mientras que ellos, armados de grandes fustas de goma elástica, unos en el centro y otros fuera de la pista, los azotaban sin piedad. Por regla general, el circo terminaba de un modo oriental, en una forma abominable. El concepto de la moral que prevalecia en aquel tiempo y lo que a veces se decía en la escuela respecto a lo que ocurria de noche después del circo, eran de tal índole que mientras menos se hable de ello tanto mejor.

El coronel sabia todo esto: tenia organizado un perfecto sistema de espionaje y nada pasaba para él inadvertido; pero mientras no se supiera oficialmente que lo sabia, todo marchaba bien. El cerrar los ojos ante todo lo que hacia la clase primera era la base de su sistema para mantener la disciplina.

Sin embargo, un nuevo espiritu empezaba a despertarse en la escuela, y pocos meses antes de su ingreso había tenido lugar una revolución. Aquel año, la clase tercera era diferente de lo que había sido hasta entonces: contenia un buen número de jóvenes, que realmente estudiaban y leían mucho, algunos de los cuales vinieron a ser más tarde hombres distinguidos. Mi primer conocimiento con uno de ellos, a quien llamaré von Schauff, fue cuando él leía la Crítica de la Razón Pura, de Kant; además, se hallaban en dicha clase algunos de los alumnos más robustos y fuertes de la escuela; en ella se encontraba el más alto de todos, así como otro de mucha fuerza, Koshtov, gran amigo de von Schauff. Estos no toleraban las bromas de los pajes de cámara con la misma docilidad que sus predecesores; les disgustaba mucho lo que ocurría, y a causa de un incidente, que prefiero no describir, se vinieron a las manos las dos clases; resultado: que los de la primera recibieron una dura lección de parte de sus subordinados. Girardot le echó tierra al asunto; pero la fuerza moral de los pajes de cámara quedó quebrantada. Se conservaron las fustas de goma, pero no se volvió a hacer uso de ellas: las carreras de circo y otras cosas por el estilo, quedaron relegadas al pasado.

Hasta aquí se había ganado; pero la última de las clases, la quinta, compuesta casi exclusivamente de muchachos muy jóvenes que acababan de ingresar en el colegio, se veía forzada a obedecer aún a las exigencias y caprichos de la primera. Teniamos un hermoso jardín, poblado de corpulentos árboles; pero los alumnos de la quinta lo podían disfrutar poco: se les obligaba a pasearse por fuera, en tanto que los de la primera, sentados en él, pasaban allí el rato conversando, o a recoger las pelotas cuando aquellos caballeros jugaban. Dos días después de mi entrada en la escuela, viendo lo que pasaba en el jardín, no bajé a él y permanecí arriba. Estaba yo leyendo cuando un paje, de cámara, con cabello rojo y la cara llena de pecas, vino a ordenarme que bajara en el acto al jardín y fuera a pasearme con los demás.

- No quiero ir; ¿no veis que estoy leyendo? -fue mi contestación.

La ira desfiguró su fisonomía, de suyo bien poco simpática. Trató de saltar sobre mí, pero me coloqué a la defensiva; procuró darme en la cara con la gorra y yo sorteé los golpes lo mejor que pude. Entonces arrojó su gorra al suelo y me dijo:

- Recógela.

- Recógela tú -le contesté.

En la escuela no se tenía idea de un acto de desobediencia semejante. El era mucho mayor y más fuerte que yo; por qué no me pegó brutalmente en el acto, no lo sé.

El día después y los siguientes recibí órdenes parecidas; pero obstinadamente me empeñé en no bajar. Entonces empezó una serie de pequeñas y ruines persecuciones por lo más mínimo, capaces de desesperar a cualquiera; pero, afortunadamente, yo me hallaba siempre dispuesto a dar a todo un carácter jovial, y les contestaba con bromas, o no les hacía caso.

El cambio de tiempo hizo que todo esto variara; empezaron las lluvias y apenas se podia salir. En el jardín, los de la primera fumaban con entera libertad, y en el interior del colegio el club de los fumadores era la torre, local que estaba siempre limpio con esmero, y en el cual había constantemente fuego encendido. Los pajes de cámara castigaban con severidad al que cogían fumando; pero ellos no dejaban de hacerlo, mientras que estaban sentados y charlando al lado de la lumbre. Su hora favorita de fumar era después de las diez de la noche, cuando se suponía que se habían acostado todos, permaneciendo en su club hasta las once y media y, para ponerse al abrigo de una sorpresa de Girardot, ordenaban a los de la quinta que vigilaran. Los niños de ésta tenían que alternar en dicho servicio de dos en dos, paseándose cerca de la escalera hasta la hora referida, para dar aviso si se aproximaba el coronel.

Al fin, decidimos poner un término a semejante abuso; las discusiones fueron largas y se consultó a las demás clases respecto a lo que debía hacerse, las cuales contestaron, después de pensarlo, lo siguiente: Negaos todos a hacer ese servicio, y cuando os empiecen a pegar, cosa que harán de fijo, marchad todos los que podáis, en masa, y llamad a Girardot. El ya lo sabe de antemano; pero así se verá obligado a intervenir. La cuestión de si eso no seria un soplo fue resuelta en la negativa por los expertos en asuntos de honor: los pajes de cámara, al no tratar a los otros como compañeros, no tenían derecho a ser mirados como tales.

El turno de vigilancia tocó aquella noche a Shajovskoy, uno de los antiguos, y a Selianov, un recién entrado, niño extremadamente timido que hasta tenía afeminada la voz. Llamaron al primero, y al ver que se negaba, lo dejaron y acudieron al segundo, que estaba acostado, y viendo que rehusaba también, empezaron a azotarlo brutalmente con gruesos tirantes de cuero. Entonces Shajovsky despertó a varios compañeros de los que se hallaban más próximos y todos corrieron en busca de Girardot.

También estaba yo en la cama, cuando los dos vinieron a mi, ordenándome que fuera a vigilar; y como rehusara, cogieron un par de tirantes (acostumbrábamos a tener colocada la ropa ordenadamente en un banco, con los tirantes encima de todo y la corbata cruzada sobre ellos) y comenzaron a pegarme. Sentado en la cama, sorteaba los golpes con las manos, y ya había recibido bastantes, y bien fuertes, cuando se oyó una voz que dijo: ¡El coronel llama a los de primera! Los verdugos se contuvieron en el acto, arreglaron sus ropas precipitadamente y me dijeron en voz baja: Ni una palabra, a lo cual yo sólo contesté: La corbata sobre todo, en buen orden, mientras que las manos y brazos me echaban fuego a causa de los golpes mencionados.

Lo que habló Girardot con los de la primera no pudimos saberlo; pero al día siguíente, cuando estábamos formados, antes de bajar al comedor, nos dirigió la palabra con acento melifluo, manifestando que era muy sensible que los pajes de cámara hubieran atropellado de aquel modo a un alumno que tenia la razón de su parte. ¿Y a quién? A uno de nuevo ingreso y de carácter tímido como Selianov. Este discurso jesuítico disgustó a toda la escuela.

Inútil es decir que aquel abuso terminó, como igualmente las impertinencias de que eran objeto los novatos, que no volvieron a repetirse más.

También fue indudablemente aquello un golpe mortal para la autoridad de Girardot, quien lo sintió muy vivamente. Miraba nuestra clase, y a mi sobre todo, con gran prevención (le habían dado cuenta del asunto de la vigilancia), y no perdía oportunidad de darlo a conocer.

Durante el primer invierno estuve con frecuencia en la enfermería. Después de haber pasado una fiebre tifoidea, durante la cual el director y el médico se tomaron por mí un interés verdaderamente paternal, tuve repetidos y fuertes ataques gástricos. Y como Girardot, al hacer su visita diaria al referido local, me veía allí con tanta frecuencia, empezó a decirme todas las mañanas, medio en broma, en francés: He aquí un joven que está tan saludable como el pont Neuf, y se pasa el tiempo en la enfermería. Una o dos veces, le contesté con el mismo tono; pero al fin, considerando de mal gusto esta constante repetición, perdí la paciencia y me incomodé.

- ¿Cómo os atrevéis a decir eso? -exclamé-; le diré al doctor que os prohiba la entrada en esta habitación. Y otras cosas por el estilo.

Girardot retrocedió dos pasos; sus ojos obscuros brillaron, y sus delgados labios parecieron afinarse más todavía. Al fin, dijo:

- Os he ofendido, ¿no es verdad? Bien; en el patio tenemos dos cañones de artillería; ¿sería bueno que nos batiéramos?

- No doy bromas, y os advierto que no estoy dispuesto a recibirlas -le contesté.

El se calló; pero en lo sucesivo me miró aún con mayor prevención que antes.

Todos lo notaron, y se ocuparon en sus conversaciones de ello; pero yo no le di importancia, y tal vez la aumenté con mi indiferencia.

