Índice de Los mártires de Chicago de Ricardo MellaCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

XIV

La espera carcelaria de los mártires

Los datos que anteceden y los discursos extractados prueban que los sentenciados eran, además de trabajadores activos y de generosos sentimientos, hombres de superior inteligencia. A pesar de la situación difícil en que los colocaron los tribunales, a pesar de las calumnias sembradas por los capitalistas de Chicago, aquellos hombres impresionaron vivamente a las gentes de nobles corazones, inspiraron respeto a los enemigos y amor a las mujeres.

Nina Van Zandt, rica heredera, se enamoró de Spies a los pocos días de sentarse éste en el banquillo de los acusados, y posteriormente se casó con él por poderes, sin tener más consuelo que verle detrás de los barrotes de su celda. Eda Muller es otra joven, hermosa y elegante, que se enamoró de Lingg, el más gallardo de todos los prisioneros. He aquí el prefacio que Nina Van Zandt, ha puesto a la autobiografía de Spies:

En las páginas que siguen presento un croquis autobiográfico de Augusto Spies, incluyendo su discurso ante el tribunal y una colección de notas y cartas que me dirigió referentes a su prisión. Al publicar estos escritos, sólo me guía el deseo de proporcionar a mis conciudadanos de América los medios para que empiecen a enterarse de la vida, del carácter y de las aspiraciones de un hombre que, en unión de otros, ha ocupado suma atención durante los últimos nueve meses. Cuando hayan leido este folleto podrán formarse opinión exacta de un hombre que ha sido injustamente vilipendiado por la prensa capitalista, y cuya ejecución, así como la de sus compañeros, constituye una de las venganzas más odiosas de los buitres sociales que jamás haya registrado la historia.

Yo no conocía a ninguno de los acusados, cuando, durante la comedia llamada juicio, entré en la sala de sesiones. No tenía acerca de los presos más noticias que las que traían los diarios; así es que esperaba ver a unos hombres estúpidos, viciosos y de aspecto patibulario. ¡Cuál no fue mi sorpresa al ver que, lejos de corresponder a esta descripción, eran inteligentes, bondadosos y de aspecto simpático! Empecé a interesarme y comprendí muy pronto que los señores del tribunal, la policía y los agentes de seguridad procuraban que fuesen condenados aquellos hombres no por haber cometido crimen alguno, pero sí por haber tenido participación en el movimiento socialista.

Presa de un sentimiento de horror ante lo que estaba viendo y oyendo, pero animada también por un sentimiento de justicia, resolví colocarme en el sitio de los acusados. Deseosa de mostrarles mis simpatías y de ver en que podía ser útil a esos desventurados, me dirigí, acompañada de mi madre, a la cárcel sombria donde estaban pasando los calurosos meses de verano. Entonces empezaron mis relaciones con Augusto Spies, relaciones que continuaron durante los meses siguientes.

Todas las personas imparciales deben desear que ambas partes sean oídas antes de que pronuncie su fallo la pública opinión. Pues bien; sólo ha sido oída una de las partes, ya que los periódicos se han negado a publicar artículos rectificando muchas de las afirmaciones vertidas en sus columnas. Al presentar este folleto a mis compatriotas abrigo la firme convicción de que harán justicia a los hechos y a las personas. Faltame añadir que sólo cediendo a los ruegos de sus amigos y a los mios ha autorizado Spies la publicación de su autobiografía.

Nina Van Zandt.

P.D.- Desde que ha empezado a imprimirse este libro, y antes de su terminación, ha ocurrido un incidente que necesita alguna explicación, gracias al carácter especial que ha querido atribuirle una prensa degenerada. Mi simpatía por los acusados hizo germinar en mi corazón un principio de amor por Mr. Spies, y poco después sentía por él una intensa pasión. Como amiga encontraba mil obstáculos a mis visitas; para salvarlos resolvimos que yo declararía ser su novia. Pero pronto supe que sólo las esposas tenían el derecho de ver a sus maridos fuera de los días reglamentarios, y por otra parte nos anunciaron que renunciáramos a vernos en distintos horarios de los marcados en el reglamento. Entonces comprendí que se trataba de privar de mis socorros y de mi compañía a los prisioneros y a mi novio, por cuya pérdida se interesaban muchos; desde entonces Spies y yo resolvímos ser marido y mujer ante la ley. Mis padres no se opusieron a mi casamiento que vino a ser, por lo tanto, un asunto que sólo a dos personas afectaba. Pero una cuadrilla de periodistas, valientes bandidos algunos de ellos, se enfurecíeron y me insultaron cuando nuestro casamiento fue del dominio público. Aunque hubiese cometido el crimen más horrendo, esos cumplidos caballeros no me hubieran maltratado como lo han hecho. Si yo fuera una niña pobre y extranjera no hubieran dicho una palabra. Pero soy una joven americana, de familia rica y distinguida, que ha seguido los impulsos de su corazón, y por eso soy una loca que tengo la cabeza transtornada por las novelas.

