Indice de Memorias de Victoriano Huerta de autor anónimo CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE VICTORIANO HUERTA

Autor anónimo

CAPÍTULO SEGUNDO

Sumario

Mis cómplices.- ¡Viva la República! - Papeles mojados. Una entrevista.- Mi amigo Gustavo.- Malos matadores.- La renuncia.- La fe de Madero.- El coco de México.- El único problema.- La blusa y el saco.- La resurrección de don Porfirio.- ¿Linchamientos? - La sabiduría de los políticos.- ¡Yo presidente! - Mis primeras 5000 víctimas.- Mis tanteadas.- El padrino de la Revolución.- Unos niños.



Mis cómplices

Me faltaba un apoyo moral, algo en qué fundar un movimiento armado contra don Francisco I. Madero. La posibilidad de la empresa que yo intentaba, era notoria: sólo faltaba dar una razón al mundo.

Me aproveché de las gestiones del Senado de la República. El Senado, como la Cámara de Diputados, no eran sino unas cuevas de conspiradores. La anarquía de ideas entre los señores que formaban el Congreso de la Unión, era total. Los grandes grupos de gobiernistas estaban subdivididos en otros pequeños en que había pinistas, vazquistas, indecisos, gustavistas y antimaderistas ...

Pero la generalidad no era de hombres de acción: eran catrines, como les llamamos los militares a los civiles. Los que no se escondieron en sus casas; los que quisieron entrar en juego en aquellos momentos en que estaba disputándose un triunfo político que decidiría la caída de la Ciudadela, fueron los senadores.

De éstos, don Guillermo Obregón fue el más audaz y el más enconado en sus odios contra Madero; el más trabajador para demoler al maderismo fue el señor De la Barra. Este hombre es malo. Yo lo consideré así y quise utilizarlo, pues, señores, los servicios de los malos son mejores que los de los buenos ...

Ya es conocida la acción de los senadores. Yo insinué al señor De la Barra mis deseos de acabar con aquella situación, de salvar a la República a toda costa. Y él me comprendió.

Lo que más me ayudó fue el temor que abrigaban en mi país todos los gobernantes a una intervención armada de parte de los Estados Unidos. Y digo abrigaban porque firmemente creo que no se volverá a dar el caso de que se teman las invasiones. Yo he alejado para siempre tal temor del alma de los mexicanos.

El señor Embajador de los Estados Unidos hizo, pues, sus gestiones encaminadas a hacer creer al Gobierno que los Estados Unidos intervendrían en México si no cesaba la lucha en la capital. La especie se propaló en un momento de terror y todo el mundo la acogió no sólo como posible sino hasta como una medida salvadora. Ya es sabido que la capital de la República es una ciudad propicia a ser conmovida por todos los embaucadores. ¡Yo creo, señores, que de la ciudad de México ha de salir un Mesías!

Y bien, los señores senadores celebraron varias juntas; hicieron su papel admirablemente al mismo tiempo que en el ánimo de ellos se arraigaba la idea de que el triunfo de Félix era necesario para que cesara la lucha que tanto espanto sembraba.

El día 18 de febrero se celebró la junta a la que había yo citado a los senadores y acudieron estos señores ante el señor Presidente. Don Francisco Madero los trató con energía y no les concedió la renuncia que le pidieron, diciéndoles que estaba dispuesto a sucumbir antes que entregar el Poder a nadie que no fuera el sucesor que el pueblo le designara.

Sin duda que ya sus amigos le habían hecho dudar de mi actitud, pues me mandó llamar y me preguntó cuándo terminaría aquello.

Le contesté que en aquellos momentos iba a dar las órdenes del asalto definitivo y salí de la Presidencia temeroso de que me detuviera.

Para lograr mi último golpe sólo necesitaba de un jefe con mando de fuerzas que me ayudara. No me convenía utilizar a Delgado ni a Romero; éste había sospechado algo y el primero era maderista; y a Angeles no podía darle ni una orden, pues ya me había desobedecido y hasta intentó bombardear la Ciudadela, sin orden mía, desobedeciéndome.

Blanquet había llegado y confié en él para mi combinación final. Yo creí que al proponer al Jefe del 29° Regimiento que me ayudara, me respondería que sí con entusiasmo; pero grande fue mi sorpresa cuando este jefe se mostró reservado y poco amigo de la sublevación. Sin embargo, había sido uno de los militares más atacados por la Revolución. Los periódicos y hasta los políticos lo señalaban como un asesino enemigo del Gobierno.

¡Viva la República!

Lo convencí con algún esfuerzo, pero siempre supuse que él traía algo desde Toluca, pues retardó mucho su marcha a la capital.

Preparé mi combinación final para que todo se desarrollara a la misma hora y tan rápidamente que fuera una sorpresa de la que no se pudieran rehacer los enemigos.

Invité a Delgado y a don Gustavo Madero a comer en Gambrinus; ordené al teniente coronel Jiménez Riveroll que aprehendiera personalmente a don Francisco Madero y a su Gabinete; a mi compadre Cepeda di la misma comisión; y yo me fuí a la Estación de San Lázaro a detener al general Rivera, que venía con grandes refuerzos de Oaxaca.

El capitán Luis Fuentes de la División del Norte, quedaba encargado de capturar a don Gustavo, a quien dejé en Gambrinus.

Cuando llegué a la estación de San Lázaro, acababa de descender del tren el general Rivera. Inmediatamente lo cogí por un brazo y lo invité a que tomara una copa. Se rehusaba diciéndome que tenía forzosa necesidad de desembarcar sus soldados para ir a la lucha, pero yo lo arrastré hasta una cantina y allí nos dieron una pésima copa de mezcal.

Lo invité a que me acompañara en mi automóVil, llegamos a la Comandancia Militar y allí le dije: hermano, eres mi prisionero. Soy el Comandante Militar.

