Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO - La odisea de Gaspar Allende, Plutarco Gallegos y Miguel Maraver AguilarCAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO - Vida, lucha y prisiones de Manuel M. DiéguezBiblioteca Virtual Antorcha

LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO

VIDA, LUCHA Y PRISIONES DE ESTEBAN BACA CALDERON


Sus primeros pasos.

Hijo de una familia de tradición liberal y no muy boyantes posibilidades económicas, Esteban Baca Calderón nació en 1876 en Santa María del Oro, del entonces Territorio de Tepic. Allí cursó la instrucción primaria y en la ciudad de Tepic hizo sus estudios preparatorios e ingresó a la Escuela Normal, donde obtuvo el título de profesor con calificación sobresaliente. Luego fue designado maestro del mismo plantel, y poco más tarde director de la Escuela Superior cuando se implantó en el Territorio la reforma educativa basada en los principios liberales.


A Sinaloa.

Dice el historiador Morales Jiménez que en aquella época de opresión casi todos los jóvenes enemigos del encierro porfirista buscaban el oxígeno de la libertad en marchas forzadas hacia el norte, y que Calderón no habría de ser una excepción. En efecto, este futuro y gran luchador, abandonando, aunque no definitivamente, la cátedra magisterial, se encaminó al Estado de Sinaloa, radicándose en Mazatlán, donde como lo hacían Amado Nervo y Heriberto Frías, colaboró en El Correo de la Tarde, para en seguida irse a trabajar, junto con Francisco Ibarra, a la negociación minera de Guadalupe de los Reyes.


A Sonora.

En este mineral permaneció trabajando algunos meses, y continuando su peregrinación hacia regiones más septentrionales, a mediados de 1904 dirigió sus pasos al Estado de Sonora, donde al llegar pudo darse mejor cuenta de las infamias que el gobernador Izábal cometía con los indios yaquis y yoris, fomentando el odio entre ellos para que permanecieran en guerra interminable, apresando a muchos y complaciéndose en presenciar el tormento que se les aplicaba; en fin, arrebatándoles sus propiedades para remitirlos como esclavos a Yucatán, a Quintana Roo y al Valle Nacional.


A Cananea.

Después de nueve meses de estancia en Hermosillo y otros lugares, Calderón marchó al mineral de Cananea, adonde llegó en marzo de 1905, obteniendo trabajo primeramente en la fundición, luego en la mina Oversigth, y más tarde ingresó al personal destinado a la extracción del metal, manejando carros con capacidad de media tonelada, que se movían sobre rieles y que había que llenar a fuerza de pala.

Desde que llegó a Cananea, donde volvió a reunirse con Francisco Ibarra, circulaba entre los mineros nacionales el periódico Regeneración, en que como se ha dicho, se invitaba a todos los mexicanos a engrosar las filas del Partido Liberal para luchar contra la Dictadura y poner fin a sus inquietudes, tales como "las consignaciones arbitrarias al Ejército, los despojos de tierras, la inicua explotación del obrero y del campesino, etcétera", e implantar además otras muchas reformas sociales que eran de urgente necesidad en la República.


La Unión Liberal Humanidad.

Entonces Calderón, Ibarra y Manuel M. Diéguez, este último ayudante del pagador de la mina Oversigth, hicieron una labor de convencimiento para que los mineros que consideraron más conscientes y capacitados para comprender los peligros que entrañaban los preliminares de una rebelión, ingresaran al Partido Liberal, al cual ellos ya pertenecían desde hacía tiempo; y en la noche del 16 de marzo de 1906 se reunieron con unos quince de sus compañeros de trabajo en el domicilio de uno de ellos, Cosme Aldana, donde con su concurso deliberaron y resolvieron fundar la ya citada agrupación secreta Unión Liberal Humanidad, que obraría de acuerdo con todas las resoluciones de la Junta Directiva del Partido, y de la cual sería auxiliar en el mineral de Cananea.

Esa misma noche Calderón, después de haber expuesto algunas consideraciones de carácter social, de la ineficacia del sufragio para obtener el cambio de los hombres en el poder y de procedimientos gubernativos que garantizaran el bienestar de todos los ciudadanos, refiriéndose, especialmente a la situación por que atravesaba la clase obrera, dijo lo siguiente con la aprobación unánime de sus oyentes:

Si hoy la clase humilde, a la que me honro en pertenecer, se uniera para reclamar justicia en el pago de su trabajo, los caciques, viles lacayos del capitalista, nos perseguirían irremisiblemente; bien comprenderían que en seguida nos uniríamos también para derrocarlos del poder y exigirles responsabilidades.

