Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE PRIMERA

INFANCIA

(Segundo archivo)

VI.- Costumbres de los viejos señores. - La servidumbre. - Tipo de los viejos caballerizos. VII.- Instrucciones a los administradores. - Abastecimiento de provisiones. - Salida a Nikólskoie. Largos preparativos. - M. Poulain explica las hazañas de un ejército grande. - Ejercicios militares. - Despertar del espíritu democrático. VIII.- La servidumbre. - Makar. - Casamientos impuestos. - El sastre Andréi. - El envío a la caja de reclutamiento. - La doncella Polia. - El doctor Sasha. - Guerasin Kruglov. - Cómo obtuvo Sasha la libertad. IX.- La guerra de Crimea. - Muerte de Nicolás I. X.- La influencia benéfica de los estudiantes-maestros. - N. P. Simírnov. - Manifestación de las tendencias libertarias. - Primeras experiencias. - Mi periódico Vremennik.



VI

La riqueza se medía en aquellos tiempos por el número de almas que poseia un propietario territorial: tantas almas, queria decir tantos siervos varones; las mujeres no se contaban. Mi padre, que era dueño de cerca de unas mil doscientas de aquéllas en tres provincias diferentes, y que tenia además grandes extensiones de terreno que dichos siervos cultivaban, era tenido por hombre rico. El procuraba mantener en la práctica esa reputación, teniendo siempre la casa abierta a disposición de sus amigos y manteniendo una numerosa servidumbre.

Eramos ocho de familia y en ocasiones diez o doce, para cuyo servicio, cincuenta criados en Moscú, y como la mitad más en el campo, no se consideraba demasiado. Cuatro cocheros para cuidar de doce caballos; tres cocineros para los amos y dos para los otros; doce camareros sirviendo a la mesa (hallándose uno plato en mano tras de cada persona sentada a la misma), e innumerables muchachas en el departamento de las doncellas: ¿quién era capaz de vivir con menos?

Además, la ambición de todo propietario territorial era que todo lo que se necesitara en el servicio, se pudiera hacer en casa sin recurrir afuera.

Si por casualidad observaba una visita: ¡Qué bien templado está siempre vuestro piano! Supongo que os lo templará Herr Schimmel? el poder contestar: Tengo mi propio afinador era entonces lo más correcto.

Si el convidado exclamaba, cuando aparecía hacia el final de la comida una obra de arte como puesta de helados y pastas: ¡Qué hermoso pastel! Confesad, príncipe, que es de casa de Tremblé (el pastelero a la moda), el responder: Ha sido hecho por mi propio repostero, discípulo de aquél, a quien he permitido que muestre lo que sabe, era cosa que producia general admiración.

El tener los bordados, arneses, mueblaje, en una palabra, todo hecho por el propio personal, era el ideal de aquellos grandes propietarios. Tan pronto como los hijos de la servidumbre llegaban a la edad de diez años, eran enviados como aprendices a las tiendas de moda, donde se les obligaba a pasar de cinco a siete años barriendo, recibiendo todo género de golpes y haciendo mandados de todas clases. Asi se comprende que pocos llegaran a dominar un oficio. Los sastres y los zapateros sólo tenian habilidad bastante para vestir y calzar a los criados, y cuando se necesitaba verdaderamente un buen pastel para un convite, se le encargaba a Tremblé, mientras nuestro repostero tocaba el tambor en la banda de música.

Esta era otra de las aspiraciones de mi padre; y casi todos los criados varones, además de otros conocimienos, debian saber tocar algún instrumento. Makar, el afinador de piano, era tambien flautista; Andrei, el sastre, tocaba otro instrumento; al repostero se le puso primero a tocar el tambor; pero lo hacia tan extremadamente mal, que se le compró una enorme trompeta, con la esperanza de que sus pulmones fueran menos poderosos que sus brazos; cuando se vio que ni aun esto era posible, se le mandó al ejército. En cuanto a Tijón, el de los lunares, además de sus numerosas ocupaciones en la casa, como lampista, frotador de suelos y lacayo, prestaba mucho servicio en la banda, tocando hoy el trombón, mañana el cornetín, y el segundo violín en ciertas ocasiones. Los dos primeros de éstos constituían la única excepción: eran violines y nada más. Mi padre los había comprado a sus hermanas, con sus numerosas familias, por una cantidad respetable (nunca compraba ni vendia siervos a los extraños). Por las noches, cuando no iba al club o cuando había en casa comida o recepción, se reunía la banda, de doce a quince músicos, que tocaban bastante bien y eran muy solicitados por los vecinos para los bailes, y mucho más si nos hallábamos en el campo. Esto era, por supuesto, un motivo constante de satisfacción para mi padre, cuyo permiso se había de solicitar para poder disponer de su música.

Nada, en verdad, le causaba tanto placer como el que se reclamase su ayuda, ya en ese sentido o en otro cualquiera; por ejemplo, para obtener la educación de un muchacho libre de gastos o el indulto de la pena impuesta por un tribunal civil. Aunque se hallaba expuesto a sufrir accesos de cólera, poseía indudablemente una inclinación natural hacia la clemencia, y cuando se pedia su apoyo, se le hallaba siempre dispuesto a escribir infinidad de cartas en todas direcciones a las personas de mayor influencia y más elevada posición en favor de su protegido. En tales ocasiones, su correspondencia, que siempre era crecida, se veia aumentada con media docena de cartas especiales, escritas en un estilo muy original, que tenía algo de semioficial y de semihumorístico; cada una sellada, por supuesto, con sus armas, en un gran sobre cuadrado que sonaba como una sonaja, a causa de la cantidad de arenilla que contenía; pues en aquella época el uso del papel secante era desconocido. Cuanto más difícil fuera la cosa, mayores eran sus energías, no descansando hasta obtener el favor que solicitaba para su protegido, a quien en muchos casos no había visto jamás.

A mi padre le gustaba tener siempre invitados en casa; la hora de comer era las cuatro, y a las siete se reunía la familia en torno al samovar para tomar el té. A esa hora solian muchos amigos, y desde que nuestra hermana Elena volvió a casa, nunca faltaban visitantes, jóvenes y viejos, que aprovechaban la ocasión. Cuando las ventanas que daban a la calle aparecían profusamente iluminadas, era bastante para dar a conocer a las gentes que la familia estaba en casa y que los amigos serían con gusto recibidos.

Casi todas las noches teníamos visitas. Las mesas de juego se abrian en el salón para los aficionados a las cartas, en tanto que las señoras y los jóvenes permanecían en la sala de recepción o en torno al piano de Elena. Después que se iban las señoras continuaba el juego, algunas veces hasta las primeras horas de la mañana, cruzándose entre los jugadores sumas de importancia; mi padre invariablemente perdía; pero el verdadero peligro para él no estaba en casa, sino en el club inglés, donde las posturas eran mucho más altas que en las casas particulares, y, sobre todo, cuando lo inducían a concurrir a una partida formada por caballeros muy dignos, en una de las casas más respetables del barrio, en la que duraba el juego toda la noche. En tales casos, lo que perdia era seguramente de consideración.

Las reuniones de confianza en que se bailaba no eran raras, sin hacer mención de un par de bailes de etiqueta, que forzosamente habían de darse todos los inviernos. En esas reuniones, mi padre procuraba que todo se hiciera en grande, sin reparar en los gastos. Pero al mismo tiempo eran tan exageradas las economías que se hacían diariamente en casa, que si fuera a referirlas se las calificaria de exageración. Se ha dicho de una familia de pretendientes al trono de Francia, renombrada por sus partidas de caza, verdaderamente regias, que en la vida íntima hasta las velas de sebo se contaban con minuciosidad. Igual clase de miseria económica se usaba en mi casa para todo; de tal suerte que, cuando nosotros fuimos mayores, destestábamos todo lo que fuera economizar y contar. Sin embargo, en el barrio nuestro, ese sistema de vida sólo sirvió para elevar el concepto en que se hallaba mi padre en la estimación pública. El viejo príncipe -se decia- parece que es en casa algo tacaño; pero sabe vivir como lo que es.

En nuestras tranquilas y limpias calles, esa era la clase de vida que más se respetaba. Uno de nuestros vecinos, el general D ..., tenía su casa montada muy en grande, y sin embargo todas las mañanas ocurrían escenas extremadamente cómicas entre él y su cocinero. Una vez terminado el desayuno, el viejo general, fumando su pipa, ordenaba el almuerzo.

- Vamos a ver, hombre -solia decir al cocinero, que se presentaba vestido de blanco-; hoy no seremos muchos; sólo hay dos convidados. Nos harás una sopa con lo que nos ofrece la primavera: guisantes, habichuelas francesas y otras cosas por el estilo. Aun no nos has dado ninguna, y a la señora, como sabes, le gusta una buena sopa a la francesa.

- Bien, señor.

- Después, lo que gustes, de entrada.

- Bien, señor.

- Los espárragos, por supuesto, no son de la estación, pero ayer vi unos manojos muy hermosos en las tiendas.

- A diez kopeks el manojo, señor.

- ¡Eso es! Además, estamos cansados de tus pollos y pavos asados; tienes que buscar otra cosa en cambio.

- ¿Venado, señor?

- Si, si; cualquier cosa para cambiar.

Y cuando se habian decidido los seis platos de la comida, preguntaba el general:

- ¿Cuánto he de darte para el gasto del dia? Supongo que bastará con ocho kopeks.

- Veinticinco, señor.

- ¡Hombre, qué disparate! Aqui tienes ocho kopeks, te aseguro que es suficiente

- Diez de espárragos y seis de verduras y legumbres.

- Vamos, hombre, es preciso que te pongas en razón; llegaré hasta diez; tienes que ser económico.

Y así continuaba el regateo durante media hora, hasta que los dos convenían en dieciocho kopeks y medio, con la condición de que la comida del día siguiente no habría de costar más de cuatro kopeks. Después de lo cual, el general, muy satisfecho por haber efectuado tan buen trato, tomaba un trineo, daba una vuelta por las tiendas de moda, y volvía muy contento, trayéndole a su mujer una botella de un perfume exquisito, por el que había pagado un precio disparatado en una tienda francesa, y anunciando a su hija única que un nuevo abrigo de terciopelo, una cosa sencilla y elegante (y bien cara), se lo traerían aquella tarde para que se lo probara.

