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LA SOCIEDAD CAPITALISTA

La sociedad capitalista moderna se caracteriza por un desarrollo técnico sin precedentes. En los países adelantados, por lo menos, los medios de producción han llegado a un nivel fantástico. Al mismo tiempo, el sistema se ha complicado grandemente, y parece casi incomprensible para cualquier observador. La complejidad va acompañada de un gran aislamiento entre los individuos.

Nada de esto es obra del azar, sino de la necesidad que el sistema capitalista tiene de sacar el máximo de ganancias. Impulsado por la propia dinámica de su desarrollo, no podía ya quedarse en el sistema del laissez-faire del siglo XIX y en la organización de la sociedad correspondiente a él, es decir, en la organización basada sobre un gran número de pequeños capitalistas individuales que luchaban entre sí en el mercado. Para seguir existiendo, al régimen le era preciso aumentar la productividad del trabajo, puesto que del trabajo extrae sus ganancias. Todo obrero, todo empleado, sabe perfectamente que el patrón trata siempre de hacerles aumentar el ritmo y el rendimiento, y, por su parte, luchan constantemente contra esta tendencia. A fin de aumentar la productividad, el capitalismo pone en funcionamiento máquinas cada vez más complejas y en número cada vez mayor; simultáneamente, utilizan forma creciente los descubrimientos científicos, para mejorar con ellos el sistema de producción.

El capital se concentró y sigue haciéndolo. Las empresas pequeñas desaparecen, y en el curso de las últimas décadas se consumó la formación de grandes monopolios.

La razón fundamental de la concentración reside en el el hecho de que, para aumentar la productividad en determinado sector, es menester utilizar masas cada vez mayores de capital, las que son imprescindibles, a su vez, para aplicar la técnica. Con objeto de obtener dichas masas de capital, hay que hacer trabajar a masas de obreros cada vez más numerosas, para sacar de ellas masas de ganancias cada vez mayores.

El desarrollo del sistema necesita de organismos coordinadores más estructurados que los de antes. Todas las empresas grandes han creado cuerpos de dirección enormes, destinados a hacerlas funcionar. Por la fuerza de las cosas, también el Estado se ha visto compelido a intervenir más masivamente en la economía. Ha tomado a su cargo sectores enteros, que son indispensables para la marcha del sistema pero que los capitalistas no querían o no podían dirigir, ni siquiera al nivel de los trusts más concentrados. No querían porque dichos sectores han dejado de ser directamente rentables; no podían porque la inversión en ellos exigía volúmenes de capital excesivos. En cambio, el Estado, a través de los impuestos, puede repartir entre la población la enorme carga de dichas inversiones (ejemplos en Francia: la electricidad, los transportes, etc.).

En las sociedades de tipo occidental se formó un capitalismo mixto, donde coexisten el sector privado y el sector público; ambos se influyen recíproca y permanentemente, en una situación de equilibrio a menudo inestables.

En las sociedades de tipo oriental (URSS, China, Cuba y países del Este europeo), el Estado tomó la economía totalmente en sus manos, realizando el capitalismo estatal, donde una nueva clase explotadora decide por todos sobre la orientación y el volumen de la producción; de ésta, la nueva clase extrae sus ganancias, por medio de los altos salarios y las ventajas sociales que se arroga (1).

Para mantener en un nivel elevado las utilidades de una parte del capitalismo, el sistema no vacila en destruir el resto del capital, dedicándose a actividades que no producen riquezas. Tal es el papel que cumplen, por ejemplo, la publicidad, la investigación científica (que, en su mayor parte, no sirve para nada, ejemplo: la investigación espacial), la producción de armamentos, etc. También en estos sectores se reparte sobre el grueso de la población, por medio de los impuestos o del mercado, el costo de la realización de objetivos que resultan inaccesibles para los capitalistas particulares.

