Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO QUINTOPRIMERA PARTE - CAPÍTULO SÉPTIMOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO SEXTO

El grupo científico y el General Díaz. Consideraciones sobre los hombres políticos y los de administración. Reglas de conducta del autor en sus relaciones políticas con el presidente


Los científicos tuvieron al principio pocas oportunidades de ponerse en contacto con el señor Presidente. No obstante las numerosas pruebas que le dieron de su adhesión, así como del vivo deseo que les animaba de no crearle dificultad alguna con su colaboración en el desarrollo de las instituciones y prácticas democráticas, el señor general Díaz abrigaba cierto recelo de que tomando el grupo mayor impulso, podría adquirir una influencia tal en la gestión pública, que le permitiera seguir algún día una línea de conducta distinta de la oficial. Este temor se fundaba en el notable empuje que habían mostrado los aludidos jóvenes, no sólo en la organización de la Unión liberal, sino en la iniciación de las reformas que en el espíritu y en el sistema de gobierno pretendieron ellos implantar, y cuya realización no se logró por el motivo indicado en el capítulo primero.

No hay que extrañar, por lo mismo, la falta de acercamiento personal que desde entonces hubo entre la mayor parte de los científicos y el señor general Díaz, quien, cuidando siempre en una forma exquisita de conservar buenas relaciones con ellos, supo poner un límite a las facilidades de acceso que solicitaban para entrar en pláticas sobre cuestiones de orden público.

Mi ingreso a la Secretaría de Hacienda dio lugar, como era natural, a que esos amigos pretendieran valerse de mi conducto para dar a conocer al Presidente sus ideas, sus propósitos, o sus deseos. El cúmulo de ocupaciones que traía consigo el despacho de los asuntos diarios del ramo de Hacienda y que aumentó considerablemente con la separación de don Matías Romero del Ministerio, me libertó por algún tiempo de esa clase de compromisos, sirviéndome de disculpa, bien fundada por cierto, para abstenerme casi completamente de toda ingerencia en los negocios que no fuesen de mi ramo. A tal grado llegó a acentuarse esa actitud mía, que puede decirse sin exageración que en mis primeros tiempos de Ministro no traté en serio con el Presidente más asuntos importantes de esa índole, recomendado por los amigos, que el de la inamovilidad del Poder Judicial, y eso para insistir en que fuese despachado en el Senado, con ciertas modificaciones el texto de la Cámara, que me parecieron indispensables para evitar el fracaso de la reforma. Sin embargo, andando el tiempo no fue ya posible mantenerme dentro de esa regla de conducta demasiado rígida, que las circunstancias batían en brecha constantemente, pero antes de seguir adelante, conviene hacer en estos apuntes algunas reflexiones de carácter general.

Toda labor que responde a un fin que, bien o mal llamado, se expresa generalmente con el vocablo político, tomado en su acepción más estrecha, requiere en los hombres que la emprenden, cualidades especiales muy distintas, por no decir enteramente diferentes, de las que necesitan tener aquellos que se proponen dedicarse a la formación, dirección y desarrollo de toda organización administrativa. Sin necesidad de entrar al fondo de la cuestión basta fijarse, para comprenderlo, en algunos de los caracteres de los procedimientos empleados en una y otra labor.

En política, para lograr el objetivo que se desea, es preciso marchar siempre en zigzag, o por curvas, disimular la intención con disfraces o sin ellos, entrar en compromisos de manga ancha, y en casos frecuentes, establecer distinciones injustificadas, según las circunstancias y las personas. No así en la gestión administrativa, en la que, si se pretende alcanzar un resultado satisfactorio, la línea recta es la única posible, los procedimientos deben ser claros, precisos, ajustados a la equidad, y no cabe en la aplicación de las reglas establecidas más excepciones que las previstas en las mismas reglas, sean cuales fueren los tiempos y las personas de que se trate. De ahí que los hombres que reúnen las dotes y condiciones esenciales para el buen desempeño de una labor administrativa, carezcan de las aptitudes indispensables para la política, y viceversa. De ahí también que en nuestro país en donde por lo general y siguiendo la costumbre, se inclina uno mucho a solicitar favores especiales, la gente encuentra en la política un terreno más llano y agradable que en el comercio y en la industria, y que cuando esos favores especiales son negados por la persona de quien se solicitan, la primera impresión del interesado sea que la negativa obedece a mala voluntad hacia él, o a otras causas de carácter muy personal, y no a la observancia de reglas bien determinadas. Las personas de buen sentido, a las que no ofusca un amor propio exagerado, llegarán tal vez a reconocer, y hasta a aplaudir, la conducta correcta de un jefe de administración que obedece inflexiblemente los preceptos y normas establecidos; pero el público en general, y especialmente los que han tenido roce con los hombres políticos no lo harán seguramente, y el que quiera aplicar esos mismos principios, no distribuyendo favores ni haciendo concesiones indebidas, cae muy pronto bajo el anatema y el odio de los que resultan burlados en sus planes egoístas o en sus ambiciones ilegítimas.