Todos los parientes, que eran numerosos por parte de nuestro padre, vivían exactamente del mismo modo; y si alguna vez se presentaba un nuevo rasgo distintivo, éste tomaba por lo general la forma de alguna pasión religiosa, ocurriendo así que un príncipe Gagárin entró en los jesuitas, escandalizando a todo Moscú, y otro joven príncipe ingresó en un monasterio; en tanto que muchas señoras de edad eran presa de un atroz fanatismo.

Sólo habia una excepción. Uno de nuestros parientes más cercanos, el príncipe, permitidme que le llame Mirsky, había pasado su juventud en San Petersburgo como oficial de la guardia. No se ocupaba en tener sus sastres y ebanistas propios, porque su casa estaba lujosamente amueblada a la moderna, y todo en ella procedía de las mejores tiendas de San Petersburgo.

No tenía propensión al juego; sólo tomaba parte en él cuando lo hacian las señoras; pero su flaco era la mesa, en la que gastaba sumas enormes.

La Cuaresma y la Pascua eran las épocas en que más visiblemente se manifestaban sus rarezas; cuando llegaba la primera, en la que no hubiera sido propio comer carne, crema o manteca, aprovechaba la oportunidad para inventar toda clase de platos exquisitos compuestos de pescado. Las mejores tiendas de las dos capitales eran puestas a contribución con tal propósito; se mandaban emisarios desde sus posesiones a la desembocadura del Volga, para traer de allí en caballos de postas (en aquella época no había ferrocarril) los peces más ricos y más raros. Y al venir la segunda, su inventiva no reconocía límites.

La Pascua es, en Rusia, la fiesta más venerada y más alegre del año; es la de la primavera; los inmensos promontorios de nieve que durante el invierno han tenido invadidas las calles, se liquidan rápidamente, y arroyos bulliciosos las recorren, entrando la estación de las flores, no de modo encubierto y solapado como los ladrones, sino franca y abiertamente; todos los días se notan cambios en el estado de la nieve y en el aspecto de las calles. La última semana de Cuaresma, la de Pasión, era guardada en Moscú, en mi juventud, con extremada solemnidad; era una época de luto general, y una multitud de personas iba a las iglesias a oir leer los pasajes más conmovedores de los Evangelios, referentes a los padecimientos de Cristo. No sólo no se comía carne, huevos y manteca, sino que muchos rechazaban hasta el pescado, y algunos de los más empedernidos no tomaban ningún alimento el Viernes Santo, lo que hacía que fuera mayor aún el contraste al llegar la Pascua.

El sábado todos iban por la noche a la iglesia, en la que se celebraban los oficios, que tenían un carácter lúgubre; pero al sonar la medianoche la escena cambiaba por completo; todas las iglesias se iluminaban en el acto, y alegres repiques resonaban en centenares de campanarios. Entonces empezaba el regocijo general; las gentes se besaban tres veces unas a otras, en la mejilla, repitiendo las palabras de la resurrección; y las iglesias, ya inundadas de luz, resplandecían con las vistosas toilettes de las señoras. Aun la mujer más pobre, con tal de que pudiera estrenar un traje al año, es seguro que procuraría hacerlo aquella noche.

Al mismo tiempo, la Pascua era y es todavía la señal para comer sin freno, preparándose quesos especiales de crema (pasja) y panes, hechos igualmente para tal ocasión (kulich); no habiendo persona, por pobre que fuese, que no tuviera, por lo menos, una pequeña pasja y un pequeño kulich con un huevo, cuando no podía más, pintado de rojo, para que lo consagraran en la iglesia, y para romper con ello el ayuno. Para la mayoría de la gente antigua, se empieza a comer por la noche, inmediatamente después de haber oído una misa rezada de Pascua y llevado a casa el alimento consagrado; pero entre la nobleza la ceremonia se posponia hasta el domingo por la mañana, en que se ponía una mesa cubierta de toda clase de viandas, quesos y pastas, y todos los criados venían a cambiar con los amos tres besos y un huevo pintado. Durante la semana de Pascua había siempre una mesa puesta en el gran salón, con los manjares referidos, invitándose a todas las visitas a que tomaran algo.

En esta ocasión, el príncipe Mirsky se excedía a sí mismo; ya estuviera en San Petersburgo o en Moscú, habian de traerle de sus posesiones un queso de crema preparado especialmente para la pasja, del que su repostero sacaba gran partido. Otros mensajeros se despachaban a la provincia de Novgorod, en busca de un jamón de oso que se preparaba para la mesa de Pascua del príncipe. Y mientras la princesa con sus dos hijas visitaba los más austeros monasterios, en los que los oficios nocturnos duraban tres y cuatro horas seguidas, pasando toda la Semana Santa en un estado de ánimo abatido, no comiendo más que un pedazo de pan duro, alternándolo con los sermones que oía a los predicadores rusos, católicos y protestantes, su marido daba todas las mañanas una vuelta por las conocidas tiendas de Milutin, en San Petersburgo, donde se hallaba de todo lo más selecto y delicado que se pudiera imaginar, traído de los confines del mundo, y allí escogía las cosas más notables y raras para la mesa de Pascua. Los que le visitaban en esos días se contaban por centenares, y a todos se les invitaba a probar de este o de aquel plato raro.

Esto concluyó en que el príncipe se dio tales trazas que consumió literalmente una gran fortuna; su casa, lujosamente montada, y sus fincas, se vendieron, y cuando él y su mujer llegaron a la vejez, no les quedaba nada, ni un hogar siquiera, viéndose obligados a vivir con sus hijos.

No es, pues, maravilla que al venir la emancipación de los siervos, casi todas estas familias del barrio de los Viejos Caballerizos estuvieran arruinadas. Pero no debo anticipar los acontecimientos.


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VII

El mantener tan numerosa servidumbre como la que habia en nuestra casa, hubiera sido verdaderamente ruinoso, de haber tenido necesidad de comprar todas las provisiones en Moscú; pero en aquellos tiempos en que existian los siervos, el problema se resolvia con gran facilidad. Al llegar el invierno, mi padre se sentaba a la mesa de su despacho, y escribia lo siguiente:

Al administrador de mi finca Nikólskoie, situada en el gobierno de Kaluga, distrito de Meschovsk, sobre el rio Sirena, del príncipe Alexei Petrovich Kropotkin, coronel, y comendador de varias órdenes:

Al recibo de ésta, y tan pronto como se establezca la comunicación invernal, te ordeno mandes a mi casa, situada en la ciudad de Moscú, veinticinco trineos rurales tirados por dos caballos cada uno, un caballo por cada casa y un trineo y un hombre por cada dos casas, y cárgalos con (tantas) fanegas de avena, (tantas) de trigo y (tantas) de ceteno, asi como con todas las aves de corral, gansos y patos, bien helados, que han de matarse este invierno, todo convenientemente embalado y acompañado de una lista completa al cuidado de un hombre elegido al efecto; siguiendo este tenor hasta llenar un par de páginas, donde se hacia punto final. Después seguía la enumeración de los castigos que se impondrian en el caso de que las provisiones no llegaran a la casa situada en tal calle, número tal o cual, a su debido tiempo y en buenas condiciones.

Antes de Navidad llegaban a casa los veinticinco trineos rurales, cubriendo la vasta superficie del patio.

- ¡Frol! -gritaba mi padre desde que tenia noticia de tal acontecimiento-. ¡Kiríushka! ¡Yegorka! ¿Dónde están? ¡Van a robarlo todo! ¡Frol, vete a recibir la avena! ¡Uliana, vete a recibir las aves! ¡Kiriushka, llama a la princesa!

Toda la casa se ponía en conmoción, corriendo los criados atropelladamente en todas direcciones, del salón al patio y del patio al salón; pero con preferencia al departamento de las doncellas, para dar allí las noticias de Nikólskoie: Pasha se va a casar después de Navidad. Su tía Anna ha entregado su alma a Dios, y otras por el estilo. También habían venido cartas, y nunca faltaba una criada que subiera a mi habitación.

- ¿Estáis solo? ¿No está el maestro?

- No; está en la Universidad.

- Bueno, entonces tened la bondad de leerme esta carta de mi madre.

Y yo le leía la carta candorosa, que empezaba siempre con estas palabras: Padre y madre os mandan su bención por todos los siglos de los siglos. Después de lo cual segían las noticias: Tía Eufraxia está enferma, le duelen todos los huesos, y tu primo no se ha casado aún; pero espera hacerlo después de Pascua; y la vaca de tía Stepanida murió el día de Todos los Santos. A continuación venían las memorias que llenaban dos páginas: Hermano Pavel te manda memorias, tus hermanos María y Daria te mandan memorias, y después tío Dmitri te manda también muchas memorias, y así sucesivamente. Sin embargo, y a pesar de la monotonía de la enumeración, cada nombre daba lugar a una observación: Luego vive aún, pobre criatura, cuando manda menorias; hace nueve años que está baldada. O esta otra: ¡Ah, no me ha olvidado; entonces volverá por Navidad; es guapo muchacho. ¿Me escribiréis una carta, no es verdad? pues no debo olvidarlo. Yo, como es natural, lo prometía, y a su tíempo le escribía en el mismo estilo.

Después de haberse descargado los trineos se llenaba el salón de campesinos que se habían puesto las mejores ropas sobre sus zamarras, y aguardaban hasta que mi padre los llamase a su despacho a echar un párrafo sobre la nieve y el aspecto de las próximas cosechas. Apenas se atrevían a andar con sus pesadas botas sobre el suelo encerado; los menos se aventuraban a sentarse al borde de un banco de madera; pero ninguno osaba hacerlo en una silla. Así aguardaban horas enteras, mirando con recelo a todo el que entraba o salía del gabinete de mi padre.

Más tarde, por lo general a la mañana siguiente, uno de los criados subía con cautela a la habitación que servía de clase.