Junto con esta transformación de la estructura económica, se ha producido la transformación de las clases sociales. Lejos de haber llegado a la oposición tajante entre un puñado de explotadores y la inmensa mayoría de los explotados, el sistema capitalista desembocó en la estructuración piramidal de la sociedad, que se funda sobre el principio de la capacidad técnica: de obrero se va pasando progresivamente hasta llegar a P. D. G. (Presidente Director General), sin que haya discontinuidad. La clase burguesa de antaño se ha transformado. Indudablemente, en la sociedad occidental sigue habiendo burgueses que viven de rentas, pero el burgués, las más de las veces, se ha incorporado al sistema de producción y administración, con el que se beneficia merced a los altos salarios y a ventajas de toda indole.

El sistema jerárquico que hemos descrito ofrece la ventaja de dar posibilidades de que se incorporen a él nuevos elementos. En principio, el acceso a los diferentes peldaños del sistema social está ligado al saber y a la capacidad del individuo. La propaganda oficial machaca incesantemente con eso. Trata de crear así un verdadero culto del sabio (del Premio Nobel, por ejemplo), que recibe tanta publicidad como los amores de las princesas o los desengaños sentimentales de los cantantes populares. Se bate el parche a la cultura, presentándosela como el camino para pasar de dirigido a dirigente.

Y la mayor parte de la población es sensible a la propaganda. No cuestiona la idea de la sociedad jerarquizada según los conocimientos y las aptitudes, jerarquización que se traduce en diferencias de salarios.

El carácter explotador del capitalismo moderno y la existencia de una clase dominante no cambian en absoluto porque la pirámide social se construya según el criterio -verdadero o falso- del saber, ni porque la gente ascienda desde la base al vértice. Pues sigue existiendo una clase que posee (individual o colectivamente) los medios de producción, que resuelve sobre el objetivo y el volumen de ésta y que recoge los beneficios generados por la explotación de las capas inferiores.

Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo de Occidente ha tenido una nueva era de prosperidad. Gracias a ella, ha podido conceder salarios más elevados al grueso de la población. Ha podido hacerlo por dos razones fundamentales: una, el rápido crecimiento de la productividad; otra, el haber recurrido, para los trabajos elementales y rudos, a las capas obreras sistemáticamente marginadas del proceso de enriquecimiento (los negros, en los Estados Unidos; los trabajadores del Norte de Africa, en Francia, y los trabajadores extranjeros, en otros países de Europa).

El aumento del nivel de vida general se tradujo en un aumento del consumo -autos, heladeras, televisores, etc.-, que liga aún más firmemente a las diferentes capas con el sistema imperante. El aumento del nivel de vida aparece también en los beneficios sociales -seguridad social, vacaciones pagadas, etc.-, que son otros tantos medios de integración en el sistema. Entre las consecuencias del fenómeno mencionado se cuenta, asimismo, la posibilidad, para sectores cada vez más amplios del pueblo, de hacer entrar a sus hijos en los centros de enseñanza superior, que hasta hoy les eran inaccesibles. Ello se aplica, sobre todo, a las clases medias, que agrupan a los cuadros de poca jerarquía, a los obreros altamente especializados y a los pequeños comerciantes. Para las clases medias, el enviar a sus hijos a la Universidad es un lujo que pueden darse ahora, como se dan el de comprar un aparato de televisión en colores.

Responden, con esto, a dos solicitaciones. En primer lugar, sueñan con que sus hijos puedan escapar a la mediocridad en que han vivido ellos, los padres: si se trata de cuadros subalternos, o de empleados, porque quieren evitar que sus vástagos vivan, como ellos, en un sistema embrutecedor y sin perspectivas, sometidos siempre a los cambios de humor de los superiores; si se trata de comerciantes minoristas, porque está en camino de desaparecer su fuente de recursos.

Además, las clases medias veían que se abría para sus hijos la posibilidad de entrar en la capa superior de la sociedad, gracias al desarrollo acelerado del sistema, que exigía todo tipo de cuadros, y en número creciente.

El aflujo de jóvenes a la Universidad es uno de los subproductos del período de prosperidad capitalista de la posguerra.