Calderón, Ibarra y Diéguez continuaron luchando por obtener nuevas adhesiones al Partido Liberal y por conseguir el mejoramiento de las condiciones en que se hallaban los trabajadores mexicanos, labor en la que mucho les ayudó el Lic. Lázaro Gutiérrez de Lara, muy popular y estimado entre los mineros por su generosidad y elevados sentimientos humanitarios, quien les prestó todo su apoyo, y que para reforzar sus trabajos estableció en la parte baja del mineral una nueva agrupación igualmente secreta que, según he manifestado, denominó Club Liberal de Cananea, y la cual no estaría integrada exclusivamente por los trabajadores de la factoría, sino también por elementos del sector popular de la población.


Colaboran en el Programa del Partido Liberal.

Prevaleciendo esta situación, la Junta Revolucionaria de San Luis, Missouri envió una circular a todas las agrupaciones liberales conectadas con la Junta para que aportaran el contingente de sus luces en la redacción del Programa del Partido Liberal. El documento lo recibieron los luchadores de Cananea en abril de 1906, por lo que, consecuentes con sus convicciones, su experiencia y educación liberal, se refirieron una vez más, como dice el mismo Calderón, a la imperiosa necesidad de decretar la reivindicación de las tierras de que fueron despojadas las tribus yaqui, mayo y en general, todas las comunidades indígenas esparcidas en todo el país. Condenaron la discriminación racial que padecían en su propio suelo y proclamaron la necesidad de expedir leyes protectoras de la clase obrera en general. Invocaron también la necesidad de hacer extensiva la enseñanza laica a todas las escuelas particulares. Recomendaron la confiscación de los bienes del Clero en manos de testaferros y el robustecimiento de los lazos de unión con los países latinoamericanos, e invocaron igualmente la imperiosa necesidad de implantar el principio de la No Reelección y la efectividad necesaria en el juicio de amparo.

Estas -agrega Calderón- fueron las ideas fundamentales de los liberales ilustrados de aquellos días, y fue Juan Sarabia, Vicepresidente del Partido Liberal, quien recogió todas las aportaciones literarias y les dio forma definitiva en el sensacional Programa del Partido Liberal, que contiene cincuenta y dos postulados, y que fue publicado en Regeneración el primero de julio de 1906 (1).


Calderón y la huelga.

Entre tanto, los mineros mexicanos continuaban siendo víctimas de injusticias, pues aparte de la diferencia de sueldos y horas de trabajo que en todo favorecían a los americanos, aquellas injusticias llegaron al colmo cuando en la noche del 31 de mayo, según afirma Calderón, dos mayordomos de la mina Oversigth informaron a los rezagadores y carreros que desde el día siguiente la extracción del metal quedaría sujeta a contrato. Esto no quería decir que los obreros se convertirían en contratistas ni que se les obligaría a trabajar en lo sucesivo a destajo, por los consabidos tres pesos de salario. El contrato de extracción de metal se celebraba entre los dos mayordomos citados y la compañía. En consecuencia, los mayordomos quedaban facultados para reducir el número de trabajadores y recargar la fatiga en los que continuaran en servicio. Se les daba a los contratistas la oportunidad de alcanzar muy fuertes ingresos metálicos a costa del esfuerzo de los mexicanos.

Tal intento de explotación desenfrenada, que humillaba a los hombres de nuestra raza, no sólo causó indignación entre los trabajadores afectados, sino también entre los barreteros y ademadores nacionales, y despertó, además, las simpatías entre los unionistas extranjeros que trabajaban en la Oversigth.

Prosiguió Calderón diciendo que en la madrugada del primero de junio, antes de que llegara la hora de dar por terminada la jornada de trabajo nocturno, aquel conglomerado de mineros integrado por rezagadores y carreros, por barreteros y ademadores, todos mexicanos, se amotinó a la salida de la mina precisamente a las puertas de la oficina de la misma y prorrumpió en gritos de ¡Cinco pesos y ocho horas de trabajo! ¡Viva México!; que inmediatamente resurgieron otros gritos por los que se les llamaba a él y a Diéguez para que encabezaran aquella manifestación de protesta contra los abusos de la compañía; y que cuando él, atendiendo el llamamiento, llegaba a la mina Oversigth, el jefe de la policía de los campos mineros, un tal Fermín Villa, arbitrario y altanero, modelo de esbirro de la dictadura, pretendió capturarlo apoyado por diez o doce policías, pero que en el acto lo rodearon los mineros, amenazándolo con los candiles de la mina, que tenían la forma de alcayata y como treinta centímetros de longitud, diciéndole: A este hombre no lo toca usted.