Durante dieciocho meses cumplidos rehusó darme la charretera, que generalmente se concedía a todos los recién llegados, después de un mes o dos de residencia en el colegio, cuando se suponía que habían aprendido en parte los rudimentos de la instrucción militar; pero a mi tal cosa me tenía sin cuidado. Al fin, un oficial, que era el mejor instructor del colegio, y que puede decirse estaba enamorado del ejercicio, me tomó por su cuenta, y cuando me vio hacer todos los movimientos a su entera satisfacción, lo puso en conocimiento de Girardot, quien, a pesar de haberse repetido esto más de una vez, no hacía caso; lo que dio lugar a que el oficial considerara el asunto como una ofensa personal. Y cuando una vez el director del cuerpo le preguntó por qué no tenía yo todavía la charretera, le contestó lisa y llanamente: El muchacho está bien; el coronel es el que no quiere. A consecuencia de lo cual, probablemente después de algunas observaciones del director, el mismo Girardot pidió examinarme otra vez, y me dio la charretera aquel mismo día.

Pero la influencia del coronel se iba desvaneciendo rápidamente; el carácter todo de la escuela cambiaba. Durante veinte años, Girardot había conseguido ver realizado su ideal, que era el de tener a los alumnos bien peinados, con el cabello rizado y de aspecto afeminado, mandando a la Corte pajes tan refinados como los cortesanos de Luis XIV. Si aprendían o no, le importaba poco; sus predilectos eran los que tenían las maletas más llenas de toda clase de cepillos de uñas y tarros de esencias, cuyo uniforme de paseo (que podíamos usar cuando íbamos a casa los domingos) era del mejor corte, y sabían hacer el más elegante salut oblique. Anteriormente, cuando Girardot hacía ensayos de ceremonias cortesanas, envolviendo a un paje en una manta de algodón con listas encarnadas, tomada de una de nuestras camas, con objeto de que representase a la emperatriz en un baisemain, los alumnos se aproximaban muy respetuosamente a la supuesta emperatriz, ejecutaban con formalidad la ceremonia de besar la mano, y se retiraban con un elegantisimo saludo oblicuo; mientras que ahora, aunque en la Corte se conducían siempre con elegancía, en los ensayos hacían unos saludos tan ridículos que todos reventaban de risa, al mismo tiempo que Girardot rabiaba de coraje. Antes, los alumnos jóvenes que habían asistido a una recepción oficial, y se rizaban el cabello con tal objeto, procuraban conservar este adorno todo el tiempo posible; pero en la actualidad, apenas volvían de palacio corrían a poner la cabeza bajo el grifo de agua fria para desbaratarse el peinado, pues toda apariencia afeminada era siempre mirada con desprecio. Ser enviado a una recepción y permanecer alli como un objeto decorativo, era considerado ahora más bien como una molestia que como un favor. Y cuando los menores, que iban algunas veces a palacio a jugar con los pequeños grandes duques, contaban que, cuando uno de éstos hizo un látigo de su pañuelo, en uno de los juegos, y se sirvió de él a díscreción, uno de los nuestros hizo lo mismo, y tanto pegó al gran duque, que éste concluyó por llorar, Girardot quedó horrorizado, en tanto que el antiguo almirante de Sebastopol, que era tutor del gran duque, elogiaba a nuestro compañero.

Un nuevo espíritu de amor al estudío y de formalidad se desarrolló en el cuerpo, como en todas las demás escuelas. En años anteriores, teniendo los pajes la seguridad de que, de un modo o de otro, pasarían los exámenes para obtener sus nombramientos de oficiales de la guardia, dejaban transcurrir los primeros años de la escuela casi sin aprender nada, y sólo empezaban a estudiar más o menos en las dos últimas clases; ahora, en cambio, las clases inferiores trabajaban con provecho. El estado moral vino a ser muy distinto de lo que había sido algunos años antes; los entretenimientos orientales eran mirados con repugnancia, y una o dos veces que se pretendió volver a lo pasado, se produjeron escándalos que llegaron hasta los salones de San Petersburgo. Girardot fue despedido; sólo se le permitió conservar su departamento de soltero en el edificio del cuerpo; y después lo veíamos a menudo, envuelto en su larga capa militar, paseándose solo y sumido en profundas meditaciones; entristecido, supongo, no pudiendo por menos de condenar el nuevo espíritu que se apoderaba rápidamente del Cuerpo de pajes.


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II

En toda Rusia la gente no hablaba más que de instrucción; tan pronto como se concertó la paz en París, y la severidad de la censura se relajó un poco, todo lo referente a la educación fue objeto de vivas discusiones. La ignorancia de las masas; los obstáculos con que habían tropezado los amantes de la instrucción; la falta de escuelas en los distritos rurales, lo anticuado de los sistemas de enseñanza y los medios para remediar estos males, vinieron a ser los temas favoritos de discusión en los círculos de las personas cultas, en la prensa, y aun en los salones de la aristocracia. La primera escuela superior para las jóvenes se abrió en 1857, con un plan de estudios excelente y con un claustro brillante de profesores. Como por arte mágico aparecieron muchas personas de ambos sexos, quienes no sólo se habían dedicado por entero a la educación, sino que asimismo demostraron ser pedagogos notablemente prácticos; sus obras ocuparían un puesto de honor entre la literatura de cualquier país civilizado, si fueran conocidas en el exterior.

El Cuerpo de pajes sintió también los efectos de ese renacimiento; con raras excepciones, la tendencia general de las tres clases inferiores era el estudio. El jefe del departamnto de educación, el inspector Winkler, un coronel de artillería muy instruído, buen matemático y hombre de ideas progresistas, inauguró un excelente plan para estimular esa tendencia. En lugar de los medianos maestros que anteriormente solían dar cátedra en las clases inferiores, procuró hacerse de profesores de primera; en su opinión, mientras más jóvenes fueran los discípulos, mayor debía ser el talento del instructor. Así que, para la cátedra de álgebra elemental de la clase cuarta, invitó a un matemático de primera fuerza y profesor por temperamento, el capitán Sujónin, y la clase entera se dedicó con entusiasmo a las matemáticas. Ocurrió, dicho sea de paso, que el referido capitán era también tutor del heredero del trono (Nikolai Alexandrovich, que murió a los 22 años), a quien traian una vez por semana a la clase de álgebra del Cuerpo de pajes; pues la emperatriz María Alexandrovna, que era mujer bien educada, creyó que tal vez el contacto con jóvenes estudiosos fuera un estimulo para él. Pero aunque se sentaba entre nosotros y tenia que contestar a las preguntas que le hacian, como todos los demás, como se entretenia por lo general, mientras el maestro explicaba, en hacer dibujos o en hablar con el compañero, no adelantaba mucho; tenia buena indole y un trato agradable; pero era un poco superficial.

Para la clase quinta, el inspector halló el concurso de dos hombres notables. Un dia entró en la sala, radiante de alegria, diciéndonos que habiamos tenido mucha suerte; el profesor Klasovsky, hombre de rara erudición, muy versado en el estudio de los clásicos y gran conocedor de nuestra literatura, habia consentido en darnos clase de gramática, retórica y poética, siguiendo con nosotros todos los años, al pasar de una clase a otra. Otro profesor de la Universidad, Herr Becker, bibliotecario de la Biblioteca Imperial (nacional), haria lo mismo en alemán, agregando que el profesor Klasovsky estaba algo delicado de salud, pero que tenia la seguridad de que nos conduciriamos con mucho juicio en su clase; pues ya que habiamos tenido la suerte de encontrar semejante maestro, no era posible que la dejáramos malograr.

El inspector había pensado cuerdamente. Fue para nosotros una verdadera satisfacción tener profesores de la Universidad por maestros, y aun cuando surgieron algunas voces de la Kamchatka (en Rusia se da el nombre de esta remota y atrasada península a los últimos bancos de cada clase), recomendando que se mirara con prevención al salchichero, esto es al alemán, la opinión general en nuestra clase era favorable a los profesores.

El salchicero conquistó desde el prímer momento nuestras simpatías; era un hombre alto, con una frente ancha y despejada, aspecto bondadoso y mirada inteligente, no desprovista de un ligero tinte de ironía. Al entrar en nuestra clase nos dijo en correcto ruso que pensaba dividimos en tres secciones: la primera la compondrían aquellos que ya conocian el alemán, y a quienes exigiría un trabajo más serio; a la segunda le enseñaría gramática y más tarde literatura, con arreglo al programa establecido; y la tercera, dijo con una sonrisa maliciosa, será la Kamchatka. A éstos, agregó, sólo exigiré que en cada lección copien cuatro renglones que designaré de mi libro, y una vez realizado este trabajo quedarán en libertad de hacer lo que quieran, con tal de que no molesten a los demás, y les prometo que en cinco años conocerán algo el alemán y su literatura. Ahora formemos las secciones.

