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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

LA POLÍTICA DE 1946




Desde el día en el cual terminó su presidenciado el general Lázaro Cárdenas advirtió al país, que a pesar de que el nuevo Presidente era el resultado de sus designios, ideas e intereses de partido, no por ello correspondía a una autoridad que fenecía con él, con Cárdenas, el 30 de noviembre de 1940.

Desligado así, no sólo por obra de la Constitución, sino también por la dignidad de su alta jerarquía de todo lo que, en nombre de su predecesor pretendiera intervenir en su autoridad. Avila Camacho asumió la presidencia con señalada prestancia y carácter. Sin embargo, no por ello faltó al respeto debido a un ex presidente ni a la lealtad a que le obligaba su vieja y estrecha amistad con el general Cárdenas.

No era fácil, a pesar de las cualidades constitucionales y personales que en sí reunía Avila Camacho, realizar aquella independencia establecida en los preceptos democráticos, por sí solo. Un presidente de la República, aunque investido de muchas facultades, no puede hacer siempre lo que cree más factible o conveniente. Una Nación entregada, aunque no en todos los órdenes de la Constitución a la idea de los derechos de una Carta y a los principios de una Doctrina, no fácilmente camina convencida de la impolutez de su gobernante. Un pueblo entregado a la democracia es generalmente un pueblo desconfiado; desconfiado respecto a los abusos de autoridad, que son los menos compatibles con un régimen popular.

Así, de haber pretendido Avila Camacho que su sola elección, su sola jerarquía, su solo título de Presidente bastaba para el ejercicio corriente de sus funciones como Jefe del Estado nacional, los tropiezos y errores le salen a cada paso; y era de entenderse que México entraba a una nueva época de la Revolución, dentro de la cual el Estado no podía argüir, como en la primera etapa de sus luchas, el poco peso de su experiencia y la gran pena de sus faltas. El Estado empezaba a avanzar por el sendero de lo imperdonable.

De esta suerte, como ya se ha dicho, estableció la responsabilidad personal de los secretarios de Estado —un nuevo sistema de responsabilidad, que si otorgaba muchos vuelos a los miembros del Gabinete, en cambio daba lugar a que el Jefe del Estado no cayera en los errores a los que se exponen cuando tratan directa y autoritariamente los asuntos domésticos, sobre todo si son de índole política. Y la primera responsabilidad, la puso en manos del licenciado Miguel Alemán, en quien como se ha dicho, se reunían las más altas cualidades del político pragmático a par de imaginativo, y por lo mismo, de audacia. Tan señaladas eran las virtudes políticas de Alemán, que apenas iniciadas sus funciones en la secretaría de Gobernación, no sólo se convirtió en la columna primera del gobierno que empezó llamándose gobierno ávilacamachista, sino en el director monopolizador de la política doméstica, de manera que con ello atrajo hacia él -y así pudo dirigir, sin desdoro para las relativas autonomías comarcales ni mengua a sus personalidades— a los gobernadores de los estados.

Además, instruido en la ciencia de gobernar, tanto por su experiencia como gobernador de Veracruz y director de la campaña de Avila Camacho, cuanto por su singular talento político y su habilidad para distinguir las calidades humanas. Alemán dio fin a la escuela que los veteranos revolucionarios se vieron obligados a instituir, conforme a la cual, el funcionario se servía de los empleos para adiestrarse en el saber gobernar y mandar, para inaugurar la era dentro de la cual, un presidente de la República no sólo hacía del Palacio Nacional una sala de adiestramiento personal, sino también el ejercicio de su plena y responsable autoridad.

Al caso, Alemán, colocado en la secretaría de Gobernación se convirtió en la columna central de la gobernación nacional, como queda dicho, y desde ese momento, dando solidez al gobierno ávilacamachista empezó a elaborar, con discreción, pero con mucha precisión, sus propios propósitos; aunque sin llevar al pie de la letra los preceptos constitucionales.