A las diez de la mañana del mismo día los trabajadores mexicanos de las demás minas ya habían secundado el movimiento iniciado por sus compañeros de la Oversigth, y poco más tarde hicieron lo propio los de la Fundición y de la Concentradora de metales, de tal manera que ya para las doce horas de aquel primero de junio la huelga había abarcado a todo el mineral, Todos los huelguistas, en número de 5300 nombraron como delegados a Calderón, Diéguez, Enrique Ibáñez, Ignacio Martínez y otros nueve de sus compañeros, para que presentaran a la compañía su inconformidad por la discriminación de que eran víctimas, e hicieran sus peticiones de mejor salario y disminución de horas de trabajo; pero habiendo calificado de absurdas tales demandas el apoderado de la empresa, Calderón, en términos enérgicos y convincentes, le hizo ver que lejos de ser absurdas eran perfectamente correctas y legítimas, puesto que solamente reclamaban lo justamente exigible, consideración en el trato, no más humillaciones y cinco pesos por ocho horas de trabajo, en tanto que los americanos recibían una retribución mínima de siete pesos por la misma jornada, y ostensiblemente se les distinguía concediéndoles labores menos pesadas y proporcionándoles higiénicas y amplias habitaciones, mientras que los trabajadores nacionales se veían en la necesidad de vivir en humildes casas que por lo general carecían de todo género de comodidades.


La represión.

Después vino la violencia, una violencia poco común, que revistió en grado máximo los caracteres de un verdadero salvajismo. En vez de ser atendidos en sus justas reclamaciones, muchos de los obreros, como se ha dicho, fueron asesinados en las calles de Cananea, en tanto que otros eran asimismo ametrallados o sumidos en la cárcel de la población por las tropas americanas que habían sido llevados al mineral por Izábal, el gobernador de petate, que entre sus secuaces el general Luis Torres y otros, fue quien más elocuentemente se exhibió durante la huelga como un imbécil y un traidor (2).


La prisión.

Entre los trabajadores que las hordas invasoras capturaron en las calles de Cananea no se hallaban Diéguez y Calderón, sino que éstos, junto con otros compañeros, fueron arrestados el 5 de junio en el despacho que provisionalmente había establecido en la misma población el jefe de la Zona Militar, general Torres, adonde habían sido llevados con engaños, diciéndoles que dicho pretoriano los llamaba para escuchar y resolver sus peticiones.

En Cananea, los dos prisioneros fueron sujetos a un falso proceso en que el pedimento del Ministerio Público no podía ser más monstruoso, ya que nada menos solicitaba que se les aplicara la pena capital, por los delitos de rebelión y asesinato; pero al fin el Juez de Primera Instancia los condenó a quince años de prisión y trabajos forzados. No conformes, como era natural, con tan terrible sentencia, interpusieron el recurso de revisión de su causa, que pasó al Tribunal Superior de Justicia del Estado, y en seguida fueron conducidos a la Penitenciaría de Hermosillo. Después de dos años de estar en esta prisión, o sea en julio de 1908, los ministros de dicho Tribunal, tan pervertidos y cobardes como el Juez de Primera Instancia, confirmaron la sentencia, enmendándola solamente en el sentido de que los absolvía del delito de rebelión, por lo cual quedaban en la degradante categoría de reos del orden común sobre quienes pesaba el estigma de asesinato, y la pena definitiva que se les impuso fue la de quince años de prisión y obras públicas, la que deberían extinguir en la fortaleza de San Juan de Ulúa. En vista de semejante situación acudieron al recurso de amparo ante la Suprema Corte de Justicia, fundándose en todas las violaciones de ley, pero pasado algún tiempo les fue negado. La inicua sentencia, agrega Calderón, vino a señalar hasta dónde pudo llegar la cobardía y el servilismo del Juez de Primera Instancia, de los ministros del Tribunal Superior y aun de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia, todos sin conciencia, sin dignidad profesional, ciegos instrumentos de la dictadura, el peor enemigo del proletariado.


A San Juan de Ulúa.

Después de habérseles negado el recurso de amparo, Calderón y Diéguez permanecieron todavía largos meses en los calabozos de la Penitenciaría de Hermosillo, hasta que en agosto de 1909, no sin haber rechazado antes con altivez y dignidad un ofrecimiento que el general Torres les hacía de ponerlos en absoluta libertad si deponían su actitud de independencia y rebeldía, fueron remitidos en calidad de criminales al Castillo de San Juan de Ulúa.