Lo dejé y salí de la Plaza de la Constitución.

En aquellos momentos me avisaron que don Gustavo Madero había caído en poder nuestro y que don Francisco Madero y el señor Pino Suárez, estaban encerrados en los salones de la Intendencia Militar.

Todo había ocurrido bien. Jiménez Riveroll se presentó ante don Francisco Madero y le pidió que lo acompañara. El ayudante Garmendia disparó su pistola sobre Riverll y lo dejó muerto. También mataron al mayor Izquierdo, no sé si el mismo Garmendia.

A Cepeda sólo le dieron un balazo en la mano, pero en cambio, él mató a don Marcos Hernández, un hermano del señor Ministro de Fomento, don Rafael Hernández, a quien yo siempre guardé todo género de consideraciones.

Parece que la escolta que llevaba Enrique González, iba a terminar con todos los que estaban en el Salón de Acuerdos, pero oportunamente este joven jefe ordenó a sus soldados que cesaran el fuego.

Cuando don Francisco Madero bajó por el elevador para huir, lo capturó Blanquet, llevándolo al Cuerpo de Guardia de la Puerta de Honor.

A los demás los capturamos con facilidad. Don Gustavo había sido capturado sin que opusiera resistencia alguna.

Blanquet lloraba porque le habían matado a su oficial más querido, Jiménez Riveroll.

Yo no me explico como un hombre como Blanquet puede llorar sinceramente. Yo nunca he llorado, ni de mentiras, como lloraba Don Porfirio.

Todas mis simulaciones, todás mis emociones fingidas no han sido de lágrimas, porque tal vez mis pupilas no están hechas para llorar ... como mi corazón.

El bronce no llora y yo creo que mi rostro y mi alma están troquelados en bronce: soy indio, más indio que Juárez.

Esto último lo digo sin ironía, porque recuerdo el momento en que se derrumbó el maderismo y acude a mi memoria el espectáculo que no me conmovió, y que hubiera preñado las pupilas de cualquier hombre que se encontrara en mi caso.

Al salir de la Comandancia por la pequeña puerta, al pasillo que daba a los patios llenos de soldados, lancé este grito: ¡Viva la República! ¡Viva México!

Los soldados respondieron al unísono. Fuera, en la plaza, empezaron a escucharse los gritos de ¡Viva el general Huerta! ¡Viva el Ejército! ¡Viva la República!

De las torres de Catedral caían los sonoros rumores de las campanas, echadas a vuelo, para anunciar mi triunfo.

Pronto la plaza de la Constitución se llenó de personas ansiosas de saber; anhelantes de darse cuenta de que el peligro, la muerte, habían dejado de cernirse sobre todos.

¡Viva la República! ¡Viva la Patria!, gritaba yo. ¡Y los soldados lanzaban sus gorras al aire y me aclamaban como en un día aclamaron a Iturbide, como nunca aclamaron a Madero!

El entusiasmo de todos era indescriptible. Se abrazaban los desconocidos. Había lágrimas en muchas pupilas.

La ciudad de México me acogía como el único jefe, olvidaba a Madero y a Félix Díaz, sólo veía a mi persona: ¡el vencedor de Rellano! ¡el jefe de la División del Norte!

Aquello era el fruto de mi campaña militar, o para decir mejor, de mi campaña política. ¡Era mi triunfo!

Y pensé que en toda la República se repetía el grito que en aquellos momentos salía de los labios de la muchedumbre; creí, como creen todos los habitantes de la metrópoli, que aquella ciudad, al aclamarme, me consagraba como el amo de México. Sí, señores, México, la sola ciudad de México es toda la nación.

Papeles mojados

No gusto de añadir a estas memorias ningún documento oficial, por dos razones: primera, porque los documentos sólo los leen los historiadores que luego obligan a los niños a aprendérselos; y segunda, porque para mí nunca tuvieron ninguna significación los documentos oficiales.

Si como me propusieron el Pacto de la Ciudadela, me proponen otro pacto, por el cual hubiera yo quedado de Presidente sólo diez días, lo hubiera aceptado, pero sólo con una condición: que el pacto fuera por escrito.

Los hombres de acción debemos despreciar todo lo escrito. Los historiadores y los que escriben, sólo sirven para aniquilar a los hombres de acción que se dejan seducir por doctrinas a cual más absurda. Siempre he creído que yo sé más de mi persona y de los medios que debo emplear para el triunfo que persigo, que lo que me enseñara toda la filosofía ...

Y bien, por esto repito que al pacto que firmé en la Embajada Americana y por el cual quedaba sólo provisionalmente en la Presidencia, no le di ninguna importancia.

Me preocupaba que Madero renunciara, pues no quería -por consejo de no sé quién-, subir a la Presidencia sin la previa renuncia del legítimo Presidente.

Me encomendé a los senadores que me habían servido admirablemente y a los diputados, que ya se habían presentado a mí para ofrecerme sus servicios.

¿Necesito decir algo sobre los políticos de mi país? ¿Necesito decir que son la gente más despreciable de cuantas existen en México? Creo que no. Ya todos lo saben.

Una entrevista

Mi corazón sí contiene odio. Si no puedo llorar, en cambio puedo odiar y mucho. Para mí el odio es la más amable de las pasiones y la tengo en mi alma como la dominante.

El rencor que guardaba por don Francisco Madero, me obligó a hacer algo por él antes de matarlo. Porque, que se le tenía que matar, eso era indudable. Yo no comprendí jamás a algunos amigos míos que me dijeron que perdonase a Madero. Seguramente ellos no me conocían.

Pero ya he dicho que quise antes gozarme en mi triunfo, ver al vencido y recordarle su ingratitud para mí, que era el hombre que lo había salvado de ser vencido por una revolución formidable.

Gocé en esta idea y la realicé inmediatamente, antes que nada, perdiendo mi serenidad por ella. Y fuí hasta el local donde estaba encerrado el prisionero y me encaré con él.