Dos poderosos obstáculos halló Alemán desde los primeros días de su excepcional carrera de gobernante. Uno el de la ambición del partido cardenista para volver al Poder. Otro, el poderío político del general Maximino Avila Camacho, hermano del Presidente, quien aspiraba a la Sucesión.

En efecto, el general Maximino acaudillaba un imperioso grupo político originado en Puebla, estado del que había sido gobernador autoritario a par de generoso; pero en donde los políticos que le servían más aprendieron de lo primero que de lo segundo.

Tenía el hermano del Presidente un carácter audaz y turbulento. Poseía todos las cualidades del hombre de mando; ninguna del gobernante, a excepción de su trato afable y de grato contertulio. Para él, el gobierno de un pueblo se basamentaba en la obediencia ciega de los gobernados. De esa manera, poca era la consideración a la vida humana; precario el respeto a las leyes. Había en él un tanto de salvajismo bondadoso, que mucho le enaltecía y le daba una excepcional personalidad, pues muy raros han sido los políticos de su naturaleza al través de la historia de México.

Su munificencia no tenía límites. Incontrovertible su laboriosidad. Relampagueante su inteligencia. Ardiente su patriotismo; pero tanto odiaba el desorden que a su vez parecía desordenado. Esto todo no evitó que hiciese un gran número de amigos y discípulos, que le admiraban y le seguían con verdadera devoción.

Por lo que respecta al cardenismo, bien notorio era en el país que Cárdenas no estaba contento con las ideas que desarrollaban los principales colaboradores de Avila Camacho. Esto no obstante el temor de correr la suerte de Calles, y lo maltrecha que había quedado su personalidad política después de un presidenciado en el que menudearon las extravagancias e incertidumbres, le mantuvieron ajeno a aquella política que le contrariaba, de manera que ni él ni sus amigos pusieron notorio obstáculo alguno a la obra presidencial.

Este bienandado camino, no sería perenne; pues apenas abandonada la secretaría de la Defensa a raíz de la victoria Aliada, Cárdenas que había ido reuniendo a sus amigos y simpatizadores, indicó a éstos la conveniencia de organizar un partido, que sin ser cardenista, fuese agente activo del partido de la Revolución; pues temía que la nueva era política de México, originada no sólo en la evolución orgánica del país, sino como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, pudiese apartar a la Nación del populismo.

Y no escaseaba la razón dentro de la experiencia que Cárdenas tenía como ex Jefe de Estado; porque, en efecto, el partido de la Revolución, desde el golpe al callismo, estaba desintegrándose; los viejos revolucionarios iban desapareciendo. Era necesario, pues, un régimen preciso de escalafón político. La muerte del general Antonio I. Villarreal, ocurrida el 16 de diciembre del 1944, dejó un puesto irreemplazable en el grupo de los viejos caudillos del 1910; y entre la nueva pléyade, fácil era advertir que la discordia estaba siempre a la mano y requeríase someterla, ofreciéndola un futuro si aceptaba uncirse a la nómina civil, y esperar pacientemente un empleo o función política. El ávilacamachismo se hallaba dividido. Era autor de aquella escisión el general Maximino Avila Camacho, quien así como opositor a Cárdenas y al cardenismo, se mostraba contrario a las facultades que el Presidente tenía otorgadas a Alemán.

De más arrestos que el general Presidente, el general Maximino siempre deploró que la elección presidencial hubiese recaído en su hermano menor, para quien tenía profundo cariño, pero muy corto respeto; y así, como el Presidente huía, con mucha y aparente habilidad, a dar al primogénito de los Avila Camacho, las funciones de secretario de Estado, tal primogénito tomó con atropellamiento el ministerio de Comunicaciones, de lo cual, el Presidente guardó tolerante silencio, haciendo creer al hermano que el Poder estaba a su alcance.

De esto se produjo un enviscamiento callado, pero efectivo, entre los miembros del gabinete; y si el suceso no tuvo mayor importancia, se debió a la cordialidad con la que el general Presidente llevó el asunto; también a la acerada actitud del licenciado Alemán, quien a pesar de que era objeto de críticas punzantes y soeces del general Maximino, continuó imperturbable, ganando con ello superioridad.

