Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SEGUNDOSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO TERCERO

Mis relaciones con la familia Madero ateriores a mi regreso a México. Entrevistas en Nueva York con dos de sus miembros y con el doctor Don Francisco Vázquez Gómez. Diversas tentativas hechas extraoficialmente para poner fin a la revolución por medios pacíficos


Debido a las circunstancias que se relatan en el capítulo anterior, mi programa de viaje sufrió una pequeña alteración en cuanto a la duración de mi permanencia en Nueva York y al derrotero que debía tomar para llegar a México. Este retardo de unos cuantos días, dio lugar a que me buscara don Francisco Madero, padre, que por los periódicos supo mi paso por aquella ciudad. Y a fin de que se conozcan bien las razones por las cuales no me negué a recibirlo, paso a referir brevemente ciertos antecedentes.

Con el expresado don Francisco Madero, el padre del jefe de la revolución, llevé siempre bastante buenas relaciones personales, porque don Evaristo su padre, de quien fui representante para gestionar en la Capital algunos asuntos judiciales y administrativos de su casa, allá por los años de 1881 a 1887, me lo enviaba con frecuencia para hablarme de dichos asuntos. Mas estas relaciones, por amistosas que fueran, nunca llegaron a ser íntimas, por considerarlo yo bastante ligero en sus juicios, y con defectos de carácter que me retraían de su trato. Sin embargo, de los hijos de don Evaristo, fue Francisco el grande con quien tuve más relaciones, pues rara vez estuve en contacto con los demás, exceptuando a don Ernesto, quien por los numerosos negocios comerciales, mineros e industriales que dirigía, se vio en la necesidad varias veces de acudir a la Secretaría de Hacienda en el tiempo que permanecí al frente de ella. En cuanto a los hijos de don Francisco sólo conocí de vista, cuando estuvieron en el colegio, a dos o tres de ellos, entre los cuales se encontraba don Francisco I., el futuro héroe de la revolución.

Durante mi viaje a Europa en 1910, no tuve correspondencia con don Francisco, grande. En cambio, don Evaristo, el abuelo, y el licenciado don Rafael Hernández me escribieron largas cartas a París, exponiéndome sus dolencias, con motivo de algunas providencias que el Presidente tomó sospechando que todos los miembros de la familia Madero estaban de acuerdo con el jefe de la sedición. En dichas cartas no sólo protestaban ser ellos y casi todos los miembros de la familia, completamente ajenos al movimiento de insurrección, sino que condenaban enérgicamente la conducta de Francisco I., llegando don Evaristo a calificar de loco a su nieto por haberse inspirado en los espirítus para lanzarse a tan absurda empresa (1).

¡Situación singular la de ese anciano millonario, minado por una enfermedad que apenas le dejaba algunos días de vida, y que, en un momento dado, se vio simultáneamente expuesto a perder su fortuna en el torbellino de la revolución iniciada por sus propios nietos, y a ser tratado con toda severidad por el Gobierno, a título de sospechoso de connivencia con ellos!

Aunque no he llegado hasta hoy a saber con precisión quiénes fueron, de la familia Madero, los que ayudaron desde un principio a la revolución, persisto todavía en creer que don Evaristo no estaba en el número de los autores o cómplices de tan tremendo delito contra la patria, pues jamás se me enseñó testimonio o documento alguno en que fundara el Gobierno sus sospechas respecto de él. Tengo también la impresión de que en igual caso se hallaban algunos de los hijos de la primera generación; y al decir esto no me refiero, por cierto, a don Francisco grande, cuyo doble papel de amigo del Gobierno y de los revolucionarios, quedó perfectamente comprobado algún tiempo después de que lo vi en Nueva York.

Se inserta también, mi contestación a don Evaristo (2), que tal vez sea de interés para los que atribuyen mucha importancia a mis relaciones con algunas personas de la familia Madero.

Después de darme sendos abrazos, a estilo de nuestra gente de campo, cuando quieren ser muy expresivos, don Francisco Madero, padre, al llegar misteriosamente en la noche al hotel Plaza, donde estuve alojado en Nueva York, comenzó por decirme que no tenía más objeto su visita que saludarme a mi paso para México, e informarse de la salud de mi señora que, según sabía, estaba muy delicada. Pero muy pronto demostró la futilidad de esos pretextos, aludiendo a sus penas de familia, entre las cuales descollaba la de ver a sus hijos Francisco y Gustavo cometiendo tantos desmanes.

En sus pláticas conmigo tomó siempre la actitud de un padre infortunado que desaprobando la revolución que sus hijos habían iniciado y estaban prosiguiendo con tanto vigor, se veía obligado, sin embargo, a no desampararlos del todo, con la esperanza de que se apartaran algún día dél mal camino que habían tomado.

Bajo ese disfraz, mi visitante se propuso indudablemente obtener de mí dos cosas que mucho le importaban, a saber primero, que al llegar a México interviniese yo cerca del Presidente para que se suspendiesen los rigurosos procedimientos que se seguían para impedir que la familia Madero auxiliara a la revolución; y segundo, que le ayudase en la forma de una combinación cualquiera que pusiese fin a la insurrección en condiciones aceptables para sus hijos.