Desde luego recuerdo que el licenciado Rafael Hernández y otros de los prisioneros, se pusieron en pie para darme la mano. El licenciado Vázquez Tagle, Ministro de Justicia y el señor Madero, permanecieron sentados: era un desafío a la muerte.

Fuera, gritaban los soldados: ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército! ¡Viva el general Huerta!

- Señor Presidente -empecé.

- ¡Oh!, ¿todavía soy Presidente? -me preguntó Madero riendo con burla.

- Está bien -repuse-, señor Madero.

El y su Ministro quedaron con los brazos cruzados. No me tendieron la mano y esto me irritó. Entonces empecé po hablar. Y hablé con todo mi rencor...

- ¿Recuerda usted cuando me humilló y me hizo mil ofensas sólo porque sus amigos me señalaban como un traidor?

- Lo era usted -replicó vivamente.

- Está hien, pero ya verá usted que yo no lo mato. Usted mi prisionero, lo voy a respetar. A mí me juzgará la Historia, señor, pero a ustedes lo voy a juzgar yo -dije al fin en tono enérgico.

El sonrió con desprecio.

Salí de allí. Madero estaba sentenciado a muerte por él mismo.

Entre el pensamiento de una obra y la realización de la misma, ocurren cosas tan diversas que yo siempre he creídp, sin ser pensador, que pocos hombres harían lo que piensan, si aplazaran el acto creador por unas cuantas horas.

A mí me sucedió muchas veces. Yo sentencié a Madero a morir y hubiera ordenado que se cumpliera mi voluntad a este respecto inmediatamente. Pero, por razones que he explicado, yo me confío siempre a lo imprevisto, dejo al azar una gran ingerencia en los hechos ... Por esto dejé para más tarde lo que pude haber ejecutado inmediatamente. Y a fe que me fueron favorables los acontecimientos.

Mi amigo Gustavo

Pero no quiero alterar el orden en mi narración. Voy a procurar seguir con el mayor método posible el relato, para así poder recordar mis estados de alma (como diría el poeta García Naranjo), durante aquella interesante época de mi vida.

Muchos civiles me pidieron la ejecución de los dos prisioneros, y los oficiales llegaron hasta a reclamarme aquellas cabezas. Recuerdo que entre éstos, uno de los que me fue más estimable, no más querido, pues repito que yo no quise a nadie, me propuso que colgáramos a los dos señores Madero y a Pino, de las tres puertas del Palacio Nacional.

¡Tenían imaginación mis oficiales!

Yo era amigo de don Gustavo Madero. Con él cené como un camarada y bebí, en muchas ocasiones champagne y coñac; y siempre le protesté mi más sincera amistad.

Sabía muy bien que aquel hombre era el que podía decidir de mi suerte, pues era más inteligente que don Francisco y el único verdaderamente revolucionario entre toda la familia Madero. Era activo y trabajaba a favor de su hermano, con un grupo que se había atraído el odio de todos los grupos que no estaban con el maderismo, es decir, de toda la República. A este grupo lo había bautizado el periodista Sánchez Santos, en un artículo que se leyó en toda la nación, con el mote de La porra. La institución se dedicaba a hacer manifestaciones tumultuosas, sin orden alguno, befando a la gente de prestigio. Yo había sido una de las víctimas de La porra.

Por esto odiaba yo a Don Gustavo. Temía que en cualquier momento lograra obtener todo el favor del señor Presidente de la República y en tal caso hubiera hecho cualquiera de estas dos cosas: ordenar mi fusilamiento inmediato o encerrarme en Santiago.

A Don Ernesto, yo no lo odiaba, como no odiaba a los demás miembros de la familia que justamente se ha llamado funesta para México. A Don Ernesto lo veía con frecuencia y siempre me atendía con la misma parsimonia que el señor Limantour empleó en el Ministerio de Hacienda. Yo no odiaba a Don Ernesto, por que se dedicaba a hacer negocios; era un comerciante al por mayor. Y a mí me han simpatizado siempre los comerciantes. Tengo debilidad por ellos, como se verá más tarde.

Malos matadores

La muerte de Don Gustavo se debió, pues, muy principalmente, a la solicitud que me hicieran los hombres de la Ciudadela para que lo entregara. Lo ofrecí a mi discípulo, y le ofrecí también las cabezas de los señores Franciso I. Madero y Pino Suárez, pero éstas yo me las reservaba para más tarde.

Ya en la madrugada del día en que hice el ofrecimiento, Don Gustavo fue llevado a la Ciudadela, donde inmediatamente lo ejecutaron.

Es tiempo de que yo hable de la impericia de los militares para asesinar. Nadie, señores, mata más mal que ellos. Y esto no obstante que debíamos ser los más aptos en el arte de matar, pues llevamos sobre los civiles la ventaja de la práctica ...

Y bien, cuando matamos, basta que no se nos den órdenes de fusilamiento, y con ellas todas las facultades qpe nos conviertan en simples máquinas de muerte, para que demostremos una ineptitud que siempre se nos echa en cara ...

Doy este dato a los criminalogistas, por si acaso no lo tienen apuntado.

La muerte de Don Gustavo se conocía una hora más tarde de que ocurriera, hasta en sus menores detalles. Toda la ciudad conocía la forma de la ejecución; todos comentaban que se le hubiera ejecutado sin cuadro, sin formarle un consejo de guerra. Y, más que todo, se hablaba de la participación que habían tenido los jóvenes oficiales de la Ciudadela, los que se habían disputado como un honor, el hecho de haber dado mayor número de balazos al cuerpo del político maderista ...

A Bassó, que también era amigo mío, lo había entregado a solicitud de los de la Ciudadela, que lo señalaban como autor de la muerte del general Reyes. Era Bassó un hombre excelente. Yo no lo hubiera fusilado, si los odios de los pronunciados no reclamaran más víctimas. Lo entregué ... porque necesitaba entregarlo. Era inocente.