(Tal vez convenga dar mayor desarrollo al contraste que presentan el hombre de política y el de administración).

Una anécdota al parecer trivial, serviría de ilustración a lo que acaba de decirse, y si el desenlace resultó favorable, se debió a los nobles sentimientos del protagonista.

Penetrado de la oposición que en mi concepto existe entre las aptitudes que deben tener los hombres que ejercen funciones políticas, o bien meramente administrativas, fácilmente se explicará el que lea estas líneas la resistencia que siempre opuse a desempeñar un papel que no se aviniera con las cualidades indispensables para el manejo del ramo de Hacienda. Tal vez parezca pretenciosa la creencia en que he vivido de que tenía yo algunas aptitudes para hacerme cargo de la menCionada Secretaría; pero sea cual fuere el juicio que se formule sobre tan inmodesta opinión que he tenido de mí mismo, esta franca declaración no puede menos que darle más peso a la que no me he cansado de repetir públicamente acerca de mi incapacidad en materia política ..., al menos tal como esta se comprende en México.

Fue motivo de muchas cavilaciones de mi parte fijar la regla de conducta a que debía sujetarse a este último respecto, dada la circunstancia de que es muy difícil desligar de un modo absoluto las funciones propias de un Ministro de Hacienda, del papel que en política toca desempeñar a todos los miembros del Gabinete y a los amigos del Jefe del Estado.

(Este parece ser el lugar a propósito para tratar a fondo la cuestión relativa a las atribuciones y deberes de los Secretarios de Estado en materia política, conforme al texto y espíritu doe nuestras Instituciones. Génesis de los artículos de la Constitución de 1B57 relativas al papel que representan los Secretarios del Despacho que por una parte parecen ser simples funcionarios administrativos, y que, por la otra, desempeñan según el artículo 29 de la propia Constitución, funciones meramente políticas, como es la de intervenir en la suspensión de garantías individuales. Confusión de los constituyentes, tal vez inadvertida por ellos mismos, entre el régimen parlamentario y el sistema de la Constitución Americana. La teoría que profesa el autor de la obra es la de que los Ministros no tienen más atribuciones políticas que la ya mencionada del artículo 29 de la Constitución, y la de autorizar con su firma las resoluciones del Presidente sin la cual no tienen valor; por lo que debe reconocerse a los Ministros el derecho de ser oidos por el Presidente no sólo en todos los asuntos de su competencia, sino también en aquellos que afecten fundamentalmente la dirección genera! de la política. En caso de desacuerdo entre el Presidente y sus Ministros, a ellos y sólo a ellos corresponde apreciar si deben o no continuar prestando sus servicios al Presidente, según la importancia y trascendencia que, en concepto de ellos, tenga el asunto de que se trate; pero en manera alguna puede justificadamente censurárseles por la determinación que tomen).

En ausencia de prescripciones legales y de antecedentes bien establecidos y uniformes, procuré siempre ajustar mis actos a ciertas reglas de conducta que me permitiesen conciliar mis deberes de Ministro, tales como yo los entendí, con la profunda repugnancia que me ha inspirado la política, y el más vivo deseo de prestar al Presidente una amplísima y amistosa colaboración. No me refiero ya a intervenciones de carácter exclusivamente administrativo como de las que he hablado en los dos capítulos anteriores, sino a las que tuvieron su fundamento o sirvieron de medios de ejecución, en el terreno de la política.