Si me hubiese casado con un viejo vicioso e inválido, pero poseedor de grandes riquezas, esos moralistas me hubieran colmado de alabanzas y muchos de mis hermanos en Jesucristo dirían a sus hijas: Tomadla por ejemplo. He aquí una joven sensible.

Yo prefiero la censura de esa sociedad moral que no puede comprender un verdadero amor, duplicado por la mancomunidad de ideas y por la desgracia. En cambio me enorgullezco de mis nuevos amigos, que son las personas capaces de apreciar un amor puro y desinteresado.

Nina Van Zandt.

Como prueba de que los acusados tuvieron el inefable consuelo de ser comprendidos por los suyos, reproducimos la carta que la madre de Lingg dirigió a éste antes de su muerte.

Dice así:

Yo también como sabes he luchado duramente para tener pan para tí, para tu hermana y para mí misma, y es tan cierto como ahora existo que después de tu muerte estaré tan orgullosa de tí como lo he estado toda tu vida. Declaro que si yo fuese hombre, hubiese hecho lo mismo que tú.

Una tía de Lingg que no tenía hijos y amaba a Luis entrañabremente, escribía también:

Querido Luis: Suceda lo que quiera, aunque sea lo más malo, no te demuestres débil ante esos miserables.

La esposa de Parsons pronuncio estas su sublimes palabras: Si de mi depende que Alberto pida perdón, que lo ahorquen.

Algunos periódicos americanos indicaron la especie de que los presos habían caído en un gran desaliento y que estaban arrepentidos de su crimen.

Las siguientes cartas, muestra elocuente de profundas convicciones y de una energía superior, es el mentis más solemne que puede darse a esa prensa vanal e hipócrita, que falta de toda noción de humanidad, ha aplaudido ahora la ejecución y antes quiso, apuntando la idea del arrepentimiento, demostrar, no tan sólo la cobardía, sino la confesión de crímenes que no existieron sino en la mente de un jurado prevaricador.



Carta de Adolfo Fischer

Hoy también muchos creen que el inmenso descontento de los trabajadores ha sido provocado por algunos malditos revolucionarios. Los que así habláis, ¿no sabéis leer los signos del tiempo? ¿No véis como se amontonan las nubes en el horizonte social? ¿No sabéis que la dirección de la industria y de los medios de cambio se concentra cada vez en menor número de manos? ¿Que los pequeños capitalistas son devorados por los grandes? ¿Que los créditos, bancos y asociaciones análogas sólo se fundan para generalizar la explotación de los trabajadores? ¿Qué según el régimen actual, a consecuencia del maquinismo cada vez queda mayor número de obreros sin trabajo? ¿Qué en algunas partes de esta inmensa República la mayoría de los agricultores se ve obligada a hipotecar sus tierras para satisfacer la sed de ganancias de las potentes sociedades? En una palabra, ¿que los ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres? ¿O ignoráis que todos esos males tienen su raíz en las actuales instituciones sociales, que permiten a una parte del género humano fundar su felicidad sobre la de la otra parte, que permite a un hombre esclavizar a sus semejantes?

En lugar de buscar remedio a esos males e ilustrarse sobre las verdaderas causas del creciente descontento, la clase directiva -valiéndose de la prensa y de la tribuna- calumnia el carácter, las ideas y los proyectos de los reformadores sociales, emplea el rompecabezas y los envía a la cárcel y al cadalso. ¿Dará eso gran resultado? Recuerdo a este propósito las palabras con que Franklin terminaba su folleto Receta para hacer pequeño un Estado grande, dedicado al gobierno inglés en 1776. Creeréis -decía- que todas las quejas son inventadas por algunos demagogos malavenidos con el orden, creéis que con prenderlos y ahorcarlos se tranquilizará todo. ¡Nada de eso! Prended y ahorcad a los agitadores, y la sangre de los mártires hará maravillas para la aceleración de nuestra causa.

Yo también digo a la clase dominante: Ahorca a los hombres de progreso que, sin ambición personal, han servido a la causa del trabajo y de la humanidad, pero su sangre hará maravillas para la destrucción de la sociedad actual, porque apresurará el advenimiento de una sociedad nueva. Magna est veritas et proevalebit (Grande es la verdad, y la verdad prevalecerá).