Sin embargo, desde hace algunos años, el sistema da señales de sofocación. Ahora no hay tanta necesidad de cuadros como antes. El empleo, en los cargos de cuadros técnicos, ya no es tan seguro. A menudo se operan cambios en los métodos de producción, y el saber acumulado no le sirve a uno para adaptarse a las nuevas técnicas. Ha aparecido la desocupación. No se trata solamente, como ocurría hasta hace poco, de cerrar algunas empresas que no dan ganancia y de reubicar en otras a los cuadros -dejando que los obreros se reubiquen como puedan ... si es que pueden, con lo que se crea una desocupación permanente, que pesa sobre los salarios-, sino también de hacer, en muchos terrenos, transformaciones importantes, que exigen conocimientos nuevos, inaccesibles ya para los antiguos cuadros. Los clásicos mercados de trabajo de los estudiantes se restringen, por un lado, a causa de la recesión, y, por otro, debido a la existencia de cuadros desempleados, que les hacen la competencia en dicho mercado.

Ahí radica la causa económica profunda del malestar estudiantil que se manifiesta en todo el mundo. Los estudiantes impugnan el sistema, que no puede ofrecerles ya las salidas tradicionales. Descubren, al hacerlo, la existencia del desempleo y la estupidez del sistema de producción.

Aunque por ahora no exista crisis verdadera del capitalismo -el cual se halla, a lo sumo, en un momento de detención-, se dan, sí, los síntomas de una crisis social que, en caso favorable -es decir, si se conjuga con las posibilidades de crisis en el mundo del trabajo-, puede provocar una explosión.

Buen ejemplo de ello lo acaba de proporcionar la Francia de 1968. País fuertemente tradicionalista y patriotero, sufrió hondas y rápidas transformaciones en los últimos decenios. En otros tiempos fue -por obra de la revolución de 1789-, el país de la pequeña propiedad en lo agrícola y lo industrial; después de la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción del capitalismo francés, que le permitió reingresar en el concierto de las naciones, se efectuó por una vía dirigida hacia la concentración con carácter crecientemente acentuado. El plan Marshall y, por consiguiente, las técnicas de producción norteamericanas, arrollaron al capitalismo conservador de la Francia de preguerra. Pero el proceso no se verificó sin tropiezos ni convulsiones. La lucha se riñó, durante largo tiempo, en el terreno del imperio colonial, uno de los pilares del régimen antiguo; sin embargo, los nuevos capitalistas muy poco caso hacían del tal imperio, ya que preferían otro tipo de explotación. Finalmente, se impuso el capital de los monopolios, el capital moderno, y, con su victoria, redujo a la impotencia a los partidarios del viejo sistema, cuyo exponente más notorio es el ejército.

Como en el resto del mundo, la concentración capitalista va acompañada de la transformación de las clases sociales, y, en particular, de una gran disminución numérica del campesinado. La concentración se da también en el sector agrario, porque la mecanización sólo resulta lucrativa para las fincas de gran extensión. La población campesina de Francia pasó del 30 al 10 % en el período que va desde la terminación de la Segunda Guerra hasta hoy, y el fenómeno continúa. Los campesinos que así se liberan pasan a engrosar las masas obreras, creando una situación más tensa en el mercado del trabajo. Y la tensión es tanto más fuerte cuanto que Francia ha tenido que acoger, desde 1962, a 1.500.000 Pieds-Noirs (2).