Aquellos trances, que pudieron ser fatales para la unidad del partido revolucionario, terminaron con la muerte del general Maximino, en quien México perdió un individuo extraordinario y pintoresco por su desenvoltura política, pues sin escuela preliminar, demostró sus aptitudes y dotes de caudillo político.

Y los trances continuaron conforme se acercaba el año para las nuevas elecciones presidenciales; las correspondientes al primer domingo de julio de 1946.

Para éstas, sin acudir a la coacción, sino descansando sobre la fuerza de su talento, laboriosidad, simpatía y poder político personales, el secretario de Gobernación Miguel Alemán había alcanzado una incuestionable preponderancia política. La unicidad de mando puesta en práctica, el nombramiento y dirección de los gobernadores y la sumisión de líderes políticos, agrarios y obreristas completaron la unicidad alemanista; y asociada a tal unicidad, la confianza sin límites que le otorgaba el Presidente, hicieron de Alemán un específico candidato presidencial de los gobernadores, diputados, senadores y alcaldes municipales; también del general Avila Camacho.

Sin embargo, el general Cárdenas, quien esperaba el momento no tanto para recuperar su poder político, cuanto a fin de detener la candidatura de un político desvinculado del vivaque de la Guerra Civil y del Socialismo sin Marx, se dispuso a dar cuerpo al partido que proyectaba desde los comienzos de 1944; partido que, sin desligarse de la matriz del partido de la Revolución, iniciara una lucha de opinión llevada al objeto de reanimar el culto izquierdista, ahogado en parte por la alta glorificación del dinero producida por la Guerra Mundial, que aparentemente ataba al espíritu mexicano, lo cual no era así, puesto que otro —el de dar orden a la riqueza pública y privada— era el fin que el país perseguía en esos días que remiramos.

Y no era todo eso lo que Cárdenas procuraba. Este hacía también comedidas y casi secretas diligencias, para que ese partido que tenía en mente aceptase la presidenciabilidad del general Miguel Henríquez Guzmán, soldado de los más distinguidos en el ejército, hombre rico, de una gran educación, de francos proyectos progresistas e individuo de extraordinaria honestidad.

Ahora bien: para la campaña presidencial que se avecinaba no eran únicamente los partidarios de Alemán y de Henríquez Guzmán, los que hacían aprestos políticos y electorales. Un tercer partido, dirigido por el licenciado Vicente Lombardo Toledano, apoyado por las organizaciones sindicales hacía también preparativos de lucha.

Lombardo Toledano tenía perdido su influjo en los medios oficiales debido a la tenaz y cruda campaña hecha en su contra por el general Maximino Avila Camacho, y que el país aplaudió con expresivo contento; pero no por ello dejaba de ser un instrumento poderoso no tanto para dar el triunfo a un candidato, cuanto por los efectos nacionales que era capaz de realizar con un aparato multitudinario. Y tal aparato se movía en favor de la candidatura del licenciado Javier Rojo Gómez, jefe del departamento del Distrito, persona de muchas empresas, de trato agradable e inteligente y de reconocidas fórmulas de tolerancia política.

Un partido más, también de circunstancias como los dos últimos, se dispuso a concurrir a la campaña de 1946. Tal fue el organizado en torno a la presidenciabilidad del licenciado Ezequiel Padilla.

Este, aunque sin los arrestos de un caudillo político; pues mucho pesaban sobre él, los millones de pesos que poseía, había ganado tanto prestigio como director de la política exterior en la que sumó la decisión y el triunfo, que se le consideró como hombre capaz de realizar las grandes empresas que demandaba una nueva era de la Revolución; porque era notorio que el país no podía cifrar su progreso en los repartimientos agrarios y en el movimiento obrero. Era asimismo lógico, que las riquezas nacionales asociadas a la inspiración creadora no se detendrían mediante fórmulas de estatización. El alma humana de México había crecido tan magnamente, que la voz y acción individuales sobresalían a las iniciativas del Estado. La Revolución, creando el valor racional del hombre no podía ahora negarlo y menos someterlo a las disciplinas de la burocracia, como se pretendía desde la década que comenzó en 1930; tampoco parecía resuelta a entregar al país a la aconstitucionalidad, y a la antidemocracia, como era el hecho que un Presidente eligiera a su sucesor, puesto que esto reñía con el meollo de la Revolución.