La cuestión de dinero era de suma urgencia para él, pues además de que todos sus bienes y negocios en México estaban intervenidos o paralizados, y en iguales condiciones los de muchas personas de la familia, había ya agotado sus fondos y su crédito también. Lo supe por varios banqueros de Nueva York que me informaron que los Madero ya no inspiraban confianza, ni aún a aquellos que por simpatía a la causa, o por el cebo de un fuerte lucro, les habían proporcionado fondos, elementos de vida y de guerra.

Conviene que se sepa que su necesidad de dinero llegó a ser tan apremiante, que Gustavo Madero, para conseguir una suma insignificante, estuvo a punto de firmar un arreglo con los detentadores de los bonos Carvajal de la emisión ilegítima llamada Woodhouse, que ningún Gobierno de la República ha reconocido por ser fraudulenta. Logré por fortuna desbaratar esa combinación moviendo ciertos resortes que obraron en el ánimo de los que intervenían en la operación, y afeándole el hecho como antipatriótico al mismo Gustavo, en presencia de su padre y del doctor Vázquez Gómez, en una de las entrevistas de que me ocuparé más adelante.

Al hablarme del otro motivo que seguramente lo impulsó a acercerse a mí, don Francisco Madero, padre, no pudo ocultar el temor que tenía de que la tremenda aventura en que se habían embarcado sus hijos concluyera desfavorablemente para ellos. Acababa de llegar la noticia del descalabro de Casas Grandes, lo que explicaba su preocupación.

Me expuso un plan que consistía esencialmente en que sirviera yo de intermediario para obtener del Gobierno algunas concesiones que permitieran a los jefes de la revolución desistir decorosamente de sus intentos. Como en seguida manifestara yo que ninguno de los dos estábamos autorizados para entrar en pláticas sobre esos asuntos me suplicó que pidiera por telégrafo al Presidente las facultades necesarias, y me aseguró que el doctor Vázquez Gómez, que era el agente de los revolucionarios, vendría de Washington con ese objeto.

Como mis relaciones con el expresado doctor habían sido cordiales especialmente, en las dos o tres visitas y consultas en que me atendió de una enfermedad de la que es especialista, y por las cuales no quiso recibir remuneración, no me pareció que debía yo rechazar la oportunidad de verle, ya que había sido solicitada en su nombre la entrevista, y accedí a recibirlo siempre que la visita fuese a título privado, con el único fin, de mi parte, de escuchar lo que él tuviera a bien decirme, y sin que, en manera alguna esa deferencia mía pudiera tomarse como principio de una negociación cualquiera.

En el resto de mi conversación con don Francisco Madero, padre, éste se volvió más locuaz y pareció hacerme confidencias, algunas de las cuales me sirvieron para darme cuenta de la situación vista por el lado revolucionario, obteniendo así en parte el objeto principal que me había propuesto al dar cabida a la verbosidad de mi visitante.

Si mi actitud reservada y las duchas de agua fría que de vez en cuando le daba yo para rebajar el entusiasmo que por momentos fingía tener, no lo hicieron perder a Madero todas sus ilusiones, es muy probable que al regresar a su casa y reflexionar sobre lo que le dije haya comprendido que mi buena disposición no se extendería, ni con mucho, hasta donde él había esperado, y que sólo podría contar con ella dentro de límites bastante estrechos.

Así me lo hicieron creer la moderación y relativa timidez con que se portó en las entrevistas posteriores, procurando no solicitar de mí más que aquello que no se apartara mucho de la prudencia. Debo decir que lo que pareció hacerle más mella de todo lo que le dije en pro de la inmediata sumisión de sus hijos, fue la inminencia de las graves complicaciones internacionales que nos amenazaban y que nadie podría evitar de otra manera, por ser la consecuencia natural del desorden. Este argumento fue también mi principal caballo de batalla con el doctor Vázquez Gómez.

Mi amigo don Francisco L. de la Barra, con quien estuve en frecuente contacto durante toda mi estancia en Nueva York, me informó que en el mismo tren que lo condujo de Washington había venido el doctor Vázquez Gómez, circunstancia que me reveló desde luego el vivo deseo que tenía de hablar conmigo. Por otro lado, por el mismo de la Barra, y por las numerosas personas que se acercaron a mí en aquellos días, me di cuenta rápidamente del avance que había hecho la revolución en los ánimos de mexicanos y americanos, y del gran impulso moral que recibió con la orden de movilización de las fuerzas de los Estados Unidos de tierra y de mar, no obstante el poco éxito militar obtenido hasta entonces por los rebeldes. El peligro lo vi, y muy grande, no en la revolución por sí misma, que carecía de los elementos necesarios para derrocar a un gobierno prestigiado, poseedor de mucho dinero, y sostenido por un ejército fiel, sino en la amenaza de la intervención que en cualquier momento podría convertirse en realidad, con una de tantas chispas que produce inevitablemente el foco ardiente de las revoluciones. Me pareció que, sin perjuicio de los medios de que el Gobierno disponía en aquellos días para reducir a los rebeldes por la fuerza de las armas, no debía rechazarse de plano una tentativa de conseguir su sumisión voluntaria demostrándoles la inminencia de un desastre nacional.