Adolfo Fischer


Carta de Luis Lingg

Amigos y compañeros: Los esfuerzos hechos por nuestros amigos y compañeros en general, y en particular por la sociedad de defensa para apelar al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, me imponen el deber de declarar explícitamente mi firme propósito de rechazar todo lo que sea pedir justicia a las autoridades.

Amigos y compañeros: No seré yo quien crea que se necesita una nueva afirmación del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, representación modelo de inmoralidad capitalista y de tiranía jurídica, para hacer abrir los ojos al pueblo americano, a fin de que vea la justicia que puede esperarse de la gente togada. Si alguno se figura que yo espero que el pueblo americano se levante el día señalado para mi asesinato jurídico, que deseche desde luego semejante ilusión. Tengo, pues, necesidad de combatir la idea errónea, dominante en algunos círculos mal informados, de que nuestros compañeros de Chicago están en el deber de conseguir nuestra libertad por la fuerza. Esto es un verdadero desatino, pues para obtener el triunfo sería necesario que el movimiento fuera general, y esto no es posible cuando se quiere, razón por la cual sería injusto acusar de falta de actividad o sobra de cobardía a nuestros camaradas.

Tengo el profundo convencimiento de que el sacrificio de mi vida o de las de todos nosotros ha de ayudar más el derrumbamiento del sistema capitalista que una condena temporal impuesta por el Tribunal Supremo.

Algunos ignorantes o perversos quizá interpreten mi deseo de dar terminada la lucha legal como un reconocimiento indirecto de culpabilidad y falta de fe y de esperanza.

Compañeros: No es mi ánimo aconsejaros cuál ha de ser vuestra línea de conducta en los días de brutalidad legalizada que se aproximan. Sólo tengo esto que deciros: Sed hombres. Con un viva a la Anarquía, me despido de vosotros: vuestro hermano,

Luis Lingg.


Otra carta redactada en los mismos términos que esta fue dirigida a los obreros por G. Engel.


Carta de Adolfo Fischer

Querido amigo Most:

Ya que no me quedan más de seis días de vida, quiero despedirme de ti. Ya sabrás por los periódicos que cuatro de nosotros han rehusado la gracia, es decir, la conmutación de la sentencia, y piden la libertad o la muerte. La libertad no nos será dada por los gobernantes, queda, pues, la muerte.

Tú comprenderás, Juan, que el recuerdo de mi querida esposa y de mis tres hijitos me atormenta el corazón, pero ... ¡lejos de mí, tentación! La revolución social tiene necesidad de fuerzas para hacerla marchar: nuestra noble causa tiene necesidad de mártires. Sea, pues. Me siento feliz por dar mi vida en holocausto a nuestra causa común.

Cuando los pobres jóvenes aldeanos, respondiendo al llamamiento de reyes y emperadores, se prestan voluntariamente a sacrificar su vida sobre el altar de la tiranía por la gracia de Dios, ¿no deben también los combatientes por la libertad verdadera, por la anarquía, dar su vida por el triunfo de nuestros grandes principios?

Debemos hacer como los indolentes que sólo profesan un principio en tanto que no tienen que arrostrar a nuestros adversarios que los anarquistas saben morir por sus principios, y yo, que he sido fiel a ellos, lo seré hasta la muerte. Te envío mi último saludo.

Adolfo Fischer.

P. S. Salud a los compañeros y amigos. Cuidad de que mi familia no perezca en la miseria y de que mis hijos reciban educación. Tu

Adolfo.


Carta de Spies, Schwab y Fielden al Gobernador de Illinois

Chicago, Noviembre 3 de 1887.

Al gobernador del Estado de IIIinois.

Señor:

Para que la verdad sea conocida por usted y por el público, representado en su persona, nosotros deseamos declarar que nunca hemos abogado por el empleo de la fuerza sino cuando sea indispensable para defensa propia.

Por tanto, acusarnos de haber intentado derribar el gobierno y las leyes el dia 4 de mayo de 1886 es falso y absurdo.

Todo lo que hemos dicho y hecho ha sido público y jamás hemos conspirado ni promovido motines para cometer actos ilegales.

Aunque no estamos conformes con el presente estado social, en nuestros discursos y en nuestros artículos jamás nos hemos salido de la ley y nuestras manifestaciones se han concretado a poner de relieve las iniquidades de que son víctimas los trabajadores.

