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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

HERENCIA DE AVILA CAMACHO




Los últimos once meses del presidenciado ávilacamachista transcurrieron en medio del desasosiego del país; desasosiego producido no tanto por la incertidumbre respecto al triunfo de los dos candidatos presidenciales que contendían política y electoralmente, cuanto por los abusos de fuerza que realizaba el Gobierno y las violentaciones que cometían los líderes alemanistas, entre quienes se habían desatado los apetitos de mando. Lo último a pesar del pulso y actitud conciliadora adoptado por Alemán.

Este, apenas proclamado candidato del Partido Revolucionario Institucional, condujo su palabra y actividad hacia el punto de tranquilizar al país, con una admirable capacidad que contrastaba con las incertidumbres de Avila Camacho.

Pero, más que inquietudes electorales, existían las que sembraba el partido sinarquista, buscando la menor oportunidad para movilizar a su gente hacia el antigobierno.

Así yendo de una manifestación a otra manifestación, todas ellas con caracteres de desorden y afán de descoyuntar a la autoridad civil, tanto ésta como la masa del sinarquismo tomaron tantas providencias de enemistad, que todo pareció indicar que al menor chispazo, ya de un lado, ya de otro lado, se produciría la violencia. Y así se produjo una refriega en la plaza de León (6 enero, 1946), durante la cual si la fuerza armada tanto de policía como militar, exageraron el poder de sus armas disparando sobre una multitud inerme, no por ello dejaron de tener grande responsabilidad los líderes sinarquistas, quienes trataron de mermar la dignidad y jerarquía de las autoridades locales y federales, e incitaron a sus secuaces a la desobediencia, al desorden y al asalto. De todo esto hubo un saldo sangriento siempre deplorable y reprobable.

Tan alevoso fue el ataque armado a la muchedumbre como tan impropio el desafío del sinarquismo a la autoridad, que el Presidente creyó necesario determinar la responsabilidad criminal en alguna persona o institución; y en un dictamen precipitado no tanto para proteger a los intereses del Estado, cuanto a fin de satisfacer la demanda pública quedó acusado, y en seguida depuesto, el gobernador del estado Ernesto Hidalgo, hombre de mucha probidad moral y política, quien era ajeno a lo sucedido.

Injusta y anticonstitucional fue la medida dictada por el Presidente, puesto que Hidalgo no había fallado en sus previsiones para evitar aquella catástrofe que mucho contrarió al país; pero no se halló otra manera a fin de moderar los ánimos, sin castigar a los soldados y policías que hicieron uso de sus armas en defensa del orden ni a los sinarquistas que pretendían utilizar el accidente, para dar pie a un martirologio político y social.

No se detuvo el Presidente en su explicable tarea de restablecer la confianza nacional, aunque sacrificando la respetabilidad y probidad de Hidalgo; pues temeroso de que el cruento suceso sirviese a los intereses de la candidatura presidencial de Padilla o de que con lo mismo resurgiese la del general Henríquez Guzmán, mandó perseguir a los enemigos políticos de Alemán, permitiendo que se cometieran actos de comprometida factura facciosa y anticonstitucional, como fue la clausura y confiscación de El Correo de Occidente, de Mazatlán, dejándose enredar en el acto, con falta de hombradía y honorabilidad el general Pablo Macías Valenzuela, gobernador de Sinaloa, quien no dudó en servirse de bandidos ejecutoriados como Othón Herrera y Cairo, para proyectar el asesinato del director de la citada publicación. Permitió también el Presidente, haciendo omisión de leyes y jueces, que los bienes confiscados, fuesen obsequiados sin derecho alguno, al inescrupuloso mercader José García Valseca.

Este, originario de la escuela política del ávilacamachismo poblano, sirviéndose de los créditos que las instituciones bancarias otorgaban a los políticos —privilegio que, como se ha dicho, fundó el general Cárdenas- organizó un monopolio periodístico nacional, para servir, sin medida ni probidad al gobierno, de manera que gozó de impunidad para cometer actos antisociales, como fue el ocurrido en Mazatlán.

Mucho demérito, más que beneficio, dieron a la candidatura de Alemán estos atentados violentos y por lo mismo ilegítimos, aumentados con el infortunado suceso ocurrido en la residencia del Presidente, cuando los obreros de la industria militar tratando de hacerse escuchar por el propio Avila Camacho, cometieron el error de intentar penetrar atropelladamente a la casa presidencial, viéndose obligada la guardia militar a balacearles, causando un número de inocentes víctimas, lo que entristeció a la sociedad, haciéndola creer en la cercanía de nuevos y aflictivos días.