A facilitar esa tentativa, en el caso de que el Presidente se decidiera a hacerla, me consideré obligado desde ese momento, y la idea que tuve al llegar a Nueva York de recoger datos simplemente para informar al Presidente de lo que pasaba en los Estados Unidos, se convirtió, después de maduras reflexiones, en un verdadero plan que consistía en persuadir a los hombres que encabezaban la revolución de que debían adherirse al Gobierno, mostrando así la unión de todos los mexicanos frente al Coloso del Norte, y que en cambio de dicha adhesión, obtuviesen aquellos jefes algunas reformas políticas y administrativas reclamadas por la opinión pública, y para los más meritorios de ellos, el acceso a los puestos del Gobierno. Para llenar ese fin se necesitaba conseguir la mayor reducción posible de las exigencias revolucionarias, y llevarlas a México con el propósito de someterlas al criterio del general Díaz y esforzarse en hallar un terreno favorable a la realización del fin deseado.

En aras de la Patria, bien podían hacer los sediciosos, sin mengua de su decoro, el sacrificio de rendir las armas, y el Gobierno, el de acceder a ciertas medidas y al cambio de personal, cosas que de no haber pretendido aquéllos imponérselas por la fuerza, al general Díaz, éste no habría opuesto gran resistencia para aceptarlas.

El doctor Vázquez Gómez me mandó decir por conducto de Madero, que estaba hospedado en el Hotel Imperial, y que por ciertos escrúpulos que lo asaltaban me pedía que le diera yo cita en otra parte que no fuera en el Hotel Plaza en donde yo me hallaba alojado. Nuestro Embajador don Francisco L. de la Barra, puso entonces a nuestra disposición su sala en el Hotel Astor, y quedó convenido con Vázquez Gómez que nuestra primera entrevista tendría lugar allí al día siguiente.

En efecto, el día 12 de marzo, a la hora y en el lugar de la cita, llegó minutos después que yo el doctor Vázquez Gómez, a quien acompañaban don Francisco Madero y su hijo Gustavo. No dejó de disgustarme la presencia de éste último, de quien su padre no había hecho mención al solicitar la entrevista, y si consentí en que se quedara en la sala fue para no comenzar la conversación con un incidente desagradable, y previa la palabra de honor que me dieron los dos Madero, de que Gustavo permanecería callado y guardaría la más absoluta reserva sobre todo lo que escuchara.

Entrar en materia no fue cosa llana. Desde luego comprendí que mi interlocutor no descubriría fácilmente sus intenciones, y que desplegaría una multitud de recursos para lograr sus fines. ¿Cuáles eran éstos? Ya se verá más adelante.

Después de varios incidentes preliminares y de una larga exposición que hizo el doctor de los antecedentes de la revolución, del papel que había representado él hasta entonces, de los abusos de la Administración del general Díaz, de las aspiraciones populares y de otras cosas más; habló de las exigencias de los Jefes del movimiento armado sostenidas por la opinión general, decía él, y declaró que si se deseaba realmente pacificar al país, debía comenzarse por pedir la renuncia no sólo del Vicepresidente, sino también del mismo general Díaz cuya política era la que, en el fondo, había dado lugar a todos los males de que ellos se lamentaban.

Yo, que había escuchado silenciosamente la exposición del doctor, lo interrumpí cuando hizo esa alusión, para manifestarle que si había consentido en la entrevista era exclusivamente, como a él le constaba, con la esperanza de darle a conocer al Presidente las pretensiones de los revolucionarios reducidas al mínimum posible, y procurar encontrar un terreno en el que pudiera solucionarse en México el conflicto; pero que sería absurdo, y además indecoroso y contrario a mis deberes y sentimientos personales, admitir un solo instante la idea de que yo llevase o trasmitiese al general Díaz semejante pretensión como la de la renuncia; y que, por consiguiente, si ellos, los revolucionarios, mantenían esa condición, yo por mi parte daba en el acto por terminada la conferencia.

Don Francisco Madero, que no había dicho hasta entonces una sola palabra, se interpuso diciendo que no creía que el doctor hubiera suscitado ese punto como una exigencia de los Jefes revolucionarios, sino simplemente como un deseo de la mayor parte de ellos, y el doctor Vázquez Gómez confirmó lo dicho por Madero.

No tendría objeto práctico, ni me sería tampoco posible, relatar paso por paso todo lo que ocurrió en mis entrevistas con dichos señores. Sí puedo decir que todo mi afán consistió en obtener bases que tuviesen alguna probabilidad, por remota que fuese, de conducirnos a un resultado satisfactorio, y que no nos sacaran del camino de la legalidad.

En no pocas ocasiones combatí las ideas de esos señores con el exclusivo objeto de demostrarles la inutilidad de poner condiciones que sin la más pequeña duda serían rechazadas en México. Todo fue en vano, hasta que comprendiendo yo que no reducirían más ni modificarían juiciosamente sus pretensiones, pedí al doctor que consignara en un memorándum la última palabra de sus exigencias, el cual memorándum enviaría yo a México por telégrafo para pedir instrucciones, y a su vez trasmitiría él a Francisco I. Madero, con igual objeto, por la vía más rápida que le fuese posible.