Gravitando sobre ellos tan tremenda sentencia y además condenados a servir en obras públicas, al llegar a la fortaleza, después de vestirlos con saco y pantalón rayado, fueron encerrados en una de las galeras destinadas a los reos comunes, de donde junto con éstos y bajo la vigilancia de torvos capataces, se les sacaba diariamente para desempeñar diversos trabajos de conservación del Castillo. En esta forma permanecieron algún tiempo, al fin del cual, por reiteradas gestiones de los médicos tuvieron la fortuna de ser comisionados en la enfermería, alcanzando con ello un gran beneficio al ser tratados cortésmente por los mismos profesionistas, que les guardaban especiales consideraciones. Así transcurrieron algunas semanas, pero a causa de intrigas que el practicante, tipo porfiriano que los odiaba por sus luchas en favor de los obreros, urdió en su contra ante el sicario Grinda, y particularmente en perjuicio de Calderón, éste fue privado de dicha comisión y nuevamente se le obligó a desempeñar los mencionados trabajos, así como otros en varios talleres del presidio y a acarrear el carbón mineral para los barcos mercantes y de guerra que se hallaban anclados en las cercanías de la fortaleza; y al mismo tiempo que entre golpes de los capataces ejecutaba estos trabajos, en que daba dolor verlo todo tiznado, según expresión de Juan Sarabia, se le encerraba por las noches en un inmundo calabozo, donde continuó sufriendo el maltrato y las insolencias de los desalmados carceleros.


Un escrito de Calderón.

En vista de las pésimas condiciones en que se hallaban los presos de San Juan de Ulúa, el diario La Opinión, que se editaba en la ciudad de Veracruz, había emprendido una campaña en favor de los mismos, donde a la vez que publicaba artículos abogando por que cesaran las infamias de que eran víctimas, daba a conocer los remitidos que los propios cautivos le enviaban y en que exponían sus penalidades y sufrimientos. Enterado de esta labor humanitaria, Calderón, por los consabidos conductos secretos, en abril de 1910 mandó una carta al director del citado periódico, y de la cual transcribo lo siguiente en la inteligencia de que eso de las borracheras y demás cosas relativas de que trata la misma carta son un cuento en lo que respecta a Calderón y los otros luchadores, ya que exclusivamente se refieren a los reos del orden común:

Muy señor mío:

Altamente agradecido por el interés que toma su ilustrado periódico en mejorar nuestra condición de presos, me dirijo a usted en nombre de todos mis compañeros de infortunio, para hacerle presente nuestra eterna gratitud, suplicándole a la vez que no desmaye en su meritoria labor, como es nada menos que velar por los desheredados del destino.

Aquí, señor Director, habemos más de ochocientas almas que están amenazadas con la terrible epidemia de la viruela que se ha desarrollado entre los presos, en quienes han aparecido ocho casos en la actualidad y que amenaza cundir dadas las condiciones antihigiénicas en que se encuentra toda la prisión. En los calabozos no sólo reina la más completa obscuridad, sino que se encuentran excesivamente húmedos, y en ellos existen también las cubas pestilentes donde hacen sus necesidades todos los presos, y como los calabozos no tienen ninguna ventilación, los miasmas deletéreos que despiden esas cubas nos asfixian, nos matan, y sepa Dios cuántos tendremos que sucumbir en esta época de los calores. Aquí no hay inodoros apropiados, y sería bueno que su periódico excitase a las autoridades militares para que se nos instalen, toda vez que los presos proporcionamos al Gobierno con nuestros trabajos que explota, lo suficiente para llevar a cabo estas mejoras; porque hay que advertirle, señor Director, que muchos de nosotros desempeñamos los trabajos de herrería, carpintería, albañilería y hasta de mecánica en los talleres del Arsenal Nacional, sin recibir más emolumento que ochenta y cuatro centavos semanarios, no obstante que hacemos el mismo trabajo que los operarios que cobran cuatro y cinco pesos diarios.

Nosotros descargamos todo el carbón de piedra que el Gobierno recibe y cargamos de él a los transportes de guerra, y después de esta faena dura y pesada, venimos a recibir un alimento deficiente y malo, pues el rancho que se nos da puede competir con el que se da en el Valle Nacional ...

... Hace más de dos años que no se nos da ropa interior y los palos son aquí plato del día; y lo matan a uno a palos sin que a nadie le importe nada, bastando que a uno le encuentren una botella de aguardiente, no obstante que aquí hay cantina pública. Trabaje usted, señor Director, por que se suprima este comercio, porque es un perjuicio para nosotros, que cuando nos emborrachamos no solamente nos dan de palos y nos meten al calabozo, sino que perdemos nuestra libertad preparatoria ...

... Haga usted, señor, por que se nos suprima la cantina y los palos, pues los capataces son todos sanguinarios; que el garrote y nervio de toro que usan no les sirva nada más que para defenderse, en vez de utilizarlo como lo hacen en golpear a los hombres borrachos e indefensos ...


En libertad.