La renuncia

Mis gestiones para que el señor Madero renunciara al Poder, las encaminé por los mejores conductos: uno, el más interesante, fue el señor Ministro de Relaciones, el señor licenciado Lascuráin, a quien tenía espantado el hecho (probable sólo para él) de tener que ocupar la Presidencia de la República en el caso de que los señores Madero y Pino renunciaran.

Principié por dejar en libertad a los señores secretarios de Estado, para que influyeran en el ánimo de los prisioneros y Madero no fuera a encastillarse en la idea que había manifestado siempre de morir antes que entregar el Poder.

Varios diplomáticos, me ayudaron, se entiende que inconscientemente, en mi obra de persuasión, pues desde el primer momento manifesté que quería la renuncia de los dos funcionarios, pero no arrebatarles la vida.

El señor Lascuráin, se interesó vivamente por obtener las renuncias solicitadas, ofreciendo en cambio garantías para los prisioneros y hasta la libertad. El señor general Robles fue también uno de los comisionados para obtener laS renuncias. A este militar di mi proposición que se reducía a recibir las renuncias a cambio de un salvoconducto para que los reos salieran de la República a la isla de Cuba, pueS el ministro de esta nación S. E. Márquez Sterling, se ofrecía como salvaguarda de los funcionarios en su viaje a Veracruz.

La fe de Madero

Recuerdo algo que me contó un amigo mío sobre la tenacidad de Madero y su fe en el triunfo de su revolución.

En la prisión dijo a Pino Suárez que la campaña del pueblo contra los traidores, sólo tendría un paréntesis con su prisión, pues que una vez que lograran llegar a La Habana levantaría a la Revolución. Llegó hasta hacer un plan que consistía en el pronunciamiento de don Venustiano Carranza en Coahuila y Nuevo León; el de Maytorena en Sonora; el de don Abraham González en Chihuahua y la unión de Zapata y Figueroa en la nueva campaña.

Madero confiaba, sin duda alguna, en la labor de acercamiento que había hecho con aquellos señores que se comprometieron con él desde la época en que se levantaron en armas contra el general Díaz. Se fundaba también en algunos hechos que ignoro.

Cuando terminó de exponer su plan al señor Pino, dijo a éste, poniéndole la mano en el hombro:

Dentro de un año, estamos otra vez en la presidencia de la República.

El coco de México

El señor Henry Lane Wilson, era mi amigo, porque yo era enemigo de don Francisco I. Madero y porque me consideraba aliado a mi discípulo, Félix Díaz.

Sucedía en mi país que el señor Embajador de los Estados Unidos, era visto como un poder superior al Ejecutivo de la República. Representaba a los Estados Unidos, y este hecho le daba una influencia preponderante sobre los demás miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante el Gobierno mexicano. Se presumía que el Embajador americano, era algo así como un tutor enviado por la Casa Blanca para que vigilara de cerca la conducta de los funcionarios mexicanos.

En el caso a que me voy a referir había algo de verdad en este modo de juzgar, pues el señor Wilson había cooperado a la caída del señor general Díaz, de una manera activa.

Cuando a mí me dijo que estaba dispuesto a ayudarme en mi alianza con la reacción aristocrática que se levantaba en México contra la plebe, al grito de ¡Viva Félix Díaz!, comprendí que aquel hombre era para mí lo que yo quisiera; un excelente amigo o un enemigo peligroso.

Decía que en la Embajada Americana se hizo el Pacto de la Ciudadela, por el cual quedaba yo en el Poder con un Gabinete escogido por Félix Díaz y sus hombres en tanto que se efectuaran las elecciones de presidente y vice-presidente de la República.

En verdad, yo escogí a algunos hombres del Gabinete y más que yo, mi compadre y amigo, Enrique Cepeda, fue el que eligió a los políticos que podrían servirnos. Recuerdo que sólo se opuso a Un nombramiento, pero yo no podía desechar a la persona que se me proponía: Mondragón.

El único problema

Mi Gabinete quedó integrado por los hombres más prestigiados de la ciudad de México:

García Granados, un inepto.
Robles Gil, un político.
Rodolfo Reyes, un nuevo.
Mondragón, completamente desprestigiado.
Esquivel Obregón, ex maderista teorizante.
De la Barra, con prestigio nacional.
Vera Estañol, un soñador teorizante ...

Todos coincidían en esta idea: en odiar a Madero; unos lo odiaban por despecho, otros porque no los había querido aceptar como amigos, otros porque veían en aquella administración, un obstáculo para prosperar ... En el odio únicamente podían unificar su acción. Pero eso no me importaba a mí: yo estaba decidido a tratarlos como amigos y no como colaboradores; y, más que como amigos, como subordinados ...

No temía yo a ninguno de estos hombres. Pensaba en mi espada, en el Ejército, en el Gobierno militar, a quien confiaría la labor de refrenar toda ambición que no tuviera por objeto servir a mis intereses.

Para salvar a México, yo nunca he creído que se pueda emplear otro medio, que el brutal de represión que yo puse en práctica. Sólo con las bayonetas, sólo con la Ordenanza (que es detestable como Código Militar), sólo con el machete, se puede gobernar a México ...

No hay problemas en mi patria. Ni el agrario, que ha servido únicamente para que los pensadores pierdan el tiempo y para que los imbéciles adquieran prestigio falso; ni el de la justicia, que tiende a igualar a todos los hombres, cosa que es más imposible en México que en cualquier otro país, pues en México todos los hombres son distintos y lo serán ... ¡Ningún problema me preocupaba: mi espada y un buen ministro de Hacienda: eso me serviría para gobernar un país que despreciaba a Madero por falta de energías y que había estado postrado a los pies de Don Porfirio porque este señor había matado demasiado!