El doctor accedió a mi petición, y me remitió al día siguiente de la última entrevista el memorándum que aquí publico (3), precedido de una carta que también se publica y que merece algunas breves explicaciones.

En el curso de nuestras conversaciones pude observar el empeño muy marcado del doctor Vázquez Gómez de darle una importancia exagerada a nuestras conferencias y mucha solemnidad a sus frases. Entre los medios de que se valió para sacar nuestras entrevistas del terreno muy modesto en que yo procuraba mantenerlas, usó con alguna frecuencia el de soltar en la conversación, de una manera incidental y como por inadvertencia, las palabras arreglo o convenio o alguna otra por el estilo; lo que varias veces dio lugar a que rectificara yo diciéndole que no había ni podía haber ningún convenio o arreglo. En la carta que se reproduce se observa la misma tendencia, siendo así que debía de haberle servido al autor, para abandonar esa idea, la circunstancia de que jamás de mi parte recibió documento o declaración alguna, verbal o escrita, que constituyera ni siquiera un principio de compromiso. También se observa en la expresada carta el deseo de disculparse de las alteraciones hechas en sus ofrecimientos anteriores.

La lectura de las bases propuestas por el doctor Vázquez Gómez da una idea de las principales preocupaciones del Agente de los Jefes revolucionarios. Salta a la vista desde luego el vivísimo deseo de poder anunciar a toda voz que el Gobierno de México entraba en arreglos de paz con los revolucionarios, y esto se pedía seguramente, más que por otros motivos, con el de obtener del Gobierno de Washington que los considerara como beligerantes. Llama también la atención el desembarazo con que se habla en ellas de la renuncia de los Gobernadores de algunos Estados, y del nombramiento de los Gobernadores interinos que las Legislaturas deberían escogerlos entre los candidatos que propusiera el Partido Antirreeleccionista.

Esta idea de los Jefes maderistas, de sustituir el voto popular, o el de los Cuerpos Legislativos, por el de ellos mismos, para la designación de las personas llamadas a desempeñar cargos de elección popular según prescribe la Constitución, fue desde el principio hasta el fin de las pláticas habidas con los representantes de la Revolución, el escollo principal con que se tropezó para alcanzar un resultado satisfactorio.

Harto me esforcé en demostrar al doctor Vázquez Gómez en esa ocasión, lo mismo que a las personas que intervinieron un mes después en las verdaderas negociaciones de paz, que la Revolución no hacía buen papel, sino que, al contrario, lo hacía muy censurable, exigiendo que se procediese en abierta oposición con las leyes constitucionales del país.

cuando ella misma pretendía haberse erguido contra abusos semejantes atribuidos al Gobierno establecido; y sin embargo, me fue imposible lograr que aquellas personas desistieran de sus exigencias.

Aunque parezca inverosímil, nuestros adversarios no llegaron a darle todo el peso debido a mi argumentación. ¿Será que nunca distinguieron con suficiente claridad la diferencia radical que existe entre las condiciones que una Revolución que ya triunfó impone con las armas en la mano, y las bases que no les es lícito proponer ni discutir a los partidos políticos que desean conciliar dentro del orden legal sus ideas y sus pretensiones? Puede ser; pero me temo que en el fondo de aquellas exigencias hubo más de interés personal, que de principios y de anhelos liberales.

Como última observación, que debiera ser tal vez la más importante, señalaré el efecto nulo que produjo en el ánimo de mis interlocutores, la suma gravedad de la crisis internacional por la que estábamos pasando. Por más que me esmeraba en exponerles los hechos en que se apoyaban nuestros temores; por más que invocara yo los sentimientos patrióticos que debían impulsarnos a todos los mexicanos a hacer a un lado nuestras disensiones frente a los peligros que nos amenazaban, me estrellé ante el escepticismo sincero o fingido de los que representaban a los revolucionarios.

Llegaron sin duda a creer que mi tentativa de hacer vibrar en su corazón esa cuerda patriótica, no era más que ardid de mi parte para conseguir, de aquellos que desde entonces comenzaron a llamarse renovadores, que depusieran las armas adhiriéndose al Gobierno. ¡Y a fe mía que jamás pasó por mi mente simular sentimientos que no tuviera, por legítimos que fuesen los fines a que aspiraba!

Podrá decirse ahora, en vista de los sucesos posteriores, que esos señores tenían razón, y no yo. Tal vez sea así, pero ya he expuesto en el capítulo anterior todo lo que tenía que decir sobre el particular, y creo que, no obstante los sucesos a que me refiero, los más habrían obrado en mi lugar como lo hice.

Comuniqué por telégrafo al Presidente las últimas condiciones que el doctor me propuso ad-referendum, y habiéndoseme contestado, como era natural, que dejara las cosas en ese estado, emprendí en el acto la marcha para México.