- ¿Estáis solo?

- .

- Entonces venid pronto al salón. Los campesinos quieren veros; traen alguna razón de vuestra nodriza.

Cuando bajaba allí, uno de ellos me daba un pequeño envoltorio conteniendo comúnmente algunas tortas de centeno, media docena de huevos duros y algunas manzanas, envuelto todo en un pañuelo de algodón de vivos colores. Tomad eso; vuestra nodriza Vasilisa es quien os lo manda. Mirad si se han helado las manzanas; espero que no; las he traído todo el camino en el pecho. Hemos tenido espantosas heladas. Y en el ancho y fresco rostro, rodeado de una barba espesa, se dibujaba una sonrisa, mostrando dos hileras de hermosos dientes blancos a través de un verdadero bosque de pelo.

- Y esto es para vuestro hermano, de parte de su nodriza Anna -solia decir otro del grupo, dándome otro envoltorio semejante-. Ella dice -agregaba-: nunca tendrá bastante en la escuela.

Yo, avergonzado, y no sabiendo qué decir, acababa por murmurar: Decid a Vasilisa que le envió un beso, y a Anna otro por mi hermano, lo que todos escuchaban con alegria.

- Lo haré asi, perded cuidado.

Entonces Kirila, que habia estado al acecho vigilando la puerta del despacho, venia a decir a media voz:

- Marchaos corriendo arriba; vuestro padre puede venir de un momento a otro. No olvidéis los pañuelos; quieren llevarlos de vuelta.

Mientras que los doblaba con cuidado, pensaba en mandarles alguna cosa; pero no tenia nada, ni aun juguetes, y jamás disponiamos de dinero de ninguna clase.

Donde mejor nos encontrábamos, como es de suponer, era en el campo. Desde el momento que pasaban la Pascua de Navidad y la de Pentecostés, nuestro pensamiento se fijaba en Nikólskoie. El tiempo transcurria, sin embargo; la época de las flores se extinguia, y una multitud de asuntos retenia aún en la población a mi padre. Al fin, cinco o seis carros de labranza entraban por la huerta del patio: venian a recoger todo lo que era necesario mandar a la casa de campo. El antiguo coche grande y los otros carruajes en que habiamos de hacer el viaje, se sacaban de las cocheras y se inspeccionaban una vez más; luego se empezaba a hacer el equipaje, y nuestras lecciones progresaban poco, porque a cada instante interrumpiamos al maestro, preguntando si habriamos de llevar tal o cual libro, y mucho antes que los demás dábamos comienzo a empaquetar nuestros libros, nuestras pizarras y los juguetes que nosotros mismos nos habíamos hecho.

Todo estaba dispuesto: los carros se encontraban bien cargados de muebles, cajas con los utensilios de cocina e innumerables botes de cristal vacios, que debían volver en el otoño cargados de toda clase de conservas. La gente aguardaba inútilmente todas las mañanas la hora de partir; pero ésta no llegaba. Mi padre seguia escribiendo todo el dia en su despacho, y de noche desaparecía hasta que, al fin, habiéndose aventurado una doncella de mi madrastra a decir que la gente estaba deseosa de volver, porque se acercaba la época de segar el heno, aquélla intervenia.

Al dia siguiente, Frol, el mayordomo, y Mijail Aléev, el primer violin, eran llamados al gabinete de mi padre. Se le entregaba al primero un saco con el dinero del camino, esto es, algunas monedas de cobre diarias por cabeza para cada una de las cuarenta o cincuenta personas que formaban la expedición, y, además, una lista en la que figuraban todos: la banda completa, después los cocineros y sus ayudantes, las lavanderas y la mujer que las ayudaba, que se veía con seis hiijos pequeños: Polka la Bizca, Domna la Grande, Domna la Chica y los restantes.

El primer violín recibía la orden de marcha. Yo estaba bien enterado, porque viendo mi padre que no concluía nunca, me había mandado que la pasase al libro donde guardaba copia de todo lo que mandaba fuera:

Al sirviente de mi casa, Mijail Aléev, del príncipe Alexei Petrovich Kropotkin, coronel y comendador.

Te ordeno marches, hecho cargo de la expedición, el 29 de mayo, a las seis de la mañana, partiendo de la ciudad de Moscú en dirección a mi finca, cuya situación es el gobierno de Kaluga, distrito de Meschovsk, sobre el río Sirena, representando una distancia de ciento sesenta millas de esta casa, cuidando del buen proceder de los hombres encomendados a tu dirección; y si alguno de ellos cometiera alguna falta, observando mala conducta, embriagándose o incurriendo en insuburdinación, lo presentarás al comandante del destacamento que, perteneciente a las guarniciones del interior, halles más inmediato, con la adjunta carta circular, pidiendo que lo azoten (el primer violín sabía lo que esto significaba), como ejemplo para los demás.

Se te ordena también mirar especialmente por la integridad de los géneros encomendados a tu custodia y caminar con arreglo a la instrucción siguiente: Primer día, parada en el pueblo (tal) o (cual), para que descanse el ganado; segundo día, pasar la noche en el pueblo de Podolsk, y así sucesivamente para los siete u ocho días que había de durar el viaje.

El día siguiente, a las diez, en vez de las seis -la puntualidad no es una virtud rusa (Gracias a Dios, no somos alemanes, acostumbraban a decir los verdaderos rusos)-, los carros se ponían en movimiento. La servidumbre tenía que hacer el viaje a pie; sólo los niños se acomodaban en una bañera o una banasta en lo alto de los carros, y algunas de las mujeres encontraban un descanso temporal en sus bordes; los demás tenían que andar todos los 565 kilómetros. Mientras se atravesaba Moscú, se mantenía la disciplina; estaba terminantemente prohibido usar botas altas o llevar fajas por encima del traje. Pero cuando se hallaban de camino, en el que los encontrábamos un par de días más tarde, y sobre todo cuando sabían que mi padre permanecería algunos días más en Moscú, los hombres y las mujeres, vestidos de la manera más etrambótica, con pañuelos de algodón ceñidos a la cintura, tostados por el sol o empapados por la lluvia, y apoyándose en palos que habían cortado al paso, parecían indudablemente más bien una banda errante de gitanos que la servidumbre de un opulento propietario. Iguales peregrinaciones se hacían de todas las casas en aquella época, y cuando veiamos una fila de criados marchando a lo largo de una calle, ya sabiamos que los Apujtin o los Prianishnikov se iban fuera.

A pesar de haberse marchado los carros, la familia no se movia: todos estábamos hartos de esperar; pero mi padre continuaba escribiendo interminables órdenes a los administradores de sus fincas, que yo copiaba diligentemente en el gran libro destinado al efecto. Por último, se dio la orden de partir: se nos llamó abajo, mi padre leyó en alta voz la orden de marcha, dirigida a la princesa Kropotkin, esposa del princlpe Alexei Petrovich Kropotkin, coronel, y comendador, en la que se especificaban las paradas que se habian de hacer durante los cinco dias de viaje. Verdad es que la orden se habia redactado para el 30 de mayo, y la hora de salida las nueve de la mañana; y como estábamos ya en junio, y se habia de partir por la tarde, todos los cálculos quedaban nulos; pero, como es costumbre en las órdenes de marcha militares, este caso habia sido previsto, y la dificultad resuelta en el párrafo siguiente:

Pero, sin embargo, si, contrariamente a lo que es de esperar, la partida de vuestra alteza no tiene lugar en el referido dia y hora, se os encarga procedáis con arreglo a vuestro mejor criterio, con objeto de realizar el viaje en las mejores condiciones posibles.

Entonces todos los presentes, familia y sirvientes, se sentaban un momento, hacian la señal de la cruz y se despedian de mi padre. Te suplico, Alexei, que no vayas al Club, le decía a media voz nuestra madrastra. El carruaje grande, tirado por cuatro caballos, con un postillón, se hallaba a la puerta, con su pequeña escala desdoblada, para facilitar la ascensión, encontrándose también alli los demás coches. A pesar de que nuestros sitios estaban enumerados en la orden de marcha, nuestra madrastra tenía que hacer uso de su mejor criterio aun en este primer periodo del viaje, y partíamos con gran satisfacción de todos.

Este era una fuente inagotable de placeres para nosotros, los niños. Las jornadas eran cortas y parábamos dos veces al día para echar un pienso a los caballos. Como las señoras se sentían molestas cada vez que el desnivel del terreno era de alguna consideración, se creyó lo más conveniente aligerar los carruajes cuando había que subir o bajar una cuesta, lo que ocurría con frecuencia, y nosotros nos aprovechábamos de esto para echar una ojeada al bosque que bordeaba el camino o correr a lo largo de algún cristalino arroyo. La carretera tan bien cuidada de Moscú o Varsovia, que seguíamos durante algún tiempo, se hallaba cubierta de una multitud de objetos interesantes: filas de carros cargados, grupos de peregrinos y gentes de toda clase. Dos veces al día hacíamos alto en pueblos grandes y animados, y después de tratar un buen rato sobre el precio del heno y la avena, asi como del samovar, bajábamos a la puerta de una posada. Andrei, el cocinero, compraba un pollo y hacia la sopa; y mientras tanto, nosotros corriamos al inmediato bosque, o nos entreteniamos examinando el patio de la gran posada.

En Maloiaroslavetz, donde se dio una batalla el año 1812, cuando el ejército ruso intentó en vano detener a Napoleón en su retirada de Moscú, acostumbrábamos a pasar la noche. M. Poulain, que habia sido herido en la guerra de España, sabia, o pretendia saber, todo lo relativo a la batalla de Maloiaroslavetz; nos llevaba al campo de la acción, y nos explicaba de qué modo intentaron los rusos contrarrestar el avance de Napoleón, y de qué manera el gran ejército los derrotó, abriéndose paso a través de las lineas rusas. Lo hacia de tal modo, como si él mismo hubiera tomado parte en la batalla. Aqui los cosacos intentaron un mouvement tournant, pero Davous, o algún otro general, los rechazó, persiguiéndolos hasta más allá de esos cerros de la derecha. Allá, el ala izquierda de Napoleón, a la cabeza de la antigua guardia, cargó el centro en Kutuzov, cubriéndose él y los suyos de gloria imperecedera.