Después de haber enviado esta carta, que no dio ningún resultado por la sencilla razón de que todas las gestiones que las personas de buenos sentimientos hacían para mejorar las condiciones de los cautivos eran sistemáticamente rechazadas, Calderón permaneció todavía más de un año en la fortaleza, ya que junto con Diéguez no salió de la misma sino hasta agosto de 1911, o sea tres meses después de que el viejo Dictador se embarcó rumbo al destierro.

Ya una vez en libertad y encontrándose en Veracruz de paso para el norte del país, los dos luchadores fueron entrevistados por un reportero de El Dictamen con objeto de que le expusieran lo que habían sufrido durante su encarcelamiento y le manifestaran su opinión sobre diversos asuntos de actualidad. De dicha entrevista, que sostuvo Calderón y el reportero público en su periódico en el mismo mes de agosto, reproduzco lo siguiente:

Calderón: - Ruego a usted haga presente nuestro profundo agradecimiento a la prensa y a todas las personas que hicieron extensiva hasta nosotros su piedad, como un lenitivo enviado a la desgracia.

Reportero: - Serán obsequiados los deseos de ustedes, se los aseguro, y los felicito cordialmente por su liberación.

Calderón: - ¡Ah ... gracias! Acabamos de salir de aquella ergástula asesina, nido de la desesperación humana, y nuestra dicha no es completa ni lo será, porque nunca olvidaremos una mutilación de cinco años de vida (3).

Reportero: - Revéleme usted sus impresiones sentidas en la Bastilla.

Calderón: - Mi condición de víctima del absolutismo me asegura la benevolencia pública, mas no debo cansar la atención de nadie, por lo que omito lo que todos saben, y sólo digo a usted, que las penas físicas que nos ocasionaron las pésimas condiciones del arcaico presidio, son una caricia comparada con las penas puramente morales que en repetidas ocasiones ponían en ascuas nuestro dolorido espíritu.

Reportero: - Expréseme usted todo su pensamiento. Continúe usted.

Calderón: - Me refiero a las penas que sufre un hombre indefenso cuando ama la causa de la justicia y de la fraternidad humana y se ve escarnecido, sin motivo ni razón, por individuos de baja estofa, pero con entorchados, y sin poder unir su esfuerzo al de sus hermanos en lucha noble por la libertad.

Reportero: - Es sensible que entre los militares haya todavía personas que tan mal entienden su papel.

Calderón: - Sí, es doloroso; y será la peor desgracia que el ejército en general se obstine en su absurda interpretación del principio de autoridad, sin evolucionar abiertamente en el sentido de la moderación y del respeto a la libertad política como lo exige el espíritu del progreso. Algunos residuos de la tiranía son tan atroces que intencionalmente buscan motivo para escarnecer en la persona débil, del indefenso, a la razón, a la justicia, a la dignidad, arrastrados por un impulso de orgullo necio y por instintos bestiales, desplegando tanta mayor inquina cuanto más ilustrada y digna sea la víctima ... Enaltecidos artificiosamente por su servilismo y por el favor oficial, ellos fueron los más valiosos instrumentos de aquel régimen basado en el despotismo y el atentado, y hoy todavía reclaman respeto y honores. Son los árbitros absolutos del destino de miles de desvalidos. Esto es atroz, inconcebible, es un sarcasmo como vil escupitajo a la fe pública. Invocando el sacrificio de los mártires de la libertad, el infortunio de los huérfanos, el dolor de las viudas, la desesperación de las madres, exhorto y conjuro a la Revolución para que, sin más demoras ni miramientos, extienda su licencia absoluta, irrevocable, a todos los jefes y oficiales sin ilustración y sin conciencia, ni criterio, indiferentes al hermoso ideal de la fraternidad humana.

Reportero: - ¿Usted ha cumplido y cumplirá siempre sus deberes como amante de la civilización?

Calderón: - En lo posible. Mi satisfacción consiste en que desde hace seis años me afilié al grupo de hombres que pugnaban por despertar la conciencia del pueblo. Es un grupo que se vigoriza de día en día, que siempre causará inquietud a los prevaricadores y especuladores sin conciencia, y que hoy, a la sombra bienhechora de la paz orgánica, seguirá impasible su marcha hacia el porvenir. Somos de los idealistas, no somos de los adoradores del éxito, ni de los que aspiran a los honores y recompensas. Nuestro maestro Juan Sarabia es un joven esclarecido y tan puro, que la más leve sombra de ambición personal causaría tal estrago en su luminoso espíritu, como el de una gota de ignominia que cayera sobre su gloria.

Reportero: - ¿Qué dice usted de los hombres de la Revolución?