Mis amigos y otras muchas personas me aconsejaron que tomara la ruta de mar por la Habana y Veracruz, porque se tenían malas noticias acerca de la seguridad en las líneas férreas del Norte de la República. No vacilé, sin embargo, en tomar el camino de Laredo por donde he acostumbrado ir siempre de Nueva York a México y viceversa. Salí de Nueva York el día 15 de marzo de 1911.

Por la simple narración de los hechos anteriores relativos a las pláticas que tuve en Nueva York con Francisco Madero, padre, y con el doctor Vázquez Gómez, se verá que las polémicas e imputaciones a que dieron lugar esas entrevistas, no tienen razón de ser, o la tienen muy insignificante, puesto que no hubo en manera alguna negociaciones, y que las pláticas a que vino a reducirse el incidente se explican de manera natural por los antecedentes y circunstancias que quedan expuestos. El que hayan perjudicado la causa del Gobierno las conversaciones que tuvo el Ministro de Hacienda con uno de los Agentes de la Revolución, es cosa sobre la cual no quiero discutir aquí. Advertiré solamente que no hay Gobierno que deseche invariablemente todas las oportunidades que se le presenten para poner fin a los conflictos armados, bien sea interiores o internacionales, valiéndose de intermediarios que lo pongan en contacto con el bando enemigo.

Los papeles secretos de los archivos oficiales y de las cancillerías en todos los países, que salen a luz después de cierto tiempo, no dejan la menor duda a ese respecto. En la guerra mundial que acabamos de presenciar, se hicieron varias tentativas de este género que no por haberse frustrado son menos significativas; y mientras no cambien las tendencias de los Gobiernos a quitarse de encima todo elemento hostil a la nación o a ellos mismos, se pondrá en acción, sin grandes escrúpulos, todos los medios susceptibles de proporcionar soluciones pacíficas.

¿Y por qué había de recaer sobre mí la responsabilidad del supuesto perjuicio que a la causa del Gobierno Nacional hubiesen podido traer las conversaciones de Nueva York, cuando otras de la misma índole, y más caracterizadas que las mías, por la intervención del Jefe del Estado, tuvieron lugar con el propio fin antes de mi llegada al Continente Americano? En efecto, cuando hablé con Madero, padre, y Vázquez Gómez, ya se había procurado extinguir, por medio de inteligencias con los jefes insurrectos, varios focos revolucionarios, y esas tentativas se efectuaron unas veces con expresa autorización del Presidente y aún por su orden, y en otras sólo con su anuencia.

Las gestiones emprendidas por el ex-Gobernador de Chihuahua, don José Sánchez, pertenecen a esta última categoría, mientras que las hechas por don Iñigo Noriega y don Ernesto Madero el mes de febrero anterior, no dejan la menor duda sobre la expresa autorización con que fueron iniciadas. El hecho de haber llevado el señor Noriega una clave telegráfica formada por el Secretario Particular del Presidente de la República y de haberle dirigido mensajes y cartas a este último dando cuenta de sus gestiones, aleja toda duda sobre la naturaleza de su misión.

Pero la tentativa que debe considerarse realmente como semi-oficial fue la que el mismo Presidente encomendó al Gobernador del Distrito Federal, don Guillermo de Landa y Escandón, para que se entendiese con los sublevados de Morelos y Guerrero, que estaban capitaneados nada menos que por los hermanos Figueroa y el famoso Zapata, a fin de que depusieran las armas mediante ciertas concesiones que les fueron ofrecidas.

Supe también de otros pasos análogos a los anteriores, que se hicieron por diversos lados durante mi ausencia, más es inconducente detenerme sobre este punto, ya que aun admitiendo, sin conceder, que por el sólo hecho de iniciar negociaciones con los cabecillas revolucionarios, y sólo por ese hecho, se hacía perder al Gobierno prestigio y fuerza, es evidente que ninguna responsabilidad me incumbe por ese capítulo no habiendo sido el primero en establecer contactos con la Revolución, y careciendo mis pláticas con los señores Madero, padre, y Vázquez Gómez de todo carácter de compromiso.

Con posterioridad a mi regreso a México se hicieron también, con autorización expresa del Presidente en unos casos, y por su orden en otros, varias tentativas de restablecer la paz por medio de pláticas con los Jefes o Comisionados de la Revolución. Absteniéndome de hablar por ahora de las negociaciones oficiales, sólo haré mención aquí de ciertos pasos dados por las personas que intervinieron en dichas tentativas.

La primera vez que se trató de estos asuntos en mis conversaciones con el general Díaz, después de que le hube dado cuenta de lo que pasó en Nueva York, fue con motivo del ofrecimiento hecho por el licenciado Rafael Hernández, primo de Madero, de ir personalmente a sondear la disposición en que estuviera este último de entrar en arreglos. La autorización le fue dada advirtiéndole que no hablara más que en su nombre propio. Al ocuparme más tarde de las negociaciones oficiales volveré a referirme a él.

Muy pocos días después de este incidente, los señores Oscar Braniff y licenciado Toribio Obregón fueron a buscarme a mi casa de campo para exponerme su propósito, que el Presidente había aprobado, de ir a conferencias, por su cuenta y riesgo, con los revolucionarios, a cuyo fin habían obtenido del mismo Presidente que se les proveyera de salvoconductos y clave telegráfica.