En cuanto a los revolucionarios ... yo siempre, siempre desprecié a los revolucionarios ...

La blusa y el saco

Me interrumpí al referirme a Mr. H. L. Wilson, y voy a volverme a ocupar de él, porque quiero señalarle la parte muy importante que tuvo en la organización de mi Gobierno.

Wilson fue amigo mío, por carambola ... De quien era era amigo, era de mi discípulo Félix Díaz.

El Embajador es hijo de un país donde no hay otra aristocracia que la del dinero; donde los hombres, no obstante que van de todas partes del mundo, se unen en esta tendencia que los hace manejables y dóciles: ganar dinero.

En cambio en México, hay dos clases de hombres: los que usan saco y los que no lo usan. En las ciudades, en las haciendas, en todas partes, el hombre de saco considera inferior al hombre de blusa o de camisa. Y lo más extraordinario, lo inconcebible para cualquiera que no conozca México, es que el de blusa se cree inferior, del todo inferior, al de saco.

Este ha oprimido siempre a aquél; con lo que resulta que no hay sino opresores y parias. Pero no obstante que el paria sufre todos los atentados de su opresor, sigue sirviéndole, humillado siempre, siempre vencido ...

Y hay más, y esto es lo verdaderamente grave: ¡No se ha conformado el hombre de saco con hacer trabajar al humilde, con chuparle la sangre, con quitarle a su mujer y hacer prostitutas de sus hijas, sino que lo ha dejado con hambre!

Ahora bien, Mr. Wilson sentía irresistible atracción por los hombres de saco. El fausto desplegado por los mexicanos ricos, entre los que siempre está el Gobierno, había sido tal, que Mr. Wjlson, arrepentido de haber arrojado al destierro a Don Porfirio, hombre de saco, quiso reparar su error elevando a la categoría de Presidente de la República a un hombre de saco: a Félix Díaz. Madero, señores, sólo Don Francisco, a pesar de su fortuna, a pesar de su educación y de sus costumbres, era un hombre de blusa metido en un hombre de saco.

Por esto Mr. Wilson trataba con toda cortesía a don Ernesto Madero y desdeñaba a Don Francisco, por esto míster Wilson ayudaba a los conspiradores de la Ciudadela; por esto Mr. Wilson, en la Embajada Americana, cuando salía de firmar el famoso Pacto de la Embajada, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Viva Félix Díaz, el salvador de México!

La resurrección de Don Porfirio

La aristocracia de México también creyó que había triunfado con el Cuartelazo de la Ciudadela; algunos capitalistas habían dado dinero, pequeñas cantidades; las damas de la aristocracia que no habían querido a Madero, porque daba fiestas a las que iban revolucionarios que olían a sudor, al triunfo del cuartelazo prepararon con sus modistas los trajes que iban a lucir en las grandes soires, donde el ídolo sería el joven sobrino del para ellas inolvidáble Don Porfirio; pensaban en las fiestas donde se reunirían sólo ellas, las mimadas de la suerte, las que se habían constituído por el éxito de su clase en treinta años, en reinas de la elegancia y de la belleza; pensaban, en fin, en la resurrección del porfirismo, pero de un porfirismo rejuvenecido, con un Don Porfirio donjuanesco, que iba al cuartelazo con sombrero flexible, florecido de ramos y de violetas ...

Y llegaron a decir algunas de las más conspicuas damas de la aristocracia:

- Ahora sí nos tocó la nuestra: vamos a matar pelados.

En fin, el viejo partido porfirista creía que la Revolución había muerto con el último cañonazo de la Ciudadela. Yo pensaba distinto.

La Revolución que se había combatido primero con la sangre generosa de un ejército de viejos militares y de niños que en gestos heroicos daban su sangre sólo por hombría (según la frase de mi general Eguía Liz), era todavía nacional: todavía estaba latente en el corazón de las masas, todavía la anhelaban los mexicanos. Y como yo comprendí esto, en mi primer discurso pronunciado ante las Cámaras y ante el Cuerpo Diplomático, que estaba conmovido por mi arenga, dije que mi Gobierno sería eminentemente revolucionario.

¿Linchamiento?

La muerte de los señores Madero y del señor Pino Suárez, las voy a referir muy brevemente, sólo para dar pequeñas enseñanzas a los militares y a los políticos que tengan que resolver problemas como el que me ocupó a mí a raíz del triunfo de la Ciudadela.

He dicho que me pedían a los cuatro prisioneros y que yo sólo di dos; pero no he explicado por qué en tal ocasión fui parco para dar. Y bien, señores, yo sólo mandé a dos, porque si mando a los cuatro no hubiera podido protestar legalmente ante el Congreso de la Unión.

En la muerte de Don Gustavo, dictada por el silencio de mi discípulo Félix y por orden expresa de Mondragón (este general injurió cruelmente al prisionero antes de matarlo), hay un hecho digno de ser considerado. Desde luego, la intervención de los oficiales del Ejércitp federal en tal asesinato. No sé quién disparó el primer tiro al prisionero; si fue un militar o si un mozo de Mondragón; pero si sé que en el momento en que fue herido Don Gustavo, se arrojaron sobre él los jóvenes militares que se habían pronunciado por las insinuaciones de Mondragón, y lincharón al político.

No solamente se consumó este crimen en la forma brutal de asesinato, sin el requisito legal de formar un Consejo den Guerra al reo, sino que, como ya he dicho, se llegó hasta el linchamiento, que sin duda alguna es la forma más cobarde de matar.

Dos días más tarde, el general Mondragón repetía esta hazaña, ordenando a los militares que asesinaran a un hombre indefenso e inofensivo, a quien no había necesidad de castigar, pues no podía invocarse para ello, siquiera, la razón política. Me refiero al señor Manuel N. Oviedo, periodista independiente que desempeñó el puesto de Prefecto Político de Tacubaya.

