Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO SEXTOPRIMERA PARTE - CAPÍTULO OCTAVOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO SÉPTIMO

Ambiciones políticas de los funcionarios y algunos de los motivos por qué se suponía que las abrigaba el autor de este libro. Relación de los proyectos y tentativas del presidente para que el que habla le sucediese en su cargo. Viajes a Monterrey y cooperación del General Reyes. Oposición por parte del interesado a la realización de los planes del presidente


Difícilmente se concibe, y en México menos que en otras partes, que un hombre que por circunstancias especiales ha atraído en cierta escala la atención general, como hombre público o como militar, no aspire a ocupar los puestos más encumbrados del país. Pocos casos se han dado, en efecto, entre nosotros, de personas enteramente desinteresadas en ese terreno; y aun es probable que si se registrasen bien las publicaciones de la época en que sus servicios fueron más manifiestos, se encuentren también, en contra de aquellas personas, imputaciones frecuentemente duras y raras veces fundadas.

Al haber tenido la suerte de lograr, por primera vez en nuestra historia, la nivelación de los ingresos y egresos federales, no de un año, sino de una serie de años, y de realizar algunas de las reformas deseadas por todo el país, entre ellas la supresión de las alcabalas, no era de extrañarse que se me atribuyeran ambiciones políticas, y así hube de pagar, como tributo a esa falsa tendencia de la humanidad, el prestigio que mi gestión hacendaria me procuraba.

Dieron más fuerza a esa suposición, cada día más acentuada en el público, el trato personal y las múltiples manifestaciones de cariño y de confianza que ostensiblemente me daba el señor general Díaz, quien con frecuencia se expresaba de mí en términos muy encomiásticos y aludiendo a mi porvenir, al hablar con las personas caracterizadas que a él se acercaban. Contribuyó, por último, y no poco, a que se formara la atmósfera de que vengo hablando, la actitud de algunos de mis amigos, demasiado empeñados en convertirme en trait d' union entre ellos y el Presidente. Mi anuencia en servicios, en los casos en que podían conciliarse sus deseos con las reglas de conducta que me había propuesto observar, confirmó a los ojos de muchas personas, la creencia de que asumía yo, con mi intervención, un verdadero papel político, impregnado naturalmente de las ambiciones que le son inherentes. No estarán, pues, fuera de lugar algunas reflexiones sobre este punto.

Cierta mañana del mes de agosto de 1898, y hallándose conmigo el Presidente en el Castillo de Chapultepec acordando asuntos de Hacienda, interrumpió bruscamente esta labor para decirme que quería hablarme de las próximas elecciones presidenciales. Después de una larga exposición de las razones que le inducían a no desear su reelección para el período de 1900 a 1904, razones que son bien conocidas de todo el mundo por haberlas hecho públicas él mismo en diversas ocasiones de su vida, me manifestó que había adquirido la convicción, en vista de las cualidades y aptitudes que había yo demostrado tener, y del resultado de mi gestión hacendaria que tan buena acogida mereció del público, de que era yo la persona más a propósito para sucederle en la Presidencia de la República y que, en tal virtud, había concebido la idea de presentar y apoyar mi candidatura.

Cuando a mi turno hube de hablar, le dije en seguida que me sorprendía sobremanera su pensamiento, pues me creía enteramente incapacitado para desempeñar de un modo satisfactorio tan alto cargo; pero el Presidente cortó la conversación recomendándome que pensara yo detenidamente en lo que me había manifestado.

El general don Francisco Z. Mena, excelente amigo mío, que a la sazón era huésped del señor Presidente en Chapultepec y cuyo llamado al Gabinete fue obra mía, lo mismo que su reconciliación con el general Díaz después del largo enojo a que dio lugar entre ellos la elección del general Manuel González en 1880, me informó pocos días después, que el Presidente le había referido la conversación que tuvo conmigo, y que a la vez le rogó que influyera en mi ánimo en el sentido de obtener mi conformidad a fin de que mi candidatura fuese preparada y presentada al público oportunamente. Me informó asimismo el señor general Mena que el Presidente había llamado al señor licenciado don Rosendo Pineda para encargarle la redacción de un manifiesto que se proponía dirigir a la Nación, dando a conocer su propósito de retirarse de la vida política, y de que, por lo tanto, su nombre no figurara en aquella próxima campaña electoral.