El plan de estos señores, según me dijeron, era valerse de las concesiones y reformas anunciadas ya por el Gobierno, para presentarlas a los jefes maderistas como conquistas de la Revolución, y con eso inclinarlos al arreglo; precisar cuál era el mínimum de participación en la vida oficial con que ellos se conformarían; y regatear, por decirlo así, las demás condiciones mediante las cuales depondrían las armas.

No me agradaba mucho, en verdad, que se autorizase esta tentativa, no por tratarse de las personas que deseaban hacerla -de las cuales una de ellas además de distinguirse por su inteligencia había tenido ligas estrechas con Madero, y podía por lo mismo ser un intermediario útil-, sino porque ya eran varios los individuos que estaban ocupándose oficiosamente en asuntos análogos, y no se conseguiría evitar, por la independencia con que se movían en sus gestiones, que éstas se neutralizaran recíprocamente, y diesen al propio tiempo al enemigo una falsa idea de las respectivas situaciones que guardaban el Gobierno y sus contrarios.

Me adherí, sin embargo, a la opinión del Presidente, quien tenía un verdadero deseo de que se aprovechasen los buenos servicios de los señores Braniff y Esquivel, y dichos señores me hicieron la promesa de que cuidarían de no decir, ni dar a entender a nadie, que nos habían hablado de sus propósitos, promesa que quedó por cierto algo mal parada por las indiscreciones que se cometieron en Washington, sin que me fuera ya posible hacer otra cosa en lo sucesivo más que seguir admitiendo de ellos una cooperación confidencial que si bien en ciertos momentos nos puso en situaciones delicadas, fue siempre -justo es reconocerlo-, patriótica y bien intencionada.

Otro caso. En la mañana del 9 de abril, e interrumpiendo repentinamente el acuerdo de los negocios de Hacienda, el Presidente me manifestó el deseo de hablar con don Ernesto Madero para darle a conocer ciertas ideas que podrían conducir a una feliz terminación de la crisis política, y encargarle de trasmitírselas verbalmente a su sobrino Francisco, si creía probable que diesen el resultado que él buscaba. Como a los pocos días de mi llegada a México ya comenzaba a causarme alguna inquietud la agitación que se percibía en las ideas del Caudillo, las palabras que acababa de oirle me sorprendieron desagradablemente porque confirmaban mis temores de que el Presidente fuese perdiendo la sangre fría y el juicio tranquilo que en tal alto grado poseyó. Le presenté desde luego varias objeciones, fundadas unas, en la sospecha que siempre había tenido él mismo de que todos los miembros de la familia Madero, inclusive don Ernesto, eran cómplices del Jefe de la Revolución, y otras, en los efectos perniciosos que por varios lados ocasionaría la repetición de tantas embajadas del mismo género.

Le recordé que los señores Braniff y Esquivel iban apenas en camino para los Estados Unidos; que el licenciado Rafael Hernández estaba ya moviéndose en Texas; y que el Ministro de Relaciones había enviado por orden suya instrucciones a nuestra Embajada en Washington relativas a ciertas sugestiones de Vázquez Gómez.

Tuvo que reconocer el Presidente la fuerza de mis observaciones, pero su empeño en tener una conferencia con don Ernesto Madero era tan grande, que prefirió abandonar -según él mismo me aseguró que lo hacía-, el propósito de encomendarle una misión, con tal de hablar con él aunque sólo fuese para sondear su opinión. No pude hacer menos entonces que dirigir en los términos que él me indicó un telegrama al general don Gerónimo Treviño a efecto de que viniese inmediatamente don Ernesto, y de incógnito, a la Capital.

Tres días después conduje yo mismo a don Ernesto Madero a la Presidencia. El general Díaz lo recibió con mucha cortesía y nos invitó a pasar a su cuarto de reposo donde por lo común nadie entraba. Le hizo a don Ernesto una larga exposición de sus miras políticas, pasadas y futuras, y le declaró que la renovación del personal, que parecía ser la principal aspiración de los que habían levantado el estandarte de la revuelta, se habría seguramente realizado ya, al menos en cuanto de él y de las más altas personalidades del país dependía, si la misma revolución no le hubiese impedido llevar a cabo sus propósitos. Poco a poco se fue animando el Presidente en su soliloquio, pues en efecto sólo él había hecho uso de la palabra-, y en un arranque de verdadero patriotismo, al hablar de los grandísimos peligros que la guerra civil hacía correr a la soberanía y a la independencia de la Nación, le dijo a don Ernesto las siguientes o parecidas palabras:

Deseo que lleve usted a su sobrino las seguridades que le doy de que entregaré el poder tan pronto como logre yo la pacificación del país, que es la obra a que los más sagrados deberes y mi dignidad personal me obligan a consagrarme, y que espero para evitar el cataclismo nacional que nos amenaza del Norte, me facilite la tarea, no poniéndome en el compromiso de sofocar por la fuerza la insurrección, sino al contrario, sometiéndose él y los demás jefes cuanto antes al Gobierno, en el que no tardarán en tomar toda la participación que la voluntad del pueblo quiera darles.