El 4 de mayo, lejos de reunirnos para cometer un crimen, lo hicimos para protestar contra los que se habían cometido por los agentes del gobierno. Nosotros creímos que era nuestro deber, como trabajadores y amantes de la libertad, oponernos al uso de la fuerza, que atacaba sagrados derechos.

Siempre hemos trabajado por elevar la dignidad humana y por suprimir todo lo que en la sociedad actual conduce al crimen. Al proceder así, ningún interés nos guiaba, y millares de trabajadores reconocen esta verdad.

Estaremos equivocados en nuestras apreciaciones y tal vez amemos a la humanidad con poca inteligencia; pero la amamos.

Si la propaganda de nuestras ideas ha llevado al pueblo el convencimiento de que sólo por la fuerza podrá conseguir reformas en la actual organización social, nosotros lo lamentamos; pero no es culpa nuestra, sino de la sociedad, que se muestra sorda a las justas quejas de los oprimidos.

Nosotros lamentamos la pérdida de vidas de Haymarket, pero también lamentamos las de la fundición de Mc. Cormicks, las de San Luis y las de York Yard de Chicago.

Respetuosamente vuestros.

Augusto T. Spies. Miguel Schwab. Samuel Fielden.


Carta de George Engel al Gobernador de Illinois

A M. R. J. Oglesby, gobernador.

Yo, George Engel, ciudadano de los Estados Unidos y vecino de esta ciudad, condenado a muerte, he sabido que miles de ciudadanos han acudido a vos en súplica de indulto y en demanda de conmutación de la pena impuesta por la prisión perpetua. Yo protesto contra este acto, fundándome en mi plena inocencia; un inocente no tiene por qué pedir perdón, y como yo no aparezco convicto y confeso de haber cometido delito infamante, como no lo estoy del de asesinato o robo, sino que he sido acusado y sentenciado por emitir una idea al amparo de la ley fundamental del Estado, que garantiza el libre ejercicio de todos los derechos civiles y políticos; yo, como hombre primero y como cíudadano después, he hecho uso del derecho constitucional para dar a conocer a mis conciudadanos la opinión que tengo formada acerca del organismo social moderno y los medios que creo prudentes poner en práctica para transformar esa organización viciosa e injusta por otra que satisfaga las aspiraciones de los hombres de mi clase.

Y como quiera que es un delito infundado e ilusorio el que se me Imputa y los legisladores han prevaricado al interpretar la ley, así como los jueces al imponer la pena, yo, en nombre de los fueros de la humanidad, protesto contra la petición de clemencia, porque mi conciencia tranquila e inalterable me dice que no la necesito.

Recibid, señor, el testimonio de mi consideración.

George Engel.


He aquí las últimas cartas de los sentenciados:


Carta de Luis Lingg

Cárcel de Coocar Country, 6 de noviembre 1887.

Querido Lum. Me pediste ayer una carta para publicarla en The Alarm. Me parece que podrá interesarte la descripción de lo que he pasado y las consecuencías que deduzco.

Hoy es sábado, día en que los criminales no nos vemos interrumpidos en nuestras celdas, buena razón para acortar el día levantándonos tarde. De modo que a las nueve de la mañana me hallaba aún en brazos de Morfeo, cuando de repente se abrió mi celda. Mientras me frotaba los ojos y desperazaba, me ví fuertemente sujetado por dos hombres de ley que creyeron esta medida prudente a pesar de mi proverbial cobardía (según dijo Grinnell). En menos tiempo del que tardo en decirlo, me encontré fuera de mí celda, donde por fortuna no había señoras que pudieran fijarse en mi desnudez. Se me permitió por fin vestirme y calzarme. Cerca de mí contemplaba a mi bravo amigo Engel, a quien consideraban menos peligroso debido a su reciente indisposición (Se refiere al reciente envenenamiento de Engel, quien tomó una fuerte dosis de láudano para escapar a sus verdugos) y a quíen preguntaban benévolamente si quería dar un paseo por la cárcel.

En aquel momento tuve ocasión de ver que nuestras celdas eran registradas bajo la dirección de un inspector. Nada encontraron, y a eso de las once nos trasladaron a otras celdas. Después le tocó el turno a Parsons y Fischer, y por fin a Spies, Schwab y Fielden.

Mi celda esta situada en un recodo, con puertas de hierro, y vigilada por unos carceleros que reciben los encargos que los amigos y parientes mandan a los presos.

Los compañeros Fischer, Engel y Parsons, tienen sus celdas en el mismo piso que yo. Spies y Fielden ocupan las que tenían antes. Ya ves, querido amigo, como todo está en disconformidad con lo que cuentan tus apreciables colegas de la prensa diaria.