Padilla caracterizó, pues, la continuidad de la individuación nacional; y aunque no representaba la fuerza política organizada, de todas maneras constituyó la oposición al alemanismo, que si también tomaba el camino de la transformación de los niveles sociales en el sentido de consolidar los bienes de la Nación y de la Sociedad, era mirado con desconfianza por la gente temerosa de que Alemán fuese un aliado convencional del régimen aconstitucional, puesto en práctica en nombre de la continuidad, la unidad y la paz. Y todo esto a despecho de la reforma política de 1910.

Avila Camacho, inspirado por la serenidad de Alemán, quien mucho se cuidaba de hacer públicas sus opiniones, seguía, frente a la organización de los partidos políticos de circunstancias, una actitud recatada aunque no ignoraba que el general Cárdenas se entendía secretamente con el general Henríquez Guzmán. Tampoco desconocía los preparativos que hacía el licenciado Padilla ni las actividades de Rojo Gómez.

Así y todo, inducido por su genio aparentemente inalterable, el Presidente dirigía todos sus empeños a encontrar los instrumentos legales para dar a las elecciones todo un aparato de constitucionalidad; ahora que los hechos no serían del todo favorables a los designios presidenciales.

En efecto, desde el final de 1944, una poderosa corriente de opinión oficial estimulada, aunque con extremada cautela, por el Presidente, se inclinó a la idea de que el sucesor de Avila Camacho debería ser un político civil, de manera que al entrar el 1945, tal idea se rebusteció, no tanto por razonamientos democráticos, cuanto por el impulso que los gobernadores de estado dieron a la candidatura de Alemán, al grado que el propio Presidente se vio circuido por la decisión y poder que representaban los gobernadores, que sin ser de elección libre y popular, eran partidarios de Alemán.

Apoyaban también a éste, como se ha dicho, las mayorías de la cámara de diputados y del senado; y tal apoyo se lo daban no sólo como a un nuevo tipo de caudillo político mexicano a quien debían posición, sino en improvisada doctrina de civilismo, considerándose que la elección de un civil significaba un nuevo e importante capítulo de la vida política de México; ahora que la fórmula no tenía significación alguna para los intereses nacionales, pues más importaba en la personalidad de Alemán el hecho que era individuo que sabía mandar y gobernar, que su indumentaria de civil. El país ciertamente ansiaba que la presidencia dejase de ser una escuela de aprendizaje y de ensayos sociales.

Aplaudíase así, que Alemán pudiese ser el Magistrado innovador de un deseo universal; ahora que el propio Alemán no podía sentirse seguro de su triunfo. Frente al alemanismo se hallaba el cardenismo resentido, los partidarios del general Henríquez Guzmán, los jefes del ejército comprometidos con este último, y el padillismo que apoyaba su campaña en la libertad y en una quimérica efectividad del Sufragio.

El temor de que aquella campaña de 1946, terminase trágicamente empezó a minar la tranquilidad pública, deteniendo la corriente de los negocios, entorpeciendo la contabilidad de la hacienda nacional y dando lugar a murmuraciones, cual menos extravagante, puesto que se daba por cierto que Avila Camacho, Alemán y Cárdenas se entendían para rehacer los dislates de la década anterior, y asegurar definitivamente el problema de la Sucesión, que ahora consistía en que el Presidente nombrase a su sucesor.

Delante de todo eso, Avila Camacho tomó una determinación de la que fueron principales responsables los gobernadores que amenazaron con quebrantar su aparente neutralidad oficial.