Al mismo tiempo, aunque permitía y exigía la creación de mano de obra nueva, el desarrollo industrial se realizaba dentro de una sociedad poco apta para recibirlo, pues la burguesía francesa es una de las más conservadoras y obtusas del mundo. Hasta hace pocos años, la formación de los cuadros industriales se efectuaba por conducto de las grandes escuelas técnicas, instituciones esclerosadas en las cuales se ingresa por un concurso dificilísimo y que enseñan muy poco sobre la profesión que el estudiante ejercerá después, pero que otorgan el diploma esencial para entrar en las altas capas sociales. La Universidad, en cambio, sigue siendo un islote medieval en el mundo moderno; no quiere ser otra cosa que una corporación destinada a asegurarse la propia reproducción. A diferencia de lo que ocurre en las grandes escuelas técnicas, en la Universidad se ingresa después de haber obtenido el título de bachiller, que sanciona la terminación de los estudios en la enseñanza media. El sistema funcionaba sin tropiezos cuando sólo las fracciones más afortunadas de la burguesía podían pagar los estudios de sus hijos. Con el ascenso del nivel de vida y el empuje demográfico, la Universidad fue invadida por legiones de jóvenes. Estos prefieren la mediocridad de la vida estudiantil -que les ofrece siquiera la apariencia de la libertad y les permite dar largas al ingreso en el detestable ambiente de la producción-, aun cuando sepan que fracasarán en los exámenes y no podrán aspirar a los empleos realmente privilegiados. La afluencia de este alumnado condenaba a muerte a la Universidad. No faltó gente bien intencionada que tratara de proponer reformas. Todas se orientan a la adaptación al mundo exterior, es decir, a las leyes del mercado capitalista. La expresión cabal de dichos intentos reformistas se encuentra en los coloquios de Caén y en la reforma Fouchet. En ambos casos, de lo que se trataba era de organizar la selección de los estudiantes, para dirigirlos hacia los centros de trabajo cuidadosamente escalonados, jerarquizados, lo cual permitiría la formación de técnicos más o menos especializados.

Pero esa política a largo plazo chocó con dos oposiciones: la del cuerpo docente, que, en su mayoría, sigue siendo cerrilmente partidario del mandarinazgo, y la de los estudiantes, que no querían entrar en el sistema de selección. Era casi inevitable que en el ámbito universitario se produjeran encontrones violentos.

La liquidación del antiguo capitalismo francés y la evolución hacia el capitalismo concentrado imponían la transformación de los métodos de gobierno. El régimen bonapartista instituido por los golistas responde a esa necesidad. Como en todos los demás países, en Francia se asiste a la desaparición casi total del parlamento. Este servía, a los diferentes grupos de intereses, como lugar de discusión, como instancia de transacción y conciliación para decidir sobre la política de las clases dominantes. Ya no tiene la misma razón de ser en una economía más concentrada, donde el Estado desempeña función de esencial importancia.

Es preciso tomar decisiones autoritarias para acelerar el proceso de concentración y la transformación del país, sobre todo cuando aquéllas traducen la necesidad de adaptar a éste a una economía más vasta, en escala europea. Los golistas no perdían oportunidad de acentuar el carácter autoritario y arbitrario del régimen, con tanta más facilidad cuanto que, por la evolución del sistema, era preciso transformar a capas enteras de la clase media (pequeñas empresas, comercio minorista, etc.), lo cual, al mismo tiempo, hacía perder buena parte de su base social a la izquierda tradicional. Pero aunque el golismo corresponde a una necesidad del capitalismo moderno, presenta características de rigidez -heredadas, a no dudarlo, de su jefe- que resultan también de las condiciones de la lucha contra la sedición de los militares, la O . A. S ., los grupos de ultraderecha y los colonos que se oponían a la independencia argelina. Durante diez años, el gobierno golista no se dignó prestar atención ni a las menores observaciones de los grupos capitalistas que no podían adaptarse a la evolución, y sus decisiones fueron siempre bruscas y tajantes. Se encontró, pues, en posición difícil para resolver el problema universitario, porque había que atacar de frente a la vieja Universidad, mientras que, a su entender, se planteaban cuestiones más urgentes. Adoptó entonces la actitud de dejar las cosas como estaban, a la espera de que, en el término de cinco años, con la llegada de las classes creuses (3), el problema se resolviera automáticamente.

Pero las dificultades no se resuelven porque uno las niegue o las mire con desdén. Se enconan y dan lugar a situaciones que sólo es posible zanjar brutalmente. Ante movimientos estudiantiles como el 22 de Marzo, el gobierno se encontró desarmado. En un primer momento, se abstuvo de obrar, seguro de que aquéllos se extinguirían rápidamente. Luego, trató de quitar de en medio a los cabecillas, pues para las clases dominantes, incapaces de concebir sociedades que no sean burocráticas, toda acción, forzosamente, ha de estar dirigida por un aparato. La intervención policial del 3 de mayo en la Sorbona no tenía otra finalidad, probablemente, que la de decapitar el movimiento, fichando y arrestando a los jefes hasta entonces desconocidos.