Después de hacer que unos oficiales (entre los que se encontraba uno muy allegado a Mondragón) trajeran ante su presencia al reo, acusado de haber cateado la casa del general Mondragón, éste ordenó que se le matara en forma brutal: ¡Mátenlo!

Los oficiales dispararon sus armas sobre el cuerpo del periodista y la forma de linchamiento del señor Gustavo Madero se reprodujo hasta con el detalle del robo de las prendas de la víctima, pues unos oficiales regresaron a la casa de Oviedo y pidieron a la viuda el reloj y el caballo del hombre que acababan de asesinar ...

Por esto yo siempre he dicho, contra la opinión general, que Mondragón no es inteligente.

La sabiduría de los políticos

Yo quería fusilar, desde que fue mi prisionero, a don Francisco I. Madero. Lo quería fusilar por venganza, porque, hombre de pasiones como soy, no podía vivir sin vengarme de lo que me hizo aquel hombre.

Pero lo hago constar desde luego: yo no quería que Madero desapareciera porque temiese que un día me derrocara. Ya he dicho que yo siempre desprecio a las revoluciones.

Mis ministros, sí temían a Madero. Creían que si quedaba en libertad, organizaría una nueva revolución. Le temían y lo odiaban. Tan así lo creí, que pensé en dejarlo en sus manos, para que lo fusilaran. Lo hubieran hecho, según pude cerciorarme por hechos posteriores.

Consulté lo que debía hacer con ellos, para sondear sus opiniones. Los más inteligentes me decían que dejaban a mi elección la forma de resolver aquel pequeño problema; otros opinaban porque se ejecutara a los dos prisioneros. Robles Gil, el único, me declaró que se debía respetar aquellos dos hombres, consignándolos al Gran Jurado.

La verdad, aquel hombre tan ridículo para todos los políticos y para la aristocracia, había hecho una revolución poderosa; había dado un golpe de muerte a un régimen de treinta años; pugnaba, aunque fuera muy débilmente, por el triunfo de los humildes ...

... Y no obstante que sus incertidumbres eran tan grandes que tenía de ministro a su tío (que consultaba a su vez con Limantour), los políticos no hubieran permitido que viviera: ¡le temían!

Me decidí a ejecutarlo y ordené a Blanquet que buscara gente apropiada para ello, que no fueran militares de línea, para no incurrir en la misma falta de Mondragón.

Blanquet lloraba con lágrimas verdaderas la muerte de su oficial más querido, Jiménez Riveroll; tenía, pues, necesidad de vengarse.

Francisco Cárdenas y un tal Pimienta, gente de la más desprestigiada entre los irregulares, fueron los comisionados para encargarse de las ejecuciones. Venían en la columna de Blanquet.

No conozco bien los detalles del suceso, porque yo, como general, poco me preocupo de los detalles. Me interesa la idea general. Lo de detalle, lo dejo a mis subordinados ...

Las ejecuciones se consumaron en las afueras de la Penitenciaría de México, entre once y doce de la noche. Llevaban a los reos, en automóvil, el mayor del 7° Cuerpo Rural, don Francisco Cárdenas y el oficial Pimienta, que se había distinguido siempre por su facilidad para consumar ejecuciones de muerte.

Un grupo de paisanos, creo que todos comisionados por los hombres de la Ciudadela para que asistieran a la ejecución, esperaban en las afueras de la Penitenciaría el momento de tomar parte en los asesinatos. Creían tal vez que ellos iban a acabar con los ex funcionarios, pero no se necesitó de sus servicios, pues Cárdenas dió un balazo a Madero, en la cabeza, diciéndole antes para que volteara que viera a una bola (multitud).

A Pino le dió tres balazos Pimienta, y los de la Ciudadela, que no quisieron permanecer inactivos, hicieron una descarga sobre los dos cadáveres.

Cometieron la torpeza de enterrar inmediatamente a los dos muertos; pero en cuanto lo supe, ordene que los exhumaran y los presentaran a la Penitenciaría, pues en un Consejo de Ministros que celebré una hora más tarde, los señores secretarios de Estado me dieron esta idea luminosa.

Yo tengo que alabar en esta ocasión a los señores licenciados y políticos que me hicieron tomar tal determinación, pues así logré encontrar la solución del asalto por una multitud a la escolta que llevaba a los prisioneros a la Penitenciaría, es decir, la verdad oficial.

¡Saben mucho estos señores políticos!

Al día siguiente, cuando se supo la muerte de los dos políticos, recibí más de mil felicitaciones ...

Mis oficiales me proclamaron el salvador de la República. ¡Se me abrazaba públicamente por el asesinato de los dos funcionarios, se me aclamaba!

Y fueron tantas y tamañas las felicitaciones que recibí, que llegué a considerar que en verdad había vengado a la nación del atentado que consumara aquel hombre, enfrentándose contra Porfirio Díaz.

¡Yo, Presidente!

Lo que sentí al ocupar la Presidencia de México, fue algo que no pude ni podré explicar. Me creí el amo de México, el dominador de todo aquel pueblo del que había yo formado parte como uno de los más humildes, desde hacía tantos años. Y pensé ...

Voy a relatar cuál fue la primera aspiración que tuve en el Poder: ayudar a los humildes, hacer la paz, engrandecer a los eternamente vejados. Creo que esto mismo le ocurrió al general Díaz, cuando por el Plan de Tuxtepec llegó a la Presidencia de la República.

Pero pronto estas ideas cambiaron para dar paso a una sola: ¡mi odio a la aristocracia, a Félix Díaz, al grupo porfirista que había estado en el poder durante treinta y cinco años y que en aquellos días creía que yo me prestaba como instrumento suyo, como espantajo para esperar un momento en que Don Porfirio volviera a entronizarse por medio de Félix Díaz, su sobrino, su sucesor!