La necesidad de proteger los intereses fiscales gravemente lesionados por algunos funcionarios federales y de los Estados, fue lo que me obligó en no pocas ocasiones, a recurrir a los medios políticos a que acabo de aludir. Agotados los recursos de ley para suprimir o suavizar los graves inconvenientes a que dieron frecuentemente lugar la ineptitud, la mala voluntad, o la corrupción de dichos funcionarios, cuyo cambio o remoción no dependía del Ejecutivo Federal, era imposible quedarse con los brazos cruzados ante las serias consecuencias de aquellos males, si podía usarse para lograr el remedio, de los medios indirectos y eficaces que sólo la política es capaz de proporcionar. Así fue cómo exponiendo al Presidente los grandes abusos que se cometían o toleraban por funcionarios que no dependían de él, abusos que se traducían en pérdidas de consideración para el Erario o en menoscabo del crédito de la Nación, obtuve del mismo Presidente, en algunos casos, que se pusiesen en acción, con feliz éxito, los medios políticos a que antes me he referido.

La primera regla a que me propuse sujetarme en los asuntos meramente políticos, fue la de no tomar la iniciativa, sino dejar al Presidente en la más completa libertad para tocar, o no, en nuestras conversaciones diarias, las materias de esa índole sobre las cuales quisiera conocer mi modo de pensar. Semejante propósito pude llevarlo a cabo durante las dieciocho años que precedieron al de nuestra caída, no teniendo la flaqueza de romper tal propósito sino en casos muy contados en los que, por compromisos ineludibles, me dirigí al Presidente.

Fueron también excepciones de la regla anterior, pero éstas sí mucho más justificadas, cierta categoría de asuntos que por poner en peligro la seguridad o la dignidad nacional o por su carácter de urgencia, no permitían esperar que el Presidente fuese el primero en hablarme de ellos. Una breve referencia a los principales de estos casos bastará, creo yo, para librarme del reproche de haber salido de mi abstención sistemática; y debo agregar, que tampoco estoy seguro de haber sido yo quien tomara la iniciativa en algunos de ellos.

La cuestión de límites con los Estados Unidos del Norte, las dificultades con Guatemala, las negociaciones sobre la Bahía de la Magdalena y otros asuntos por el estilo del ramo de Relaciones motivaron en ciertos momentos mi espontánea ingerencia. Las gestiones semioficiales del Embajador Americano relativas al Tratado de reciprocidad que sugería su Gobierno o a la peregrina ocurrencia del mismo de que modificáramos nuestra legislación bancaria y mercantil en el sentido de las leyes y costumbres americanas, y al delicado problema de la inmigración japonesa que los Estados Unidos deseaban que nosotros prohibiéramos, fueron otras materias en las que me tocó tomar una parte muy activa, sosteniendo con calor la conveniencia de una contestación negativa a las pretensiones de nuestros vecinos.

Las relaciones del Gobierno con la prensa fue otro de los capítulos en que sonó frecuentemente mi nombre cuando se trató de persecuciones hechas o de favores dispensados, a los órganos de la opinión pública. No faltará seguramente quien recuerde mi firme actitud en contra de las prácticas seguidas generalmente en estos enojosos incidentes, pues he sido siempre de opinión que si se juzga indispensable acudir a los tribunales, debe someterse la queja al derecho común sin atropellar al personal de la redacción y de las imprentas, ni suprimir los periódicos por medio de procedimientos difícilmente justificables en derecho.

En todo el tiempo en que estuve al frente del Ministerio de Hacienda, y no obstante que en muchas ocasiones fui acremente injuriado sin razón, nunca hice uso de mi derecho para acudir a la justicia en reparación del daño que me causaban, si no que dejé constantemente la puerta abierta a todos mis censores, convertidos con frecuencia en calumniadores, para que juzgaran libremente de mis actos como funcionario público.