Pero sucede que el movimiento no era movimiento de jefes, por lo cual fracasó totalmente el intento que hizo la prensa burguesa de transformar a Daniel Cohn-Bendit en líder y en ídolo. Lo que caracterizó al movimiento fue que un número de estudiantes, mucho mayor de lo que se cree, sintiéronse directamente implicados, como individuos y como grupo; que empezaron por cuestionar las estructuras universitarias y rebelarse contra ellas, y después, progresivamente, a consecuencia de las luchas callejeras contra la policía, llegaron a impugnar la sociedad burguesa en su totalidad.

Esta actitud es doblemente ejemplar. Primero, porque demostró que la acción directa da resultado, que puede hacer retroceder al gobierno (momentáneamente, en este caso); pero, sobre todo, porque demostró que en la acción la conciencia de los problemas planteados aumenta rápidamente.

La clase obrera no echó en saco roto el ejemplo. Se sintió profundamente conmovida. Vio que surgía algo muy diferente de las luchas sindicales por las mejoras casi automáticas del nivel de vida. Estas, sin duda, no son desdeñables en Francia, el país del Mercado Común Europeo donde, con excepción de Italia, se pagan los salarios más bajos; pero, aunque confusamente, las masas levantaron otro tipo de reivindicaciones que, si bien con timidez, ponen en tela de juicio el ordenamiento social imperante. También en esto el papel de los jóvenes fue de particular importancia. Como todavía no están aprisionados en el sistema de vida moderno; como se sienten solidarios con los otros jóvenes de las clases sociales vecinas; como no vivieron la guerra ni las victorias del 36; como son, de entre los trabajadores, los más amenazados por el desempleo, se sintieron menos dispuestos a acatar ciegamente las consignas sindicales, cosa a la que estaban acostumbrados sus mayores. De ahí que a menudo se unieran a las luchas callejeras de los estudiantes, a los anhelos de éstos de autodeterminación, de responsabilidad individual.

Hecho nuevo, que prueba a las claras que el movimiento de mayo de 1968 iba mucho más allá de las simples reivindicaciones salariales: los cuadros participaron en él y, en algunos casos, fueron ellos quienes lo desencadenaron, exigiendo aumentos de salarios no jerarquizados, o cuestionando la administración de la empresa, insistiendo, también ellos, en la responsabilidad en todas las capas sociales. Indudablemente, podrá haber quienes afirmen que la participación de los cuadros era, en realidad, una tentativa de recuperación burocrática o tecnocrática. Pero hacerlo así equivale a ver sólo un aspecto de esta acción. Todo intento de autogestión, todo movimiento autónomo que no llegue a subvertir totalmente el orden burgués, es siempre recuperable por los burócratas o los tecnócratas. Pero los ensayos de autogestión -y son éstos los que tratamos de analizar y someter a la crítica en el presente trabajo- contienen muy otra cosa: la promesa de una sociedad en que, por fin, se acabe la explotación del hombre por el hombre.



Notas

(1) Sobre este punto, ver nuestras precisiones del prólogo.

(2) Colonos franceses (o de origen europeo) en Argelia, que abandonaron el país cuando éste conquistó su independencia (1962).

(3) Son las generaciones nacidas en los primeros años de la década de 1940 -cuando la natalidad era muy reducida en Francia- y que culminaron sus estudios en 1963-65. Por ese entonces, debido a la causa antedicha y a la expansión de la economía, los jóvenes graduados de tales promociones tenían amplias posibilidades y aceptaban el régimen golista, que llevaba 5 - 7 años en el poder. Hoy están llegando los jóvenes nacidos en 1945-46, que constituyen una generación muchísimo más numerosa, a causa del aumento demográfico promovido por la legislación de asignaciones familiares (1945). Para esta generación na hay ya las posibilidades que tuvo la precedente.

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