Gracias a la media luz de mi nueva celda, he podido leer un artículo del Sunday Chattering en que demuestra perfectamente que al ahorcarnos nada ganará la clase dominante. Deduce el articulista que una acción combinada de los condenados podría librarlos de la horca. Si se refiere a una petición de indulto o a otra humillación cualquiera, crea el Chattering que ni yo ni mis compañeros estamos dispuestos a pasar por ello.

El juez Mc-Allister ya ha declarado, y en eso está conforme con el Chattering, que a pesar de nuestra condena, la sociedad capitalista tendrá que luchar contra el incendio dentro de pocos años. ¿Y quién es ese buen juez? Un burgués de pura raza. ¿Necesito repetir que para lograr nuestras aspiraciones revolucionarias necesitamos, además de hablar y escribir, obrar con energía? Esto significaría desconfianza en mis radicales ideas; ya sabéis de sobra que no podría obrar de otro modo, aunque quisiese.

El desprecio que siento por el actual sistema de explotación y mi amor desinteresado por la verdadera libertad, me obligan a no pedir ni permitir que pidan por mí ninguna clase de clemencia. Por eso no he querido acceder a la petición de nuestro defensor, que me aconsejaba firmase una petición de indulto, junto con Parsons, Engel y Fischer.

No pudiendo escapar de la muerte sin faltar a mis príncipíos, ya comprenderás, querido amigo, que espero la muerte con calma y hasta con entusiasmo, pues considero cuán provechosa será a la causa de la anarquía. Comprendo, y conmigo lo comprende todo verdadero anarquista, que nuestra causa es de aquellas que necesitan que haya quien sacrifique su libertad y hasta su vida si es preciso.

Si he propagado la violencia es porque estoy cansado de que mis hermanos, los trabajadores, sean los únicos explotados, encarcelados y asesinados: la violencia ha de ser la señal de la próxíma revolución. La persistente acumulación de capital bajo el actual sistema de producir no permíte la elevacíón intelectual y económica del pueblo trabajador y tiende desgraciadamente a su degeneración. En realidad, el éxito de las persecuciones de los capitalistas contra los obreros ha deslindado los intereses de clase, como lo prueban los acontecimientos de los dos últimos años. De todo ello deduzco que nuestros gobernantes tienen la intención de aniquilarnos. Si he protestado contra la sentencia, es porque mucha gente, bajo el hipócrita pretexto de compadecernos, nos han hecho responsables de las desgracias ocasionadas por la bomba explosiva, desgracias que no estaba en nuestra mano evitar. Dejad ahora que se ejecute la sentencia, que a cambio de este asesinato de los rehenes, vendrá al final el aniquilamiento de todos los tiranos.

Ahora, querido compañero Lum, voy a cerrar esta carta, escrita con gran dificultad. Por el aspecto del manuscrito puedes juzgar de las comodidades de que dispongo. Si quieres publicarla, para que quede definida mi posición, es el último favor que te podré agradecer.

Por fin, te ruego hagas extensivo a mis amigos y compañeros mis cariñosos recuerdos y mi último adiós. En la imposibilidad de volverte a ver, amado amigo, te mando con el corazón un apretado abrazo. Con un viva la anarquía, se despide tu compañero.

Luis Lingg.


Carta de Adolfo Fischer al Gobernador de Illinois

Cárcel de Chicago, 10 de noviembre de 1887.

A M. Oglesby, gobernador de Illinois.

He sabido que se circulan peticiones pidiéndoos la conmutación de la pena de muerte que el tribunal ha pronunciado contra mí. Ante esa demanda simpática de una parte de la población, declaro que se efectúa sin mi autorización. Como hombre de honor y de conciencia no puedo pedir gracia. No soy criminal y no puedo arrepentirme de lo que no he hecho.

¿Pediría perdón por mis principios, por lo que creo justo y bello? Jamás. No soy hipócrita y no puedo intentar que se me perdone ser anarquista; al contrario, la experiencia de los dieciocho últimos meses ha afirmado mis convicciones. Se me pregunta si soy responsable de la muerte de los policías muertos en Haymarket; no responderé a esa pregunta mientras no declaréis que cada abolicionista era responsable de los actos de John Brown. No puedo pedir gracia, ni recibirla, sin perder el derecho a mi propia consideración. Si no puedo obtener justicia, si no puedo ser devuelto a mi familia, prefiero que la sentencia se ejecute.

