Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 2 - Desarrollo económicoCapítulo trigésimo segundo. Apartado 4 - La población nacional Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

DESENVOLVIMIENTO DE NUEVAS IDEAS




La alborada de las letras y pensamiento mexicanos, advertida a la reunión de los hombres, grupos y partidos que se registró en el país con la presidencia provisional de Adolfo de la Huerta, se debilitó al final de la tercera década de nuestro siglo, ofreciendo con ello muy pocos y frágiles motivos para creer que en México existía una idea nacional, a pesar de que el principio de nacionalidad se presentó ya no como mera teorización, sino como una realidad, en algunas ocasiones manifestada en medio de estallidos y violencias.

Así, sobre todo en el norte del país, a donde se produjeron los primeros síntomas denotantes del estado formativo de una economía mexicana, capaz de crear un sistema de riqueza desemejante a la que existía en los días prerrevolucionarios, se levantó y dilató una ola de xenofobia amenazando, a cada hora, de manera más atropellada, los intereses mercantiles extranjeros; en especial de los chinos.

Estos, propietarios en Sinaloa, Sonora y Baja California de dos mil quinientas empresas, entre grandes y pequeñas, aparecieron como los enemigos del desarrollo de los intereses mercantiles mexicanos. La vasta red de los chinos, representada en créditos y almacenes fue considerada como un obstáculo para el desenvolvimiento de un comercio específico y probadamente nacional; y esto era causa de un aumento de disgusto, llevado en ocasiones a actos de violencia, a veces con procedimientos vejatorios, allí a donde los asiáticos estaban establecidos.

Tantos, en efecto, fueron los atropellos cometidos en medio de esa lucha, que no siempre las órdenes de las autoridades locales contra los chinos estuvieron dentro de las normas que las leyes del país otorgaban a los extranjeros, de lo cual se originó una fuga de los capitales chinos, así como de los propios subditos de China, quienes llevaron consigo a esposas e hijos de nacionalidad mexicana.

Y todo eso, que ocurría en un medio caracterizado como meramente mercantil; eso mismo, en lo que respecta a la idea de nacionalidad, estaba también comprendido en las actividades literarias y políticas que se registraban en el país; pues si es cierto que en éstas no se aludía a los problemas nacionalistas suscitados en el occidente de México, sí daba soltura a la posibilidad de consolidar una tesis —una gran tesis— sobre la Revolución; porque así como los años cicatrizaban las grandes y profundas heridas materiales que las guerras civiles causaron a la nación, así, en cambio, los días acrecentaban el deseo, casi universal, de saberse cual era el verdadero cuerpo y espíritu del acontecimiento nacional con el cual se llenaban dos décadas de vida exclusivamente mexicana. Y se dice que exclusivamente mexicana, porque después de las dudas que se suscitaron a raíz de los sucesos de 1915, acerca de la verdadera y positiva nacionalidad de la Revolución, ahora se estaba seguro de que el suceso era muy de cierto propio de México y por lo mismo ajeno a las intervenciones de idearios extranjeros, auque no se desconocía que tales idearios no habían estado ausentes del episodio central de México.

Así y todo, no con facilidad iban a ser construidos los cimientos ya puros, ya críticos de la Revolución. Los ideólogos mexicanos, menos atrevidos que los portentosos guerreros que con sus hazañas llenan los años de 1910 a 1929, avanzaban con lentidud de los ensueños y utopías -esto es, de lo que creían que pudo ser la Revolución- a las realidades efectivas y luminosas de la propia Revolución. Por esto, tales ideólogos se servían de las letras bellas y novelescas, como ocurrió en Martín Luis Guzmán, o de las locuciones a través de ensayos o poesía, como se observó en Alfonso Reyes, para expresar designios que todavía no podían ser considerados como objetos de la razón práctica. Ni siquiera en los trabajos costumbristas, que tuvieron mucho auge, aunque pocos autores que escribieron ora en verso, ora en prosa, se atinó a emparentar la vida popular de México con el substrato revolucionario, de manera que hacia los días que recorremos, la Revolución continuó, en lo que respecta a la exposición y convicción de sus principios doctrinales, dentro del campo de la incertidumbre.

Existían, eso sí, en el seno del gremio nacional que empezaba a pensar, dos grandes grupos que sin ser antirrevolucionarios, representaban la tesis y la antítesis dentro del criterio general de la Revolución; y aunque una parcialidad y la otra parcialidad minoraban o trataban de minorar sus razones y su crédito político, lo cierto es que ni la una ni la otra estaba al margen de los lineamientos de una ortodoxia revolucionaria.