Madero ofreció hacer lo necesario para que la pacificación llegase a ser un hecho en poco tiempo, y agregó que no le parecía imposible que se alcanzase este resultado. Yo no proferí una sola palabra durante toda la conversación.

Los anteriores detalles son importantes porque revelan el empeño que tenía ya el Presidente de encontrar una solución pacífica a la situación en que se encontraba el país, y también porque dan alguna luz sobre la manera como fue tomando forma exterior en el cerebro del general Díaz el pensamiento de la renuncia de su cargo. La idea de separarse de la Presidencia, que en ocasiones anteriores había expresado con alguna vaguedad en público, se fue convirtiendo seguramente, merced a las circunstancias, en la firme convicción de que pronto tendría que ponerla en práctica, para lo cual sólo le faltaba escoger la oportunidad y el modus operandi que más estuviesen en armonía con sus gloriosos antecedentes de militar y de gobernante. Este punto de la renuncia se desarrollará más adelante.



Notas

(1) Monterrey, enero 11 de 1911.
Señor Lic. don José Yves Limantour.
París.

Muy distinguido y querido amigo:

... Si a todo esto agrega usted, mi buen amigo, todos los dolores de cabeza que nos han causado las malhadadas cuestiones políticas, y en las que por fuerza, quieren las altas personalidades del Gobierno hacernos pasar por revolucionarios, o cuando menos, sostenedores de la revolución, sólo porque el visionario de mi nieto Francisco se ha metido a querernos redimir de nuestros pecados, como dice el Catecismo del Padre Ripalda; y todo ello dizque por revelaciones de los espíritus de Juárez o de no sé quién, comprenderá usted que nuestra situación sea tan angustiosa y que ella afecte la salud de una persona que, como yo, ha estado tan lleno de reliquias. Desgraciadamente esta situación no parece que lleve trazas de componerse porque siguen los movimientos sediciosos por el Estado de Chihuahua, derramando mucha sangre hermana y gastando energías que podrían ser empleadas con provecho.

... Lo que sí puedo asegurarle bajo mi palabra de honor es que nosotros no hemos dado un solo centavo, como dije antes, y que lejos de simpatizar con tal movimiento, lo reprobamos enérgicamente, baste que seamos personas de negocios y que no podamos resentir más que muy serios perjuicios ...

E. Madero.

(2) París, enero 27 de 1911.
Señor don Evaristo Madero.
Monterrey.

Muy estimado y antiguo amigo:

... Cada día lamento más lo que está pasando y la imposibilidad en que me veo de ayudar de alguna manera a prevenir los males que se derivan de la situación creada al país en general, y especialmente a la familia de usted, por las locuras de su nieto, que, como dice usted muy bien, al meterse a redentor ha sacrificado a todo el mundo. Comprendo perfectamente cuán delicada y enojosa es la condición en que usted se halla respecto al Gobierno, y también respecto a los hombres de orden y de juicio. Hay que convenir, sin embargo, en que esa tirantez de relaciones es la consecuencia fatal del trastorno del orden público, cuyo responsable no es seguramente el Gobierno, y de ciertos hechos que no se habrían prestado a interpretaciones desfavorables para ustedes si desde un principio, y todos los miembros de la familia hubiesen tomado una actitud resuelta y enérgica que hubiera alejado hasta la sospecha de simpatizar, con la causa, y con algunas de las personas que iniciaron y sostienen la sedición.

No es mi propósito, ni tendría objeto práctico indicar lo que podía haberse hecho para evitar las consecuencias que están ustedes ahora sufriendo. Tampoco voy a pretender disculpar de toda responsabilidad a aquellas personas que usted califica de gratuitos enemigos de la familia; esas son cosas del pasado. Mi intención para el porvenir, o, mejor dicho, mis deseos no pueden ser otros al regresar a México, que trabajar de todo corazón para que no se agraven los males ya demasiado grandes que aquejan al país, y evitar, si es posible, que se prolongue la tormenta actual y que se desencadenen otras nuevas. Para esa tarea es indispensable contar con la cooperación leal y decidida de todos aquellos que representan o pueden representar un factor serio y juicioso en nuestra política, y confío en usted y en los principales miembros de su familia para que colaboren sincera y eficazmente a ese fin. Mientras tanto, hago votos porque se conserve usted en buena salud y porque disminuyan cada día más los males aludidos que amargan su existencia y la nuestra.

J. Y. Limantour.

(3) Hotel Imperial.
Broadway, 31 & 32nd. Street.
New York.

Resumen de las conferencias tenidas en los Hoteles Astor y Plaza.

Medidas de urgente ejecución:

1° Tomadas en consideración estas bases, se anunciará que el Gobierno de México está en arreglos de paz con los revolucionarios.

2° En consecuencia, se suspenderán las hostilidades inmediatamente, procurando las fuerzas combatientes que en la zona que ocupan se restablezca el tráfico ferrocarrilero; pero en ningún caso se utilizarán los ferrocarriles para transportar tropas o materiales de guerra.