Todo el que esté un poco al corriente de los acontecimientos, debe reconocer que esa sentencia ha sido inspirada en el odio de clases, en la excitación de la opinión pública por una prensa perversa, en el deseo que anima a la clase dominante de reprimir el movimiento socialista. Los partidos interesados niegan esto, y sin embargo no es más que la pura verdad, y estoy persuadido de que las generaciones venideras juzgarán nuestro proceso, nuestra sentencia y nuestra ejecución del mismo modo que hoy juzgamos las crueldades de los siglos pasados: la intolerancia y la preocupacion pretendiendo sofocar las ideas de libertad.

La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se pongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no será una excepción de la regla.

En todas las épocas, cuando la situación del pueblo ha Ilegado a un punto tal que una gran parte se queja de las injusticias existentes, la clase poseedora responde que las censuras son infundadas y atribuye el descontento a la influencia deletérea de ambiciosos agitadores.

Adolfo Fischer.


Carta de Spies al Gobernador de Illinois

Chicago, 6 de noviembre de 1887.

Al gobernador Oglesby

El hecho de que dos de los acusados han solicitado el indulto y los otros no, creo que no debe influir en vuestra decisión definitiva. Algunos de mis amigos han solicitado la libertad completa. Encontraban que era tan grande la injusticia que se les hacia, que no podían resolverse a pedir la conmutación de su pena por la inmediata, ya que se juzgaban inocentes. En cuanto a mí, no puedo pensar sin indignación en la posición en que se me ha colocado. Téngase en cuenta los hechos que, basados en la mentira, la ficción y la calumnia, ha divulgado la prensa con objeto de desacreditar a una gran parte del pueblo; estos hechos no los puede admitir un hombre honrado, imparcial y justo. Los condenados no han querido colocaros en una situación apurada, y la resolución definitiva queda a vuestra incondicional discreción. Os ruego que no os dejéis influir por la diferente manera de obrar que han tenido unos y otros acusados. Durante el juicio, se ha visto clara y palpablemente el deseo que tenían nuestros perseguidores de matarme a mí, sin necesidad de imponer a mis compañeros tan grave castigo. Todo el mundo tiene la convicción de que nuestros acusadores se hubieran contentado con una sola vida: pues que sea la mía. Grinnell lo ha dicho bien claro. No necesito protestar de mi inocencia. Dejo al juicio de la historia el cuidado de rehabilitarme. Pero a vos os pregunto: Si hay necesidad de sangre, ¿no os basta la mía?

El fiscal de Cook Country no pide más. Tomadla, pues, tomad mi vida. La cedo gustoso con tal que quede satisfecha vuestra bárbara venganza, y que dejéis vivir a mis queridos compañeros. Yo sé que cada uno de éstos está tan dispuesto a morir como yo, y tal vez más. No es, pues, creyéndoles hacer un favor por lo que hago este sacrificio de mi existencia; lo hago para bien de la humanidad, del progreso y del racional desarrollo de las fuerzas sociales, que han de colocar al mundo a un nivel mucho más elevado y justo. En nombre de las tradiciones de esta nación os aconsejo que no autoricéis el asesinato de siete hombres cuyo único crimen consiste en la convicción de sus ideas y en sus trabajos, que más que a ellos han de aprovechar a la futura generación. Y si el asesinato legal es necesario, contentaos con uno, y pueda mi sola sangre apagar vuestra sed.

A. Spies.


Carta de Parsons

Soy internacional: mi patriotismo va más allá de las fronteras que limitan una nación: el mundo es mi patria, todos los hombres son mis paisanos Eso es lo que el emblema de la bandera roja significa; ella es el símbolo del trabajo libre, del trabajo emancipado.

Los trabajadores no tienen patria: en todas partes se ven desheredados; América no es una excepción de la regla.

Los esclavos del salario son instrumentos que alquilan los ricos en todos los países; en todas partes son parias sociales sin patria ni hogar. Así como crean toda la riqueza, así también riñen todas las batallas, no en provecho propio, sino de sus amos.

Esta degradación tendrá un término: en el porvenir, los trabajadores sólo pelearán en defensa propia, trabajando sólo para sí y no para otros.

Todas las evidencias -dice- han demostrado, no mi culpabilidad, sino mi inocencia; he sido convicto de anarquista, no de asesino; me presenté voluntariamente a los tribunales para ser juzgado con imparcialidad; el resultado ha sido un crimen jurídico.