Sin embargo, la literatura política de esos días que estudiamos, acercó al mundo nacional a una más sencilla enseñanza de cosas e ideas; y al efecto, tal literatura empezó por aceptar, como consecuencia revolucionaria, la organización de un Estado revolucionario, y aunque el deseo o proyecto de hacer revolucionario al Estado -y con ello se quería expresar que el Estado debería ser el guión de una sociedad progresista, y de ninguna manera el dictador de tal sociedad-, de suyo contrario a las transformaciones, así y todo se entendió que se trataba de adoctrinar un Estado perseverante, diligente y emprendedor.

De tales pensamientos, se originó una preocupación nacional, de mucha profundidad en torno a la representación jurídica, civil, política, moral y económica del Estado; y de ello provinieron las banderías; también el comienzo del burocratismo.

No hubo partidos ciertos y organizados, pero quien mas, quien menos, quiso concurrir a un debate dialéctico del cual tan alejado vivió México antes de esos días.

De esta suerte, ya no se dudó en la necesidad de otorgar al Estado —Estado que constituía la evolución complementaria del Gobierno- nuevas formas de vida; y entre éstas, la de otorgarle el derecho de estimular y dirigir la inspiración creadora del pueblo.

Otras dos modalidades se observaron en relación al desarrollo, asentimiento e inalterabilidad del Estado. Una, hacerle más asequible a las clases de México; otra, acercarle más a la posibilidad de ser útil, directa y efectivamente, al proletariado; al populismo. A esto último, que no pudo ser definido, se le llamó función social del Estado; ahora que tal cosa, se refería de manera particular a la enseñanza pública, con lo cual se dio a ésta una categoría popular muy eminente, como si otros filamentos de la sociedad mexicana no tuviesen derecho a disfrutar de los bienes que proporciona la ilustración; y tanto fue el abuso que se hizo de esa función específica de la enseñanza pública, que en lugar de seguirse el camino de un populismo, bien pronto se penetró al campo que degeneró en mito político.

La escuela adquirió en México, hacia esos días, un desarrollo casi portentoso no sólo por el progreso de su número, antes también debido a los ensueños que forjó entre los padres de familia; pues estos empezaron a admitir que la escuela constituía la primera garantía para el futuro de sus hijos; y la inasistencia escolar que anteriormente había sido objeto de la protección de los padres, quienes más creían en el trabajo pronto y remunerado de su prole que en el estudio de los beneficios del saber, decreció en un treinta y siete por ciento, de acuerdo con las cifras oficiales. Así también los promedios de inscripciones anuales, aumentaron en 1928 y 1929 en un cuarenta y dos por ciento, de manera que de un año a otro año escasearon las plazas en los planteles públicos, y se hizo necesaria una política para la construcción de edificios escolares, después, fueron proyectados nuevos programas para la escuela Normal de Maestros; mas todo eso obedecía a los intereses políticos que se movían amenazadores. Tales días, pues, no eran de aquellos durante los cuales fue posible llevar las cuestiones a la consideración y reflexión que merecían, por lo cual, de un problema se saltaba al otro problema; y si primero se registraron dificultades entre los normalistas, a continuación surgieron en el seno de la Universidad Nacional.

En ésta, los estudiantes, inconformes más con los profesores que con los planes de estudio, se declararon en huelga, tomando el camino de la violencia, acusando al Gobierno de intervenir sin derecho en los problemas universitarios y de no ayudar económicamente a la Universidad. Unos pocos de días bastaron para que fuesen cargados todos los males universitarios sobre las espaldas del Estado, de manera que éste fue colocado en una posición conforme a la cual aquella situación no tenía más remedio que dar la autonomía a la Universidad; y así se hizo (26 de junio, 1929), diciendo el Gobierno que la Universidad era una corporación pública autónoma.

Esto, si no dio a la Universidad mayor jerarquía social ni académica, en cambio sirvió para emancipar al Estado, de las desagradables consecuencias que producían al Presidente los tratos con la actitud levantisca de los estudiantes.

La ley de autonomía universitaria, dictada bajo la amenaza de la huelga estudiantil, no entrañó ningún beneficio al examen y conocimiento de las humanidades ni de las ciencias. Ni siquiera puso al Instituto en condiciones de obtener una solvencia económica. Los planes de estudio, las dificultades financieras, la cortedad académica y el influjo político continuaron reinando en el seno de la Universidad.

Denotó tal acontecimiento una pobreza de ideas oficiales; pues se perdieron días en los cuales fue posible iluminar al país y estimular los progresos de la ciencia. Lo secundario, que era la forma de un vivir universitario, sobresalió al pensamiento. Así, si a una hora parecía que México estaba entregado al desarrollo de ideas políticas y sociales; a otra hora, aquel parecer se convertía en desilusión.

En tales altas y bajas influía el desajuste administrativo que existía en los organismos estatales. Tanto así, que en la Suprema Corte de Justicia se hallaban, pendientes de resolución, diez mil setecientos cincuenta y siete amparos; ahora que esto no era obstáculo para que el gobierno campaneara su poder y sus proyectos para moralizar los sistemas de justicia; y al efecto, expidió la ley oigánica del poder judical, poniendo en vigor la inamovilidad judicial.