En cuanto a favores pecuniarios, es sabido por las personas bien informadas, aunque en público se crea lo contrario, que siempre me opuse al reparto de subvenciones a los órganos políticos, y esto no solo por el desperdicio de fondos y por razones morales, sino también por el mal empleo que de las subvenciones hicieron algunos Ministros utilizándolas para adquirir prestigio personal, cuando no era para atacar a sus colegas del Gabinete. Mas como con frecuencia los gobiernos necesitan tratar en público ciertas cuestiones sin tomar la forma oficial, cosa que sucede particularmente en los países en que las masas son poco o nada ilustradas, admití la idea de que un periódico de mucha circulación fuese el encargado de explicar y defender los actos, proyectos y determinaciones del Gobierno, en una forma clara, amena y que estuviese más al alcance de todos, que la empleada por el periódico oficial. Este fue el papel que llenó satisfactoriamente El Imparcial, recibiendo en cambio un subsidio, que -hay que decirlo en alta voz-, no estaba en relación con los grandes servicios que prestó al Gobierno, y que ni fue solicitado, ni el dueño mostró el menor empeño en conservar cuando en algunas ocasiones se trató de suprimir el órgano oficioso. Lo digo aquí porque me consta personalmente, y a título de testimonio honroso que rindo con gusto al director y propietario de dicho periódico.

Sea dicho de paso que la Secretaría de Hacienda jamás concedió subvención alguna por su cuenta, que no fuese a escritores o periódicos de carácter técnico, para que se ocuparan de asuntos exclusivamente hacendarios o económicos, eso en casos muy señalados, y debo confesar que tuve la debilidad de consentir en que se mantuviera, por acuerdo del Presidente, un subsidio que venía dándose con igual objeto desde tiempo atrás a un escritor que se ha distinguido últimamente por la forma intemperante y apasionada de sus ataques contra las personalidades más visibles de aquella administración, que ha tenido el cinismo de pedirme que adelantara yo en lo personal los fondos necesarios para la publicación de un libro en que me llena de injurias y que, por otra parte, nunca cumplió con el deber que le imponía la retribución pecuniaria que puntualmente estuvo recibiendo hasta el último momento.

Sirvióme también de norma de conducta en mis relaciones de política con el Presidente; el hablarIe siempre con toda franqueza y sin reticencias que pudieran dejarle la impresión de que me animaba algún otro deseo que no fuese el del bien público o el de serie útil en lo personal. No creo que haya habido quien se expresase con tanta claridad en sus conversaciones con el general Díaz, y así lo hice no solo en cumplimiento de un deber de miembro de su Gobierno, sino por que no cabía otro modo de corresponder a las atenciones con que me distinguía a cada paso y confiándome pensamientos que a ningún otro comunicaba. No puedo decir que él aceptara en cuanta cuestión se presentaba mi manera de ver las cosas, o mis sugestiones, no; sería demasiado presuntuoso de mi parte, pero no creo equivocarme al afirmar que siempre las juzgó leales y desinteresadas, y si no llegamos a ponemos de acuerdo, en no pocas materias, ni en el pensamiento ni en la manera de proceder, fue probablemente porque, según decía él, me faltaba experiencia personal y era yo demasiado optimista en mis opiniones acerca de los hombres y de la cosa pública.

La breve exposición anterior de mi manera de proceder cerca del Presidente en las cuestiones relacionadas con la política, explicarán en parte el papel que creí me correspondía desempeñar en mi doble carácter de Ministro y de amigo, tiene también para mí en lo personal bastante importancia, pues quizá contribuya a destruir la impresión que muchos tienen de que al adoptar esa táctica me movió un supuesto interés privado o del grupo científico, en utilizar mi situación en el Gobierno para dar creces a nuestra influencia en el manejo de los negocios públicos. Para dejar bien sentada la falsedad del anterior supuesto, declaro enfáticamente que, no obstante las pruebas de confianza y de intimidad que frecuentemente me dio el general Díaz, y a las que procuré corresponder comunicándole sinceramente mi opinión, aun sabiendo en muchos casos que era contraria a la suya, jamás lo hice en términos que lo autorizaran a interpretar mi actitud en el sentido de que buscaba yo un aumento de prestigio personal o un interés cualquiera de grupo o de partido. Mis razones, buenas o malas, no tuvieron más objeto, como ya he dicho, que servir a mi país y al Jefe de su Gobierno.

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