La determinación de Avila Camacho, aunque al margen de los cánones democráticos y constitucionales, fue casi obligada. Al caso, llamó al general Henríquez Guzmán y con mucha brevedad, autoridad y un poco de cinismo, le hizo saber que el candidato presidencial del partido de la Revolución sería el licenciado Miguel Alemán; y aunque Henríquez Guzmán titubeó para aceptar la resolución presidencial que estaba lejos de las normas políticas, la intervención de Cárdenas, hizo que Henríquez desinteresada y noblemente renunciara a su presidenciabilidad no sin advertir al país, con señalada dignidad, que su decisión se debía a que las elecciones estaban hechas de antemano.

A la renuncia de Henríquez se siguió el retiro de Rojo Gómez, y el campo quedó expedito a la proclamación (6 de junio, 1945) de la candidatura de Alemán.

Ahora bien: con la renuncia de Henríquez Guzmán, se originaron las dudas consiguientes en el licenciado Padilla, puesto que su candidatura no tenía otro punto de apoyo que el Sufragio; y se hubiese retirado también, de no ser que el Presidente, para dar a la función electoral que se avecinaba, todos los visos democráticos posibles, estimuló la vanidad de Padilla a fin de que éste aceptase una competencia legal con Alemán; y Padilla cierto de su capacidad intelectual y de empresa; cierto asimismo en que daría un ejemplo de civismo al país, improvisó partido, programa y partidarios y con aparente sensibilidad democrática empezó sus trabajos de propaganda, de leal oposición.

El Presidente no quiso empañar sus designios públicos, y aunque otros eran los privados y explicablemente humanos, procedió a poner los medios que le fueron posibles a fin de dar a la lucha presidencial, el carácter de competente legal. Para ello, expidió una nueva ley electoral, con la idea de restaurar el régimen de partidos, preconizado por Calles, no obstante que aquéllos no existían, a excepción del partido de la Revolución, al cual el alemanismo apellidó Institucional Revolucionario (PRI), y del Comunista.

Empezada así la campaña presidencial, mientras Padilla progresaba como caudillo de un apostolado político, Alemán se acercó al país con lo diligente y generoso de su carácter, con su brillo de líder civil y su inmensurable vocación creadora, probando desde luego su capacidad de gobernante, al invitar colaboradores a personas que habían sido siempre ajenas a los asuntos políticos o concursado en filas contrarias a la Revolución, pero que correspondían a una élite social.

Con todo esto, Alemán logró conquistar la confianza de los mexicanos; pues con curiosidad de investigador quiso conocer los problemas nacionales y colocó en puesto de debate, la política internacional; y esto mientras se codeaba con pobres y ricos, ejidatarios y obreros.

Organizó así Alemán, desde esos días de propaganda electoral su propio partido, renovando la vieja estructura del partido de la Revolución; ahora que tantos fueron los bríos del candidato; tantas las tolerancias políticas que no pudo evitar el ingreso a sus filas de los oportunistas y colaboracionistas inescrupulosos; tampoco de incipientes plutócratas y de grupos extranjeros, sobre todo de mercaderes árabes, escasos de probidad, como Miguel Abed.

Alemán, pues, podía estar seguro de su triunfo, aunque Padilla había echado raíces en algunas comarcas y estimulaba a sus partidarios a los actos de defensa electoral, de manera que el país con tales candidatos, ambos abogados, del gabinete de Avila Camacho y ambos de singular capacidad, asistió a un verdadero espectáculo teatral, sabiendo previamente que el victorioso sería Alemán.

Así, aunque los comicios de julio (1946) no fueron un ejemplo de concurrencia popular, y los líderes alemanistas, acaudillados por Carlos I. Serrano, cometieron actos atropellados contra los padillistas y abusaron de su fuerza contra personas débiles que sin tener candidato no estaban de acuerdo con la postulación de Alemán, el triunfo de éste fue cierto y seguro, pues si la gente organizada en sindicatos, comunidades agrarias, ligas de profesionales y sociedades de oficinistas no constituía la mayoría absoluta de México, sí significaba la mayoría de votantes en un país dominado por una clase rural, que no entendía ni podía entender el Sufragio, hecho para ser ventilado y practicado en las ciudades.
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