Asimismo, y porque grande era la preocupación oficial acerca de las exteriorizaciones, el gobierno comenzó, con anchos vuelos, una campaña antialcohólica, a pesar de que estaban previstos sus pocos o nulos resultados ya que la acción del Estado quedó limitada a una propaganda contra las bebidas populares, dejándose intactas las fuentes del alcoholismo.

Así también, en aquel movido juego oficial, dentro del cual las ideas eran conducidas a semejanza de motivos graciosos a par de convenientes a los intereses del Estado, el poder ejecutivo hizo públicos sus proyectos cooperativistas; ahora que tales proyectos carecieron de bases y fueron meros alardes de socialismo moderado o de representaciones políticas necesarias tanto para alarmar a los propietarios timoratos, cuanto para halagar a las clases populares. El Gobierno comprendía la necesidad de tener un programa capaz de desarrollo y efectividad; pero como no le era posible desenvolver ideas por la escasez de teóricos y divulgadores, todo se constreñía a las representaciones.

Estas, que dentro del terreno político habían tomado verdadera carta de naturalización en el país, llegaron a penetrar a la expresión de las artes plásticas, de manera que tales fueron tema y manifestación de los pintores mexicanos de esos días.

Fue así como la pintura mural de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, quienes tuvieron el valor de incorporar a su obra las preocupaciones y necesidades de los filamentos más pobres de la sociedad mexicana, se convirtió en vehículo de partido -de un partido revolucionario mexicano sin Madero; de un partido socialista mundial con Marx; también de un patriotismo y popularismo sin fronteras.

Mas como esto último tuvo, ante la osadía de los pintores, por objeto hacer sobresalir las figuras de personajes extranjeros desconocidos en México, de manera que los caudillos nacionales y el sentido de lo verdaderamente nacional quedasen a segundas partes, se hizo necesario que Rivera, Orozco y Siqueiros bautizaran sus trabajos murales con el nombre de mexicanos. Empezóse así a darse como un hecho, la existencia de una pintura mexicana, aunque sin saberse el porqué. Rivera y Orozco, en efecto, no dejaron de retratar la figura física de la gente morena de México; pero sin lograr penetrar en los rasgos de la mentalidad mexicana ni en la realidad histórica de la Nación. Colocaron en cambio tales pintores, al pueblo de México bajo el signo del Socialismo marxista, lo cual era por sí solo el polo negativo de lo mexicano. Debióse a esto que quedase en manos de la turista norteamericana Ana Brenner el apellido de pintura mexicana a la obra de extranaturaleza nacional que realizaron Orozco y Rivera.

Ahora bien: debido a todos esos sucesos, ora producto de la falsificación, ora manifiestos de titubeos, ora resultado de engaños, ora originados en necesidades y conveniencias políticas, el movimiento obrero mexicano, ya colaboracionista, ya independiente, sufrió una fractura en su columna vertebral. En efecto, los agrupamientos de la Confederación Regional Obrera Mexicana y de la Confederación General de Trabajadores fueron conducidos al reconocimiento de una necesidad de Estado, con lo cual se adelantó una nueva organización de la clase trabajadora capaz de ser subsidiaria directa del Estado. El proyecto, del cual más adelante nacería una tercera confederación, caminó a pesar de los deseos del Presidente, con lentitud.

Antes fue indispensable limitar las actividades del Partido Comunista de México, cuya penetración en las filas obreras aumentaba; pero como esa limitación no podía ser legalizada, el gobierno emprendió una persecución injusta e indigna de luchadores valetudinarios, haciendo que los líderes comunistas se refugiaran en un nuevo campo de acción al que llamaron anti-imperialista, dentro del cual, dando razón y auxilio a la idea del patriotismo exaltado, fue más fácil alterar el pulso de la bohemia intelectual de México y de los estudiantes; pues con ello, el comunismo ya no significaba la transformación autoritaria de la sociedad y del Estado, significaba, en cambio, la lucha de la Nación amenazada por fuerzas superiores e interesadas en sojuzgar económica y socialmente a los mexicanos.

Por muy penosos caminos anduvo el desarrollo de las ideas políticas durante los días que examinamos. Las guías dadas a la República al comienzo de la tercera década del siglo; el espíritu de democracia nacional que pareció dispuesto a convertir en monumento marmóreo las ideas políticas de Calles, sufrieron descrédito y descenso; y todo esto, no tanto por los alzamientos sofocados, como por lo veleidoso e insubstancial de la presidenciabilidad que ignoró las reservas y acciones del alma de México. Si a las tareas oficiales de 1929, se les hubiese auxiliado con los recursos de la observación y del talento, el país no pierde, como perdió, un alto y generoso porcentaje de su voluntad.
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