¡Sí, señores, yo odié desde aquel momento a Félix Díaz, porque yo nunca había sido porfirista, nunca, ni por un instante de mi vida, ni cuando por mi sola orden y en un arranque de hombría, ordené que ante la bandera que flameaba sobre el mástil del Ipiranga, que se llevaba al destierro al ex Presidente, se tocara el Himno Nacional! ... Entonces todos habían creído que yo era porfirista. Y debo confesarlo: yo ordené que se tocara el Himno, por antimaderismo, no por porfirismo.

¡Me irritaba hasta la idea de saber que los felixistas, en los que yo no veía sino a los porfiristas, me pudieran suponer tan inocente de entregarles el Poder!

¿Qué iba a hacer, para sacudirme el felixismo? No lo pensé. Sí consideré que la situación era grave, pues el felixismo cundía y algunos felixistas estaban armados. Pero yo tenía otras armas de las que ellos carecían: mi gran inteligencia y el Poder.

Mis primeras 5,000 víctimas

A muchos les ha llamado la atención la fuerza que tengo para atraer las simpatías o el respeto de las gentes que me hablan. Yo mismo he tratado de explicarme en qué consiste este poder de sugestión, y nunca lo he conseguido.

Recuerdo que uno de mis ministros, el licenciado García Naranjo, me decía en una ocasión:- La mejor labor política que puede usted hacer, es hablar con sus enemigos. Los haría huertistas en una hora.

¿Y, saben ustedes, señores, lo que yo decía a los que hablaban conmigo? Pues sólo les decía mentiras ...

Yo no reflexioné jamás para decir una mentira. Las decía espontánea y constantemente, a todas horas, por cualquier motivo, muchas veces sin objeto.

También debe haber concurrido a acrecentar mi poder de atracción, que siempre propuse a los amigos y a los enemigos, los dos caminos: el de la amistad (y en este caso les daba todo lo que quería), y el de la guerra (y en este caso no podían esperar sino la muerte). Algunos imbéciles dicen para explicar mi don especialísimo que era yo un indio muy ladino. Y les he llamado imbéciles a los que tal dicen, porque Medina Barrón, por ejemplo, es muy ladino y, sin embargo, no puede atraerse ni engañar a nadie.

Se me temía mucho también, desde el principio de mi Gobierno. La muerte de Madero y la sangre fría de que diera muestras patentes para poder permitir que se mataran cinco mil seres durante la Decena Trágica, me hacían temible. Si no me había detenido ante tales hechos -pensaban mis enemigos- no me iba a detener para mandar fusilar a cualquier hombre.

Yo procuré siempre, por sistema, inspirar terror. Y esto lo lograba mintiendo y matando. Las dos cosas las hacía con exceso, según la opinión pública.

Mis tanteadas

Durante todo mi Gobierno, no hice sino lo que en México llamamos tanteadas.

Entraba y salía por las puertas de Palacio a horas imprevistas, cuando la guardia no estaba preparada para hacerme los honores; dormía de día y en las noches me reunía con mis amigos; visitaba a todas horas a gentes de costumbres morigeradas que se asustaban con mis visitas; mandaba reunir a mis ministros a las altas horas de la noche, para pedirles consejos sobre cosas que ya previamente tenía resueltas o para decirles que se tomaran una copa conmigo ...

Me levantaba de la mesa de mi casa a medio comer y dejaba allí, esperándome, a las gentes a quienes había invitado mi familia; recibía al público sólo unos cuantos días, en Palacio; pero bastaba que me fuera a saludar uno de mis amigos o uno de mis generales, para que me pusiera a charlar con ellos, despreciando a los que esperaban para tratarme de todo género de asuntos.

El desorden en mis costumbres, llamó la atención de todo el pueblo; pero no me atrajo antipatías, pues siempre era mejor un Presidente así que un hombre de bronce, que decía sólo dos palabras, como Don Porfirio, o como los señores Madero y De la Barra, que hacían muchas promesas a sus visitantes y que no cumplían ni una sola ...

Todo el mundo esperaba que yo me fuera a vivir a Chapultepec, un día después de la protesta que hice ante las Cámaras. Creían que iba a dar el espectáculo que dió el señor De la Barra, quien envió desde su recamarera con los triques, hasta los pericos ...

Sorprendido porque yo no me iba a Chapultepec, uno de mis ministros me hizo notar tal cosa y yo le contesté ... no puedo decir aquí lo que le contesté.

No empleé, al principio de mi Gobierno, ninguna medida de terror. Creía que con la hecatombe de la Ciudadela el respeto a mi Gobierno era nacional, como las tortillas ...

El padrino de la Revolución

En estas circunstancias, se alzó de nuevo la revolución maderista. Era la misma pugna entre la gente que no había comido en treinta años y la que desde hacía treinta años comía ...

Los que ahora se levantaban (me refiero a los que tomaban las armas, no a los que encabezaban el movimiento político), eran los mismos irregulares que Madero había metido en el Ejército cuando trató de reorganizar éste con elementos que le fueran del todo adictos, con su gente. Era, pues, la misma revolución, pero con esta ventaja para los que no habían logrado el triunfo: enseñar a los fanáticos, a los que todavía creían en el maderismo, la víctima inmolada y sangrienta.

Era, como me dijo no sé quién, una religión en su etapa más próspera, la de los mártires.

Cuando me dijeron tal cosa, me sonreí, pues yo nunca he creído en las revoluciones, no creo ahora.

Pero si para mí no tenía peligro la revolución, en cambio me traía un argumento para prolongar mi labor destructora del felixismo. Y vi con toda claridad, con perfecta percepción, que mi salvación, mi única salvación por el momento, era la revolución.

Y propagué la revolución. Sí, señores, si hay alguien que se pueda llamar padre de la Revolución de 1913, yo creo que no me disputará el puesto de padrino, que yo ejercí entonces.