Con todo eso, la obra de Avila Camacho iba nublándose para la República; aunque del balance doméstico sobresalían las tareas emprendedoras de los secretarios de Asistencia Gustavo Baz y de Educación Jaime Torres Bodet. Este, con inigualable laboriosidad y en medio de afanes había rozado el fondo demagógico de la escuela; aunque sin trazar una moderna pedagogía ni intentar hacer salir al país de una mediocridad que avanzaba día a día.

Torres Bodet, quien sucedió en la cartera de Educación al licenciado Octavio Véjar Vázquez, cuya caída del ministerio se debió a su prematura presidenciabilidad, cerró definitiva y radicalmente las puertas a la propaganda marxista y socialista que se desenvolvía desde la secretaría de Educación con fondos nacionales y la tolerancia del presidente de la República, y apresuró, siguiendo el programa de Vejar Vázquez, la era de una enseñanza mexicana a la cual añadió un suntuoso programa de alfabetización que dio visos dorados al gobierno de Avila Camacho sin ningún provecho para la Nación.

El doctor Gustavo Baz, por su parte, abrió una época de hospitales y hospitalizaciones. El mundo pupular, de esta manera, se acercó a los adelantos de instrumentos de la ciencia médica, que estaban considerados como privilegios de la clase acomodada. La medicación, gracias a Baz, se convirtió en arma defensiva de la salud de pobres y ricos; ahora que Baz no dejaba de inspirarse en la idea de favorecer no sólo a la pobretería nacional, antes también de adquirir presidenciabilidad; y ello a pesar de que el ejercicio de la medicina, será siempre incompatible con el espíritu de la política. Esto no obstante, el doctor Baz es uno de los pocos mexicanos de historia política intachable.

De esta suerte, los principales colaboradores de Avila Camacho contribuyeron a enaltecer el sexenio y a elevar el nivel que ganó el Estado por la discreción con que fueron dirigidos los negocios públicos y por el lugar, siempre central, que se dió al presidente de la República a pesar de que éste no era persona de pensamientos ni conocía la esencia de los verdaderos asuntos del pueblo mexicano. No es exagerado decir que sin el grupo selecto que le circundó, con señalada lealtad y sin aprovecharse de los grandes oportunidades que en dinero y política proporcionó la Segunda Guerra Mundial al país, Avila Camacho hubiese salido de la presidencia en la calificación intermedia que correspondía a un hombre que sepultó, para siempre, el teatro de los grandes caudillos; porque después de Cárdenas, el general Avila Camacho fue el puente entre los hombres supremos de la Revolución y los mediocres de la política mexicana, que tuvieron excepción en la figura genial y audaz, muy audaz, del licenciado Miguel Alemán, quien sin tener los méritos guerreros que fueron indispensables y determinantes para el gobierno y mando de la República, inauguró una temporada nacional que ya no fiaba en la pólvora, sino en el talento.

Con Alemán, pues, se podría determinar que la Revolución había dado nacimiento a una clase gobernante de México; a la verdadera clase gobernante de México por la cual había suspirado la Nación desde los días gloriosos de su Independencia, pero la que, por desgracia carecía de responsabilidad y probidad; pues utilizó su inteligencia e ilustración para legar fortunas a sus hijos, olvidándose de legar bienes totales a la sociedad nacional. Avila Camacho descendió de la presidencia, sin emocionar el alma popular; pero sin dejar la estela de odios y venganzas que suelen formar en la causa de los gobernantes, cuando éstos se desvinculan de los intereses patrios. Descendió también Avila Camacho, en medio de la certeza universal de que el país no se alejaría de un ritmo de paz y concordia que fue un tema unicista del presidenciado que terminó el 30 de noviembre de 1946.

Sin embargo, el presidenciado ávilacamachista, dejó insondables huellas de pena en la República por los sangrientos sucesos de León y los registrados en la residencia del Presidente.

Mucho mortificaba a los mexicanos, el hecho de que el Gobierno usase del poder de las armas para contener un alzamiento civil inerme, cuando gracias a los códigos legales, poseía muchos y eficaces instrumentos para defenderse y mantener el orden nacional.

El empleo de la pólvora oficial contra las manifestaciones miltitudinarias locales irreflexivas, pero no peligrosas para la estabilidad del Estado nacional, ensombrecieron la figura de Avila Camacho, en quien se vio al hombre temeroso de no llegar con felicidad al término de su presidenciado, y marchitó la candidatura del licenciado Alemán, lo que hizo redoblar los esfuerzos de éste para contener el pesimismo cívico y dar confianza a lo que se llamaba civilismo, toda vez que los presidentes anteriores a Avila Camacho, no obstante su factura guerrera, no habían hecho uso del ejército para disparar sobre multitudes inermes, no obstante la agresividad de éstas, durante los días del cristerismo.
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