Cinco o seis niños que no sabían una palabra de alemán, tomaron asiento en la última, copiando asiduamente sus cuatro renglones, que en las otras clases llegaban hasta quince y veinte; y era tanto el acierto de Becker al hacer la elección, y tanto el interés que se tomaba por sus alumnos, que al finalizar los cinco años habían verdaderamente aprendido algo del idioma y su literatura. Yo me uní al primer grupo, tanto habia insistido mi hermano Alejandro en sus cartas en que aprendiera el alemán, que poseía tan rica literatura, y a cuyo idioma están vertidas todas las obras de valor, que me dediqué con empeño a su estudio.

Ya traducía y analizaba sin dificultad una página algo trabajosa, en la que se hacía una descripción práctica de una tempestad; aprendí de memoria, según el profesor me había aconsejado, las conjugaciones, los adverbios y las preposiciones, y empecé a leer. Este es un gran método para aprender idiomas; además, Becker me recomendó que me suscribiera a un semanario ilustrado de poco precio, lo que me sirvió de mucho estímulo, con sus grabados e historietas, para leer más o menos, y pronto llegué a dominar el idioma.

Hacia el fin del invierno le pedí a Herr Becker que me prestara el Fausto, de Grethe; había leído una traducción, y también la hermosa novela de Turguéniev, del mismo título, y ahora ardía en deseos de conocer la gran obra en el original. No vais a entenderla; es demasiado filosófica, me dijo con una bondadosa sonrisa; pero me trajo, sin embargo, un librito cuadrado, con las páginas amarillas por el tiempo, que contenía el drama inmortal. El no sospechaba la infinita satisfacción que la posesión de aquel pequeño volumen me producia. Me deleité con el sentido y la armonía de cada renglón, empezando con los mismos primeros versos de la hermosa dedicatoria ideal, y pronto supe de memoria páginas enteras. El monólogo de Fausto en el bosque, y particularmente los versos en que habla de su modo de comprender la naturaleza:

Erhabenes Geist, du gabst mir, gabst mir alles, warum ich bat. Du hast mir nicht umsonst dein Angesicht in Feuer zugewendet.

Me sumergían en éxtasis profundo, y aun hoy siento su influencia. Cada verso vino gradualmente a convertirse en un querido amigo.

Y además, ¿hay, por ventura, algún placer estético más elevado que leer poesias en una lengua que aun no se domina por completo? El pensamiento aparece envuelto en una especie de ligera gasa que se adapta admirablemente a la poesía; las palabras cuyo trivial significado, cuando uno conoce el idioma a fondo, afectan algunas veces a las imágenes reales que tratan de representar, conservan su sentido puro y elevado, haciendo que la armonía de la composición quede así más fuertemente impresa en el oído.

La primera lección del profesor Klasovsky fue una revelación para nosotros; era un hombre pequeño, como de cincuenta años, de movimientos vivos, con ojos brillantes e inteligentes, una expresión ligeramente sarcástica y la elevada frente de un poeta. Cuando vino a darnos la primera lección, dijo con voz apagada que, habiendo pasado una larga enfermedad, no podía elevar la voz lo suficiente, por lo que nos rogaba que nos acercáramos a él. Dicho esto, aproximó su sillón a la primera fila, y nosotros le rodeamos como un enjambre de abejas.

Había de enseñarnos gramática rusa; pero, en lugar de la aridez de la lección gramatical, oimos algo muy distinto de lo que esperábamos. Era gramática, mas intercalada con comparaciones de dichos populares rusos, con versos de Hornero o del sánscrito del Mahabharata, cuya galanura traducía al ruso; allá, un verso de Schiller se introducía, y era acompañado de alguna sarcástica observación referente a alguna preocupación de la sociedad moderna; aquí, después, se volvía otra vez a la gramática pura, seguida de generalizaciones poéticas y filosóficas.

Claro es que en todo esto había mucho que no comprendíamos, y cuyo sentido más profundo escapaba a nuestra percepción. ¿Pero, acaso lo encantador de todo estudio no estriba en que abre constantemente ante nosotros nuevos e inesperados horizontes, aun no comprendidos, que nos estimulan a continuar, más y más, avanzando en la penetración de lo que a primera vista apareció sólo en sus lineas generales? Unos con las manos apoyadas en los hombros del compañero, otros casi tendidos sobre las mesas de la primera fila, otros de pie detrás del maestro, y todos con la mirada chispeante, estábamos pendientes de sus labios. A medida que su voz se debilitaba al aproximarse el fin de la hora, suspendíamos el aliento para oír mejor. El inspector abrió la puerta de la clase para ver cómo nos conducíamos con el nuevo profesor; pero al notar aquel enjambre inmóvil, se retiró de puntillas para no hacer ruido. Hasta Daurov, carácter inquieto y aturdido, contemplaba a Klasovsky, como diciendo: ¡vaya un hombre!. Hasta von Kleinau, un pobre muchacho circasiano con nombre alemán, de muy cortos alcances, estaba inmóvil en su asiento. En casi todos los demás algo bueno y elevado surgía desde el fondo de sus corazones, como si la visión de un mundo inesperado apareciera ante su vista. Este hombre tuvo sobre mí una gran influencia, que fue creciendo con los años. La profecla de Winkler, de que después de todo me gustaría la escuela, se había cumplido.

En la Europa Occidental, y probablemente también en América, esta clase de profesores no parece ser generalmente muy conocida; pero en Rusia no hay ninguna persona notable en las letras o en la polltica que no deba el primer impulso hacia un desarrollo superior a su maestro de literatura. En todas las escuelas del mundo debiera haber uno semejante; todos los demás tienen asuntos particulares a su cargo que no se relacionan entre si; sólo el profesor de literatura, guiado por las líneas generales del programa, pero quedando en libertad de tratarlo a su gusto, puede reunir en un lazo común los separados estudios históricos y las humanidades, unificarlos por una amplia concepción filosófica y humanitaria, y despertar ideas e inspiraciones más elevadas en los cerebros y corazones de la nueva generación. En Rusia esa misión necesaria recae de un modo natural en el catedrático de literatura; pues a medida que habla del desarrollo del idioma, del contenido de la primera poesía épíca, de la música y cantos populares, y más adelante del teatro moderno, de la literatura cientifica, política y filosófica de su pais y de las diversas corrientes estéticas, políticas y filosóficas que ha reflejado, se ve obligado a ocuparse de esa concepción generalizada del desarrollo del entendimiento humano, que no se encuentra dentro del radio de acción de las materias que se enseñan aisladamente.

Lo mismo deberia hacerse también respecto a las ciencias naturales. No basta enseñar fisica y quimica, astronomia y meteorología, zoología y botánica; la filosofía de todas las ciencias naturales; una vista general de la naturaleza en su conjunto, algo parecido al primer volumen del Cosmos de Humboldt, hay que dar a conocer al alumno y al estudiante, cualquiera que sea la extensión que se dé en la escuela al estudio de las ciencias referidas. La filosofia y la poesía de la naturaleza, los sistemas de todas las ciencias exactas, y una inspirada concepción de la vida de la naturaleza deben formar parte de la educación. Tal vez el profesor de Geografía pudiera provisionalmente asumir esta función; pero en ese caso se necesitaría una clase muy distinta de maestros de esta asignatura, lo mismo en los colegios que en las Universidades; lo que hoy se enseña bajo ese nombre, será todo lo que se quiera, pero no es Geografia.

Otro maestro conquistó el aprecio de nuestra clase de modo bien distinto. Fue el de escritura, el último del cuerpo de profesores; si los herejes, esto es los maestros alemanes y franceses, eran mirados con poco respeto, el de escritura, Ebert, que era un judío alemán, estaba convertido en un mártir. El conducirse insolentemente con él se consideraba de buen tono entre los pajes. Sólo la miseria podía ser la causa de que no renunciara el cargo. Los antiguos, que llevaban dos o tres años en la clase quinta, sin haber podido pasar adelante, lo trataban muy mal; pero él había transigido con ellos, llegando al acuerdo siguiente: Una broma no más en cada lección, cuyo cumplimiento, por nuestra parte, dejaba algunas veces mucho que desear.

Un dia, uno de los más atrasados empapó en tinta la esponja de la pizarra y se la tiró al mártir calígrafo, diciendo al mismo tiempo con una sonrisa estúpida: ¡Toma, Ebert! La esponja le dio a éste en el hombro, salpicándole de tinta la cara y la camisa.

Teniamos la seguridad de que, por lo menos esta vez, Ebert abandonaría la clase e iria a dar parte del hecho al inspector; pero nos equivocamos, porque se contentó con exclamar, al mismo tiempo que sacaba su pañuelo de algodón y se limpiaba la cara: Una broma, caballeros; basta por hoy, agregando a media voz: La camisa se ha manchado, después de lo cual continuó como si tal cosa corrigiendo los cuadernos de los alumnos.