Más adelante, tomábamos el antiguo camino de Kaluga, deteniéndonos en Tarútino; pero aqui Poulain no era tan elocuente; porque en dicho lugar fue donde Napoleón, que pensaba retirarse por el Sur, se vio obligado, después de un sangriento combate, a abandonar aquel plan, no teniendo más remedio que seguir el camino de Smolensk, que su ejército habia desbaratado durante su marcha sobre Moscú. Pero así y todo, según manifestaba Poulain, si no hubiera sido Napoleón engañado por sus generales, se habría dirigido en línea recta sobre Kiev y Odessa, y sus águilas hubiesen flotado sobre el Mar Negro.

Pasada Kaluga, teníamos que atravesar una extensión de cinco millas, cubiertas de un hermoso bosque de pinos, cuyo recuerdo ha quedado impreso en mi memoria como uno de los más gratos de mi infancia. El suelo era arenoso, como el de un desierto africano, y todos nos veíamos forzados a recorrerlo a pie, mientras que los caballos, deteniéndose a cada momento, arrastraban penosamente los coches por la arena. Cuando yo era mayor, gozaba en dejar la familia atrás y cruzarlo solo. Inmensos pinos rojos de centenares de años se elevaban por todas partes, no llegando a nuestro oído más rumor que el producido por tan soberbios árboles. Al pie de un pequeño barranco murmuraba un manantial de agua pura y cristalina, y un caminante había dejado allí, para uso de los que vinieran después, un cubilete, hecho de corteza de abedul, con un palito clavado en él, como mango. Sin que se interrumpiera el general silencio, subía una ardilla al árbol, y la maleza se presentaba tan misteriosa como el alto ramaje. En aquel bosque nacieron mi primer amor a la naturaleza y mi primera y confusa percepción de su interesante existencia.

Una vez cruzado el bosque y pasada la barca que servia para atravesar el Ugrú, dejábamos la carretera y entrábamos por sendas rurales, donde verdes espigas de cáñamo se inclinaban hacia el coche, permitiendo a los caballos comer algo verde a ambos lados del camino, a medida que marchaban oprimiéndose el uno contra el otro por vía tan estrecha y limitada. Al fin llegábamos a ver los sauces que marcaban la proximidad de nuestro pueblo, y de pronto se presentaba ante nosotros el elegante campanario amarillo de la iglesia de Nikólskoie.

Para la vida tranquila de los grandes propietarios territoriales de aquella época, Nikólskoie era un lugar admirable: no se encontraba allá nada del lujo que se observa en otras posesiones más importantes; pero se percibía un gusto artístico, lo mismo en la construcción del edificio que en la disposición de los jardines y en el arreglo de todas las cosas en general. Además de la casa principal, construída recientemente, había en torno de un gran espacio, libre y cuidado con esmero, varias casas pequeñas, que aparte de dar mayor grado de independencia a sus habitantes, no por eso destruían las íntimas relaciones de la vida familiar. La parte más elevada del terreno estaba dedicada a una inmensa arboleda de frutales, a través de la cual se llegaba a la iglesia; la vertiente sur de aquél, que conducía al río, era toda un jardín, en el cual los cuadros de flores se veían cruzados por calles de limoneros, lilas y acacias. Desde el balcón del edificio grande, se disfrutaba de un hermoso paisaje formado por el río, las ruinas de una antigua fortaleza, en la que los rusos ofrecieron una enérgica resistencia durante la ínvasión mogólica, y más allá, una gran área de campos amarillos cubiertos de cereales, limitada a lo lejos por bosques que se perdían en el horizonte.

En los primeros años de mi infancia ocupábamos con M. Poulain una de las casas separadas, destinada exclusivamente a nuestro servicio; y desde que su método de educación se había suavizado por la intervención de nuestra hermana Elena, nos llevábamos muy bien con él. Mi padre se hallaba invariablemente ausente de casa durante el verano, que pasaba entretenido en inspecciones militares, y nuestra madrastra no se ocupaba mucho de nosotros, especialmente desde el nacimiento de su hija Paulina. Por consiguiente, siempre estábamos con M. Poulain, que se hallaba muy contento en el campo y nos dejaba gozar de él. Los bosques, los paseos a lo largo del rio, el trepar por los montes hasta llegar a la vieja fortaleza, que la palabra de Poulain reanimaba, contándonos cómo la defendieron los rusos y cómo se apoderaron de ella los tártaros; las pequeñas aventuras, en una de las cuales Poulain fue nuestro héroe, salvando a Alejandro de ahogarse, y alguno que otro encuentro con lobos; todo, en suma, hacía que las impresiones nuevas y agradables fueran infinitas.

Además, se organizaban grandes excursiones, en las que tomaba parte toda la familia; unas veces, cogiendo setas en el bosque, y después tomando té en medio de la floresta, donde un anciano de cien años de edad vivía solo, con su pequeño nietecito, cuidando de las abejas; otras veces, íbamos a uno de los pueblos de mi padre, en el cual se había hecho una gran represa, en la que se cogían doradas carpas a millares; una parte de ellas se mandaba al amo, y las restantes se distribuían entre todos los campesinos. Mi anterior nodriza vivia en este lugar: su familie era una de las más pobres; aparte de su marido, no tenía más que un niñito que la ayudara, y una muchacha, mi hermana de leche, que más tarde vino a ser predicadora y virgen en la secta disidente a que pertenecían. Grande era su alegría cuando yo iba a verla: crema, huevos, manzanas y miel era todo lo que podía ofrecer; pero la manera de hacerlo, en relucientes platos de madera, después de haber cubierto la mesa con un hermoso mantel de hilo, blanco como la nieve, tejido por ella misma (para los disidentes rusos, la absoluta limpieza es un precepto religioso>, y las palabras tiernas que me dirigía, dejaron una impresión profunda en mi corazón. Otro tanto debo decír de las nodrizas de mis hermanos mayores Nicolás y Alejandro, que pertenecían a familias bien acomodadas de otras dos sectas disidentes en Nikólskoie. Pocos tienen idea del tesoro de bondad que puede encontrarse en el corazón del campesino ruso, aun después de siglos de la más cruel opresión, que hubieran podido muy bien habérselo endurecido.

Cuando hacía mal tiempo, M. Poulain tenía una abundancia de cuentos que narrarnos, sobre todo respecto a la campaña de la Península. Una y otra vez le exhortábamos a que nos refiriera de qué modo fue herido en una batalla, y cada vez que llegaba al pasaje en que sintió el calor de la sangre que caía dentro de la bota, lo besábamos con entusiasmo y lo tratábamos cariñosamente.

Todo parecía dispuesto a prepararnos para la carrera militar: la predilección que por ella sentía nuestro padre (los únicos juguetes que recuerdo de él fueron un rifle y una garita de centinela), las narraciones guerreras de Poulain y, por último, hasta la biblioteca que teníamos a nuestra disposición. Esta, que había pertenecido en otro tiempo al general Repninsky, abuelo de nuestra madre, un militar ilustrado del siglo XVIII, se componía exclusivamente de libros sobre cuestiones de guerra, adornados con hermosos grabados y lujosamente encuadernados. En los días de lluvia, nuestra principal diversión era mirar sus láminas, en las que se hallaban representadas todas las armas usadas desde el tiempo de los hebreos, y planos de todas las batallas libradas desde la época de Alejandro de Macedonia. Estos grandes libros ofrecían un material excelente para construir con ellos fuertes castillos, capaces de resistir por algún tiempo los golpes de arietes, y los proyectiles de una catapulta arquimediana (que por persistir en enviar piedras a las ventanas fue prohibida bien pronto). Sin embargo, ni Alejandro ni yo llegamos a ser militares. Las lecturas de los diez y seis años borraron lo que aprendimos en la infancia.

Las opiniones de M. Poulain sobre las revoluciones eran las mismas de la Ilustration Francaise, publicación orleanista, de la que recibía números atrasados, y cuyas láminas conociamos perfectamente. Durante largo tiempo no podía yo concebir una revolución de otro modo que representando a la Muerte montada a caballo, con la bandera roja en una mano y la guadaña en la otra, derribando a los hombres a derecha e izquierda: asi la pintaba la Ilustration; pero ahora pienso que lo que a Poulain le dísgustaba era únicamente el levantamiento del 48, porque uno de sus relatos respecto a la Revolución de 1789 me causó una impresión profunda.

El título de príncipe se usaba en nuestra casa con motivo o sin él, lo que debió chocar algo a Poulain, dando lugar a que nos contara lo que sabía de la Gran Revolución. No puedo recordar ahora lo que decía; pero una cosa tengo presente, y es que el conde Mirabeau y otros renunciaron en un día dado a sus títulos, y que el primero, para mostrar el desprecio que le inspiraban las pretensiones aristocráticas, abrió una tienda, adornada con una muestra, en la que se leía, Mirabeau, sastre (Cuento la cosa tal como se la oí a Poulain). Durante mucho tiempo, después, me devané los sesos pensando qué oficio adoptaría para poder anunciarme, Kropotkin, artesano de tal o cual cosa. Más tarde, mi maestro ruso, Nikolai Pavlovich Smirnov, y el tono generalmente republicano de la literatura rusa, influyeron en mí de igual modo; y cuando empecé a escribir novelas, esto es, a los doce años, adopté la firma P. Kropotkin, que jamás he abandonado, a pesar de las reprensiones de mis jefes cuando estaba en el servicio militar.


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VIII

En el otoño de 1852, mi hermano Alejandro fue enviado al cuerpo de cadetes, y desde entonces sólo nos veiamos en las vacaciones y alguna vez que otra los domingos. El cuerpo de cadetes estaba a cinco millas de casa, y aunque teníamos una docena de caballos, siempre ocurría que, cuando hacía falta que se mandara allí un trineo, no había caballos libres de qué disponer. Mi hermano mayor, Nicolás, venía a casa raras veces. La libertad relativa que Alejandro encontró en el colegio, y especialmente la influencia de dos de sus profesores de literatura, desarrollaron rápidamente su inteligencia, y más adelante tendré ocasión sobrada de hablar del benéfico influjo que a su vez ejerció él sobre el desenvolvimiento de la mía. El haber tenido un hermano mayor inteligente y cariñoso, ha sido para mí una gran fortuna.