Yo podía destruir a la revolución. Con una sola orden reunir a mi gloriosa División del Norte, y lanzarla sobre los focos de sublevación, acabar a los rebeldes, exterminarlos y hacer la paz. Todas las razones sociológicas que se opongan a esta verdad, deben de considerarse nulas, sólo patrañas de los imbéciles que creen que se puede triunfar cuando un Gobierno no quiere caer. ¿Quién podrá negarme que con aquellos seis mil hombres de la División del Norte, yo no me podía pasear por el último rincón de la República, sin que nadie se atreviera a dispararnos un tiro de fusil?

Pero no sólo la consideración anterior me obligó a fomentar la revolución, dejándola crecer; me interesaba y mucho esta otra idea: crear mi grupo, hacer mis hombres, formar una República netamente huertista, pero no porque hubiera manifestaciones huertistas, como ocurrió con el señor Madero, que creyó que el pueblo de México era maderista y no hubo un hombre de los suyos que tomara las armas para defenderlo, aunque muchos las pidieran a gritos; no, yo quería una República de amigos huertistas, de gente que recibiera de mí los más grandes beneficios y hasta el pan. Pensaba hacer un ejército numeroso y fuerte lleno de nulidades militares, pero capaz de aplastar por su número a cualquier revolucionario. ¡Para decirlo en una palabra, yo, que no había sido electo, pensaba ya en la reelección!

Y retiré a Rábago de la División del Norte, porque el general Rábago es un hombre incapaz de comprender políticas, honrado y dispuesto a cumplir con su deber, sin importarle el sacrificio de la vida. Rábago, señores, es uno de los elementos más puros y más dignos que ha tenido el Ejército.

Dejé al general Miguel Gil en Sonora y a Trucy en Coahuila, a fin de que con la ineptitud que les reconocía, fueran arrollados por la revolución. Gil fue requerido para hacer una reconcentración que hubiera acabado con la rebeldía de Sonora, pero yo impedí que la hiciera, no ordenándoselo. El, que es inepto, se encargó de dejarse arrollar.

En cuanto a Trucy ... ya se sabe quién fue Trucy, el mejor amigo de los revolucionarios.

Y la revolución empezó a crecer, a aumentar en la forma, a ganarse la opinión de la gente dispuesta al saqueo y al delito.

Mi política empezaba a desarrollarse ...

Unos niños

Félix DÍaz mi discípulo y el general Mondragón, son unos niños, aunque oigan ustedes llamar a Mondragón el mejor general de artillería de la República. Son unos niños y con Mondragón ocurre lo que con todos o con la mayoría de los hombres de prestigio de México: no sirven para nada, ni son inteligentes a los que se llama inteligentes, ni son valientes a los que se les llama valientes, ni son sabios los que están señalados como tales. Mi país es el país de la mentira, de la falsedad, del extravío. No sé si así ocurra en otros países.

Los que siguieron a Félix en el cuartelazo, lo hubieran abandonado si lo hubiesen conocido con anticipación. En verdad el Cuartelazo de Veracruz les había mostrado al hombre, pero parece que esto no les bastó.

Félix era un sublevado que no quería sublevarse; un candidato a la Presidencia, que no quería molestias ni luchas; era un militar sin carrera y sin combates, un revolucionario que dejaba tres millones de pesos en la plaza que había ocupado; un hombre que creía en la lealtad de los hombres ...

¡Y Mondragón que lo tomó como jefe, era un hombre a quien en México llamaban inteligente!

Se ha dicho que yo traicioné a mi discípulo y eso no es verdad en lo absoluto, como no es verdad que los sublevados hubieran triunfado en la Ciudadela. Me hubiera bastado aislarlos en la ratonera en que se metieron, para acabarlos. Sé que un día antes de que yo resolviera la situación, estaban ya sólo unos cuantos hombres, dispuestos a emprender la fuga. En fin, con sólo negarles mi apoyo, los hubiera aniquilado; en realidad estaban vencidos desde que se encerraron en la Ciudadela.

Por esto he dicho verdad cuando sostengo que yo fuí quien triunfó, y no ellos. Aunque, por otra parte, en estos asuntos de sublevaciones, no hay que contar con la palabra de los que nos la dan espontáneamente: se deben emplear todas las armas, porque nunca como en estos casos todas las armas son buenas.

He llegado a pensar que mi discípulo Félix no hizo el Pacto de la Embajada para ocupar la Presidencia de la República, sino para salir de aquella situación en la que su cabeza, bastante débil, se había extraviado.

Pero yo tenía que destruir la creencia general de que mi discípulo era el vencedor, yo tenía que demostrar ante el mundo, que la Presidencia de la República no estaba en la calle de las Artes (domicilio de Félix Díaz), a donde concurrían todos los políticos y todos los que deseaban prosperar, sino en el Palacio Nacional.

Empecé a atraer al general Mondragón. Fue labor muy rápida. El hombre comprendió que estaba en mis manos, que yo lo podía sostener en la Secretaría de Guerra, o mandarlo fusilar ...

Y Mondragón, que lo que quería era prestigio y dinero, se sometió a mí y traicionó a su amigo y socio.

Mondragón quería prestigio, porque nunca lo había logrado tener, ni a pesar de sus inventos, y quería dinero, porque es hombre insaciable ...

Mondragón es el tipo del ambicioso. Pero no del ambicioso que está destinado a triunfar, porque sus actividades, que son múltiples, las divide; quiere dinero y quiere prestigio. Y la verdad, estas dos cosas, no se obtienen rápidamente en mi país.

El Cuadrilátero Parlamentario (al Triángulo se había unido el licenciado Moheno) laboró para destruir la alianza Félix Díaz-Mondragón.

Me comprendió Mondragón y rompió dulcemente su alianza con Félix Díaz.
Indice de Memorias de Victoriano Huerta de autor anónimo CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha