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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 34 - ESTATISMO

LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL DE 1934




Si los grupos políticos nacionales que contrariaban o trataban de contrariar los designios políticos y electorales del Partido Nacional Revolucionario —grupos conocidos con el apellido de oposicionistas— no representaban un peso frente a este partido ni ponían en trance al gobierno presidido por el general Abelardo L. Rodríguez, en cambio las ambiciones que se desarrollaban dentro del Nacional Revolucionario, con la idea de dominar la situación política del país en el presidenciado a comenzar el 1° de diciembre de 1934, eran de aquellas que contemplaban muchos peligros, que el presidente Rodríguez estaba llamado a sortear en medio de tolerancias y ajustes de individuos y circunstancias.

A la vista del país estaba que el partido Revolucionario no tendría una oposición capaz de ensombrecer el horizonte electoral en la campaña de 1934. A la falta de partidos se seguían, el no total desarrollo nacional urbano, lo cual, al acercarse los comicios, daba a México el mismo panorama rural de elecciones anteriores.

Con esto advertía que el país estaba todavía lejos de tener una clase ciudadana capaz de resolver los problemas concernientes única y exclusivamente a la ciudadanía; y era también de tomarse en consideración, para medir los alcances de lo que se llamaba con cierto aire de democracia factible batalla electoral, el decaecimiento cívico producido por los fracasos en las luchas comiciales anteriores; luchas en las cuales fueron sacrificadas moral y políticamente los hervores y esperanzas de una noble juventud que no podía explicarse el porqué era imposible un triunfo electoral, y por lo mismo se contentaba, sin analizar las causas, de acusar a Calles y al callismo como responsables directos de tales fracasos.

Pero si no descollaba una oposicióp con aptitudes para derrotar al P.N.R., en cambio existía una corriente con apariencia pacífica, siempre callada y casi conspirativa, que proyectaba liquidar políticamente al general Plutarco Elias Calles, al callismo y al Maximato.

La dirección del grupo que para cumplir tal designio pretendía adueñarse, como principio de una cuenta, de la jefatura política del Nacional Revolucionario, se movía cautelosamente, para no alarmar a Calles ni inquietar al presidente Rodríguez; ahora que aquel hombre extraordinario que era Calles no ignoraba tales proyectos, y si no trataba de contrarrestarlo se debía a que los consideraba propios a la democracia —propios a los designios que él, Calles, había trazado desde la muerte del general Obregón, cuando consideró que era posible restaurar los principios revolucionarios, empezando al caso con su apartamiento de los asuntos públicos y con la organización de un régimen de partidos.

Esta disposición de Calles no la entendían el país ni los nuevos líderes políticos; y es que tanto apego al mando y gobierno habían mostrado los viejos revolucionarios, que era difícil que en un individuo de la talla de Calles renunciase definitivamente al poder. De esta manera, el grupo que trataba de eliminar al caudillo, temeroso de que éste reaccionase con el propósito de retener el llamado Maximato, procuraba los medios para aislarse de los enlaces que pudiesen serle útiles al objeto que se le atribuía.

Calles, advertido, como se ha dicho, del juego de intereses y apetitos que se realizaba en torno a la sucesión presidencial, y con el propósito de no cargar sobre sí una nueva responsabilidad, como era la de elegir al presidente constitucional de la República, dejó que los asuntos electorales caminasen por sí solos o por lo menos sin su concurso. El deseo de que en la sucesión de 1934 no se le acusara, como en 1928, 1930 y 1932 de imponer a los jefes de Estado, fue palmario.

Debido a todo esto, la mentalidad política de los políticos mexicanos de tales días, estaba llena de apremios y temores, sobre todo porque no existía la seguridad de hallar un líder con la capacidad bastante y considerada para iniciar una tarea no sólo de independencia, puesto que ésta ya se había manifestado en los presidentes Portes Gil, Ortiz Rubio y Rodríguez, sino de separación completa entre el Maximato y el presidencialismo.

Ya se ha dicho, que desde el comienzo del gobierno del general Rodríguez, los miembros del gabinete presidencial adquirieron mucho relieve; y esto se debió a que en medio de los tantos hombres a quienes la Revolución sacó de la oscuridad para darles títulos de políticos o gobernantes, el mundo popular quiso adivinar, apenas iniciado el año de 1933, quién podía ser el sucesor de Rodríguez, en 1934.