Yo, mientras tanto, permanecía en casa: tenía que aguardar a que me tocase el turno para entrar en el cuerpo de pajes, y eso no sucedió hasta que llegué a muy cerca de los quince años. En 1853 se despidió a M. Poulain, y se tomó en su lugar un tutor alemán: era uno de esos hombres idealistas que no es raro encontrar entre los alemanes; pero lo que principalmente recuerdo de él, es el entusiasmo con que recitaba las poesías de Schiller, acompañándose con un accionar tan ingenuo que me cautivaba. Sólo permaneció con nosotros un invierno. Al siguiente, me mandaron como externo a un gimnasio de Moscú, y finalmente vine a quedar con nuestro maestro ruso, Smirnov; pronto nos hicimos amigos, en particular desde que nuestro padre nos llevó a los dos a su posesión de Riazán. Durante el viaje nos entregábamos a toda clase de entretenimientos, soliendo inventar historias humorísticas a propósito de los hombres y de las cosas que veíamos; al mismo tiempo, la impresión producida en mi ánimo por el terreno accidentado que cruzábamos, vino a aumentar de un modo sensible y delicado, mi creciente amor a la naturaleza. Bajo el impulso que me dio Smirnov, empezaron a desarrollarse mis aficiones literarias, y desde el 54 al 57 no me faltaron medios para ello. Mi maestro, que para esa época había terminado sus estudios universitarios, obtuvo un cargo de poca importancia en una Audiencia, donde pasaba la mañana. De este modo, yo permanecia solo hasta la hora de comer, y después de estudiar mis lecciones y dar un paseo, me quedaba bastante tiempo para leer, y, sobre todo, para escribir. En el otoño, cuando mi maestro tuvo que volver a desempeñar su plaza en Moscú, en tanto que nosotros seguiamos en el campo, me volví a quedar solo, y aunque siempre estaba en contacto con la familia y pasaba mucho tiempo jugando con mi hermanita Paulina, todavía me sobraba bastante espacio libre para dedicarme a leer y escribir.

La servidumbre se hallaba entonces en su último año de existencia: es un acontecimiento reciente; parece cosa de ayer; y sin embargo, aun en la misma Rusia hay pocos que tengan una idea de lo que ella era en realidad. Existe una noción confusa respecto a lo perjudicial de las condiciones que creaba; pero la manera como éstas afectaban al ser humano, física y moralmente, no es por lo general bien conocida. Sorprende, en verdad, con qué rapidez cae en el olvido una institución y sus consecuencias sociales, desde el momento que deja de existir, y con cuánta celeridad cambian los hombres y las cosas. Intentaré traer a la memoria las condiciones de la servidumbre, narrando, no lo que oí, sino lo que vi por mí mismo.

Uliana, el ama de llaves, se encuentra en el pasillo que conduce a la habitación de mi padre y se santigua, no atreviéndose a avanzar ni a retroceder. Al fin, después de haber rezado una oración se decide a entrar, y manifiesta con voz casi imperceptible que la existencia de té está casi agotada, que no quedan más que veinte libras de azúcar y que las demás provisiones se concluirán también pronto.

- ¡Ladrones, bandidos! -gritaba mi padre-. ¡Y tú, tú estás de acuerdo con ellos! -La voz atronaba la casa. Nuestra madrastra dejaba a Uliana que arrostrase la tormenta; pero mi padre exclamaba: ¡Frol, llama a la princesa! ¿Dónde está? Y cuando ella entraba la recibia con los mismos reproches.

Estáis también en liga con estos descendientes de Cam; os ponéis de su parte, siguiendo asi, durante media hora, o tal vez más.

Después empezaba a examinar las cuentas: al mismo tiempo pensaba en el heno; se mandaba a Frol a que pesara lo que quedaba de éste, y a mi madrastra a que presenciara la operación, y en tanto, mi padre calculaba la cantidad que debia haber en el pajar. El resultado era que faltaba del heno una parte considerable, y que Uliana no podia dar cuenta de varias libras de tales o cuales articulos. La voz de mi padre se hacia por momentos más amenazadora; Uliana temblaba; mas en aquel momento aparece el cochero y el amo descarga en él su ira. Mi padre se lanza sobre él y le pega; pero él sigue diciendo: Su alteza debe haberse equivocado.

Mi padre repite el cálculo, y esta vez aparece que hay más heno en el pajar del que debe haber. Los gritos continúan; ahora le reprende al cochero por no haberle dado al ganado su ración entera; pero éste jura por todos los santos que le dio lo que correspondia, y Frol invoca a la Virgen en confirmación de lo mismo.

Pero no hay forma de calmar a mi padre. Llama a Makar, el afinador de pianos y camarero, recordándole todas las faltas que ha cometido recientemente. Estuvo borracho la semana pasada, y ha debido estarlo también ayer, porque rompió media docena de platos. La verdad es que esta averia fue la causa fundamental de todo el trastorno: nuestra madrastra habia dado cuenta del hecho a mi padre por la mañana, y éste fue el motivo de que se recibiera a Uliana con más rigor que de costumbre, de que se comprobase la existencia del heno y de que mi padre continuara exclamando: Estos descendientes de Cam merecen todos los mayores castigos del mundo.

De repente sobreviene un momento de tregua. Mi padre se sienta a su mesa, y escribe lo siguiente: Llevad a Makar con esta nota a la estación de policía, y que le den cien azotes con la vara de abedul.

Terror y silencio profundo reinaba en toda la casa: el reloj daba las cuatro y todos bajábamos a comer; pero nadie tenia apetito, y la sopa permanecia intacta en cada plato. Somos diez a la mesa y tras cada uno de nosotros hay un músico con un plato limpio en la mano izquierda; pero Makar no se encuentra entre ellos.

- ¿Dónde está Makar? -pregunta nuestra madrastra-. Llamadlo.

Pero no se presenta, y la orden se repite: al fin aparece, pálido, con el rostro descompuesto, avergonzado y con la vista baja. Mi padre no levanta la suya del plato, mientras que nuestra madrastra, viendo que nadie ha probado la sopa, trata de animarnos, diciendo:

- ¿No os parece, niños, que la sopa está exquisita?

El llanto me ahoga, y apenas terminada la comida corro en busca de Makar; lo encuentro en un obscuro pasillo y trato de besarle la mano; pero él la retira diciendo, como reproche o como interrogación:

- Dejadme; ¿acaso no seréis lo mismo cuando seáis mayor?

- ¡No, no lo seré jamás!

Y, sin embargo, mi padre no era de los propietarios territoriales más malos; por el contrario, los sirvientes y los labriegos lo consideraban como uno de los mejores. Lo que veíamos en nuestra casa era lo que sucedía en todas partes, a menudo en mucha mayor escala. El azotar los siervos era una parte de las obligaciones corrientes de la policía y de la brígada de bomberos.

Uno de esos grandes propietarios hizo a otro esta observación: ¿Cómo es que el número de almas aumenta tan lentamente en vuestra finca? Probablemente os ocupaís poco de sus casamientos.

Algunos días después, el general volvió a sus fincas: hizo que le trajeran una lista de todos los habitantes del pueblo, y sacó de ella los nombres de los muchachos que habían cumplido diez y ocho años y de las jóvenes que acababan de pasar los diez y seis (ésta es la edad legal para poderse casar en Rusia), escribiendo después:

- Juan se casará con Ana, Pablo con Parashka, y así sucesivamente, hasta formar cinco parejas. Las cinco bodas -agregó- deberán celebrarse dentro de diez días; esto es, el primer domingo después del próximo.

Un grito general de desesperación se elevó en todo el pueblo: las mujeres, lo mismo jóvenes que viejas, lloraban en todas las casas. Una esperaba casarse con Gregorio; los padres de Pablo habían ya hablado a los Fedótov respecto a su hija, que pronto tendría la edad. Además, era la época de la siega y no de los matrimonios; ¿y qué boda podría prepararse en diez dias? Los campesinos vinieron a ver al amo por docenas; sus mujeres aguardaban en grupos a la esposa de aquél, con piezas de hilo fino, para conquistar su apoyo: todo en vano. El señor había dispuesto que las bodas se celebraran en tal día, y así tenía que ser.

En la época fijada, la procesión nupcial, que en este caso nada tenía de alegre, iba a la iglesia. Las mujeres lloraban y daban grandes lamentos, como acostumbran a hacerlo en los funerales. Uno de los lacayos de la casa se había marchado a la iglesia, para traer la noticia al amo en cuanto terminara la ceremonia; pero pronto tuvo que volver corriendo, pálido y afligido, y decir, gorra en mano:

- Parashka ha resistido; se niega a casarse con Pablo. El padre le preguntó si lo quería por esposo, y ella le respondió en alta voz que no.

El propietario se enfureció.

- Ve y dile a ese borracho melenudo (refiriéndose al cura; el clero ruso usa el cabello largo), que si no casa a Parashka al momento, daré cuenta al arzobispo de que es un borracho. ¿Cómo se atreve ese espantajo clerical a desobedecerme? Dile que se le mandará a podrirse en un monasterio, y a la familia de Parashka la deportaré a las estepas.

El lacayo transmitía el mensaje: los parientes y el cura rodeaban a la muchacha; su madre, llorando y de rodillas, le suplicaba que no arruinara a toda la familia. Ella seguía diciendo que no, pero cada vez con una voz más débil, hasta que concluía por guardar silencio. Se le ponia en la cabeza la corona nupcial sin resistencia, y el sirviente volvia a la carrera a anunciar que se habian casado.