Los amantes de la justicia están interesados en que se conmute la sentencia por la prisión perpetua; por esto les doy las gracias, pero soy inocente; soy sacrificado por aquellos que dicen: Estos hombres pueden no ser culpables, pero son anarquistas. Estoy dispuesto a morir por mis derechos y por los derechos de mis compañeros, pero rechazaré siempre con energía el ser condenado por falsas y no probadas acusaciones; así es que no puedo aceptar el esfuerzo que se hace para conmutar la sentencia de muerte en la de prisión perpetua.

Tampoco apruebo ninguna otra apelación ante la ley, porque entre el capital, que es aquí el legal, y los tribunales, la decisión siempre ha de ser a gusto de los que poseen.

Apelar a ellos sería la humillacíón del esclavo ante el amo que lo tiraniza.

No supe que era anarquísta hasta que se me llevó a los tribunales; ellos me lo han hecho ver claramente.

No pido clemencia; sólo quiero justicia.

Terminaré repitiendo las palabras de Patrick Henry: Dadme la libertad o dadme la muerte.

A. R. Parsons.


En los anteriores documentos se hecha de ver que entre los sentenciados había desde el más templado socialista hasta el más extremoso anarquista. La situación del socíalismo, genéricamente hablando, era en Norteamérica, por aquella fecha, próximamente la misma que en Europa en los primeros tiempos de la Internacional. En esta asociación no sólo andaban confundidos socialistas, anarquistas y sindicalistas, sino que tambíén las palabras socialismo y anarquía no implicaban diferencia esencial. Al principio, los mismos demócratas socialistas actuales invocaban la anarquía.

Lo que antes sucedió en Europa, sucedió luego en América.

Así se explica cierta vaguedad y contradicciones de los procesados en cuanto a las doctrinas se refiere, y así también se comprende cómo tan diversas tendencias coincidieron fácilmente en una acción común.

La burguesía y los tribunales americanos tampoco quisieron hacer distingos; a todos condenaron, porque lo que se proponía era aplastar la cabeza a la fiera proletaria.

Los abogados defensores intentaron que la causa fuese repuesta al estado de sumario. Uno de sus principales fundamentos era la declaración de E. A. Estevens, en que se hacía constar que Otis S. Tabor, reputado comerciante de Chicago y amigo íntimo del alguacil especial Rice, había asegurado que éste le dijera en cierta ocasión que todo estaba preparado convenientemente a fin de constituir un jurado de tal modo que los acusados fueran irremisiblemente llevados a la horca. No obstante esto y los sobrados fundamentos de que disponía dicha defensa, no pudo obtener el cumplimiento de sus generosos deseos.

Entonces se apeló al Tribunal Supremo de Illinois, pero fue también en vano.

De todos los países se dirigieron peticiones de conmutación de pena al gobernador de aquel Estado, también inútilmente. El capitalismo había dicho su última palabra.

La situación de los presos era la siguiente:

Lingg sabía que iba a morir y se decidió a perecer con sus carceleros antes que dejarse matar como un perro por sus verdugos. En su celda tenía dos bombas, la una redonda y la otra un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en un extremo. Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor. Habíase hecho un registro en su celda y nada se pudo descubrir.

El sábado a la tarde, Engel intentó envenenarse con una botella de láudano que hacía tiempo le había transmitido su mujer, bebiéndose su contenido. El guardián de Engel vióle en la agonía. Se llamó al médico a toda prisa y se le hizo tomar eméticos, obligándole a ir al patio y permanecer en él durante dos horas. Se le volvió a la vida para ahorcarle tres días después.

Se practicaron entonces nuevos registros, y en la celda de Lingg se encontraron cuatro bombas. Sin embargo, Lingg no se dio por vencido. El domingo escribió una carta altanera burlándose de sus enemigos. Volvióse a registrar su celda y no se halló nada.

El 10 por la mañana, el vigilante de Lingg vióle encender un cigarro con una bujía, e inmediatamente oyóse una detonación. Lanzáronse en la celda, llena de humo. Lingg hallábase tendido en el suelo, con la cabeza abierta por largas y anchas heridas y las carnes del cuello levantadas, rota la mandíbula y agujerado el cráneo.

Todavía agonizaba, bañado en sangre. Al cabo de cinco horas de horribles sufrimientos, expiró.

Se había suicidado con una pequeña cápsula de una pulgada de largo llena de fulminato de mercurio. Un diminuto tubo cubierto con cebo, fácil de ocultar en la palma de la mano, le había dado la muerte. Otros tubos semejantes fueron hallados en su celda. Sin duda estaban destinados a sus compañeros de prisión.

¡Era un héroe!