Al licenciado Pineda, con quien me ligaba ya una íntima y sincera amistad, le hizo el Presidente la misma recomendación de influir cerca de mí para que aceptase yo la combinación indicada; y al hablarme sobre el particular, me confirmó que tenía encargo del Presidente de escribir el proyecto de manifiesto, proyecto que en efecto hizo, y que discutió a fondo algunos días después, con el señor general Díaz.

Pasado algún tiempo, tuvo conmigo el señor Presidente una segunda y bastante extensa conversación, en la que de una manera más insistente me habló del asunto agregando que la realización de su deseo de retirarse de la escena política, dependía de la aceptación de su plan. Yo, que había meditado ya detenidamente la cuestión, estudiándola bajo sus diversos aspectos, le expuse con toda sinceridad que mi negativa tenía varios motivos, de los cuales algunos podían considerarse como obstáculos imposibles de subsanar.

Desde luego le repetí que no me consideraba con las dotes necesarias para desempeñar con probabilidades de acierto un cargo del cual dependía la dirección de la política general del país; y a fin de que no tomara mi negativa como inspirada por una falsa modestia, le recordé que si había aceptado el cargo de Ministro de Hacienda en momentos dificilísimos y sin poseer la experiencia necesaria, fue porque tuve confianza en los conocimientos que poseía de la materia, con motivo de mis estudios especiales; mientras que para la Presidencia de la República, ni contaba con las aptitudes naturales, ni con las relaciones, ni con los conocimientos, ni con la preparación indispensables para hacer una buena labor.

En efecto, según queda referido en un capítulo anterior, mis inclinaciones fueron siempre del lado de la ciencia económica y de las finanzas, y me dediqué, por lo mismo, a los estudios y trabajos de ese género, de tal suerte que si bien no podía considerarme como un perito muy avezado en dichas materias, poseía suficiente acopio de elementos para aceptar la Cartera de Hacienda cuando me fue ofrecida, siendo así que en la carrera exclusivamente política me sentía en un medio del todo desconocido, opuesto a mis tendencias, y tan lleno de obstáculos, casi insuperables, que consideraba como seguro mi fracaso.

Estas consideraciones que expuse al Presidente no fueron las únicas en que me apoyaba; sino que agregué otras no menos fuertes. Le hice observar que el origen de mi familia y mi apellido notoriamente francés, darían margen a una propaganda hostil, como ya había sucedido en otras ocasiones en que se habló de mí como personaje político, y a que se me viese con marcada antipatía por las multitudes poco ilustradas y reflexivas, que se creerían en peligro de ser gobernadas por un extranjero.

Manifesté también que con el ejército no podía contar porque las medidas de orden que me había visto obligado a dictar para corregir los abusos cometidos en la administración de los batallones y regimientos, y aun en algunos departamentos militares, me habían creado la reputación de ser enemigo del ejército, y de oponerme sistemáticamente a cuanta reforma se consultase para mejorar la condición del personal y aumentar la potencia y eficacia del ejército y la marina.

Concluí la serie de mis objeciones haciendo valer las malas condiciones de mi salud que me cbligaban a alejarme de vez en cuando del despacho de los negocios para tomar descanso y reparar mis fuerzas, lo que evidentemente no podría hacer hallándome en la Presidencia cuyas labores son de tal índole que no permiten esas interrupciones, y que, en cambio, exigen esfuerzos físicos continuos y considerables que me sentía incapaz de hacer.

El Presidente contestó mis observaciones diciéndome que no era yo un desconocido en el campo de la política, según lo demostraban las diversas publicaciones que se habían hecho ya en varios periódicos, y en algunos otros órganos de la opinión pública, presentándome como hombre capaz de servir a la patria no solo en el ramo de Hacienda. sino también en cargos elevados de carácter político; que en cuanto a mi falta de relaciones, y sobre todo a la hostilidad que pudiera presentarse por parte de algunos Jefes del ejército, él se encargaría de subsanarlas; que en lo relativo a mi nombre y el origen de familia, creía que sólo entre cierta clase de gente, por su falta de cultura, podía encontrar eco alguna prevención, cosa que transcurrido un poco de tiempo desaparecería por sí sola; y que por lo que tocaba a los temores de mi familia por el mal estado de mi salud, eran ciertamente exagerados, pues en opinión del doctor Liceaga, esa delicadeza de mi salud obedecía a un estado de anemia fácil de combatir.