Media hora después, las campanillas de la procesión nupcial sonaban a la entrada de la morada del señor. Las cinco parejas saltaban de los carros, atravesaban el patio y entraban en el salón. El dueño las recibia, ofreciéndoles copas de vino, en tanto que los padres, colocados detrás de sus hijas llorosas, les ordenaban inclinarse hasta tocar el suelo en presencia de su señor.

Las órdenes de casamiento eran tan corrientes que, entre nuestros criados, cada vez que una joven pareja temía que le ordenaran hacerlo a pesar suyo, tomaban la precaución de servir de padrinos en un bautismo cualquiera, lo que hacia imposible el matrimonio, según la iglesia rusa. Esta estratagema, que por lo general daba buen resultado, terminó, sin embargo, una vez, en tragedia. Andrei, el sastre, se enamoró de una muchacha que pertenecia a uno de nuestros vecinos: esperaba que mi padre le dejaría marchar en libertad, en calidad de sastre, a cambio del pago anual de una cantidad determinada, y que trabajando bastante en su oficio conseguiría economizar algún dinero y poder libertar a su novia; pues de lo contrario, al contraer matrimonio con uno de los siervos de mi padre, ella se convertía en sierva de él también. Y como Andrei y una de las doncellas de la casa temieran que se les ordenara desposarse, se concertaron para ser padrinos de una criatura. Lo que habían previsto ocurrió. Un dia fueron llamados ante el señor y fue pronunciada la orden fatal.

- Siempre estamos dispuestos a obedeceros -replicaron-; pero hace algunas semanas hemos sido padrinos en un bautizo -explicando con tal motivo Andrei sus deseos e intenciones. El resultado fue que se le envió a la caja de reclutas y se le hizo soldado.

En tiempo de Nicolás I no existía el servicio militar obligatorio como sucede hoy. Los nobles y los comerciantes se hallaban libres de él; y cuando se ordenaba una nueva leva de reclutas, los propietarios territoriales tenían que presentar un número determinado de siervos. Por lo general, los labriegos en sus agrupaciones comunales guardaban un registro para su uso particular; pero los dedicados al servicio doméstico se hallaban por completo a merced del señor, y si éste estaba disgustado con alguno, no tenia más que mandarlo a la caja de reclutamiento y recoger el correspondiente recibo, que tenía un valor de importancia, pues podía venderse a cualquiera que le tocara la suerte de soldado.

El servicio militar, en aquellos tiempos, era terrible: se le exigia a un hombre servir veinticinco años bajo banderas, y la vida del soldado era extremadamente penosa. Entrar en el ejército significaba verse separado para siempre de su pueblo natal y de la comarca, y hallarse a merced de jefes como Timoféiev, de quien ya me he ocupado. Golpes de los oficiales, azotes con varas de abedul y palizas por la más leve falta, eran cosas normales. La crueldad de que se hacía gala se sobreponía a todo lo imaginable. Hasta en los cuerpos de cadetes, en los que sólo recibían instrucción los hijos de los nobles, se administraban algunas veces mil azotes con varas de abedul, en presencia de todo el cuerpo, por cuestión de un cigarrillo, hallándose al lado del niño atormentado el médico, quien sólo ordenaba que se suspendiera el castigo cuando observaba que el pulso se hallaba próximo a dejar de latir. La víctima, cubierta de sangre y sin conocimiento, era llevada al hospital. El jefe de las escuelas militares, el gran duque Mijail, separaria pronto al director de un cuerpo donde no hubiera habido uno o dos casos semejantes todos los años. No hay disciplina, hubiese dicho.

Con simples soldados la cosa era mucho peor. Cuando alguno de ellos aparecia ante un consejo de guerra, la sentencia era que mil hombres se colocaran en dos filas una frente a otra, estando cada soldado armado de un palo del grueso del dedo pequeño (el cual era conocido por su nombre alemán de Spitzruten), y que el condenado pasara tres, cuatro, cinco o seis veces por el centro, recibiendo un golpe de cada soldado, vigilando la operación los sargentos, a fin de que aquéllos le dieran con fuerza. Después de haber recibido mil o dos mil golpes, la víctima, escupiendo sangre, era conducida al hospital, donde se procuraba curarla, con objeto de que se concluyera de aplicar el castigo tan pronto como se hallara más o menos repuesta del efecto de la primera parte; si moría en el tormento, la ejecución de la sentencia se completaba en el cadáver. Nicolás I y su hermano Mijail eran implacables; no había jamás indulto posible. Os daré una carrera de vaquetas que os hará saltar la piel, eran amenazas que formaban parte del lenguaje corriente.

Un terror sombrío se extendía por toda la casa cuando se sabía que alguno de los criados iba a ser enviado a la caja de reclutas. Al infeliz se le ponían grillos y se le vigilaba de cerca, para evitar que se suicidara; se traía una carreta y lo sacaban entre dos guardianes, rodeándolo todos los sirvientes. La victima saludaba profundamente, pidiendo a todos que lo perdonaran si los había ofendido voluntaria o involuntariamente. Si sus padres vivian en el pueblo, venían a verlo partir; él hacía una gran reverencia ante ellos, y su madre y las demás mujeres de la familia empezaban a cantar en coro sus lamentaciones; era una especie de canto medio recitado: ¿Por quién nos abandonas? ¿Quién cuidará de ti en tierra extraña? ¿ Quién te protegerá contra los perversos? Exactamente en el mismo tono y con la misma letra que cantan en los entierros.

Así, pues, Andrei tenía ahora que sufrir durante veinticinco años la suerte de soldado: todos sus sueños de felicidad se habían desvanecido bruscamente.

El destino de una de las doncellas, Paulina, o Polia como acostumbraban a llamarla, fue más trágico todavia. Había aprendido a bordar bien, y era una notabilidad en el oficio. En Nikólskoie tenía su bastidor en la habitación de mi hermana Elena, y con frecuencia tomaba parte en la conversación que sostenían ésta y mi madrastra, que estaba con ella. Por su porte y modo de expresarse, Polia parecía más bien una señorita que una criada.

Le acaeció una desgracia; advirtió que pronto sería madre. Lo contó toda a nuestra madrastra, quien la llenó de improperios: ¡No permitiré que siga en mi casa una criatura así por más tiempo! ¡No toleraré tal vergüenza en casa! ¡Esto es una indecencia! Y todo a este tenor. Las lágrimas de Elena no consiguieron ablandarla. A la pobre le cortaron el cabello y fue de castigo a cuidar del ganado; mas como tenía entre manos un trabajo extraordinario, tuvo que terminarlo en un local sucio y con escasa luz. Después hizo otros muchos bordados delicados, todo con la esperanza de obtener un perdón que no pudo alcanzar.

El padre de la criatura, que era un sirviente de uno de nuestros vecinos, imploró el permiso para casarse con ella; pero como no tenía dinero que ofrecer, su demanda fue desechada. Las maneras delicadas de Palia fueron consideradas ofensivas, y la suerte que se le reservó fue de lo más desgraciada. Había entre la servidumbre uno que hacia de postillón a causa de su baja estatura; se le conocía por Filka el de las patas tuertas. En su juventud había recibido una terrible coz, y no llegó a crecer: tenía las piernas torcidas, los pies vueltos hacia adentro, la nariz partida y ladeada; su rostro era deforme; y con ese monstruo se decidió casar a la pobre muchacha, lo que se efectuó a pesar suyo, mandándose después el matrimonio, como campesinos, a la finca de mi padre en Riazán. No se reconocía, ni aun se sospechaba, que los siervos tuvieran sentimientos humanos; y cuando Turgueniev publicó su pequeña historia Mumu, y Grigorovich comenzó a dar a luz sus novelas sentimentales, con las que hacía llorar a sus lectores sobre la desventura de los siervos, para muchas gentes aquello fue una inesperada revelación. ¿Es posible que amen ellos como nosotros? exclamaban las damas sensibles, que no podian leer una novela francesa sin derramar lágrimas por los trabajos que pasaban los héroes y las heroínas nobles.

La educación que los dueños daban algunas veces a los siervos no era más que un nuevo motivo de pesares para éstos. Mi padre recogió una vez de casa de unos labriegos un muchacho muy listo, y lo mandó a aprender de practicante, y como era inteligente, lo hizo pronto y con buen resultado. Cuando volvió a casa, mi padre compró todo lo que hacia falta para montar una enfermería, que, bien provista de medicamentos y en buenas condiciones, se estableció en una de las casas laterales de Nikólskoie. En verano, el doctor Sasha, como familiarmente se le llamaba en casa, siempre estaba muy ocupado, recolectando y preparando toda clase de plantas medicinales, y en poco tiempo se hizo muy popular en aquellos contornos. Los enfermos venían de los pueblecitos inmediatos, y mi padre estaba orgulloso del buen resultado que daba su Casa de Socorro. Pero este estado de cosas no duró mucho: un invierno, mi padre fue a Nikólskoie, estuvo allí unos dias y se marchó después. Aquella noche el doctor Sasha se pegó un tiro; se dijo que habia sido casual; pero se encontraba en el origen del hecho una historia de amores. Estaba enamorado de una muchacha con quien no se podia casar por pertenecer a otro dueño.

La suerte de otro joven, Guerasím Kruglov, a quien mi padre educó en el Instituto Agrícola de Moscú, fue igualmente casi tan desgraciada. Hizo unos exámenes brillantes, ganando medalla de oro, y el director del establecimiento puso todo lo que pudo de su parte, a fin de inducir a mi padre a que le diera libertad y lo dejara ir a la Universidad, donde no se permite que entren los siervos. Con seguridad se hará un notable -decía el director-, tal vez una de las glorias de Rusia, y hallaréis un honor en haber reconocido su capacidad y entregado tal hombre a la ciencia. Lo necesito para mi finca, era la contestación que se daba a todas las súplicas que se hacían en su favor. Después de todo, con los sistemas primitivos de agricultura que entonces se empleaban, y de los que jamás se hubiera apartado mi padre, Guerasím Kruglov era completamente inútil. Levantó un plano de la finca; pero una vez concluído éste, se le destinó al departamento de los criados y se le obligó a servir a la mesa plato en mano. Esto, como es natural, le disgustó mucho: sus sueños lo llevaban a la Universidad, a los trabajos cientificos. En su mirada se reflejaba su pesar, y nuestra madrastra parecia hallar un especial placer en mortificarlo cada vez que se presentaba la oportunidad. Un dia de otoño, habiendo una ráfaga de viento abierto la puerta de entrada, lo llamó y le dijo:

- Garaska, cierra la puerta.

Eso fue la gota que hizo rebosar el vaso. En el acto contestó: Para eso tenéis el portero, y siguió su camino.

Mi madrastra corrió a la habitación de mi padre gritando:

- ¡Vuestros criados me insultan en vuestra casa!

Inmediatamente Guerasim fue arrestado y esposado, para ser enviado como marinero. La partida de sus ancianos padres con él, fue una de las escenas más conmovedoras que jamás he presenciado. Esta vez, sin embargo, la suerte se encargó de la venganza: Nicolás I murió y el servicio militar se hizo más tolerable; la gran habilidad de Gueraslm fue pronto reconocida, y en pocos años vino a ser uno de los principales empleados y la piedra angular de uno de los departamentos del Ministerio de la Guerra. Entre tanto, mi padre, que era completamente honrado, y en una época en que casi todos se dejaban corromper y sólo pensaban en hacer fortuna, jamás se había apartado de la buena senda y por hacer un favor al jefe del cuerpo a que pertenecia, se separó un momento de ella, consintiendo en no sé qué clase de irregularidad. A un punto estuvo esto de costarle su ascenso a general; el objeto final de sus treinta y cinco años de servicios se hallaba próximo a perderse. Mi madrastra fue a San Petersburgo a arreglar el asunto, y un dia, después de haber dado muchos pasos, le dijeron que la única persona que podía resolver la dificultad era un humilde empleado en un departamento determinado del Ministerio, quien, a pesar de su insignificancia, era el que todo lo dirigía, pues los jefes no hacian nada sin consultarle. ¡Este hombre se llamaba Guerasím Ivánovich Kruglov!

- ¿Qué os parece nuestro Garaska? -me preguntó ella después- siempre creí que tenía una gran capacidad. Fui a verle, le hablé del particular, y me contestó: No tengo prevención alguna contra el principe, y haré por él lo que pueda.

Guerasím cumplió su palabra: hizo un informe favorable, y mi padre obtuvo su promoción, pudiendo al fin vestir el uniforme tan deseado.

Estas eran cosas que yo mismo vi en mi infancia; pues si fuera a relatar todo lo que oí en aquélla época, las proporciones de este trabajo aumentarían mucho en extensión; historias de hombres y mujeres arrancados de su familia y de su país y vendidos o perdidos al juego, o cambiados por dos perros de caza y enviados después a una parte remota de Rusia, con objeto de crear una nueva finca; de criaturas quitadas a sus padres y vendidas a dueños crueles o corrompidos; de apaleos en los establos, que tenían lugar todos los días con una saña implacable; de una joven que encontró su única salvación ahogándose; de un anciano que había encanecido al servicio de su amo y al fin se ahorcó bajo sus ventanas; y de sublevaciones de siervos, que eran sofocadas por los generales de Nicolás I, matando a palos, diezmando o quitando a los habitantes de un pueblo que luego arrasaban y cuyos sobrevivientes tenían que ir a pedir una limosna a las provincias inmediatas. En cuanto a la miseria que encontré durante nuestros viajes en algunos pueblos, particularmente en los que pertenecían a la familia imperial, no hay palabras con qué describirla: había que verla.

El llegar a ser libres era el sueño constante de los siervos; sueño que no era fácil de realizar, porque se necesitaba una fuerte suma para inducír a un propietario a que se desprendiera de uno de ellos.

- ¿No sabes -me dijo una vez mi padre- que vuestra madre se me apareció después de muerta? Vosotros los jóvenes no creéis en estas cosas; pero ello es que ocurrió. Estaba yo una noche, muy tarde, sentado en este sillón, ante el escritorio y medio dormido, cuando la vi entrar toda vestida de blanco, muy pálida y con los ojos resplandecientes. Ya en la agonía, me había pedido que le prometiera dar libertad a su doncella Masha, y así lo hice; pero después, entre una cosa y otra, se pasó cerca de un año sin que yo hubiera cumplido mi promesa. Entonces se me apareció, y me dijo con una voz muy débil: Alexis, me prometiste dar libertad a Masha; ¿lo has olvidado? Quedé aterrado; salté del sillón, pero ya se había desvanecido. Llamé a los criados, mas ninguno había visto nada. A la mañana siguiente fuí a su tumba, hice que se le cantara un responso e inmediatamente di libertad a Masha.

Cuando mi padre murió, Masha vino al entierro y le hablé. Estaba casada, y se hallaba feliz en su vida de familia. Mi hermano Alejandro, en su estilo humorístico, le dijo lo que nuestro padre había contado, y le preguntamos qué sabía sobre el particular.

- Como esto sucedió -replicó ella- hace mucho tiempo, ahora puedo deciros la verdad. Viendo que vuestro padre había olvidado completamente su promesa, me vestí de blanco y hablé como ella, recordándole la promesa que le había hecho. No me guardareis rencor por eso, ¿no es verdad?

- ¡Claro que no!

Diez o doce años después de las escenas descritas en la primera parte de este capítulo, me hallaba sentado en el despacho de mi padre y hablábamos de cosas pasadas. Se había abolido la servidumbre, y mi padre se lamentaba del nuevo estado de cosas, aunque no de un modo excesivo; lo habia aceptado sin gran repugnancia.

- Debéis convenir conmigo -le dije- que a menudo castigabais a nuestros criados con crueldad, y hasta sin razón.

- Con aquella gente -me contestó- no era posible proceder de otra manera; -y reclinándose en su butaca permaneció largo rato sumergido en sus pensamientos-. Pero lo que yo hice no valía la pena de que se hablara de ello -dijo después de una pausa-. Mirad, por ejemplo, a ese mismo Sablev: parece tan suave y habla sin alzar nunca la voz, y sin embargo fue verdaderamente terrible para sus siervos. ¡Cuántas veces se concertaron para matarlo! Yo, al menos, nunca abusé de mis doncellas, en tanto que ese diabólico de T. se comportaba de tal modo que las mujeres de los labriegos se disponían a castigarlo de un modo terrible ... ¡Que descanses, bonne nuit!


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IX

Recuerdo bien la guerra de Crimea. En Moscú no se dejaba sentir mucho. Aunque, como es de suponer, se hacían hilas y vendajes en todas las reuniones de confianza; poco de esto llegaba, sin embargo, a los ejércitos rusos, pues grandes cantidades se robaban y vendían a los ejércitos enemigos. Mi hermana Elena y otras jóvenes cantaban himnos patrióticos; pero, en general, no se conocía la lucha que sostenía el país, en el tono y modo de ser de lo que se llama la sociedad. En los pueblos, por el contrario, la guerra causaba terribles tristezas; las levas de reclutas se sucedían unas a otras con rapidez, y continuamente oíamos a las mujeres de los campesinos entonar sus cantos funerarios. El pueblo ruso miraba la guerra como una calamidad que le enviaba la Providencia, y la aceptaba con una solemnidad que contrastaba de un modo extraño con la alegria que observé en otras partes en igualdad de circunstancias. A pesar de ser joven, pude apreciar ese sentimiento de solemne resignación que se extendía por nuestras campiñas.

Mi hermano Nicolás fue atacado, como muchos otros, por la fiebre de la guerra, y antes de haber concluído sus estudios en los cuerpos de cadetes, se reunió al ejército del Cáucaso: no lo volvi a ver más.

En el otoño de 1854, nuestra familia se vio aumentada con la llegada de dos hermanas de nuestra madrastra. Habían tenido casa propia y algunas viñas en Sebastopol; mas como las perdieron se unieron con nosotros. Cuando los aliados desembarcaron en Crimea, se les dijo a los habitantes de Sebastopol que nada tenían que temer, y que debian permanecer donde estaban; pero después de la derrota de Alma, se les ordenó que se marcharan a la carrera, porque la ciudad sería atacada dentro de pocos días. Habia pocos convoyes, y no se encontraba manera de moverse en los caminos, invadidos por las tropas que marchaban hacia el Sur. Alquilar un carro era poco menos que imposible, y las señoras, que abandonaron cuanto tenían en el camino, lo pasaron muy mal antes de llegar a Moscú. Pronto me hice amigo de la más joven de las dos hermanas, una señora como de treinta años, que no se quitaba el cigarrillo de la boca mientras me contaba todos los horrores del viaje. El recuerdo del hermoso buque de guerra que hubo necesidad de echar a pique a la entrada de la bahía de Sebastopol le hacia derramar lágrimas, y no se explicaba cómo podían los rusos defender la ciudad desde tierra no habiendo murallas que merecieran este nombre.

Tenia yo trece años cuando murió Nicolás I. A la caída de la tarde del 18 de febrero (2 de marzo), cuando la policia distribuyó por todas las casas de Moscú un boletin anunciando la enfermedad del zar, e invitando a todos sus habitantes a rogar en los templos por su restablecimiento. Ya entonces habia muerto, y las autoridades lo sabian, pues había comunicación telegráfica entre Moscú y San Petersburgo; pero como nada se había dicho previamente respecto a su enfermedad, creyeron más conveníente ír preparando al pueblo gradualmente para anunciarles su defunción. Todos nosotros fuímos a la iglesia y rezamos fervorosamente.

El día síguiente, sábado, se repitió lo mismo, y todavia el domingo por la mañana se distribuyeron los referidos boletines. La noticia de su muerte no llegó a nosotros hasta el mediodía, traída por algunos criados que habían ido al mercado. Un verdadero terror se apoderó de nuestra casa y de las de nuestros parientes al hacerse público el suceso. Se decia que la gente se había conducido de un modo muy extraño en el mercado, no mostrando sentimiento alguno, y usando un lenguaje peligroso. Muchos se hablaban al oído, y nuestra madrastra no se cansaba de repetir en frances: No habléis delante de la gente, en tanto que los criados cuchicheaban entre sí, probablemente refiriéndose a su próxima emancipación. Los nobles esperaban a cada momento una sublevación de los siervos, un nuevo levantamiento de Pugachev.

En San Petersburgo, entre tanto, las personas ilustradas, al comunicarse mutuamente la noticia, se abrazaban en las calles. Todos comprendían que el fin de la guerra, así como el de las terribles condiciones que habían prevalecido bajo el poder del déspota de hierro, se hallaban muy próximos. Se habló de envenenamiento, con tanto más motivo cuanto que el cadáver se descompuso con rapidez; la verdadera causa sólo se dio a conocer gradualmente; fue una fuerte dosis de un tónico que Nicolás había tomado.

En los campos, durante el verano de 1855, la heroica lucha que se sostenía en Sebastopol por cada palmo de terreno y por cada piedra de sus desmantelados bastiones, era seguida con el mayor interés.

Se mandaba regularmente un mensajero dos veces a la semana desde nuestra casa a la cabeza de partido a buscar los periódicos, y a su vuelta, aun antes de que se apeara, ya se le habían quitado de la mano y abierto los papeles. Elena o yo los leíamos en alta voz a la familia, y las noticias eran en el acto transmítidas al departamento de los criados, y después a la cocina, al escritorio, a la casa del cura y a las de los labriegos. Las noticias que vinieron de los últimos días del sitio, del terrible bombardeo y, finalmente, de la evacuación de la población por nuestras tropas, arrancaban a todos lágrimas. En todas las casas de campo de las inmediaciones, la pérdida de Sebastopol causó tanto pesar como la de un pariente cercano, por más que todos comprendian que ahora la terrible guerra tocaría pronto a su término.


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X

En agosto de 1857, teniendo ya cerca de los quince años, me tocó el turno de entrar en el cuerpo de pajes, y me mandaron a San Petersburgo. Entonces era yo todavía una criatura; pero el carácter del hombre adquiere por lo general sus rasgos característicos mucho antes de lo que comúnmente se supone, y es cosa para mi fuera de duda que, bajo mi apariencia infantil, era en aquella época, con poca diferencia, lo mismo que había de ser más adelante: mis gustos, mis inclinaciones, se hallaban ya determinados.

El primer impulso para mi desarrollo intelectual fue dado, como he dicho antes, por mi maestro ruso. Es una costumbre excelente de las familias rusas, costumbre que hoy, desgraciadamente, empieza a caer en desuso, el tener en casa un estudiante que ayude a los muchachos y a las jóvenes en sus lecciones, aun cuando estén en un gimnasio; pues para asimilar mejor lo que aprenden en la escuela, y para ampliar el concepto de lo aprendido, su concurso es de gran provecho. Además, él introduce un elemento intelectual en la familia, se convierte en un hermano mayor de los niños, y a menudo aun algo mejor, porque el estudiante tiene cierta responsabilidad en el adelanto de sus discipulos, y como los sistemas de enseñanza cambian rápidamente de una generación a otra, pueden hacer más en favor de aquéllos que los padres más instruídos.

Nikolai Pavlovich Smirnov tenia aficiones literarias. En aquel tiempo, bajo la bárbara censura de Nicolás I, muchas obras de nuestros mejores autores, completamente inofensivas, no podían publicarse, y otras eran tan mutiladas que se concluía por privar a algunas de sus pasajes más importantes de todo su interés. En la comedia de costumbres de Griboiédov, La Desgracia de la Inteligencia, que puede competir con las mejores de Moliere, el nombre del coronel Skalozub, tuvo que cambiarse por el de Señor Skalozub, en perjuicio del sentido y aun del verso, porque la representación de un coronel bajo un aspecto cómico, se hubiera considerado como un insulto al ejército. Del inofensivo libro de Gógol, Almas Muertas, no se permitió la publicación de la segunda parte, ni una nueva edición de la primera, que hacia tiempo estaba agotada. Numerosas poesias de Púshkin, Lémontov, Alexei Tolstoi, Ribéiev y otros, estaban condenadas a no ver la luz, sin contar aquellas composiciones que tenian algún sabor político o eran una critica de la situación en general. Todo esto circulaba manuscrito, y Smirnov solia copiar libros enteros de Gógol y Púshkin, para él y sus amigos, trabajo en el cual yo le ayudaba en ocasiones. Como verdadero hijo de Moscú, sentia una profunda veneración por aquellos de nuestros escritores que vivían en dicha ciudad, algunos de los cuales habitaban en nuestro mismo barrio. Me señalaba con respeto la casa de la condesa de Saliás (Eugenia Tour), que era nuestra vecina más inmediata, en tanto que miraba con un sentimiento misterioso de respeto profundo y veneración la del conocido desterrado Alejandro Herzen. La casa donde vivió Gógol era para nosotros un objeto de gran estima, y aunque yo no había cumplido los nueve años cuando él murió (en 1852), y no habia leído ninguna de sus obras, recuerdo bien el sentimiento que su muerte produjo en Moscú. Turgueniev lo expresó muy bien en una nota, por cuya razón el emperador lo mandó prender y lo desterró a sus posesiones.

El gran poema de Púshkin, Eugenio Oniéguin, me impresionó poco, y todavía admiro más la sencillez y hermosura del estilo que el fondo de la composición. Pero las obras de Gógol, que leí cuando tenía once o doce años, causaron un poderoso efecto en mi imaginación, y mis primeros ensayos literarios eran una imitación de su espíritu humoristico. Una novela histórica de Zagóskin, Iuri Miloslavski, referente a la época del gran levantamiento de 1612; La Hija del Capitán, de Púshkin, que trataba del de Pugachev, y la Reina Margarita, de Dumas, despertaron en mi un interés constante por la Historia. Respecto a otras novelas francesas, sólo he empezado a leerlas desde que Daudet y Zola entraron en escena. Las poesías de Nekrásov eran mis favoritas desde mis primeros años, y muchas de sus composiciones las sabía de memoria.

Temprano me hizo empezar a escribir Nikolai Pavlovich, y con su ayuda hice una larga Historia de Medio Rublo, para la cual inventamos toda clase de tipos, en cuyo poder venía a caer aquél. Mi hermano Alejandro tenía por entonces aptitudes mucho más poéticas. Escribía cuentos muy románticos, y empezó temprano a hacer versos, cosa que realizaba con admirable facilidad, y en estilo verdaderamente natural y armonioso a la vez. Si el estudio de la Historia Natural y la Filosofía no hubieran ocupado después su atención, es indudable que hubiera llegado a ser un poeta de nombradía.

En ese tiempo, el lugar favorito que tenía para buscar inspiración era un tejado de suave inclinación que se encontraba bajo nuestra ventana, lo que despertaba en mí un constante deseo de embromarlo: Ahí está el poeta sentado al pie de una chimenea, procurando hacer versos, solia yo decir; y la broma venía a terminar en fiera disputa que causaba la desesperación de nuestra hermana Elena. Pero él era tan poco vengativo, que pronto se hacía la paz, y ambos nos queríamos entrañablemente. Entre muchachos, disputar y quererse van mano a mano. Ya entonces empecé a dedicarme al periodismo. A los doce años comencé a editar un diario. Como en mi casa no abundaba mucho el papel, sus dimensiones tenían que ser modestas. Y como aun no había estallado la guerra de Crimea y el único periódico que recibía mi padre era la Gaceta de la policía de Moscú, no tenia grandes modelos que copiar. Por cuyo motivo sólo se componia de sueltos entrecortados, anunciando las noticias del dia, como, por ejemplo: N. P. Smirnov fue al bosque y mató dos tordos y otras por el estilo.

Esto dejó pronto de satisfacerme, y en 1855 comencé una Revista mensual que contenía los versos de Alejandro, mis novelillas y una especie de variedades. La vida económica de esta publicación estaba completamente asegurada, porque tenía bastantes suscriptores; esto es, el mismo editor y Smirnov, quien pagaba regularmente su suscripción de tantos pliegos de papel, aun después de haberse ido de casa, por lo que yo, en cambio, sacaba un segundo ejemplar para tan fiel suscriptor.

Cuando Smirnov nos dejó y ocupó su puesto un estudiante de medicina, llamado N. M. Pavlov, este último me ayudaba en mis trabajos editoriales. Obtuvo para la revista un poema, obra de un amigo suyo, y, lo que es más importante, el discurso de entrada sobre Geografia Fisica, por uno de los profesores de Moscú; trabajos que, por supuesto, eran inéditos, pues las reproduciones no hubieran tenido aceptación.

Creo inútil decir que Alejandro tomó un vivo interés en el asunto, y su fama llegó pronto hasta el cuerpo de cadetes. Algunos jóvenes escritores, caminando hacia el templo de la fama, emprendieron la publicación de otra revista rival. La cuestión era seria; en poemas y novelas nada teníamos que temer; pero ellos contaban con un critico, y el escritor que, al juzgar una nueva novela, hable de todo con libertad y desenvoltura, abordando cuestiones que no hubieran podido tratarse sin este motivo, puede decirse que constituye el nervio de toda revista rusa. ¡Ellos tenían un critico y nosotros no! Aquél escribió un articulo para el primer número, el cual se lo enseñaron a mi hermano. Era algo presuntuoso y de poco valor: Alejandro escribió desde luego otro en contra, ridiculizando y desbaratando la crítica de un modo violento, lo que produjo gran consternación en el campo enemigo, dando por resultado que desistieran de su empeño, viniendo la flor de sus escritores a ingresar en nuestra redacción; lo cual nos permitió anunciar triunfalmente, la futura exclusiva colaboración de tantos o cuantos periodistas distinguidos.

En agosto de 1857 tuvo que suspenderse la revista, que ya contaba cerca de dos años de existencia. Nuevas condiciones de vida, y un cambio completo en el modo de ser de ésta se presentaban ante mí. Me alejé de casa con pesar, con tanto más motivo cuanto que la distancia que existía entre San Petersburgo y Moscú iba a separarme de Alejandro, y además porque ya consideraba una desgracia tener que entrar en una escuela militar.


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