No han podido ahorcar a Lingg los buitres capitalistas. La memoria de aquel joven vivirá en todos los nobles corazones, recordando cómo un hombre que paga con la vida, sabe burlarse de sus verdugos hasta con la muerte.

Neebe empezó a cumplir su condena de quince años de reclusión.

Schwab y Fielden habían sido indultados de la pena de muerte y recluidos a perpetuidad.

Cuando Fielden y Schwab supieron que les había sido conmutada la pena, la tristeza se apoderó de su ánimo y repitieron que preferían la muerte instantánea a la muerte lenta.

En la cara de Fischer y Engel no asomó muestra de la más pequeña impresión. Spies declama una enérgica arenga contra los asesinos. Engel conversó toda la noche del día diez con el guardia, contándole historietas y propagándole la anarquía. ¿No teméis la muerte?, preguntaba el guardia. Ya lo véis, respondió Engel. Lo mismo que Fischer, tenía Engel el sentimiento de no haber podido hacer lo que había hecho Lingg. Parsons también conversó toda la noche, y cuando no podía, cantaba o se paseaba.

Spies rechazó al cura metodista que le envenenaba los últimos momentos de su vida.

Voy a rogar por vos -dijo el cura.

Rogad por vos, si creéis útil perder el tiempo en eso -respondió Spies-. Después se puso a escribir y luego a conversar con sus dos guardias nocturnos sobre la anarquía, la lucha social y la farsa de los tribunales.

Durante este tiempo el ruido de los martillos anunciaba que en el patio estaban levantado el cadalso.

Todos los acusados han oido perfectamente este ruido -dijo el telégrafo-, pero nadie pareció afectarse.

Al aproximarse el día todos se durmieron profundamente. Cuando se levantaron se dedicaron a escribir y a responder a los numerosos telegramas que recibieron de muchas partes. Engel, visitado de nuevo por el pastor metodista sostuvo con él una discusión teológica. Fischer contó a su guardián que había soñado con su casa de Alemania y que había vuelto a la edad de la infancia, teniendo en su cerebro todos los recuerdos de la niñez.

Mientras tanto, se había levantado en el patio cuatro horcas y los verdugos ensayaban la nueva trampa.

En la cárcel se presentó la esposa de Parsons con sus dos niños y la señorita Holmes.

Solicitó de todo el mundo una última entrevista con su marido y por todos le fue negada. Entonces, viendo a sus niños ateridos de frío y con lágrimas en los ojos, suplicó que los condujeran a la celda de su padre para que les diera el último beso. ¡También esto le fue negado! Resueltamente penetró en la cárcel gritando: ¡Matadme con él! La respuesta fue encerrar a las dos mujeres y a los niños en una habitación desde donde les dijeron que lo verían pronto.

Los guardianes de la cárcel intentaron convencer a Miss Holmes de la necesidad de que llevase a su casa a la compañera de Parsons. Y porque protestó y se negó a hacerlo, se le trató brutalmente, encerrando a todos, incluso a los niños, en celdas de piedra, donde permanecieron hasta las tres de la tarde.

La prensa burguesa dijo que se las había detenido por desacato a la autoridad y por arengar al pueblo, asegurando que se las había tratado muy bien, cuando no se les ofreció ni un vaso de agua y se tuvo la crueldad de anunciarles a las doce próximamente que todo había concluido.

Entretanto había llegado el momento fatal para los condenados.

Fischer entonó La Marsellesa y sus compañeros le contestaron desde sus celdas cantando el himno revolucionario.

A las once y cincuenta minutos se les vino a buscar.

Los cuatro emprendieron el camino cantando La Marsellesa, que resonó en las calles de Chicago, con fúnebre eco, como la última despedida que daban al mundo los que iban a sacrificar sus vidas en holocausto a la emancipación del proletariado.

La vista del tétrico patíbulo no conmovió en lo más mínimo el ánimo sereno de Spies, Parsons, Engel y Fischer, que si bien consagraron, a no dudarlo, un recuerdo a sus esposas e hijos, dedicaron su último pensamiento a la causa por ellos tan querida.

Las últimas palabras pronunciadas por nuestros amigos fueron:

Spies.- ¡Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces que hoy sofocan con la muerte!

Fischer.- ¡Hoc die Anarchie!

Engel.- ¡Hurra por la anarquía!

Parsons, cuya agonía fue horrorosa, apenas pudo hablar, porque instantáneamente el verdugo apretó el lazo e hizo caer la trampa. Sus últimas palabras fueron estas:

¡Dejad que se oiga la voz del pueblo!

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