Antes de terminar nuestra conversación, hice ver de un modo especial al señor Presidente que la labor que había él emprendido y que tan satisfactorios resultados estaba dando, reclamaba muy notables aptitudes en el hombre a quien tocara continuar dicha labor, para que no se interrumpiese la marcha progresista del país, y que a todas luces ese hombre no era yo. Le agradecí profundamente sus ofrecimientos expontáneos y bondadosos, mas le declaré que no obstante su opinión no podía yo convencerme de que mis deficiencias desaparecieran con el tiempo.

En ningún momento tocamos entonces el punto de mi inhabilidad jurídica para desempeñar la Presidencia de la República, según la interpretación torcida de los artículos constitucionales relativos, que se esforzaban en sostener los periódicos inspirados por cierto grupo político; y si no hablamos de ello fue porque ya el Presidente había desechado terminantemente tal interpretación haciendo que se publicaran en el Diario Oficial las razones contrarias, que eran las del Gobierno, y que confirmaban numerosos precedentes de Presidentes y Ministros que se hallaron en idénticas condiciones a las mías.

A propósito de esa interpretación, que yo llamo torcida, pero que sostienen también personas de buena fe, de los artículos constitucionales que determinan las condiciones que deben llenar los que desempeñen los cargos de Presidente de la República y de Secretarío del Despacho, conviene tener presente dos consideraciones que generalmente olvidan los que entran al debate y que, sin embargo, robustecen mucho la tesis del Gobierno. Una es de meras circunstancias, pues no es de creerse que si los Constituyentes de 1857 se hubiesen propuesto excluir de los mencionados puestos a los hijos de extranjeros nacidos en la República, hubieran admitido como Presidente a Comonfort que fue hijo de francés. La otra consideración es que el requisito exigido por aquella Constitución es el de ser mexicano por nacimiento, y no de nacimiento, lo que indica que la intención del legislador fue de prescribir que el candidato tuviese la calidad de mexicano por razón de su nacimiento, esto es por el hecho de que el nacimiento determine la nacionalidad mexicana, como sucede con los hijos de extranjeros nacidos en México, que sin necesidad de hacer ninguna manifestación expresa de su voluntad al llegar a la mayor edad, son considerados por la ley como mexicanos por el solo hecho de haber nacido en México. No sucedería lo mismo si el texto de los artículos constitucionales hablara de mexicanos de nacimiento, pues la preposición de despertaría la idea de origen, bien sea como contracción de desde (desde el nacimiento), o con cualquiera de las otras acepciones que tiene este vocablo.

Para cerrar la materia añadiré que yo nací en la Capital de la República donde recibí toda mi instrucción hasta adquirir a los veinte años el título de abogado; que salvo unos cuatro meses que tardé en reponer fuera del país mi quebrantada salud, permanecí todo el tiempo dentro del territorio nacional; y que no obstante que era innecesario hacerlo, al cumplir la mayor edad hice una solemne declaración ante la autoridad competente sobre mi nacionalidad mexicana.

Las cosas quedaron en tal estado por algunas semanas, pero no sin que advirtiese yo que el general Díaz hacía alusiones muy transparentes, y aun declaraciones terminantes, a diversas personas, relativas a mi candidatura, y que tomaba algunas medidas que no se explicaban sino como preparativos para la ejecución de sus propósitos. Tuve entonces la impresión de que él se había quedado con la idea de que al fin cedería yo a sus deseos, bien sea porque no me creyera capaz de resistir a las halagadoras tentaciones del poder, o bien, porque conociendo mi modo de pensar en contra de la reelección indefinida, supusiese que me movería el temor de que, con mi negativa, se aplazara sine die el cumplimiento de la promesa que en varias ocasiones hizo solemnemente de retirarse de la Presidencia.

Y por cierto que esta opinión mía en materia de reelección, que era también la de mis amigos científicos, me puso en un predicamento especialmente delicado en las conversaciones que vengo relatando, por la sospecha que podía suscitar en el ánimo del general Díaz de que mi actitud no era sincera.