Las figuras sobresalientes del partido Revolucionario, aunque sin verdaderas tradiciones de gobernación y sin las características del conocimiento que se debe tener acerca de la responsabilidad y función del Estado, poseían prendas políticas denotantes de su capacidad de mando. Entre tales figuras estaban Manuel Pérez Treviño, Aarón Sáenz, Lázaro Cárdenas, Carlos Riva Palacio, Joaquín Amaro y Adalberto Tejeda.

Sin embargo, de todas esas personas, la única que no tenía historia política que incitase a la controversia, era el general Cárdenas; y esto proporcionaba a tal persona un lugar prominente entre las otras, porque después de los muchos peligros vencidos por el partido Revolucionario por no expurgar a sus caudillos; ahora, al acercarse la sucesión de 1934, se consideró necesario un hombre que, sin dejar de ser paladín de la Revolución, no llevara lastre en su personalidad ni en el material humano que le acompañara. De esta suerte, y exento casi en términos absolutos, de una historia política buena o mala, pero de todas maneras historia, el general Cárdenas quedó en la primera línea de las presidenciabilidades.

Además, como Cárdenas se prestó a seguir, sin exigencia doctrinaria a la nueva pléyade política; y aunque gozando de las muchas consideraciones de Calles, nunca se había manifestado como discípulo o sirviente abyecto del Jefe Máximo, todas las condiciones circunstanciales de aquella política que abría una vía específica a la política nacional, quedaron reunidas en tal hombre.

Cárdenas no tenía más preparación en la ciencia de la gobernación que la observada al través de su ejercicio de autoridad primera en el estado de Michoacán. El abono era realmente precario, incierto, porque en tal función no había hecho obra capaz de conmover a los michoacanos. Sin embargo, su discreción oficial; su postura de líder generoso de los campesinos; su intachable conducta civil y guerrera; su probidad política; su notoria inspiración creadora y su excelsa honorabilidad personal eran cualidades que le adornaban graciosa y felizmente.

Ahora bien: como el pueblo de México estaba acostumbrado a la admiración y respeto que causaban los grandes caudillos de la Revolución, se hizo necesario que Cárdenas, antes de ser candidato a la presidencia, obtuviese un grado más en su carrera política; y a este fin el presidente Rodríguez, de hecho convencido de que Cárdenas debería ser su sucesor, le nombró secretario de Guerra y Marina (1° de enero, 1933).

Fue así como el general Cárdenas recibió el espaldarazo presidencial, gracias al cual quedó firmada su autoridad dentro del nuevo grupo llamado a capitanear las lides políticas de la Revolución mexicana.

Frente a tal acontecimiento, Calles guardó una actitud decorosa y prudente. Habíase retirado, en aparente indiferencia, de las promociones y empresas electorales que hacían con maliciosa anticipación y premura los partidarios y amigos de Cárdenas; y esto dio lugar no sólo a las acostumbradas murmuraciones, siempre tan eficaces para debilitar a los gobiernos, sino también a la sospecha de que el cardenismo no obraba de buena fe respecto al general Calles, no obstante que los cardenistas, se excedían en los halagos y promesas de subordinación y respeto para aquél.

Calles, aunque apartado de la actividad política, no dejaba de ser la autoridad moral del partido Revolucionario. Su experiencia, su saber y su probidad le daban categoría casi de irreemplazable. Había condenado el sistema de caudillos. Sin embargo él mismo, sin quererlo, era el más notable caudillo de los días civiles de la Revolución. Su genialidad intuitiva irradiaba grande y espléndidamente; y si la adulación tenía caracteres de exagerada y abyecta, los valores intrínsecos de Calles eran tan reales y verdaderos que gracias a ellos se dio formación al espíritu y cuerpo del Estado; fue expurgado el sistema presidencial; obtuvieron jerarquía los presidentes de la República y México inauguró una temporada de paz y progreso; de orden y administración.