Calderón: - Digo que es necesario hacer de ellos una clasificación justa: la gestación redentora no data de la entrevista Díaz-Creelman, porque el movimiento de emancipación económica y política lo prepararon los excelsos pensadores y un reducido grupo de patriotas viriles, figurando en primera línea unos cuantos periodistas abnegados. Digo que la Patria debe sentirse orgullosa por sus triunfos y sus glorias, y que me inspiran la más profunda veneración los mártires de la libertad como Serdán y Moya; que rindo tributo de respeto y gratitud a los Madero, por patriotas, y de admiración muy sincera por su elevación de sentimientos y energía a las heroínas de la tragedia libertaria, como las Neri, como las Serdán, dignas todas de la epopeya nacional.


A Cananea.

Teniendo la firme resolución de volver a las luchas proletarias dentro de los principios liberales, y sabiendo que en la ciudad de México el recién libertado Juan Sarabia, Antonio 1. Villarreal, Díaz Soto y Gama, Fernando Iglesias Calderón y otros correligionarios se dedicaban, con el carácter de Junta Directiva, a la reorganización del Partido Liberal en la República, vinieron a comunicarles sus propósitos, por lo que éstos, conociendo a fondo sus antecedentes de luchadores abnegados, justos y entusiastas, les extendieron el nombramiento de delegados que los autorizaba para organizar corporaciones liberales y realizar toda clase de trabajos que favorecieran el desarrollo y progreso del Partido Liberal.

Con este nombramiento, Calderón y Diéguez marcharon a Cananea, en donde al llegar tuvieron la satisfacción de ser muy cordialmente recibidos por los trabajadores, que no podían olvidar sus luchas y sacrificios por levantar su condición de explotados por el capitalismo extranjero; y antes de dar principio a su labor social, fueron entrevistados por un corresponsal del Correo de la Tarde, a quien expresaron que su regreso al mineral tenía por objeto no sólo trabajar por el bienestar propio sino cooperar con su e3fuerzo intelectual al mejoramiento de las masas populares, y que para ello tenían la intención de organizar de nuevo la Unión Liberal Humanidad que había sido perseguida hacía cinco años por la recién caída Dictadura. Y como, según de sobra es conocido, por aquellos días Ricardo Flores Magón fomentaba un movimiento anarquista en la Baja California, a pregunta que les fue formulada por el mismo reportero sobre si estaban de acuerdo con la actitud de Flores Magón, le manifestaron que no, porque si bien era cierto que lo habían estado cuando su común bandera de combate era la del ideal democrático, ahora era muy distinto, porque aunque reconocían un gran fondo de bondad en el ideal anarquista, entendido en el sentido de armonía social basada en la igualdad suprema y en la libertad absoluta, creían que tan bella utopía sólo se podría realizar cuando al cabo de varios siglos se hiciera la luz en los cerebros y cuando imperara en todos los corazones el hermoso sentimiento de la fraternidad humana; que deseaban la fraternidad universal, pero que unirían sus esfuerzos únicamente a los de los hombres que trabajaban con método y honradez por amor a la verdad, a la justicia y al progreso humano.


Reorganizan la Unión y luchan contra la usurpación y el villismo.

Como lo habían determinado y con la ayuda muy eficaz de algunos de sus antiguos compañeros, volvieron a establecer en Cananea la Unión Liberal Humanidad, prestando así grandes servicios a los mineros, que no obstante que habían alcanzado algunas conquistas, todavía no disfrutaban de la justa retribución de su trabajo. Así transcurrieron cerca de dos años, hasta que en 1913, con motivo del cuartelazo de febrero, organizaron los ya mencionados cuerpos armados con trabajadores del mismo mineral y marcharon a incorporarse al Ejército del Noroeste, donde junto con otros jefes revolucionarios de tanto relieve como Pablo Quiroga, Amado Aguirre, Benjamín Hill, Cesáreo Castro, Juan José Ríos, Antonio Norzagaray, Sebastián Allende, Ramón Iturbe y para no citar más con el arrojado y pundonoroso Francisco Murguía, combatieron con extraordinario empuje primero al régimen usurpador hasta su caída y luego a la formidable y casi legendaria División del Norte, cuando su caudillo se rebeló contra don Venustiano Carranza.


Calderón, Gobernador de Tepic y Diputado Constituyente.

Durante los comienzos de la campaña contra el Centauro del Norte, Calderón fue nombrado Gobernador y Comandante Militar de su tierra natal el Territorio de Tepic, cargo que desempeñó del 24 de diciembre de 1914 al 5 de enero de 1915, o sea por el breve tiempo de sólo doce días; y ya cuando las aguerridas huestes villistas fueron casi reducidas a la impotencia por los tremendos descalabros sufridos en El Ebano, en Celaya, en Trinidad, en León, Aguascalientes, Zacatecas y otros muchos lugares de distintos rumbos del país, el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, considerando que la República, ya libre en su mayor parte de las agitaciones de la lucha armada debía regirse por normas institucionales, el 14 de septiembre de 1916 convocó un Congreso que elaborara una nueva Constitución que de acuerdo con la época cristalizara las aspiraciones y necesidades de todas las clases sociales del pueblo mexicano.

Reunido este Congreso en Querétaro el primero de diciembre, Esteban Baca Calderón, que ya ostentaba el grado de General de Brigada, fue junto con Heriberto Jara, Francisco Mújica, Luis Monzón, Enrique Recio, Pastor Rouaix, Enrique Colunga y otros distinguidos ciudadanos, uno de los diputados radicales o de izquierda de la histórica corporación, interviniendo destacadamente en los debates más trascendentales, o sea sobre la libertad de imprenta, la libertad de enseñanza, el trabajo y previsión social, etc.; y en compañía de Victoriano Góngora, Luis Manuel Rojas, Dionisio Zavala, Rafael de los Ríos, Silvestre Dorador y del mismo Rouaix, suscribió el 13 de enero de 1917 el proyecto definitivo del Artículo 123 de la propia Constitución, proyecto que tenía como base el capítulo Capital y Trabajo del Programa expedido el primero de julio de 1906 por la Junta Revolucionaria del Partido Liberal.

Cuando las labores del Congreso llegaban a su fin, Calderón, refiriéndose a la obra realizada por los miembros de la misma Asamblea en beneficio de los trabajadores y demás clases de la colectividad nacional, expresó:

... Nos hemos sentido intensamente satisfechos al consagrar en esta Carta Fundamental las más amplias garantías para el obrero y pronto nos sentiremos también satisfechos de haber resuelto en los términos más justicieros la cuestión agraria, estimulando las sanas aspiraciones del pequeño agricultor. En el orden político, hemos suprimido definitivamente la odiosa institución de los jefes políticos, emancipando al municipio libre, y en este nuevo orden de libertad, contra los desmanes de las autoridades administrativas y de los jueces venales. Hemos asegurado, pues, la tranquilidad del hogar y encaminado los parias por el sendero de la redención. Nuestra obra grandiosa, sublime, consecuencia de una lucha sangrienta, no será completa si no la aseguramos de una manera definitiva contra las embestidas de la reacción ...


Es de nuevo Gobernador. Su honradez acrisolada.

Muy poco después de su brillante actuación en el Congreso Constituyente, el general Calderón fue nuevamente gobernador del flamante Estado de Nayarit, antes Territorio de Tepic, del 18 de marzo al 16 de abril de 1917; y más tarde, por su reconocida capacidad y cultura fue escogido para desempeñar el cargo de gran responsabilidad de Presidente de la Comisión de Reclamaciones, importantísimo organismo que se estableció con objeto de pagar indemnizaciones a empresas y particulares, nacionales y extranjeros, por perjuicios causados durante el movimiento revolucionario; y a pesar de que manejó considerables cantidades de dinero, no aprovechó la ocasión para enriquecerse, como tampoco la había aprovechado cuando en la época de la lucha contra el villismo había sido Director General de Rentas del Estado de Jalisco, sino que por su rectitud y honestidad características, dejó ambos puestos sin arrojar ni la sombra de una mancha sobre su conciencia de hombre honrado y de auténtico e intachable revolucionario.


Su actitud ante el caso Bonillas.

Posteriormente marchó al Estado de Jalisco, que después de Tepic y de Sonora era la tierra de su predilección, donde por el gran prestigio y popularidad de que gozaba entre la mayor parte de las clases sociales, fue electo Senador de la República. Ostentaba esta investidura cuando se desarrolló en 1920 la campaña electoral para la renovación de Poderes Federales, y no estando de acuerdo con la actitud del Presidente Carranza al apoyar con todos los elementos oficiales la candidatura del Ing. Ignacio Bonillas para la Primera Magistratura del país, fue a entrevistarse con él en compañía de los generales Jacinto B. Treviño y Francisco J. Mújica y de otros distinguidos intelectuales revolucionarios, para hacerle ver que su conducta se apartaba de los principios democráticos que había invocado al combatir las dictaduras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta, y que por tanto su deber era dejar que el pueblo eligiera libremente a sus mandatarios. Pero en vista de que don Venustiano siguió adelante con sus propósitos, el general Calderón, juzgando que el señor Carranza trataba de llevar a cabo una imposición, se apartó de él, y muy a su pesar se vio obligado a luchar en su contra.


Desempeña otros puestos y por tercera ocasión es Gobernador de su tierra.

Después del triunfo de Agua Prieta, el general Calderón, según nos cuenta el aludido historiador Morales Jiménez, fue Director General de Aduanas, Jefe de la Aduana de Nuevo Laredo, Jefe de compras de los Establecimientos Fabriles Militares y de los Ferrocarriles Nacionales de México. Posteriormente, en 1929, fue electo Gobernador Constitucional del Estado de Nayarit, y con este cargo, que desempeñó hasta fines de 1930 realizando importantes obras de carácter social y administrativo, dio muestra de su profundo respeto al voto popular, ya que como dice el maestro Salvador Azuela, durante la campaña vasconcelista tuvo el rasgo cívico, leal a sus antecedentes democráticos, de dar plenas garantías a la oposición. Sin importarle que así comprometía el puesto, como los acontecimientos lo confirmaron, buscó al licenciado José Vasconcelos y lo trató con gran cordialidad. En efecto, por haberse constituido una vez más en paladín de las libertades cívicas, fue hostilizado por el general Calles, que con toda la maquinaria oficial apoyaba al Ing. Ortiz Rubio, circunstancia por la cual, para evitarse mayores dificultades, entregó el Gobierno y se vino a la ciudad de México, donde años después, siendo Primer Magistrado don Adolfo Ruiz Cortines, ocupó nuevamente un sitial en la Cámara de Senadores, donde sus colegas lo nombraron Presidente de la Comisión de Reglamentos, Primer Vocal de la primera de Marina y de la del Trabajo y Previsión Social.


Es condecorado.

Como el viejo luchador Plácido Ríos, el general Calderón, siendo ya divisionario, tuvo también la profunda satisfacción de ser condecorado por el Senado de la República con la honorífica presea Belisario Domínguez, que como he dicho antes, sólo es concedida a los mexicanos que prominentemente hayan contribuido en el progreso y bienestar de la patria. Y aquí es justo recordar que entre estos ilustres mexicanos figuran en primera línea el Lic. don Antonio Díaz Soto y Gama y el maestro don Erasmo Castellanos Quinto, ambos de grata e inolvidable memoria.


Sus postreros días y su deceso.

El general Baca Calderón -dice el Lic. Azuela- fue siempre un hombre al que no le importó el dinero. Tuvo la oportunidad de hacer una gran fortuna, por las situaciones políticas y militares prominentes que el destino le deparó. Lo que buscó hasta su vejez fue el triunfo de un programa de mejoramiento colectivo sin olvidarse nunca de los obreros y de los campesinos, de cuyas raíces provenía. Y su apego a la justicia social no significó desdén por la dignidad de la persona humana.

En los últimos días de su vida -habla Morales Jiménez- veía desfilar la vida moderna que él coadyuvó a crear, sin amarguras, pero con cierto espíritu crítico. Parado en cualquier esquina, pintorescamente vestido a la norteña, su deleite era contemplar el torbellino inagotablemente creador del pueblo.

El general Calderón acostumbraba pasar temporadas en la ciudad de México, en Guadalajara y en su tierra natal, disfrutando de la estimación y respeto de sus conciudadanos, quienes con justicia lo consideraban como un luchador sin mácula por la causa del pueblo humilde y como uno de los más distinguidos y prestigiados jefes de nuestro Ejército Nacional. En 1956, escribió unas memorias sobre sus penalidades y trabajos en Cananea, en que trata de su destacada participación en la histórica huelga, de sus gestiones en favor de los obreros, de su infame proceso, de su prisión en Hermosillo y su traslado a la fortaleza de San Juan de Ulúa, y el 26 de marzo del siguiente año, después de más de 16 lustros de fecunda vida, exhaló en esta capital el último suspiro sin dejar más herencia que el ejemplo de su limpia trayectoria consagrada a la lucha por el bien, la libertad y la justicia.


NOTAS

(1) Testimonio de Esteban B. Calderón, publicado en La Huelga de Cananea.

(2) Para darse cuenta de la imbecilidad del esbirro Izábal, basta decir que en el segudo día de la huelga pronunció, ante un auditorio en que se hallaban muchos trabajadores mexicanos, un discurso en que entre otras cosas que causan rubor mencionar, manifestó que si los obreros nacionales ganaban menos que los americanos, era porque también las meretrices americanas cobraban más por sus servicios que lo que se les pagaba a las meretrices mexicanas.

(3) Calderón une los tres años que él y Diéguez estuvieron en la Penitenciaría de HermosilIo con los dos que permanecieron en Ulúa.

Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO - La odisea de Gaspar Allende, Plutarco Gallegos y Miguel Maraver AguilarCAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO - Vida, lucha y prisiones de Manuel M. DiéguezBiblioteca Virtual Antorcha