Entre las manifestaciones más elocuentes del propósito que abrigaba el Presidente de allanar las objeciones que yo le presentaba, debo citar, en primera línea, mis dos viajes a Monterrey en el mismo año de 1898, viajes que fueron tan comentados por la prensa y en los corrillos, y que algunos califican como fuertes presunciones de mis ambiciones políticas.

Abrumado por el exceso de trabajo, me propuse, a fines de 1897, tomar algún descanso a orillas del mar, y resolví ir a Tampico, donde aprovecharía mi estancia para darme cuenta a la vez, de la necesidad de algunas obras proyectadas para el mejoramiento y desarrollo del puerto, así como del estado que guardaban las que se hallaban en vía de realización.

El general don Bernardo Reyes, Gobernador de Nuevo León, que supo por un conducto que ignoro mi proyectada excursión a Tampico, me invitó entonces para que pasase también a Monterrey, en donde tendría yo la ventaja de ver de cerca y de apreciar los grandes progresos que se habían efectuado en Nuevo León en muchos ramos de la actividad humana. Los términos de la carta de invitación tienen su importancia, porque arrojan una luz muy clara sobre el origen de mi viaje y alejan las interpretaciones malévolas. Por este motivo se transcriben textualmente.

De Monterrey a México, dic. 20 de 1897.
Señor Ministro de Hacienda licenciado José Yves Limantour.

Muy estimado y fino amigo:

Se me ha informado que, en compañía del señor Ministro de Comunicaciones, tendrá próximamente que efectuar un viaje a Tampico, con motivo de asuntos relativos al importante ramo de Hacienda.

Como tal viaje facilitaría el que usted y el señor general Mena pudieran pasar por esta Ciudad, me permito invitarlo, como también lo hago con su apreciable colega, para que se detengan aquí, suplícándole que si me honran ustedes admitiendo esta invitación, se sirva manifestármelo.

Con la estimación de siempre soy de usted aftmo. amigo y atento S. S.

B. Reyes.




México, diciembre 24 de 1897.
Señor general don Bernardo Reyes, Gobernador del Estado de Nuevo León.
Monterrey.

Muy estimado y fino amigo:

Me ha sido especialmente grata su apreciable de fecha 20 del presente, en la que tiene usted la bondad de invitarme a que pase por esa ciudad, en el caso de que visite Tampico.

Ignoro cómo ha podido llegar a oidos de usted la noticia de mi proyectado viaje a este último puerto, pues si bien acostumbro tomar en el mes de enero algunos cuantos días de vacaciones, no he podido en esta vez arreglar mis cosas de modo de salir fuera de México a descansar un poco de tiempo.

De cualquiera manera, querido amigo, le estoy agradecido por su amable invitación, que de poder ausentarme por más de diez días, pasaré con gusto por Monterrey a estrecharle la mano.

Como siempre, su adicto amigo que bien lo estima.

J. Y. Limantour.



Como no se compadecían bien la necesidad que yo tenía de un descanso efectivo, con las fatigas consiguientes al viaje hasta Monterrey y las atenciones sociales inevitables, me resistí a aceptar la invitación por más que había sido hecha de manera espontánea; pero tuve al fin que aceptarla, tanto porque el general Reyes insistió con gran empeño, como porque a la vez fui invitado por los principales comerciantes e industriales de Monterrey. El Presidente me hizo también indicaciones en ese sentido, pues consideraba de importancia mi visita a aquel centro de progreso que atraía las miradas de todos los interesados en los adelantos del país.

Emprendí al fin mi excursión acompañado de cinco o seis amigos, entre ellos el inolvidable Justo Sierra, saliendo de México en los últimos días de febrero, y después de una semana de permanencia en Tampico nos trasladamos a Monterrey donde se nos hizo una recepción entusiasta y se nos colmó, por parte de todo el mundo, de numerosas y exquisitas atenciones, en las que se advertía la mano del general Reyes, empeñado en dejarme la mejor impresión de lo que él llamaba su obra, así como también, de sus buenos sentimientos hacia mí.

Debo afirmar, como en efecto lo hago, que en todas las conversaciones que tuvimos el general Reyes y yo en los cuantos días que pasé en Monterrey, no se trató de combinación política alguna, ni ocurrió más incidente que merezca relatarse, que el encargo que recibí, estando ahí, del señor Presidente por carta que me escribió con fecha primero de marzo, de recomendar al Gobernador de Nuevo León se fuese fijando, con toda la discreción debida, en la persona que podría substituirlo en el Gobierno del Estado temporalmente, dado el caso de que el Presidente lo llamara a su lado.

Cierto es que este encargo dio motivo a que el general Reyes y yo nos pusiéramos a hacer suposiciones sobre las intenciones del general Díaz, pero no fuimos más allá. Los términos de la expresada carta del señor Presidente escrita de su puño y letra, y que se reproduce en seguida, son una prueba irrefutable de que mi viaje a Monterrey no tuvo por objeto celebrar pacto alguno con el general Reyes, como muchos lo han asegurado, y de que no existían compromisos entre el general Díaz y yo relativos a sus planes futuros.


Martes 1° de marzo de 1898.

Muy estimado compadre:

Deseo que tenga usted viaje muy feliz y le suplico que cuando llegue a Monterrey de, en mi nombre, un amistoso apretón de mano a nuestro buen amigo el señor general Reyes, y le diga, muy en reserva, que con disimulo se fije en un sustituto temporal, porque es probable que de un momento a otro lo llame yo a mi lado.

Su compadre y amigo que lo estima.

Porfirio Díaz.


Los asuntos oficiales tratados en mis conversaciones con el Gobernador de Nuevo León se concretaron a ciertos proyectos suyos de carácter meramente administrativo, como la construcción de cuarteles, la reorganización de las fuerzas auxiliares, el fomento de determinadas industrias y otras cosas por el estilo.

Es evidente, en mi sentir, que el Presidente aprovechó las circunstancias para ir insensiblemente allegándome apoyos y amistades con el objeto de realizar sus fines consabidos. El hecho de que en sus conversaciones hubiese recalcado que de su cuenta corría el crearme una atmósfera favorable en el ejército, no me deja la menor duda sobre el particular. De cualquiera manera que sea, ya no fue un misterio para nadie, después de mi primer viaje a Monterrey, que el general Díaz preparaba alguna combinación basada en el concurso del general Reyes y del que habla, y naturalmente tomaron cuerpo las suposiciones de que yo sería el candidato oficial en las elecciones de Presidente de la República, y que el general Reyes sería nombrado Ministro de Guerra. Los comentarios subieron de punto cuando se supo que el Presidente ofreció hacerle al general Reyes una visita a Monterrey en el mismo año que la mía y de que yo formaría parte de su comitiva.

Los antecedentes de este segundo viaje, en lo que me conciernen, son sencillos. El Presidente había hecho ya, en enero del propio año de 1898, una excursión a Veracruz y a Tampico por motivos de salud de algunas de las personas de su familia. En los días que estuvo en este segundo puerto, el señor general Reyes vino a saludarlo y entonces invitó al señor general Díaz y a su señora para que pasasen unos días en Monterrey. El señor Presidente aceptó la invitación, pero aplazó su visita, sin fijar fecha, porque su ausencia de la Capital había sido bastante prolongada y no era fácil hacerlo con mucha anticipación. Pasado el verano, que es muy caluroso en la frontera del Norte, el general Reyes volvió a la carga, y por cierto que acudió a mi mediación tanto para que no se frustrara ese viaje, como para que se le mandase un regimiento de caballería, que le era necesario para un simulacro de guerra que formaba parte del programa de festejos, y que la Secretaría de Guerra se había resistido a enviarle.

El señor Presidente decidió hacer el viaje sin su señora, pero acompañado de dos de sus Ministros, y ya sea por su propósito de aprovechar todas las oportunidades que se presentaran para hacer más estrecha las relaciones de amistad entre el señor general Reyes y yo, o por alguna otra circunstancia, nos designó al señor general Mena y a mí para acompañarlo. Hay que tener en cuenta, que la visita iba a hacerse con cierta solemnidad, pues el Gobernador de Nuevo León se preparaba a darle todo el lustre posible a la presencia del Presidente de la República en la Capital del Estado y al efecto había puesto en movimiento a diversas comisiones formadas por los hombres más prominentes de Nuevo León para organizar los festejos en honor del ilustre huésped.

Me resistí a hacer este segundo viaje, pero el Presidente no atendió mis excusas y me instó de tal modo que tuve que ceder a sus deseos, so pena de causarle un fuerte desagrado.

La excursión se verificó en las fechas y condiciones que determinó el señor Presidente y como era de preveerse, mi presencia en ella dio lugar a que circularan con más insistencia los rumores relativos al plan del general Díaz. Fuimos alojados el señor Presidente, el señor general Mena y yo en la casa del Gobernador del Estado y en la segunda noche que pasamos allí, el general Díaz y el general Reyes tuvieron una muy larga conversación a solas, que rodó, según me dijo la mañana siguiente el mismo general Reyes, sobre la decidida cooperación que el Presidente le pidió para la realización de su propósito de ir allegándome todos los elementos posibles de simpatía por parte del ejército en general, y de los hombres prominentes de la frontera, con el objeto de que me encontrase perfectamente preparado para llegar a la Presidencia en la oportunidad y forma que el general Díaz creyera más conveniente, según las exigencias de la política.

Reyes al referirme, aparentemente con el mayor entusiasmo, la parte esencial de esa conferencia, agregó que vería con verdadera satisfacción que el proyecto se realizara, asegurándome que pondría todo el empeño de que fuera capaz para su mejor éxito. Me dijo, asimismo, que el Presidente le había preguntado si estaría dispuesto a ir a México en el caso de que necesitase de sus servicios en la Capital, a lo cual contestó que tanto como militar como amigo, estaba incondicionalmente a sus órdenes y dispuesto a obedecerlo en cuanto tuviese a bien ordenarle. Reyes supuso desde un principio que el puesto que ocuparía en México sería el de Ministro de Guerra, por lo que fue grande su decepción cuando el Presidente lo nombró Oficial Mayor de dicha Secretaría; y ya sea por esa circunstancia, o por su temperamento impaciente y altivo, no permaneció en dicho puesto sino pocas semanas y volvió a Monterrey. Esta conducta no dejó de causar el consiguiente disgusto al Presidente, pero al poco tiempo, en su afán de ir adelante por el camino que se había trazado, lo nombró Ministro de Guerra en enero de 1890 (En sí, dicho nombramiento fue realizado en el año de 1900, o sea diez años más tarde. Probablemente este error se debe a un lapsus mentis ya que el autor esta bien centrado en las fechas que maneja. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), con motivo del fallecimiento del general Berriozábal.

Nada me dijo el Presidente de su conversación de Monterrey con el general Reyes, sino hasta nuestro regreso a la Capital, confirmándome en todas sus partes los términos de aquella conversación; pero lo hizo en una oportunidad al parecer accidental, que sin duda él buscó para no dar lugar a que nuestra plática se extendiera mucho. Pude sin embargo, manifestarle mis temores de que al solicitar de un hombre de notorias e impacientes ambiciones, como era el general Reyes, una participación tan activa en la política general, y ponerle en las manos elementos tan poderosos como los del Ministerio de Guerra, se avivaran en él esas ambiciones causando así mayores complicaciones para el porvenir. No dio mayor importancia el Presidente a mi observación. Viéndome arrollado por los acontecimientos que me empujaban en dirección contraria a mis deseos, hube de pensar muy seriamente en lo que debía hacer para destruir de raíz la leyenda que se iba formando sobre mis ambiciones políticas, a pesar de las declaraciones terminantes y repetidas hechas en sentido opuesto. En efecto, por la prensa, de palabra y de cuantas maneras me fue posible dirigirme al público, desmentí las especies que por todas partes circulaban sobre el particular. Nada valía, ni podía valer lo que yo decía, cuando por otro lado se oía la palabra del Jefe del Estado y se veían los hechos que la confirmaba, todo de acuerdo con el plan político que estaba en vía de realización, y que propios y extraños suponían, con motivos bastante fundados, que había sido materia de una combinación hecha de acuerdo conmigo mismo. ¿Qué debía yo hacer? En uno de los capítulos posteriores explicaré los motivos que me indujeron a continuar al frente de la Secretaría de Hacienda.

(Reunir en nota el texto de las declaraciones hechas por mí en el sentido de no aceptar cargos de carácter político) (Por razones que desconocemos el señor Limantour no incluyo en su obra esta nota a la que hace referencia. Precisión de Chantal López y Omar Cortés).

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