Ante semejante proceder, quedamos estupefactos y avergonzados. ¡Cómo, en vez de dar parte, lo toma con esa resignación! La simpatía de toda la clase se tornó en su favor. Lo que habéis hecho es una estupidez, dijimos a nuestro compañero; es un pobre y le habéis echado a perder la camisa! ¡Qué vergüenza! -gritó otro.

El causante del mal fue en el acto a disculparse. Hay que aprender y aprender, amigo, fue todo lo que contestó Ebert, con voz en que se reflejaba la tristeza.

Después de esto reinó un silencio sepulcral, y al día siguiente como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo, escribimos lo mejor posible y le llevamos nuestros cuadernos para que los corrigiera, lo que le causó gran alegría, y aquel dia puede decirse que fue feliz.

Este hecho me impresionó profundamente, y jamás se ha borrado de mi memoria. Siempre le estaré agradecido a tan notable hombre por aquella lección.

Con nuestro maestro de dibujo, que se llamaba Ganz, nunca pudimos vivir en buena armonia. El siempre daba cuenta de los que jugaban en la clase; lo que en nuestro concepto estaba mal, pues su proceder distaba mucho de ser correcto. Durante la clase, apenas se ocupaba de nosotros y pasaba el tiempo enmendando los dibujos de aquellos que repasaban con él, o le pagaban algo, para poder presentar un buen dibujo en los exámenes y obtener una nota de primera; contra los que asi procedían no teníamos queja alguna; por el contrario, hallábamos muy natural que los que no tenían capacidad para las matemáticas o memoria para la geografía, no pudiendo aspirar a notas elevadas en estas materias, trataran de mejorar su situación pidiéndole al maestro un dibujo o un mapa topográfíco que les asegurara el premio ante todo. Sólo de parte de los dos primeros alumnos de la clase se hubiera visto mal el acudir a tales procedimientos; en cuanto a los demás, podian hacerlo con tranquilidad de conciencia. Pero el maestro no debia emplear la hora de clase en ese trabajo, y ya que lo hacia, le tocaba sufrir con resignación las faltas de sus discipulos. En vez de hacerlo asi, no se pasaba dia sin que dejara de quejarse, y cada vez parecía más arrogante.

En cuanto pasamos a la clase cuarta y nos encontramos en un terreno más firme, tratamos de apretarle las clavijas. Vosotros tenéis la culpa -nos decian los mayores- de que se dé tanto tono con vosotros; nosotros lo teniamos atado corto. Por cuya razón decidimos hacer lo mismo que habian hecho ellos.

Un día, dos excelentes compañeros de clase se acercaron a Ganz con un cigarrillo en la boca y le pidieron fuego. Claro es que sólo se trataba de una broma, pues nadie había pensado en fumar allí, y según la regla establecida, el maestro no debiera haber hecho más que despedirlos aquel día de la clase; pero en lugar de hacer esto, los inscribíó en el parte diario y fueron castigados con gran severidad. Esta fue la gota que hizo derramar el vaso: decidimos darle una serenata; lo cual queria decir que, en un momento dado, toda la clase, provista de reglas prestadas por los superiores, armaria un ruido espantoso pegando contra las mesas, hasta hacer que el maestro se fuera de la clase. Esto, sín embargo, no se hallaba exento de dificultades. Teníamos en nuestra clase un cierto número de gente floja que, a pesar de prometer tomar parte en la demostración, era fácil que a última hora no pudiera dominar los nervios y se echara atrás, dejando a los demás comprometidos; en tales empresas la unanimidad es todo, pues el castigo, cualquiera que sea su indole, es siempre más ligero al recaer en la clase entera que cuando afecta a un número determinado.

La dificultad se resolvió con arte verdaderamente maquiavélico: a una señal dada, volviendo todos la espalda al maestro y golpeando con las reglas en los bancos de los vecinos, se conseguiría el fin deseado; de este modo se evitaría que aterrase a los débiles la mirada de aquél. ¿Pero quién daba la señal? Un silbido, como en los cuentos de bandidos, un grito o un estornudo no nos sacaban del apuro; podía muy bien fijarse en cualquiera que hubiese empleado tal recurso. La señal debía ser silenciosa: uno de los que mejor dibujaban debía llevar su trabajo a Ganz, y cuando volviera a su sitio, entonces estallaría la tormenta.

Todo salió a pedir de boca: Nesadov presentó su dibujo, y el otro se lo corrigió en pocos minutos, que nos parecieron una eternidad; al fin volvió a su puesto, quedó un momento mirándonos y se sentó ... La clase entera se volvió de espaldas, y las reglas menudean sus golpes en los bancos, en tanto que algunos gritaban en medio del alboroto: ¡Fuera Ganz, fuera con él! El escándalo era mayúsculo; todas las clases se enteraron de que al maestro de dibujo le habían dado una serenata. El se puso de pie, murmuró algo y concluyó por marcharse. Entró en la clase un oficial, pero no por eso se interrumpió el jaleo; después entro el subinspector, y el inspector tras él: en el acto se suspendió el ruído y empezaron las reprensiones.

¡Los mayores quedan desde este momento arrestados! ordenó el inspector; y a mi, que era el primero de la clase, y por consiguiente el mayor, me llevaron al calabozo obscuro, lo cual me evitó ver lo que vino después. Se presentó el director: solicitó de Ganz que designara las cabezas de motin, pero no pudo hacerlo. Todos me volvieron la espalda, y comenzó el escándalo, fue su contestación. Inmediatamente se condujo la clase abajo, y a pesar de que los castigos corporales estaban completamente desterrados de nuestra escuela, esta vez, a los dos que se habia castigado antes por pedir fuego al maestro, los azotaron con la vara de abedul, bajo el pretexto de que la serenata fue una venganza por su castigo. Esto lo supe diez días después, cuando se me permitió volver a clase: mi nombre, que había sido inscrito en el encerado rojo de la clase, destinado a los distinguidos, fue borrado de él, lo que me tuvo sin cuidado; no así los diez días de calabozo, sin libros, que me parecieron interminables, y en los que compuse, en versos horribles, un poema en que los altos hechos de la clase cuarta eran debidamente glorificados.

Como era de esperar, nuestra clase vino a ser la heroina de la escuela; durante un mes entero tuvimos que relatar una vez y otra, a las demás clases, todo lo referente al particular, recibiendo felicitaciones por lo bien que se había manejado el asunto, evitando que ninguno incurriera en responsabilidad. Como castigo, se nos prohibió ir a casa los domingos, lo que duró hasta Navidad; pero como estábamos todos reunidos, lo pasábamos alegremente. Las mamás de los niños buenos les traían dulces en abundancia, y los que tenían dinero lo empleaban en multitud de pasteles, en tanto que, por la noche, los amigos de las otras clases traían de contrabando grandes cantidades de fruta para la heroica clase cuarta.

Ganz no volvió a dar parte de ninguno más; pero nosotros no aprendimos a dibujar tampoco. Nadie queria recibir lecciones de semejante hombre.

Mi hermano Alejandro estaba en aquella época en Moscú, en un cuerpo de cadetes, y manteniamos una activa correspondencia. Mientras estuve con la familia, esto era imposible, porque nuestro padre consideraba como una prerrogativa el leer todas las cartas dirigidas a casa, y pronto hubiera puesto coto a toda correspondencia que no tuviera un carácter trivial. Ahora éramos libres para discutir en nuestras cartas lo que mejor nos pareciese; no habia más dificultad que la falta de dinero para el franqueo; pero pronto aprendimos a escribir tan menudo y apretado que lo que conseguíamos meter en una sola cara era extraordinario. Alejandro, que tenía una hermosa letra, logró incluir cuatro páginas impresas en una sola carilla, y sus lineas microscópicas se leían con la misma claridad que si fueran impresas. Es lamentable que estas cartas, que él guardaba como preciosos recuerdos, hayan desaparecido; la alta policia, en una de sus razzias, le robó hasta aquello que era para él de tanto aprecio.

Nuestras primeras cartas casi no se ocupaban más que de los pequeños detalles referentes a mi nueva situación; pero pronto tomó nuestra correspondencia un carácter más elevado. Mi hermano no podía escribir sobre nimiedades; incluso en las reuniones de sociedad no lograba animarse sino cuando se entablaba alguna seria discusión, y se quejaba de sentir un pesado dolor en el cerebro -un dolor físico, según acostumbraba a decir- cuando se hallaba entre gente que sólo hablaba de cosas insignificantes. Me aventajaba mucho en desarrollo intelectual, y me impulsaba hacia adelante, presentando nuevas cuestiones científicas y filosóficas, unas después de otras, y aconsejándome lo que debía leer o estudiar. ¡Qué suerte ha sido para mi tener un hermano semejante! Un hermano que, además, me quería con delirio, y a quien debo la mayor parte de mi desarrollo intelectual. Algunas veces solía aconsejarme que leyera poesías, y me enviaba con sus cartas muchos versos y poemas enteros que sabía de memoria. Lee poesía, escribía, ¡ella hace a los hombres mejores! ¡Cuántas veces, durante mí existencia, he podido apreciar la verdad de semejante afirmación! El era indudablemente poeta, y tenía una asombrosa facilidad para escribir versos muy armoniosos. Creo, en verdad, que fue una desgracia que abandonase la literatura; pero la reacción contra las artes que se despertó entre la juventud rusa en los primeros años que siguieron al 60, y que Turguéniev ha pintado en Bazarov (Padres e hijos), le indujo a mirar los versos con desprecio y a dedicarse por entero a las ciencias naturales. Debo manifestar, sin embargo, que mi poeta favorito no era ninguno de aquellos que su estro poético, su oído delicado y sus inclinaciones filosóficas le hacían preferir. Su poeta ruso predilecto era Venevítinov, mientras que el mio era Nekrásov, cuyos versos se hallaban a menudo faltos de armonía, pero llenos de sentimientos a favor del explotado y oprimido.

Uno debe proponerse algo durante su vida, me escribía una vez. Sin un objetivo, sin una aspiración, la vida nada representa. Y me exhortaba a proponerme algo por lo que valiera la pena vivir. Yo era entonces demasiado joven para encontrar lo que me indicaba; pero alguno bueno, aunque vago e indeterminado, surgió a impulsos de tal llamamiento, por más que yo no pudiera, sin embargo, decir lo que ese bien llegaría a ser.

Nuestro padre nos daba poco dinero para nuestros gastos, y jamás tuve lo suficiente para comprar un solo libro; pero como Alejandro recibía algunos rublos de alguna tía, jamás gastaba lo más mínimo en divertirse, sino que compraba un libro y me lo remitía. No obstante, era opuesto a lecturas insípidas. Siempre ha de tenerse algo que preguntar al libro que se va a leer, decía. Yo, sin embargo, no podía entonces dar a esa observación toda la importancia que merecía, y no puedo pensar ahora sin asombro en el gran número de libros, con frecuencia de un carácter especial, que leí sobre todas las materias, y en particular referentes a Historia. No perdí mi tiempo en leer novelas francesas, puesto que Alejandro, años antes, las había condenado todas en esta sola sentencia: Son estúpídas y de mal género.

Los grandes problemas concernientes a la concepción que nos debíamos formar del universo -nuestro Weltanschaung, como dicen los alemanes- eran, como es de suponer, el asunto dominante en nuestra correspondencia. En nuestra infancia nunca habíamos sido religiosos, pues aunque nos llevaban a la iglesia, en las rusas de las pequeñas parroquias y en los pueblos la solemne actitud de los fieles es más impresionante que la misa misma. De todo lo que jamás oí en el templo, sólo dos cosas me afectaron: los doce pasajes tomados de los Evangelios, relativos a la pasión de Cristo, que se leen en Rusia en los oficios nocturnos del Jueves Santo, y la breve oración condenando el espíritu de dominación, que se recita durante la gran Cuaresma, la cual es verdaderamente hermosa, a causa de su sencillez, naturalidad y delicadeza de sentimientos. Púshkin la ha puesto en versos rusos.

Más adelante, en San Petersburgo, fui varias veces a una iglesia católica; pero el carácter teatral del culto y la ausencia de todo sentimiento, me chocó, tanto más cuanto que vi allí con qué fe tan cándida algún soldado polaco retirado o alguna aldeana rezaban en algún apartado rincón. También fui a una protestante; pero, al salir de ella, vinieron, a pesar mio, a mi memoria, estos versos de Goethe:

Bewunderung von Kindern und Affen
Wenn euch darnach der Gaumen steht;
Doch werdet ihr nie Herz zu Herzen schaffen,
Wenn es euch nicht vom Herzen geht
.

Alejandro, entretanto, habia abrazado con su natural entusiasmo la fe luterana, leido el libro de Michelet sobre Servet, y construido para su uso particular una religión, tomando como tipo esa gran figura. Estudió con marcada predilección la declaración de Augsburgo, que copió y me remitió, viéndose entonces nuestras cartas llenas de discusiones sobre la gracia, y de textos de los apóstoles Pablo y Santiago. Aunque segui a mi hermano por ese camino, las discusiones teológicas no llegaron a interesarme demasiado, y desde que me repuse de la fiebre tifoidea me dediqué a un género de lectura muy diferente.

Nuestra hermana Elena, que ya estaba casada, se encontraba en San Petersburgo, y todos los sábados por la noche iba yo a visitarla. Su marido tenia una buena biblioteca, en la que los filósofos franceses del siglo pasado y los historiadores modernos del mismo pais se hallaban bien representados, y en ellos puede decirse que me sumergi; esos libros estaban prohibidos en Rusia, e indudablemente no se podian llevar al colegio, por cuya razón pasaba todas aquellas noches leyendo las obras de los enciclopedistas, el diccionario filosófico de Voltaire, los escritos de los estoicos, especialmente Marco Aurelio y otros. La infinita inmensidad del universo, la grandeza de la naturaleza, su poesía, su vida, que se manifiesta en todas partes, me impresionaban cada vez más, y esa vida incesante y armónica me produjo el éxtasis de admiración que la juventud acaricia, en tanto que mis poetas favoritos me ofrecían el modo de expresar en palabras ese naciente amor a la humanidad y la fe en su progreso, que tan importante papel representan en la primavera de la vida, acompañando luego al hombre mientras dura aquélla.

Alejandro, entretanto, había llegado gradualmente a un agnosticismo kantiano, y la relatividad de las percepciones, percepciones en tiempo y en espacio, o tiempo solo, y así por el estilo; y otras ideas llenaban nuestras cartas, cuya letra se hacia más y más microscópica a medida que la materia discutida crecia en importancia. Pero ni entonces ni después, cuando acostumbrábamos a pasar horas y horas discutiendo la filosofía de Kant, pudo mi hermano convertirme en un discípulo del filósofo de Konigsberg.

Las ciencias naturales -esto es matemáticas, física, química y astronomia- eran mis principales estudios. En el año 1858, antes de que Darwin hubiera dado a luz su inmortal libro, un profesor de zoología de Moscú, llamado Roulier, publicó tres conferencias sobre transformismo, y mi hermano aceptó desde luego sus ideas respecto a la variabilidad de las especies. Pero no hallándose satisfecho, sin embargo, con pruebas aproximadas, empezó a estudiar una serie de libros especiales que trataban de la herencia y lo que con ella se relaciona, comunicándome en sus cartas los hechos más culminantes, así como sus vacilaciones y sus ideas. La aparición de El origen de las especies no resolvió sus dudas sobre determinados puntos, sino que, provocando otras nuevas, le sirvió de estímulo para continuar sus estudios. Nosotros discutimos después -y esa discusión duró muchos años- varias cuestiones relativas al origen de las variaciones y sus probabilidades de ser transmitidas y acentuadas; en fin, esas cuestiones que han sido el tema, muy recientemente, de la controversia entre Weismann y Spencer, de las investigaciones de Galton y de las obras de los modernos neo-lamarckianos. Debido a sus buenas disposiciones críticas y filosóficas, Alejandro había notado desde luego la importancia fundamental de estas cuestiones para la teoría de la variabilidad de las especies, a pesar de que entonces muchos naturalistas no les daban importancia todavía.

Debo mencionar también una excursión temporal en el campo de le economía política. En los años 1858 y 1859 todo el mundo en Rusia hablaba de economía política: las conferencias sobre libre cambio y derechos fiscales atraían a grandes multitudes, y mí hermano, que no estaba por completo absorto en lo que a la variabilidad de las especies se refería, tomó un vivo aunque pasajero interés en los asuntos económicos, mandándome, para que la leyera, la Economía política de Say. De ella sólo leí algunos capitulos: los aranceles y las operaciones bancarias no me interesaban en lo más mínimo; pero Alejandro tomó esas cuestiones tan a pecho, que hasta llegó a escribir a nuestra madrastra, tratando de interesarla en el intrincado laberinto de los derechos de Aduanas. Cuando después, en Siberia, leiamos las cartas de aquella época, nos reíamos de veras al tropezar con alguna en la que él se quejaba de la incapacidad de nuestra madrastra, quien se mostraba indiferente ante cuestiones de tal trascendencia, y tornaba contra un almacenero al que detuvo en la calle y ¿lo creeréis? -decía entre signos de admiración- ¡a pesar de ser comerciante, afectaba una estúpida indiferencia por las cuestiones arancelarias!


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III

Todos los veranos llevaban como una mitad de los pajes a un campamento de Peterhof: de esto se dispensaba a las últimas clases, y yo pasé los dos primeros veranos en Nikólskoie. El salir de la escuela, el tomar el tren para Moscú, y encontrar allí a Alejandro, eran cosas tan halagüeñas para mi, que nunca dejaba de contar los días que habían de pasar hasta llegar el momento deseado. Pero en una ocasión me aguardaba en Moscú una desagradable sorpresa: Alejandro no había sido aprobado en los exámenes, y tenia que pasar otro año en la misma clase. Verdaderamente era demasiado joven para entrar en las clases especiales; pero nuestro padre, sin embargo, se incomodó con él y no consintió que nos viéramos. Esto me entristeció sobremanera: ya habiamos dejado de ser niños y teniamos un sin fin de cosas que contarnos. Intenté obtener permiso para ir a casa de nuestra tia Sulima, donde tal vez hubiera podido ver a Alejandro; pero se me negó en absoluto. Desde que nuestro padre se volvió a casar nunca se nos permitia ver a nuestros parientes maternos.

Aquella primavera nuestra casa de Moscú estaba llena de invitados. Todas las noches los salones de recepción se inundaban de luz, la música tocaba, el repostero no paraba de hacer helados y pastas, y en el gran salón se jugaba a los naipes hasta bien entrada la noche. Yo vagaba sin objeto a través de aquellas salas tan brillantemente iluminadas, y me sentia disgustado.

Una noche, después de las diez, un criado me llamó por señas, diciéndome después que saliera al patio. Fui alli, y el antiguo mayordomo Frol me dijo a media voz:

- Ven a casa de los cocheros; Alejandro Alexeievich está aqui.

Atravesé el patio corriendo y subi volando el tramo de escalera que conducia a la habitación referida, entrando en un amplio local alumbrado por una luz incierta, donde, sentado junto a la gran mesa del comedor de los criados, vi a Alejandro.

- Querido Sasha, ¿cómo has venido? -le dije; y en el acto nos abrazamos fuertemente sin poder articular palabra; de tal modo nos hallábamos emocionados.

- ¡Vamos, vamos, que podrían oiros! -dijo la cocinera de la servidumbre, Praskovia, enjugándose las lágrimas con su delantal, y agregando después-: ¡Pobres huérfanos! ¡Si al menos viviera vuestra madre!

El viejo Frol permanecía de pie con la cabeza inclinada y también con los ojos humedecidos.

- Mira, Petia, ni una palabra a nadie, a ninguno -dijo, en tanto que Praskovia puso en la mesa un jarro de barro, lleno de caldo para Alejandro.

El, rebosando salud, bajo su uniforme de cadete, había empezado a hablar de un sin fin de cosas, bebiéndose al mismo tiempo lo que el jarro contenía. Apenas pude conseguir que me refiriera cómo había podido venir a hora tan avanzada. Nosotros vivíamos entonces cerca del boulevard Smolensky, muy próximo a la casa donde murió nuestra madre (1) y la escuela de cadetes se encontraba en la parte opuesta de los alrededores de la ciudad, a ocho kilómetros, por lo menos, de distancia.

Había hecho un bulto con las ropas de la cama y lo había colocado bajo las sábanas; después se fue a la torre, se descolgó por una ventana, salió sin que se dieran cuenta, y vino andando todo el camino.

- ¿No tenías miedo de noche en los campos desiertos que rodean al colegio? -le pregunté.

A lo cual contestó:

- ¿Qué tenía que temer? Sólo los perros me embestían; verdad que yo mismo los achuchaba; mañana no me vendré sin la espada.

Los cocheros y otros sirvientes entraban y salían; suspiraban al vernos, y se sentaban algo distanciados de nosotros hablando a media voz para no molestarnos; mientras nosotros dos, con los brazos entrelazados, estuvimos allí sentados hasta le media noche, hablando de las nebulosas y de la hipótesis de Laplace, de la estructura de la materia, las luchas del papado bajo Bonifacio VIII con el poder imperial, y otras cosas por el estilo.

De cuando en cuando, alguno de los criados entraba precipitadamente, diciendo:

- Petinka, vete a que te vean en el salón; están en movimiento y pudieran preguntar por tí.

Le supliqué a Sasha que no volviera a la noche siguiente; pero, sin embargo, vino, no sin haber tenido una ligera escaramuza con los perros, contra los cuales había hecho uso de la espada. Cuando, más temprano que el día anterior, me llamaron para ir a la casa de los cocheros, acudí presuroso. Alejandro había hecho parte del camino en carruaje: la noche antes, uno de los criados le trajo lo que le habían dado los jugadores, suplicándole que lo aceptara; él tomó lo preciso para alquilar un coche, y de ese modo pudo venir antes de la hora en que lo hizo en la primera visita.

Pensaba volver también a la noche siguiente; pero había motivos para temer que pudiera ser peligroso para los sirvientes, y decidimos despedirnos hasta el otoño; una pequeña nota oficial me dio a conocer al siguiente día que sus salidas nocturnas habían pasado inadvertidas. ¡Qué terrible hubiera sido el castigo, si se llegan a descubrir! Horroriza pensar en eso: azotado ante el cuerpo, hasta ser conducido en una manta sin conocimiento, y después degradado y enviado a un batallón de hijos de soldados; todo era posible en aquel tiempo.

Lo que los criados hubieran sufrido por habernos ocultado, si la noticia llegaba a oido de nuestro padre, hubiera sido igualmente espantoso; pero ellos sabian guardar el secreto y no delatarse unos a otros. Todos tuvieron conocimiento de las visitas de Alejandro; pero ninguno dijo una palabra a la familia: ellos y yo éramos los únicos de la casa que teníamos conocimiento del hecho.



Notas

(1) En el lugar de la casa donde vivíamos, ahora -verano del año 1917- se ha construido una casa grande de piedra. Pero la casa en la que murió nuestra madre, en la callejuela del Estado, quedó hasta hoy tal como estaba, con su balcón, con sus cuatro hermosas columnas y el cerco de acacias. Se ha conservado también el dormitorio donde murió nuestra madre y ha sucedido todo aquello que he descrito en el segundo capitulo.


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IV

Aquel mismo año di mis primeros pasos como investigador de la vida del pueblo, lo que me aproximó a nuestros labriegos, permitiéndome verlos bajo un aspecto distinto, y más tarde me fue de gran utilidad en Siberia.

Todos los años, en julio, el dia de la Santa Virgen de Kazán, que era la patrona del pueblo, se celebraba una feria muy regular en Nikólskoie. Acudian vendedores de todas las poblaciones inmediatas, y muchos miles de aldeanos venian hasta de diez leguas a la redonda, dando a nuestro pueblo, durante un par de dias, un aspecto muy animado. Una notable descripción de las ferias de pueblos del Sur de Rusia (Ucrania), se habia publicado aquel año por el eslavófilo Aksákov, y mi hermano, que se hallaba entonces en la cúspide de su entusiasmo económico-politico, me aconsejó que hiciera un trabajo análogo respecto a nuestra feria, acompañado de datos estadisticos, incluyendo en éstos las cantidades de articulos entrados y salidos. Segui sus indicaciones, y, con gran sorpresa mia, vi que obtuve un feliz resultado; mis apreciaciones y datos no eran menos dignos de crédito, según lo que he podido ver después, que los de la misma indole que se encuentran en las obras de estadistica.

Nuestra feria sólo duraba un poco más de veinticuatro horas. La vispera, el gran espacio libre donde se efectuaba, se encontraba lleno de vida y animación. Largas filas de mostradores, destinados a la venta de telas de algodón, cintas y adornos de todas clases, de los que usan las aldeanas, se levantaban por doquiera. El restaurante, que era un edificio construido de piedra, se cubría de mesas, sillas y bancos, y su suelo se alfombraba de menuda arena. Aparecían tres tabernas, a cuyas puertas ramas de retama recién cortadas, colocadas en lo alto de un palo que se elevaba a mucha altura, servían para llamar desde lejos la atención de los campesinos. Hilera tras hilera de mostradores más pequeños, destinados a la venta de loza, calzado, objetos de piedra, pan de jengibre y toda clase de menudencias surgían como por encanto, mientras que en un lugar determinado del terreno se hacían excavaciones para colocar inmensos calderos, en los que se hervían el mijo y otras semillas por fanegas, y carneros enteros, para proporcionar a los miles de visitante schi y kasha (sopas y caldos). Por la tarde, los cuatro caminos que conducían a la feria se hallaban bloqueados por centenares de carros y carretas, y pilas de cacharrería, barricas de brea, granos y ganado, se presentaban a la venta a ambos lados de aquéllos.

Esa noche se celebraba en nuestra iglesia el servicio religioso con gran solemnidad. Los curas de los pueblos inmediatos tomaban parte en él, y sus sochantres, reforzados por algunos jóvenes forasteros, cantaban en el coro con tal arte como pudiera hacerse en una catedral. La iglesia estaba completamente llena, y las gentes oraban con fervor; los feriantes rivalizaban entre sí en cuanto al número y dimensiones de las velas de cera que encendían ante los altares, como ofrendas a los santos de la localidad, interesándolos en el buen éxito de su empresa; y como la concurrencia era tan grande que no permitía a los que se hallaban a lo último de la iglesia llegar hasta el altar, desde alli se enviaban, haciéndolos pasar de mano en mano, velas y cirios de todas clases, blancos y amarillos, pequeños y grandes, según la posición del que los ofrecia, diciendo al mismo tiempo: Para la Santa Virgen de Kazán, nuestra patrona; para San Nicolás el milagroso; para San Frol y San Lavr (los santos de los caballos, lo cual procedia de los que tenían esos animales en venta); o simplemente para los santos, sin meterse en más rodeos.

Una vez terminada la función religiosa, empezaba la anteferia, y era llegado el momento de que me dedicara por completo a mi misión de preguntar a centenares de personas por el valor de los artículos que traían. Y con gran sorpresa mía sali del paso sin dificultad. Por supuesto, que también a mí me hacian algunas preguntas: ¿Por qué hacéis esto? ¿No será para el viejo príncipe, quien tal vez pretenda subir los derechos del mercado? Pero la seguridad de que el viejo príncipe no sabía ni quería saber nada sobre el particular (él lo hubiera considerado como una ocupación poco digna), desvanecía desde luego todas las dudas. Pronto aprendí el mejor modo de interrogar, y después de tomar seis tazas de té en el restaurante con algún feriante (¡qué horror, si mi padre lo hubiera sabido!), todo marchaba a pedir de boca. Vasili Ivanov, el corregidor de Nikólskoie, un aldeano de aspecto arrogante, de rostro simpático e inteligente y hermosa barba rubia, se interesó por mi trabajo. Si te conviene para tus estudios, realízalo; después nos dirás la ventaja que te ha reportado, fue su conclusión, y le dijo a la gente que no había mal en ello.

En una palabra, lo importado se determinó con facilidad; pero al día siguiente las ventas ofrecieron algunas dificultades; en particular en los vendedores de géneros, quienes ni ellos mismos sabían aún lo que habían vendido. El día de la feria las jóvenes aldeanas invadían las tiendas por completo; después de vender cada una la tela que ella misma había tejido, procuraba comprar algún algodón estampado y un buen pañuelo para ella, otro de color para el marido, tal vez algún encaje, una o dos cintas y una multitud de menudencias para la abuela, el abuelo y los niños que habían quedado en casa. En cuanto a los que vendían loza, bollos de gengibre, ganado o cáñamo, desde luego manifestaban lo realizado, especialmente las mujeres de edad. ¿Se ha hecho buen negocio, abuelita? solia yo preguntar, y ella respondía: No tengo motivo de queja, hijo mio. ¿Por qué había de ofender a Dios? Casi todo se ha vendido. Y con todas esas insignificancias se formaron cantidades importantes en mi libro de Memorias. Un punto quedaba por resolver: había un gran espacio destinado a muchos centenares de aldeanas que, expuestas a los ardientes rayos del sol, ofrecía cada una un pedazo de tela tejida por ella misma, algunos de verdadero mérito. Bastantes compradores, con caras de gitanos y miradas de tiburón, circulaban entre la multitud haciendo adquisiciones. De estas ventas sólo se pudo hacer un cálculo aproximado, con la ayuda de Vasili Ivanov.

En aquel tiempo no reflexioné sobre el alcance de este trabajo; su buen resultado me bastaba para estar satisfecho. Pero el verdadero buen sentido y recto criterio del campesino ruso, de que fui testigo durante ese par de días, dejaron en mi ánimo una impresión profunda. Más adelante, cuando propagábamos las doctrInas socialistas entre los agricultores, me maravillaba que algunos de mis amigos, que al parecer habían recibido una educación más democrática que yo, no supieran hablar a los aldeanos o a los trabajadores de las fábricas de los distritos rurales. Procuraban imitar el modo de expresarse de la gente de campo, introduciendo en su lenguaje una profusión de las llamadas frases populares, pero el resultado. era negativo.

Nada de esto se necesita para comunicarse con ellos, ya sea por palabra o por escrito. El campesino ruso entiende perfectamente el lenguaje del hombre ilustrado, con tal de que no se halle impregnado de voces tomadas de idiomas extranjeros. Lo que él no comprende es la noción abstracta, cuando no va acompañada de ejemplos concretos, pero yo sé por experiencia, que si se le habla al labriego ruso can claridad, partiendo de hechos concretos -y otro tanto puede decirse de los aldeanos de todas las naciones--, no hay generalización que, partiendo del campo de la ciencia social o natural, no se pueda poner al alcance de un hombre de una inteligencia corriente, si el que la expone la ha comprendido bien. La principal diferencia entre el hombre educado y el que no lo es, puede decirse que no es otra sino la imposibilidad en que se halla el último de seguir una serie de conclusiones. Se hace cargo de la primera y tal vez de la segunda; pero a la tercera se encuentra fatigado si no ve claramente el punto hacia el cual se dirige el que habla. Mas tal dificultad se presenta a menudo también, aun tratándose de personas cultas.

Una impresión más saqué de aquel trabajo de mi juventud, impresión que no formulé sino después, y que probablemente sorprenderá a muchos lectores. Me refiero al espíritu de igualdad, que está altamente desarrollado en el campesino ruso, y en verdad en la población rural de todas partes. El aldeano ruso es capaz de demostrar una obediencia servil al señor territorial o al agente de palacio; se inclinará ante su voluntad de un modo expresivo; pero no los considerará como hombres superiores; y si poco después el uno o el otro le habla del heno o de otra cosa por el estilo, le contestará como de ígual a igual. Jamás vi en el campesino ruso ese servilismo, convertido en una segunda naturaleza, con que un empleado habla a otro de más elevado rango, o un lacayo a su amo. Es verdad que se somete a la fuerza fácilmente; pero no le rinde culto.

Aquel año volví de Nikólkoie a Moscú de una nueva manera. No existiendo entonces ferrocarril entre Kaluga y Moscú, había un hombre, llamado Koziól, que mantenía en comunicación las dos poblaciones, por medio de unos coches de mala muerte. La familia nunca pensó hacer uso de ellos teniendo sus vehículos propios; pero cuando mi padre, a fin de ahorrarle a mi madrastra un viaje de ida y vuelta, me propuso, medio en broma, que fuera solo en uno de esos coches, acepté con placer el ofrecimiento.

La mujer de un traficante, ya de edad y muy gruesa, y yo, ocupábamos los asientos posteriores, y un artesano, al parecer, ocupaba los anteriores; éramos los únicos viajeros. Por el camino fuí muy divertido; primero, por viajar solo (aun no tenía los diez y seis años), y después, porque la mujer referida, que habia traído para un viaje de tres días una cesta colosal de provisiones, me obsequió mucho, ofreciéndome de todo. Los detalles de las jornadas fueron deliciosos. Lo ocurrido una tarde, especialmente, permanece vivo en mi memoria: llegamos a uno de los pueblos grandes y paramos en una posada. La compañera de viaje pidió una habitación para ella, y yo salí a la calle caminando a la ventura. Una casita blanca, en la que se servía de comer, pero no bebidas alcohólicas, llamó mi atención y entré en ella. Muchos aldeanos, sentados en torno de pequeñas mesas cubiertas de blancas servilletas, tomaban el té; yo seguí su ejemplo.

Allí todo resultaba nuevo para mí. Era un pueblo de campesinos de la Corona; esto es, gentes que no habian sido siervos y disfrutaban de un relativo bienestar, tal vez debido al tejido a mano que cultivaban como industria doméstica. Conversaciones serias y reposadas, interrumpidas aqui y allá por franca risa, se mantenian entre los concurrentes, y después de las fórmulas de introducción usuales, pronto me vi enredado en una conversación con una docena de aldeanos sobre el estado de la cosecha en nuestra finca y otro sin fin de cosas. Deseaban saber todo lo referente a San Petersburgo, y particularmente lo relativo al rumor de la abolición de la servidumbre. Un sentimiento de amor hacia la sencillez y las relaciones naturales de igualdad, asi como la buena voluntad y simpatia que he sentido siempre después al hallarme entre los aldeanos o en sus casas, se despertaron en mí en aquella casa de comidas. Nada extraordinario ocurrió en esa noche; asi que hasta pongo en duda que el incidente sea digno de mención, y sin embargo, aquella noche calurosa y obscura en el pueblo, aquella pequeña posada, aquella conversación de los campesinos y el vivo interés que demostraron por un sin fin de cosas que se hallaban mucho más allá de lo que constituia el objeto corriente de sus preocupaciones, han hecho aquella pobre casita blanca más atractiva para mí, desde entonces, que el mejor restaurante del mundo.


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V

Tiempos tormentosos vinieron para nuestra escuela. Cuando Girardot fue reemplazado, su puesto lo ocupo uno de nuestros oficiales, el capitán B. Era más bien de buen carácter que malo; pero se le metió en la cabeza que no era tratado por nosotros con el respeto correspondiente a la alta posición que ahora ocupaba, e intentó imponemos mayor consideración hacia él. Empezó lidiando por todo con la clase primera, y -lo que en nuestra opinión era aún peor- intentó destruir nuestras libertades, cuyo origen se perdia en la noche de los tiempos, y que, insignificantes en si, eran; tal vez por eso mismo, más apreciadas por nosotros.

El resultado de todo esto fue que durante varios dias la escuela estuvo en completa rebelión, que terminó en castigos generales, y en la expulsión del cuerpo de dos de los pajes favoritos. Luego el referido capitán empezó a intervenir en la hora que pasábamos todas las mañanas en la clase, preparando nuestras lecciones antes de que llegaran los profesores. Alli nos considerábamos bajo la autoridad de éstos y no de los militares, por lo cual aquello nos causó mucho disgusto; y un dia yo expresé en alta voz nuestro descontento, diciéndole que aquel puesto era el del inspector de las clases, no el suyo. Aquella franqueza me costó varias semanas de arresto, y tal vez hubiera sido expulsado de la escuela, a no haber sido porque el mismo inspector, su ayudante, y hasta nuestro viejo director, juzgaron que, después de todo, no había hecho más que decir con la boca lo que ellos decían con el pensamiento.

No bien terminados estos trastornos, la muerte de la emperatriz, viuda de Nicolás I, interrumpió de nuevo nuestro trabajo.

El entierro de las testas coronadas se hace siempre de tal modo, que impresione profundamente a las masas. El cadáver de la emperatriz fue traído desde Tsárskoie Seló, donde había muerto, a San Petersburgo, y aquí, seguido de la familia imperial, todos los altos dignatarios del Estado y muchos miles de funcionarios y corporaciones, y precedido de centenares de curas y coristas, se le condujo desde la estación del ferrocarril, a través de las calles principales, a la fortaleza de Petropavlovsk, donde tenía que estar de cuerpro presente varias semanas. Cien mil hombres de la guardia habían sido colocados a lo largo de la carretera y miles de personas, vestidas con los más vistosos uniformes, precedían, acompañaban, seguían al féretro, formando solemne procesión. En todos los cruces de calles importantes se entonaban responsos; y entonces, al doblar las campanas en las torres de las iglesias, las voces de los coros, y los acordes de las bandas militares, se unían de un modo bien expresivo, como para hacer creer a las gentes que la inmensa multitud se hallaba verdaderamente de duelo por la pérdida de la emperatriz. Todo el tiempo que el cadáver estaba de cuerpo presente en la iglesia de la fortaleza, los pajes, entre otros, tenian que darle guardia de honor noche y dia: tres de éstos y tres damas de honor se hallaban siempre cerca del ataúd, que estaba colocado sobre un alto catafalco, en tanto que unos veinte pajes se encontraban estacionados en el coro, en el cual se cantaban letanías, dos veces al día, en presencia del emperador y toda su familia. En su conseceuncia, todas las semanas iba alternativamente a la fortaleza, donde permanecía alojada, una mitad del cuerpo: se nos relevaba cada dos horas y durante el dia el servicio no era muy penoso; pero cuando tenía que levantarme de noche, ponerme el uniforme de gala, y dirigirme después caminando por los pasajes obscuros e internos de la fortaleza, hasta llegar a la iglesia, acompañado por el lúgubre tañir de las campanas, sentía un ligero escalofrío al pensar en los presos que se hallaban sepultados entre los muros de esta Bastilla rusa: ¡Quién sabe -me decia yo- si a mi vez no llegaré también a ser uno de ellos algún día!

Los funerales no terminaron sin un incidente, que pudo haber tenido serias consecuencias. Se había erigido un inmenso dosel bajo la cúpula del templo, sobre el ataúd. Una gran corona dorada le servía de remate, y de ella partía un descomunal manto de púrpura, forrado de armiño, dirigido hacia las cuatro gruesas pilastras que sostenían aquélla. El aspecto de éste impresionaba; pero nosotros, los muchachos, pronto descubrimos que la corona era de cartón dorado y de madera; el manto, sólo de terciopelo en su parte inferior, mientras que más arriba únicamente habia algodón encarnado; y el forro de armiño no era más que una franelilla o bayeta de algodón, a la que se habian cosido colas de ardillas negras; los escudos que representaban las armas de Rusia, velados por un crespón negro, eran sencillamente de cartón. Pero las muchedumbres, a las que se permitia a ciertas horas de la noche pasar ante el féretro y besar precipitadamente el paño de brocado que lo cubria, es indudable que no tenian tiempo de examinar detenidamente el armillo de franela o los escudos de cartón; y el efecto teatral se obtenia, aun por esos medios tan económicos.

Cuando se canta una letania en Rusia, todos los presentes tienen velas de cera encendidas, que deben apagarse después de leidas determinadas oraciones. La familia imperial hacia otro tanto, y un dia, el hijo menor del Gran Duque Constantino, al ver que los otros apagaban sus velas volviendo lo de arriba abajo, hizo lo mismo. La gasa negra que caia de un escudo, a su espalda, se incendió, y en un segundo el escudo y la tela de algodón estaban ardiendo: una inmensa lengua de fuego subia por los pesados pliegues del suntuoso manto de armiño.

El servicio religioso se suspendió: todas las miradas se dirigian con terror hacia la lengua de fuego, que seguia avanzando más y más en dirección a la corona de cartón y la armadura de madera que sostenia todo aquello, empezando a caer pedacitos de tela encendida, que amenazaban prender fuego a los velos negros de las señoras.

Alejandro II sólo perdió la serenidad un momento; pero se repuso en seguida y dijo con voz no alterada: ¡Hay que quitar el ataúd! Los pajes de cámara lo cubrieron con el grueso brocado de oro, y todos avanzamos para levantarlo; pero al mismo tiempo la gran lengua de fuego se había dividido en muchas pequeñas, que ahora sólo devoraban lentamente la pelusa externa del algodón, y encontrando cada vez más polvo acumulado en la parte superior del dosel, vinieron a morir gradualmente entre sus pliegues.

No puedo decir qué es lo que más cautivaba mi atención: si era el fuego que se extendia, o las figuras esbeltas y majestuosas de las tres señoras que se encontraban al lado del féretro, tendidas las largas colas de sus negros vestidos sobre los escalones que conducian a la plataforma superior, y sus velos de blondas pendientes de sus hombros. Ninguna había hecho el menor movimiento: parecian tres hermosas imágenes de talla. Sólo en los ojos negros de una de ellas, la señorita Gamaleia, brillaban las lagrimas cual perlas: era hija del sur de Rusia, y la única verdaderamente hermosa entre las damas de honor de la Corte.

En la escuela todo andaba trastornado: las clases estaban interrumpidas; aquellos de nosotros que volvian de la fortaleza eran alojados en departamentos provisionales, y no teniendo nada que hacer, pasaban todo el día inventando infinitas diabluras. En una de ellas, conseguimos abrir una caja de cartón que contenía espléndida colección de modelos de animales de todas clases, para la enseñanza de la Historia Natural: ése, al menos, era su objeto oficial; pero jamás nos la habían mostrado aun; y ahora que se hallaba en nuestro poder, nos servíamos de ella a nuestro gusto. Con una calavera humana que estaba en la colección, hicimos un fantasma para asustar a los otros compañeros y a los oficiales por la noche. En cuanto a los animales, los colocamos en las más ridiculas y extrañas posiciones: monos montados en leones, carneros jugando con leopardos, la girafa bailando con el elefante, y otras cosas por el estilo. Lo peor de todo fue que, algunos dias después, uno de los principes prusianos que había venido a asistir a las honras fúnebres (fue, según creo, el que más tarde vino a ser el emperador Federico), visitó el cuerpo y se le mostró todo lo concerniente a nuestra educación. Nuestro director no dejó de alabarse de los muchos elementos de enseñanza que teníamos, y presentó a su huésped la infortunada caja de cartón. Cuando el principe alemán echó una ojeada a nuestra clasificación zoológica, puso muy mala cara y se volvió para otro lado: el director se horrorizó; perdió el uso de la palabra, y no hizo más que señalar repetidas veces con la mano algunas estrellas de mar que, colocadas en cajas de cristal, pendían de las paredes. El acompañamiento del principe aparentó no haber notado nada, echando sólo miradas furtivas a la causa de tal perturbación; mientras que nosotros, los niños traviesos, haciamos toda clase de muecas para no soltar la carcajada.


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