No es exagerado decir, en seguida de la consulta documental, que la desaparición en aquellos días del general Calles hubiese sido una catástrofe para el país. El basamento de la estructura política nacional estaba quintaesenciado en la voluntad y pensamiento de Calles; y en tanto que de la nueva pléyade revolucionaria no emergiera otro hombre emprendedor y probo, no era posible deshacerse de Calles a menos de desearse la repetición de males violentos para la República.

Esta, después de las lesiones sufridas a consecuencia de las guerras y de las luchas inherentes a las restauraciones, requería un guía político; y aunque Calles no era una perfección humana, pues adolecía de los defectos que siempre son conexivos al ejercicio de una paz y política imperiales, era el hombre que, después de pasar por uno y muchos tamices revolucionarios y autoritarios, continuaba siendo el eje de la consulta nacional que, lejos de ser bochornosa, como se decía en esos días, era la garantía del consejo racional y veterano, tan necesario para dar estabilidad y desarrollo a las naciones; porque ¡pobre de aquel pueblo que carece de la opinión madura y patriótica de quienes han pasado por los fuegos del conocimiento y la experiencia!

Tan cierto era el poder de opinión representado por Calles, que en medio de las más soeces murmuraciones, de los más ingratos propósitos y de las más lesivas manifestaciones que se hicieron en torno al Caudillo, y observando cómo empezaba a ser debilitado el poder público, el presidente Rodríguez y el general Cárdenas, pidieron a Calles que abandonara momentáneamente su retiro e hiciera acto de presencia en la ciudad de México.

Con modestia que siempre honrará a la alta política mexicana, continuamente mancillada por los propios mexicanos, el general Calles se rehusaba a concurrir al llamado de Cárdenas y Rodríguez; pero al fin se dejó convencer; y esto no en alas de la vanidad, sino con la seguridad de ser una vez más el instrumento circunstancial para dar unicidad al Partido Nacional Revolucionario —a la familia revolucionaria, como en tono doméstico, siempre impropio para hacerlo juego de las cortas luces del vulgo, se llamó a la obligación que en México, como en cualquiera otra parte del mundo, existe a fin de mantener la homogeneidad partidista.

La presencia de Calles en la ciudad de México comenzó con un recibimiento multitudinario, durante el cual, el caudillo fue paseado en camión de redilas y conducido en triunfo por calles y plazas; y en seguida quedó organizada una gran publicidad en favor de Cárdenas.

Aquietóse con todo esto el callismxO. Calles volvió a llamar hijo al general Cárdenas, a pesar que dentro de aquel hombre tan ordenado y dispuesto a la jerarquía como era Calles, no existía la confianza hacia Cárdenas, pues le consideraba como individuo de muy medianas aptitudes no tanto para el mando, cuanto para el gobierno.

Ahora bien: la presencia de Calles en la periferia política; su concurrencia franca al cardenismo; su regreso a la actitud paternal hacia el candidato presidencial, dio mucho realce al grupo de Cárdenas. Faltaba, sin embargo, colocar al grupo callista puro al margen de los asuntos políticos; y como tal grupo estaba acusado de ser el iniciador de una plutocracia mexicana, el cardenismo se apresuró a dar forma y expedición a un programa específicamente de Cárdenas, que trasponía los proyectos del Plan Sexenal aprobado en la convención del Partido Nacional Revolucionario reunida en Querétaro (6 de diciembre, 1933).

Tal programa, anunció el poder que el futuro Presidente ofrecía a los obreros y campesinos —la esencia del Estado Burocrático. Para ello, Cárdenas pidió la unidad de los sindicatos y la disciplina de las comunidades agrarias, de manera que hablando de un solo frente, no tanto de carácter electoral, sino político, Cárdenas pareció dispuesto dar a México una nueva manera de vivir —el de una oclocracia.

Esta primera instancia de Cárdenas, no obstante la vehemencia del argumento, fue considerada en el país como una mera propaganda con fines destinados a sustituir a Calles y al callismo en la dirección política del país. Además, como era inoculto el desafecto de la gruesa opinión pública hacia el general Calles, pues tal opinión estaba bien lejos de comprender los propósitos instaurativos de aquél, todas las palabras y opiniones de Cárdenas eran consideradas como la esperanza de que el callismo quedaría excluido definitivamente de la política nacional. En esto, la intuición popular se adelantó, como es muy común, a los sucesos.
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