3° Renuncia del señor Ramón Corral de los cargos de Vicepresidente de la República y Secretario de Gobernación.

4° Libertad de todos los presos políticos y suspensión de toda persecución política a los que vivan dentro o fuera del territorio nacional, cualquiera que sea la forma o pretexto para tales persecuciones, incluyendo las de la prensa, que será libre conforme a la Constitución.

5° En consecuencia, tan luego como se aprueben estas bases, se expedirá un decreto de amnistía en términos que no sean deshonrosos ni humillantes u ofensivos para los revolucionarios, quienes se retirarán pacíficamente a sus hogares dentro del primer mes siguiente al día en que se haya cumplido con el contenido de la cláusula sexta.

6° Renuncia de los gobernadores de los Estados de Sonora, Chihuahua, Coahuila, Zacatecas, Yucatán, Puebla, Guerrero, Hidalgo, México y Guanajuato, cuyas legislaturas nombrarán como gobernador interino de cada uno de dichos Estados, a un ciudadano de entre los que proponga el Partido Antirreeleccionista y que no haya tomado las armas en esta revolución; con la condición, además, de que sea vecino del Estado correspondiente y cuya posición social sea una garántía para todos los habitantes.


Medidas de ejecución no inmediata:

7° Los gobernadores interinos a que se refiere la cláusula sexta convocarán a elecciones sucesivamente y conforme a las leyes electorales vigentes, dentro de los ocho meses siguientes al día en que hayan tomado posesión de su cargo, con el objeto de elegir gobernador constitucional y diputados al Congreso de la Unión.

8" Reforma de la ley electoral federal para hacer efectivo y consciente el voto público; reforma que se llevará a efecto según los procedimientos legales.

9° Siguiendo los procedimientos que establece la ley, se iniciará la reforma de la Constitución en el sentido de establecer el principio de no releección del Presidente y Vicepresidente de la República, de los Gobernadores de los Estados y de los Presidentes municipales.

10° Cambios en el Gabinete, sobre todo en las Secretarías de Gobernación, de Justicia, de Instrucción Pública, Fomento y Comunicaciones, poniendo personas ajenas a la política activa.

11° Para realizar uno de los más grandes ideales del Partido Antirreeleccionista y asegurar definitivamente la paz, serán un hecho la buena administración de justicia y las garantías constitucionales, así como la responsabilidad legal de los funcionarios y empleados de la administración pública.

12° Se abrirá una suscripción pública nacional a la que contribuirá el Gobierno con el fin de aliviar en algo las consecuencias de la revolución. Para distribuir los fondos, se nombrará una comisión de seis miembros, de los cuales el gobierno designará tres y los restantes el partido revolucionario, cuyos principales jefes serán nombrados de preferencia.

New York, marzo 14 de 1911.




Hotel Imperial
Broadway, 31 and 32 Street.
New York.

New York, marzo 14 de 1911.

Señor Lic. don José Yves Limantour.
Presente.

Muy señor mío y apreciable amigo:

Adjunto las bases cuya discusión terminó ayer, y las cuales, caso de ser aprobadas, deben cumplirse de buena fe por ambos lados, a fin de que realmente sean eficaces y pongan fin a nuestra situación.

Agregué la separación del señor Corral del Ministerio de Gobernación, por ser este el encargado de dirigir la política del país y juzgo conveniente que el pueblo vea este cambio demostrado con hechos que pueda apreciar.

Indiqué algunos plazos, pero que modificándose, no afectan lo sustancial.

Una copia exactamente igual mandaré a Pancho.

Dada la gravedad de la situación y que podría ser mayor a la llegada de usted a México, me permito adjuntar las proposiciones que leímos ayer y que no discutimos por haber convenido en otras.

Tengo la convicción de que es indispensable poner término a las revoluciones en México, por esta razón pienso que si el general Díaz no se separa del poder quedará la preocupación, la intranquilidad de que a su muerte pueden volver las revoluciones. Si el general Díaz, en atención a la situación actual, renuncia el poder, la paz vendría inmediatamente, porque él lleva consigo la responsabilidad que le toca.

Además, una de las graves dificultades con que yo voy a tropezar dimana de esta opinión dominante: el Gobierno ha prometido muchas veces cambiar de política y no ha cumplido sus promesas, ¿quién garantiza que en esta vez sí las va a cumplir? Y como para los revolucionarios el Gobierno es el general Díaz, temo mucho una negativa redonda por este motivo.

Voy a cumplir con lo ofrecido y tendré el gusto de remitir a usted una copia de mi carta a Pancho para que vea mis esfuerzos en el sentido de nuestros buenos propósitos.

Su aftmo. amigo que lo aprecia.

F. Vázquez Gómez.

P. D. Si en las otras bases pongo un cambio en el Ministerio de Relaciones para la presidencia interina, es por aquello de la sangre, cosa seria en estos momentos. Preferible sangre latina.

F. Vázquez Gómez.

(La alusión que se hace en la postdata es al señor don Enríque C. Creel, que en aquella época estaba al frente del Ministerio de Relaciones) (Nota del Sr. Limantour).

Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SEGUNDOSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha